Il n’y a qu’un problème philosophique vraiment sérieux : c’est le suicide. UÍA ILUSTRADAGU
No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio.
El único problema
Esta es la famosa frase con que Albert Camus inicia su ensayo El mito de Sísifo. Frase que contiene una verdad innegable. Pero no nueva.
Y es que la idea de si la vida tiene sentido y si sus bondades compensan sus maldades, coronadas estas por la extinción del ser que porta en su interior la promesa de una felicidad eterna, es tan antigua como la razón humana. Y ha sido formulada durante siglos desde el lado no optimista del pensamiento, incluso por el Eclesiastés de la Biblia, como expresión de un claro dilema: ¿Vale la pena la vida, o sería mejor no haber nacido?
Decantarse por la segunda opción supone poner el remedio al alcance de uno mismo porque, como dice Séneca (cito de memoria), si te place, vive; si no te place, puedes volver al lugar de donde viniste.
Optar por la primera – que la vida vale la pena – no precisa de ningún remedio. A disfrutarla, y punto.
Hay otra postura frente al problema y es la que el mencionado Camus expone en el ensayo antes citado, y de alguna manera en toda su obra. Reconocer el desajuste básico, el absurdo esencial de la existencia humana, y rebelarse desde la dignidad. Claro está que su pensamiento no se puede resumir en un par de frases. Así que recomiendo a los interesados en el tema que se hagan con sendos ejemplares de El mito de Sísifo y de El hombre rebelde, que se los lean detenidamente y luego hablamos.
¿Un ensayo sobre el suicidio?
Pero no fueron estas o parecidas consideraciones filosóficas las que me llevaron a escribir el único ensayo que tengo publicado, Del suicidio considerado como una de las bellas artes (trece vidas ejemplares), sino simplemente la impresión causada por la lectura de una obrita repleta del humor y la agudeza tan propias de muchos escritores británicos, como es el caso. Del asesinato considerado como una de las bellas artes es el título, y en ella se pueden leer cosas como lo siguiente:
Si uno empieza por permitirse un asesinato, pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y se acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente. Una vez que empieza uno a deslizarse cuesta abajo ya no sabe dónde podrá detenerse.
Sin embargo, he de reconocer que mi breve ensayo apenas tiene que ver con la aludida obra maestra de De Quincey, mas que en el título y en la voluntad de incorporarme algo de la maestría de su autor. ¿Qué es entonces?
Como suele ocurrir en estos y parecidos casos, es mucho más fácil decir lo que una cosa no es que lo que es. Así, puedo afirmar con toda seguridad que Del suicidio considerado… no es un ensayo filosófico; no es un tratado sociológico, ni tampoco psicológico; no es un estudio literario; no es una apología del suicidio; no es una condena de lo mismo.
Se trata simplemente de un homenaje, un poco en forma de divertimento, dedicado a unas personas – la mayoría, del mundo de las letras – que, enfrentadas a ciertas realidades del mundo, eligieron la salida que el propio destino les señalaba; personas íntegras, cada una a su manera, que en ningún caso podían aceptar una componenda vergonzante solo para seguir viviendo.
La lista
Y aquí la lista de semblanzas (muy breves) que ofrezco en mi librito para edificación del pueblo lector, como contrapartida de tantas otras que hoy se nos ofrecen para aborregamiento general.
1. Lucrecia, dama romana.
2. Catón, político romano.
3. Lucano, poeta romano.
4. Séneca, filósofo y político romano.
5. Petronio, escritor y cortesano romano.
6. Goethe, escritor alemán, no suicida, cualidad que traspasó a su personaje Werther.
7. Larra, escritor español.
8. Kleist, escritor alemán.
9. Rodolfo y María, pareja de amantes austriacos (decorado de opereta).
10. Silva, poeta colombiano.
11. Mainländer, filósofo alemán.
12. Salgari, escritor italiano.
13. Alfonsina, poeta argentina.
14. Zweig, escritor austriaco.
¡Sorpresa! No son trece, como se anuncia en el título de la obra, sino catorce los que ahora me salen. Pero esto debe de tener su explicación. Y en efecto, si se repasa la lista se observa que hay un infiltrado. Uno que no fue suicida, sino solo poeta, un creador magnífico que supo dar a luz a un personaje para traspasarle sus propios estremecimientos y angustias y poder él seguir su camino bajo las estrellas.
Mundos diferentes
En otro sentido, también se puede observar que la relación sigue un estricto orden cronológico, en el que las épocas más antiguas preceden a las más modernas. Aunque esto no supone la existencia de un progreso en ningún sentido, sino solo la diferenciación de las mentalidades (¡los signos de los tiempos!) que conforman cada una de las épocas. Me explico.
El suicidio clásico y el suicidio romántico, por ejemplo, son dos mundos totalmente diferentes. En todos los aspectos. Las motivaciones, el ambiente, la puesta en escena, todo remite a las respectivas visiones del mundo y de la vida. No hay ni un punto de acuerdo, creo yo. Quizá la manera más resumida – y por lo tanto, más simple – de describir esta disparidad sería estableciendo lo siguiente: en la antigüedad clásica una persona tiene un problema con el mundo y libremente decide eliminarse; en la sociedad romántica una persona siente que el mundo entero cae sobre ella y fatalmente se quita la vida.
Ahora bien, si de lo que se trata es de poner de manifiesto la cualidad de obra de arte del suicidio, quizá habrá que convenir que, en el Romanticismo, esta cualidad es mucho más evidente y auténtica que en la Antigüedad, escenografías aparte. Porque, cuando un romano se quitaba la vida era porque había sopesado una serie de razones y circunstancias que objetivamente le llevaban a adoptar tal decisión. En cambio, cuando un romántico se quitaba la vida, era porque… había leído una novela. ¿Exageración? Sí, de acuerdo. Pero no mucha. Y es que el arte, que hasta entonces estaba separado de la vida, realizando la función de decorado o música de fondo (piénsese en Haendel y los demás), se había convertido, no se sabe cómo, en alimento sustancial de cuantos anhelaban una vida más honda y al mismo tiempo más etérea, que contrapesase tanto logro práctico de la nueva civilización burguesa.
Por otra parte, el mero contenido de la lista plantea ciertas cuestiones que estaría bien aclarar: por qué elegí esos personajes y no precisamente otros; qué tienen en común esos elegidos para que se me presentasen en grupo como formando algo orgánico y con sentido.
Idea y conducta
Después de pensarlo un poco, llego a la conclusión de que lo que comparten es la íntima conexión o coherencia que existe en cada uno de ellos entre pensamiento y vida. Aunque decir “pensamiento” quizá resulte excesivo en algunos casos. Porque no se trata de que hayan ajustado su existencia a una especie de razonamiento o ideología previa, sino de que sus actos nunca contradicen la idea, más o menos consciente, que tienen del mundo y de ellos mismos.
Ésta es la palabra: idea. Trece personas en las que no existe divorcio entre conducta e idea. Así, vemos a la casta Lucrecia rechazando una comprensión que no le había de devolver la castidad robada; al liberal Catón, escupiendo en la mano que le tiende el liberticida; al poeta Lucano, estrellándose contra el muro que cierra el paso a su poesía; al filósofo Séneca, celebrando estoicamente el final sobre el que tanto ha meditado; al esteta Petronio, representando su papel en el escenario de la vida hasta el último momento.Y entre los románticos, al romántico Larra, negándose a aceptar la caducidad del amor; al prusiano Kleist, aplicándose
disciplinadamente la sentencia dictada por el mundo; al principesco Rodolfo, huyendo de un escenario de cartón-piedra en busca de la libertad eterna; al delicado Silva, negándose a navegar entre facturas y pagarés; al obstinado Mainländer, entregando el cuello en fiel cumplimiento de su filosofía.
Y entre los más recientes, al fantasioso Salgari, redimiéndose de la esclavitud mediante un acto heroico; a la voluntariosa Alfonsina, entregándose al mar antes de ser devorada por lo inevitable, y al impaciente Zweig, echando a la papelera páginas y años prescindibles.
He de aclarar que, como de costumbre en estos casos, el problema definitorio lo he tenido con el último grupo, en el de “los más recientes”. Y es que, a diferencia de lo que se puede hacer, y he hecho, poniendo de relieve las diferentes características del suicidio romántico y del clásico, resulta difícil descubrir unos rasgos propios que caractericen la época actual en lo que respecta al suicidio. Porque, vamos a ver, ¿qué se puede decir de los suicidas de la actualidad? Nada. Nada que los englobe a todos. Cada uno de ellos es un mundo. ¿Qué tienen en común individuos como Ángel Ganivet, Horacio Quiroga, Emilio Salgari, Vladimir Mayakovski, Virginia Woolf, Alfonsina Storni, Ernest Hemingway, Paul Celan, Stefan Zweig, Cesare Pavese, Silvia Plath, Alejandra Pizarnik, Marilyn Monroe, George Sanders, Sandor Marai, Gabriel Ferrater, Reinaldo Arenas, José Agustín Goytisolo, entre otros muchos? Nada, nada que establezca una tendencia común. Esto es una prueba más de lo que siempre he sospechado: que el ser humano, el sujeto de la Historia, es incapaz de explicarse, de caracterizar la época en que vive. O, dicho de otra manera y a modo de ejemplo, que el gran sabio que era Tomás de Aquino nunca supo que vivía en la Edad Media.
Y una última aclaración. Tal como cualquier lector atento podrá descubrir enseguida, en realidad el tema del ensayo no es el suicidio, y la verdadera intención del autor no es conseguir la inclusión de práctica tan discutible en el elenco de las bellas artes, que ya está bien como está. Ese lector comprenderá que el suicidio no es más que el pretexto, el hilo conductor que nos va llevando de una vida ejemplar a otra a través de un mundo miserable, y que, como antes he apuntado, mi obrita es solo un homenaje, rendido con amor y con humor, a ciertos personajes de diversas épocas que supieron mantener la dignidad – de forma trágica, es cierto – ante el acoso de la infinita mediocridad del mundo.
Y así, con la visión romántica de un suicidio clásico, finaliza la serie ANTONIO PRIANTE GUÍA ILUSTRADA, que empezó aquí.
(Del suicidio considerado como una de las bellas artes se publicó en 2012 por Editorial Minobitia)
Los caminos por los que un individuo muerto hace por lo menos siglo y medio pasa a convertirse en personaje de una de mis novelas son variados y a veces sorprendentes. Siempre, o casi, hay un detonante que enciende la chispa de la creación.
Puede ser la lectura de un párrafo de un libro de literatura romana, que de pronto se ilumina y exige un desarrollo adecuado en forma de novela (La ciudad y el reino), o el recuerdo insistente de unos versos latinos leídos en un libro de texto en la adolescencia (Lesbia mía), o la consiguiente emergencia de uno de los más grandes personajes del antiguo mundo romano (La encina de Mario), o la nostalgia del hombre admirado en la adolescencia, que está en el mundo sin ser del mundo (Conversaciones con Petronio), o el tributo debido al gran pensador, apartado del mundo por las corrientes de mi juventud (El silencio de Goethe).
Un “pelmazo patológico”
Lo que nunca podía imaginar era que un motivo tan fútil como el que de pronto se me presentó pudiera moverme a sacar de la tumba a un hombre que en ella se había metido por propia voluntad, y con el que no creía tener la menor simpatía ni conexión. O eso pensaba antes de conocerle bien. Una mujer, y paisana suya, me ofreció el motivo. Sí, una escritora nacida en Madrid siglo y medio después que el personaje.
En una serie de retratos de parejas célebres, con los intríngulis de sus relaciones íntimas – esas cosas que conocen tan bien los que no han tenido ninguna intimidad con los retratados -, la periodista y novelista aludida daba una semblanza de Mariano José de Larra más bien triste. Venía a decir que el individuo era una especie de pelmazo patológico, un acosador, que se dedicó a martirizar a su pareja cuando ésta se había cansado de él y que finalmente se levantó la tapa de los sesos solo para fastidiarla.
Aun no sabiendo casi nada del personaje, algo había ahí que no me cuadraba. ¿Por qué? ¿Sería mío el prejuicio? Entonces decidí investigar un poco, como por entretenimiento.
Pero no tenía otra forma de conocer a Larra – de manera fiable, quiero decir – que leyendo sus escritos. Y a eso me dediqué. Artículos periodísticos, críticas teatrales, cartas, novelas, dramas, todo (o casi) lo escrito por el “pelmazo patológico” pasó ante mis ojos. Total que, como me ocurriera con Schopenhauer, pero esta vez sin proponérmelo al principio, me convertí en Larra y, naturalmente, empecé a escribir como él. El resultado fue la novela El corzo herido de muerte, publicada por Editorial Cahoba en 2007.
Tres son los grandes temas que habitan y alientan en el alma de Larra: España, la literatura y el amor-pasión. Otro poder, a veces oculto, a veces trágicamente manifiesto, ejerce sobre él toda la fuerza del destino. Pero no tiene nombre. Quizá porque su esencia es el vacío, la nada, la muerte.
España o la patria
El ser, la forma y la intensidad del patriotismo es algo que se forma en la mente del individuo – como todo – según el origen, el carácter, la educación, el ambiente y las experiencias del sujeto. Larra, hijo de afrancesado y nieto de patriota español, disfrutó de las influencias y experiencias necesarias para poder elegir el bando con el mayor conocimiento posible. Y eligió los dos, el progreso ilustrado y la España soñada.
La España existente no le gustaba a Larra. La España que le gustaba a Larra no había existido nunca. Tampoco el patriotismo español – el patriotismo cualquiera – tenía propiamente historia, como no se remontara uno a la antigua Roma. Parece raro – y es algo normalmente no asumido – que una de las banderas de todos los tradicionalismos, derechismos y reaccionarismos vigentes desde 1800 fuese un invento de los revolucionarios franceses, es decir, de la primera izquierda política existente en Europa. Antes de la Revolución, “patria” era solo un término erudito (Itálica, patria de Trajano y de Adriano) o popular (Asturias, patria querida), sin sentido directamente político. Las lealtades, los sentimientos, iban por otro lado: el señor natural, el rey,la religión. Total que, pese a quien pese y quiera reconocerlo o no, la patria, como concepto político moderno, fue un invento de los revolucionarios franceses, algunos de cuyos líderes eran conocedores apasionados de la antigüedad clásica.
No importa. Pese a tener los orígenes tan cercanos en el tiempo, los aires de la época decidieron que la patria, el patriotismo, se correspondían con las ideas de libertad y progreso, íntimamente emparentadas éstas con el movimiento romántico, mientras que para la reacción o inmovilismo quedaban la tradición, la religión, la monarquía. Y si incorporaban “patria”(“Dios, Patria, Rey”), rectificando el originario “el Trono y el Altar”, acuñado por el muy reaccionario Congreso de Viena, era por imperativo de los signos de los tiempos.
A Larra no le gustaba España tal como la veía. Por eso, su literatura costumbrista difiere sustancialmente de la que hasta entonces se hacía. Pues no se trataba solo de describir las costumbres con la gracia suficiente para divertir al lector, sino además y sobre todo, de señalar muchas de esas costumbres como taras o vicios que impedían el progreso de la sociedad para que pudiera equipararse a las más adelantadas de Europa.
La literatura o el Romanticismo
Antes he aludido al movimiento romántico. El Romanticismo – lo titulo con mayúscula para distinguirlo de cierta mentalidad y literatura baratas -, ese golpe de timón que dio de pronto la sociedad occidental.
Desde hacía por lo momento trescientos años, el mundo europeo y sus valores mostraban una estructura piramidal. En la sociedad, arriba de todo estaba el rey, luego las altas jerarquías de la Iglesia y los nobles, quienes también ocupaban la cúpula del estamento militar, luego el estado llano con la incipiente burguesía y abajo de todo, los campesinos, siervos y esclavos. En el mundo de los valores, arriba de todo estaba la razón, tal como se concebía por la clase dominante, por supuesto, y esa razón dirigía y controlaba tanto las ciencias como las artes, dictando en éstas las normas del buen gusto, fuera de las cuales nada era aceptable.
Pero, a mediados del siglo XVIII empezaron a soplar aires nuevos. Una nueva manera de considerar el arte y la vida, no sujeta a normas impuestas, surgió en tierras alemanas. Sturm und Drang (Tempestad y empuje), por el título de la tragedia de Klinger, fue el nombre adjudicado al movimiento, en el que destacan personalidades como Herder, Hamann, Klopstock y, entre otros, el mismo Goethe con su obra Götz von Berlichingen.
Pocos años después, entre 1797 y 1802, en el llamado círculo de Jena, localidad próxima a Weimar, un grupo de estudiosos y poetas, entre los que destacaban los nombres de Friedrich Schlegel y su hermano Wilhelm, Ludwig Tieck y Novalis, empezó a dar forma teórica y práctica a lo que luego se llamaría “primer Romanticismo”, enseguida implantado en Alemania e Inglaterra, pero prácticamente desconocido en el sur de Europa. Solo en pleno siglo XIX – en su primer tercio – el movimiento se extendió por Italia, Francia y España. A este “segundo romanticismo” pertenecen las figuras de Espronceda y Larra, entre otras. El “tercer Romanticismo” se extendería por la segunda mitad del siglo XIX, con ejemplares, en nuestro país, de creadores como el delicado Bécker y el ramplón (con perdón), Zorrilla.
Todo esto – que el lector encontrará mejor formulado y desarrollado en cualquier enciclopedia – para decir que Larra era uno de los representantes más típicos de aquel Romanticismo. Y no obstante, él no lo veía así: se creía distanciado de aquella corriente que en su época lo anegaba todo. Hasta el extremo de que, en el prólogo de la obra de teatro Macías nos dice:
Pintar a Macías como imaginé que pudo o debió ser, desarrollar los sentimientos que experimentaría en el frenesí de su loca pasión, y retratar a un hombre, ése fue el objeto de mi drama. Quien busque en él el sello de una escuela, quien invente un nombre para clasificarlo se equivocará.
Sí, esto dice el escritor Larra, utilizando palabras como “frenesí” y “loca pasión”, tan raras de encontrar fuera del universo romántico. Qué difícil reconocer los evidentes lazos que nos encadenan a nuestro tiempo, qué fácil imaginarnos libres de modas y de extrañas influencias y proclamar un yo incontaminado, que no se sostendría por ninguna parte.
De la trilogía de los intereses u obsesiones larrianas que antes he apuntado, paso por alto el tema del amor-pasión, tan trillado por las artes desde la eclosión del Romanticismo precisamente, y concluyo con el innominado pero aludido a continuación de aquellos tres: la libido moriendi.
Un suicidio anunciado
Mes y medio antes de cumplir 28 años, Larra se quitó la vida. ¿Por qué?
Ha habido teorías de todos los colores al respecto. Yo también tengo la mía. Y lo más fácil para exponerla sería enlazar aquí con el correspondiente fragmento de mi Alter, Ego y el plan. Pero, por lo observado en muchas ocasiones, no resulta tan fácil que el lector se preste a la costosa tarea de pulsar el link correspondiente. Así, que aquí lo ofrezco en directo. ¡Hasta la próxima!
ALTER.- … oscuridad que le llevaría a la muerte, ¿no? Una muerte tremendamente romántica, como la de Werther, o sea, como la del amigo aquél de Goethe. Muerto por el amor de una mujer, qué cosas.
EGO.- Bueno, decir que lo mató el amor de una mujer es tanto como decir que lo mató la acción de la pistola. No aclara gran cosa.
ALTER.- Pero la causa inmediata fue el desengaño amoroso.
EGO.- No, la causa inmediata fue la presión del dedo sobre el gatillo.
ALTER.- Pero ¿a qué juegas?…Ah, ya. Atención: se anuncia una teoría, una teoría “bastante curiosa”, formulada por no se sabe quién…
EGO.- No, no. La formulo yo, directamente. Aunque a la sombra de ya sabes quién.
ALTER.- Adelante.
EGO.- Desde el día siguiente de su muerte se empezaron a formular teorías sobre cuáles habrían podido ser las razones que le empujaron al suicidio. La más antigua, y hoy la menos aceptada, es la que ve en la desesperación amorosa el motivo claro de su decisión, sin necesidad de más averiguaciones. Esta teoría sería irrefutable si, de todo el encadenamiento de las causas y efectos, pudiésemos separar el tramo final, porque efectivamente el suicidio se produjo inmediatamente después de la negativa de la amante a reanudar las relaciones. Pero ocurre que el tramo final es sólo el tramo final, y separarlo del resto para considerarlo de manera exclusiva supone dejar fuera…casi todo. Otra tendencia, defendida sobre todo por escritores muy preocupados por lo político y social, minimiza el hecho amoroso y busca los motivos en la frustración de Larra ante la España de la época: no fue comprendido, sus escritos no produjeron el resultado que buscaba, su voluntad reformista se estrellaba contra la zafiedad y holgazanería de la sociedad, su intento de participar en política resultó abortado por obra de un pronunciamiento militar. En definitiva, a Larra “le dolía España”, como más tarde diría Unamuno, y por eso se suicidó.
ALTER.- ¿Por eso?
EGO.- Es lo que yo me pregunto. Quizá sea ésta una cuestión muy personal, muy ligada al temperamento de cada cual, pero a mí me resulta muy difícil concebir que una persona, por patriota que sea, se suicide porque el país no anda como él quisiera. Francamente, esta teoría me parece menos creíble que la anterior.
ALTER.- Y a mí.
EGO.- Finalmente, la teoría más ponderada es la que admite todos los factores, desde el fracaso amoroso hasta el fracaso personal, social y político, como determinantes de un estado de ánimo que finalmente le empujó al suicidio. Piensa que el que había sido, desde su adolescencia, uno de los escritores más famosos y aclamados de España, en los últimos meses, tras el fracaso político, se había convertido en una especie de apestado, a cuya casa llegaban diariamente anónimos insultantes.
ALTER.- Bueno, los partidarios de esta teoría seguro que aciertan. Tienen todos los números.
EGO.- Menos el ganador.
ALTER.- ¿Cómo dices?…Ah, ya. Ahora es cuando se despliega la brillante teoría.
EGO.- Brillante, no, elemental. Yo creo que Larra se suicidó porque había nacido con vocación de suicida, como había nacido con vocación de escritor, vocaciones ambas tan claras como irreprimibles, aunque por suerte no tienen por qué ir juntas. Si examinamos sus escritos, sobre todo aquellos pasajes en que se expresa de manera más personal, advertimos siempre un profundo pesimismo, un sentimiento radical de vacío, una atracción fatal por la nada del sueño y de la muerte. Y no sólo en los últimos escritos, donde pudieran actuar los factores antes citados, sino también en los primeros, es decir, antes de toda experiencia. En el artículo El Café, que escribió a los dieciocho años, dice que todo es ilusión, que la única verdad está en el sueño (en el dormir). El sueño, imagen de la muerte, añado yo.
ALTER.- Pero eso es determinismo absoluto.
EGO.- Absoluto no, pero casi. Lo cierto es que en el carácter de Larra estaba esbozado su destino.
ALTER.- El carácter en el sentido que antes…
EGO.- Por supuesto. Como tú y yo sabemos, las vicisitudes no marcan el carácter; es el carácter el que se expresa a través de las vicisitudes. Más claro: en Larra, el sentimiento de vacío no es consecuencia de ciertas experiencias vitales; por el contrario, el modo en que experimenta la vida es consecuencia de su sentimiento de vacío. Sí, en el carácter de Larra – como nos ocurre a todos – estaba esbozado su destino. Sólo unas circunstancias extremadamente favorables hubieran podido dar a ese destino una forma menos trágica.
ALTER.- ¿Y tú crees que él era consciente de ese destino?
EGO.- Por lo menos semiconsciente, como todos los suicidas vocacionales, como Pavese, que a través de un personaje femenino de uno de sus relatos prefigura su propio suicidio en un hotel de Turín.
ALTER.- ¿Y hay alguna “prefiguración” en la obra de Larra?
EGO.- En cierto modo sí, al menos de la causa de su muerte, y de la peculiar venganza que imagina para la “causante”. Tres años antes del trágico 13 de febrero, en su tragedia Macías escribe estas palabras, que el despechado amante dirige a su amada:
Cuando mi muerte sepas, en tu oído
siempre estará mi nombre resonando;
yo le maté, dirás…
ALTER.- Increíble. Fue un suicidio anunciado.
EGO.- Como todo en la vida. Si la examinamos bien.
Para escribir El silencio de Goethe o la última noche de Arthur Schopenhauerempleé un año justo. Los ratos libres de un año justo, porque ya se sabe que, con una actividad laboral y una familia, el tiempo creativo resulta indefinible. Para conseguir que una editorial la publicase empleé ocho años largos, y fue gracias a una agencia literaria, formada íntegramente por mujeres, como suele ocurrir.
Una historia de familia
El propietario y director de la editorial que contrató la novela era un señor bonachón y parlanchín, aunque algo depresivo, con un largo pasado de comunista en ejercicio, y también de adinerado capitalista, que se prolongaba en el presente.
Al editor en cuestión le había encantado la novela sobre Schopenhauer y la siguiente que le presenté sobre Larra e incluso llegó a afirmar que estaba dispuesto a editar todas las que tenía pendientes de publicación. Un panorama tan fantástico y maravilloso que no podía ser real.
En efecto. El editor, además de comunista (o ex, no sé bien) era filántropo, muy próximo a ciertos curas progres, y hombre de negocios, sobre todo del familiar, al cual se debía que los bebés de varias generaciones oliesen a rosas. También le gustaba participar en negocios más o menos culturales, como la empresa de alta cocina que el más célebre chef de nuestro tiempo dirigía en la costa del Alt Empordà. La misma creación de la editorial que había de acogerme respondía a aquella querencia. O capricho, como al parecer algunos la bautizaban. Y es que también tenía dos hijos.
Y es curioso que así como los padres suelen ser tolerantes con los caprichos de los hijos, los hijos, ya crecidos, suelen ser intolerantes con los caprichos de los padres, sobre todo cuando pueden suponer merma del patrimonio familiar, diría, si fuese mal pensado, que no es el caso.El caso es que dos años antes de que entrásemos en contacto, mi futuro editor había vendido su participación en el negocio culinario a otro socio, el célebre artista de los fogones. Engañado y por un precio irrisorio, según los hijos, muy preocupados por la economía familiar, los cuales, por lo visto, no se habían dado cuenta del engaño y de lo irrisorio hasta transcurridos varios años, cuando, previa incapacitación legal del padre, interpusieron demanda judicial para anular aquella compraventa, alegando que a la sazón su progenitor, contratante, sufría “un trastorno psiquiátrico”. Atentos al dato.
Hay que tener en cuenta que todo esto lo conocí vagamente, en general por la prensa, cuando la historia de mi relación con la editorial ya había concluido. Lo que sí conocí en carne propia fue el acoso y derribo que los hijos aplicaron al capricho literario del padre, llegando incluso a apoderarse del local que albergaba la editorial, pues parece que el hijo arquitecto lo necesitaba y el otro no sé qué, en fin, no puedo ser muy preciso porque de las causas solo me llegaban rumores. Pero los efectos sí fueron claros y rotundos: la editorial cerró, y todas mis fantasías y esperanzas se limitaron a dos libros publicados. No está mal.
De toda esa historia, triste y lamentable por sí misma, surge una conclusión, inquietante para mí, que no supe advertir en su momento. Y es que, en ocho años de busca denodada de editor, el único que valoró y apreció mi Schopenhauer hasta el extremo de publicarla en su flamante editorial fue… un hombre bueno con “un trastorno psiquiátrico”.
Editores
Mis relaciones con los editores han sido de todos los colores, pero nunca plenamente satisfactorias (la única que empezaba a serlo se cortó en seco, como acabo de contar).
Todo empezó con Lesbia mía, con la que debuté en la sociedad de escritores con libros publicados, a la edad tardía de 52 años. Se trataba nada menos que de una editorial de primera línea, con un historial apabullante de grandes escritores publicados y grandes escritores descubiertos y premiados con el premio de primera línea que la misma editorial patrocinaba. Su director literario era entonces un famoso poeta y miembro de la Real Academia… pero ahora recuerdo que esta historia ya la he contado en el capítulo IV de esta serie, al cual remito al curioso lector, a quien sin embargo aconsejo que guarde su curiosidad para asuntos de mayor sustancia.
Y ahora veamos cómo fue la cosa con Cicerón, o sea, con La encina de Mario. La negativa a publicarla por parte del editor- poeta no me desanimó del todo. El texto había merecido la Ayuda a la Creación Literaria que por entonces otorgaba el ministerio de Cultura, ayuda que dejó de convocarse poco después, no fuese que con tanto chocolate del loro se vaciasen las arcas estatales.
Lo que entonces pensé fue que, si obtuvo la Ayuda, algunas virtudes tendría mi novela. Y me dirigí a un escritor y filólogo de prestigio, quien sin conocernos en absoluto había dedicado un artículo elogioso a Lesbia mía en uno de los diarios de mayor circulación del país. Y el filólogo, que era catedrático de griego en una universidad de Madrid, me dirigió a un profesor de su misma cátedra y editor de obras del ámbito de la cultura clásica, quiero decir, greco-romana.
Simplificando, la edición fue un desastre. Ni apenas se vieron los ejemplares en las librerías, ni cobré un duro, lo que, contado en pesetas, ya es no cobrar. Pedí explicaciones al profesor y titular de la editorial y apenas me las dio. Quien sí me las dio, y bien cumplidas, fue un profesor de su mismo ámbito, que lo conocía bien. Me dijo que lo ocurrido conmigo ocurría con todos los que publicaban en la misma “empresa”. La diferencia estaba en que ellos lo sabían y lo asumían mientras que yo no era más que un incauto intruso. Eran, en general, profesores o estudiosos del mismo ámbito que el profesor-editor, autores de trabajos o historias sin ninguna clase de atractivo para el público en general, que se contentaban con ver sus obras publicadas en forma de libros, ajenos a cualquier interés dinerario. O sea, que existía una especie de pacto tácito por el que el editor publicaba el libro del muy culto y ansioso autor, y éste se comprometía a no esperar nada y a no hablar de dinero. Bien, me parece lícito, cada cual conoce sus monedas de cambio y puede jugar con ellas a su antojo. Pero resultaba sangrante para el incauto autor que, sin saber, aterrizaba en ese mundo.
También de Madrid era el editor con el que contacté a continuación en un intento de publicar mi ensayo Del suicidio considerado como una de las bellas artes. Y resultó ser la antítesis del anterior. Un joven serio, atento solo a su tarea de editor, y cumplidor y meticuloso hasta el extremo de no faltar en ningún caso a la liquidación debida, pese a que, a los pocos años, se redujese a la cantidad de unos céntimos, es un decir, pero no mucho. Si no fuese por los modestos resultados prácticos diría que, como excepción entre los editores, nuestras relaciones sí fueron satisfactorias.
Seis años después de la desaparición de la editorial del buen hombre “trastornado”, surgió un nuevo editor, dispuesto a publicar, es decir, a reeditar, las dos obras publicadas por la editorial desaparecida. El hombre era personaje conocido en el ámbito del negocio cultural, creador, entre otras cosas, de dos revistas de gran prestigio; una, de pensamiento y de política de largo alcance y otra, estrictamente literaria. Su decisión se debió, según me consta, a la insistencia de un lector amigo suyo acerca de las virtudes de la novela sobre Schopenhauer. El caso es que, a finales de 2015, tuvo lugar la publicación y presentación pública – muy satisfactoria para mí – de la reedición de esta. Y poco más de un año después, de Lesbia mía.
La primera, El silencio de Goethe, salió así, con el título recortado – sin consultar con el autor. La novela tuvo una segunda vida no tan feliz como se auguraba. Y el primero en insistir en el hecho fue el mismo editor. Quizá me equivoque, pero aquella insistencia dirigida repetidamente a mí me parecía como un reproche por los malos resultados, los cuales venían a justificar su opacidad en las informaciones debidas. Y el asunto se complicó hasta la incomunicación total cuando apareció la pandemia. Tiempo después, con la insistencia debida por mi parte, obtuve lo que obtuve.
No quiero decir con esto que me engañase, quiero decir lo que digo, que su actitud no me inspiraba confianza. Y la historia se reinició y repitió un año después a propósito de la reedición de Lesbia mía. Así que ya está dicho todo lo que tenía que decir sobre el asunto.
Dando ya los últimos coletazos como escritor creativo, atento solo a esplayarme en mis pequeñas cosas a través del Blog, recordando de vez en cuando a la audiencia (¿hay algún editor por ahí?) que tenía alguna obra pendiente de publicación, entre ellas la protagonizada por Dante, a la que tenía gran aprecio, he aquí que surge de la meseta castellana un joven editor (bueno, no tan joven, todo es relativo) que se proclama admirador mío desde los tiempos de la primera edición de Lesbia mía y que se muestra deseoso de publicar alguna cosa que tenga pendiente.
Apenas tengo que pensarlo. La ciudad y el reino, escrita unos treinta años atrás, y que ya consideraba impublicable, merecía esa oportunidad. Y se le dio. Y a finales del año 2020 – vigente todavía la epidemia -, estaba en la librerías, bellamente editada. La obra cosechó muy buenos comentarios, aunque escasos, como siempre. Pero, al cabo de unos meses, el antes entusiasmado editor me confesó su desaliento. Por lo visto, el asunto no funcionaba como había imaginado. Y abandonaba. Lo de siempre: no hay que abordar las cosas con demasiado entusiasmo.
Críticos
En la mayoría de los casos no se trata de críticos profesionales, sino de personas del mundo de las letras que encuentran en la novela en cuestión una conexión con sus intereses intelectuales y que, leída la obra, sienten la necesidad de expresar su opinión. Y también blogueros literarios, por lo general de mirada más clara y desprejuiciada que el crítico profesional.
De entre unos y otros, citaré algunos, con mención de la obra que comentaron: Carlos García Gual (Lesbia mía, La ciudad y el reino), Ada Castells (El silencio de Goethe), Luis Fernando Moreno Claros (El silencio de Goethe, Del suicidio considerado como una de las bellas artes), Lluís Foix (El silencio de Goethe), J.L. García Martín (El corzo herido de muerte), José Giménez Corbató (El corzo herido de muerte), Fernando Clemot (El silencio de Goethe).
Y de los blogs literarios: Pequenamoleskine, Elvira Bobo (El corzo herido de muerte), La Tormenta en un Vaso, Ada Castells (El silencio de Goethe), La realidad estupefaciente, Supersantiego (El silencio de Goethe); El infierno de Barbusse, Jesús J. Pelayo (El silencio de Goethe); La piedra de Sísifo, Alejandro Gamero (Lesbia mía, El silencio de Goethe, La ciudad y el reino); El buscalibros, Luismi Clemente (Lesbia mía).
En los comentarios de todos los citados destaca desde la valoración positiva de la obra hasta la francamente entusiasta. Lo que decía: no me puedo quejar de la crítica, sino todo lo contrario. Quizá algo tenga que ver el detalle, ya apuntado, de que, en su mayoría, no son lo que se entiende por críticos literarios profesionales. Por cierto, que ya hice alguna reflexión sobre este asunto en general.
Lectores
Solo mi apego natural e involuntario a las formas tradicionales me ha impedido escribir “lectoras” en vez de “lectores”, opción aquella que sería la procedente. Y es que, según mis averiguaciones de estar por casa, el número de lectoras que me siguen con cierto entusiasmo es muy superior al número de lectores. Llegar a conclusiones como ésta es posible en estos tiempos en que el uso de las redes sociales permite interactuar entre autores y lectores. No sé cómo se lo harían antes.
Bien, el hecho que quería destacar es que, como autor, existe para mí esta clara línea ascendente de satisfacción personal: editor- crítico- lector. Aunque, pensándolo bien, nada tiene de especial que el lector corone esa especie de ascensión al paraíso porque, si no, ya ni siquiera sería lector. O lectora.
Y ya que vuelve a salir el tema, no quiero cerrar este extraño capítulo de mi Guía sin permitirme una breve reflexión sobre el fenómeno. ¿Por qué tengo muchas más lectoras que lectores? Cierto que hay una razón diríamos básica o estructural que afecta por igual en todos los casos: en general hay más lectoras que lectores, por lo menos en literatura. Reconocido esto, sigue en pie el hecho de que el desequilibrio numérico entre unas y otros sea en mi caso tan acusado. Y mi ignorancia acerca de las razones.
Porque, vamos a ver, yo no practico la antigua y trasnochada galantería, ni tampoco la actual y descarada adulación de lo feminista. ¿Entonces? No sé. Pero algo hay en mi escritura que atrae especialmente a las mujeres. ¿Qué es? ¿De qué se trata?
Había escrito cuatro novelas cuya acción se situaba en la antigua Roma. Pensé que quizá era el momento de cambiar de registro, quiero decir, de decorado, o sea, de abandonar Roma y adentrarme por otros senderos, aunque dicen que todos llevan a Roma, y lo creo. Pero, ¿por dónde tirar?
No tuve que pensarlo mucho. Para empezar, no entraba en discusión abandonar la costumbre de novelar a grandes personalidades de las letras. Una costumbre que me había sido como regalada por el destino y que yo había aceptado con entusiasmo. Sin duda, cierta tara elitista de mi personalidad hacía que me enamorase de las cumbres y que pasase por alto todo lo que se situaba por debajo, por difícil que fuese el ascenso. Pero, ya se sabe, ad astra per aspera.
La elección
La elección no fue difícil. Ni siquiera tuve que pensarlo un poco. Un extraño personaje se impuso decididamente en mi imaginación. Extraño, porque no era una de aquellas figuras maestras que surgen en la adolescencia y se convierten, más o menos, en faros de tu vida, ni era uno de aquellos nombres que destacaban en las polémicas o las modas de la juventud. Por el contrario, en una época en que, en mi país, el pensamiento dominante no oficial iba por la izquierda, el personaje en cuestión venía a representar la más recalcitrante postura burguesa, individualista y anticolectivista. Quizá por ello, desde que empecé a conocerlo un poco, al principio de mi década de los veinte, lo tuve discretamente apartado. Hasta que, como he dicho, agotado el período romano, se destapó con fuerza exigiendo ocupar un lugar en mi mundo de genios novelados.
Arthur Schopenhauer. Un individuo objeto de curiosas y extrañas contradicciones, de las que tres son perfectamente evidentes y llamativas, que empiezan por el apellido.
Primera: lo abstruso
Sí, creo yo que su sonoridad germánica es la primera razón de que, en el imaginario popular, la palabra Schopenhauer se asocie inmediatamente con pensamiento abstruso, pesado e incomprensible, como popularmente se cree que ha de ser el de un buen filósofo.
Pero la verdad es que, por poco que se le lea, se descubre que Schopenhauer es el filósofo con la escritura más clara y transparente que uno puede echarse a los ojos; no como la de aquellos otros cuyo lenguaje enrevesado y oscuro no es más que un artificio para ocultar la vaciedad de contenido (Schopenhauer dixit).
Segunda: el irracionalismo
La historia canónica de la filosofía ha venido encuadrando a Schopenhauer entre los filósofos practicantes de lo que llama irracionalismo. ¿Y qué entiende por tal? Veamos la definición que da la Biblia de nuestro tiempo:
El término irracionalismo designa genéricamente a las corrientes filosóficas que privilegian el ejercicio de la voluntad y la individualidad por encima de la comprensión racional del mundo objetivo.
Y en esa corriente incluye a nuestro filósofo.
Pero la verdad es que nuestro filósofo privilegia como pocos la comprensión racional del mundo objetivo. Comprensión a la que pretende llegar solo con el estudio de los datos de la ciencia y de las pulsiones innegables del propio ser viviente. Mientras que, curiosamente, reciben el nombre de racionalistas los que se montan estructuras ideales que poco o nada tienen que ver con la realidad de la vida, entre ellos los grandes Descartes y Hegel, cuyo mundo objetivo reside más bien en sus mentes geométricas.
He de reconocer que esta paradójica situación tiene su explicación. Y es que los que han dogmatizado sobre el racionalismo filosófico han atendido solo a las cualidades del mundo descubierto por ciertos filósofos, perfectamente cuadriculado, o sea, racionalista, apartando la vista del procedimiento seguido para descubrirlo, más bien fantástico, o sea, gratuito, y han ignorado el procedimiento plenamente racional usado por Schopenhauer, método que le conduce al descubrimiento de que lo irracional es el mundo (lo cual también es opinable), no el muy racional y esforzado pensador.
Tercera: la compasión
De acuerdo con los testimonios de la época, Schopenhauer era un individuo impresentable. Iracundo, malhumorado, egoísta, mezquino, misógino, elitista en el sentido de que solo le merecían respeto las personas con altas cualidades intelectuales y artísticas. Con todos estos rasgos, más los de naturaleza política (antisocialista, anticolectivista, defensor del Estado solo en cuanto garante del orden público para reprimir la maldad humana y proteger la propiedad privada), es fácil deducir que al filósofo en cuestión le importaban un bledo las penalidades y sufrimientos de los seres humanos.
Pero la verdad es todo lo contrario. La verdad es que toda su obra es una especie de consolación dedicada a esas desgraciadas criaturas que sufren no saben por qué y viven no saben para qué. Sí, en medio de toda su indagación del funcionamiento del mundo, destaca la preocupación por la triste suerte de los seres humanos, que solo se puede paliar, además de con las recetas magistrales del arte y de la liberación del deseo, con la actitud compasiva hacia todos los seres vivos, encadenados al mismo destino. Y no se refiere precisamente a la moral, es decir al seguimiento de un código ético o una moral religiosa que nunca, en ningún caso, han servido por sí solos para apartar a nadie de la maldad.
La virtud no puede nacer sino del conocimiento intuitivo que nos revela en los demás la misma esencia que en nosotros.
Eso es todo. De nada sirven normas, códigos y sermones. La conciencia de que todos somos lo mismo es la clave de la única moral efectiva.
De novela
Un personaje rico en contradicciones no es mala base para una novela, artefacto que, entre otras, ha de tener la virtud de mantener el interés del lector. El problema puede venir cuando ese personaje es un filósofo. Porque, vamos a ver, hay una diferencia entre Cicerón, siempre metido en las lides políticas, Petronio, pasándose la vida haciendo malabarismos en la cuerda floja, Catulo, poeta arrebatado por la pasión y todas sus contradicciones (odi et amo), hay una diferencia entre todos esos, digo, y un individuo que se pasa la existencia entre la lectura y la escritura en un tranquilo apartamento de una ciudad próspera y culta.
El problema se resolvió por sí solo sin apenas darme cuenta. Ya al principio de mis investigaciones di con el dato que serviría para convertir la aburrida trayectoria vital de un filósofo en una novela provista del atractivo y el interés de una vida verdadera pasada por el filtro del arte.
Descubrí que Schopenhauer y Goethe se habían conocido y tratado durante una temporada, y luego en breves encuentros; que ambos, separados por cuarenta años de edad, se admiraban, cada uno con diversa intensidad y por diferentes razones. Goethe apreció enseguida la genialidad del joven y valoró en especial su escritura a la vez clara y profunda; Schopenhauer, fiel a su devoción por lo grande, consideraba al gran poeta como la cima de la realización personal humana, lo que no le impedía discrepar en aspectos concretos de sus teorías.
Como es natural el joven filósofo dio a leer al viejo poeta su obra máxima (éste ya conocía su tesis doctoral, a la que había dedicado algunos elogios). Y quedó a la espera de la reacción del gran hombre. Pero la reacción no se produjo. Y así acabó la historia.
En los papeles. Porque quedó oculto un aspecto pendiente: cómo recibió en su interior Schopenhauer aquel silencio al que no hizo referencia expresa en sus escritos. Aunque no lo manifestase, es de suponer que la actitud esquiva de su ídolo le afectaría profundamente. Sobre esta suposición, perfectamente legítima, monté la intriga que recorre y anima toda la obra, así provista de uno de los ingredientes necesarios de una auténtica novela.
Pero, novela aparte, ¿cuáles pudieron ser las razones de Goethe para aquel obstinado y hasta descortés silencio? Para mí – como para Thomas Mann, que lo expresa mucho mejor en alguno de sus ensayos, que no recuerdo – las razones son evidentes. Y es que Goethe reconocía las virtudes intelectuales y sobre todo literarias de Schopenhauer, pero no podía sentirse de acuerdo con él. Toda su vida había aspirado a alcanzar una armonía, que en tantas ocasiones había peligrado, como en la época de Werther. No podía permitir que, en la cima de su serenidad clásica, unos jovenzuelos, ya en el campo de la literatura (Novalis, Kleist, Hoffmann, etc.), ya en el del pensamiento, la pusiesen en peligro.
Y ahora he recordado cuál era el ensayo de Thomas Mann al que he aludido hace un momento. Y lo he buscado y he encontrado el párrafo. Y aquí está:
… el extremismo y el ascetismo de Schopenhauer son explícitamente románticos, en un sentido de esta palabra que era enteramente contrario al gusto de Goethe, como sabemos muy bien por la conducta de éste con respecto a Heinrich von Kleist. Y con unos sentimientos sin duda muy parecidos habrá leído Goethe El mundo como voluntad y representación: asintiendo a varias de las vivencias que allí aparecen, pero rechazando lo esencial, y afectado “hipocondríacamente”. Y de esta manera dejó la obra con un movimiento negativo de cabeza. De hecho sabemos que Goethe, tras un primer momento de simpatía curiosa, no leyó el libro hasta el final (Traducción: Andrés Sánchez Pascual)
Bien, el caso es que ya tenía el alma motora de la novela, ya podía ponerme a escribir. Y así hice. Al personaje, le busqué el momento preciso – poco antes de su muerte, sin él saberlo -, el lugar adecuado – su misma vivienda -, la compañía inevitable – el perrito Butz -, el tema a desarrollar – la vida entera y su… y aquí se presentó otro problema.
Yo pretendía que Schopenhauer se explicase por sí mismo en su última noche, sin interlocutores ni testigos. Pero el perrito estaba ahí, no lo podía eliminar. Se trataba entonces de sacarle alguna utilidad. Y así fue. El hecho de dirigirse intermitentemente al perro serviría para aliviar la presunta monotonía de un monólogo estricto. Y además, la presencia del animal me solucionó sobre la marcha un problema que ya había atisbado en el mismo momento de iniciar la obra. Y es que en una novela sobre un filósofo sería extraño que de alguna manera no apareciese su filosofía. Pero resulta que una cosa es evocar los momentos, buenos o malos, de la vida, y otra muy distinta explicarse uno mismo las propias teorías sólo para que el público lector se entere. La solución consistió en dirigirse al fiel Butz para exponerle el núcleo de su filosofía. Por cierto, en forma adaptada al entendimiento perruno, de manera que también quedase al alcance de cualquier bípedo humano, como insinúa malévolamente el personaje.
En la novela Conversaciones con Petronio, la visita que Petronio y Lucio hacen a Escevino finaliza así…
Escevino: ¿Qué tiene de malo nuestro plan? Porque participen en él algunos resentidos, como tú dices, ¿es acaso inmoral?
Petronio: Mucho peor que eso: está mal escrito.
Más adelante, Lucio, ya al corriente de la existencia de la conspiración, no se abstiene de instar a Petronio a que le ilustre sobre lo que sabe, y también sobre los motivos de su rechazo del plan, teniendo en cuenta que se había mostrado partidario de la antigua república de libertades. Y Petronio le informa de lo poco que sabe. Y se explica con originales razonamientos.
– El plan tendría, o tiene, que ejecutarse con ocasión de la fiesta principal de los Juegos de Ceres, es decir, pasado mañana, y su diseño y desarrollo es un buen ejemplo de lo bajo que ha caído la literatura en nuestros días.
-¿La literatura has dicho?
-Sí, he dicho la literatura, ¿o debiera decir el teatro? Amigo, ya no hay ideas nuevas. Recordarás aquella tragedia que tuvo lugar en la sala anexa del Teatro de Pompeyo en los Idus de marzo del año del último consulado de Julio César. En ella, los actores rodean al tirano para alabarle o pedirle gracias hasta que, de pronto, uno de ellos lo coge de la toga y tira con fuerza. Es la señal para que todos se precipiten sobre la víctima con sus espadas y puñales…
Pues bien, la función que piensa dar la compañía de Pisón es un simple calco de aquella tragedia. En ésta, Laterano hará de Címber, Seneción hará de Casca, o quizá Escevino, y así, cada uno se asignará un papel de acuerdo con la máscara elegida. ¿Qué te parece?
-No sé, desde el punto de vista estético me repugna comparar a Nerón con Julio César, o a Escevino con Bruto…
-No, en este caso, Bruto será Pisón. Pero es igual, tienes razón. La grandeza de una obra de arte está en su cualidad de irrepetible, y la muerte de Julio César es una de las obras de arte más grandes de la historia. Los caracteres de los conjurados y sus relaciones mutuas, el ritmo de la acción, el clima de tensión creciente que finalmente estalla en el momento crítico, y ese mismo momento, con la víctima acosada que va a dar finalmente a los pies de la estatua de su antiguo enemigo-amigo, y el carácter ritual del homicidio colectivo, como si todos hubiesen de participar por igual de la sangre de la víctima, misteriosamente dotada de propiedades salvíficas, misterio que arranca ya de la cena de la víspera, cuando el que ha de morir se despide de sus amigos compartiendo con ellos la comida y el vino. La muerte de César es quizá el eje central de la historia, el paradigma de todos los homicidios sagrados. Es la muerte que se da al padre por la libertad individual, es la muerte que se da al rey por la libertad colectiva, es la muerte que la naturaleza impone para perpetuar la vida. La muerte de César pide a gritos un gran artista de la tragedia que la instaure de una vez por todas como obra de arte, rescatándola de las vagas sombras de la memoria de lo real. Y lo tendrá, claro que lo tendrá… Ahora, imagina todo eso interpretado por la compañía teatral de Pisón: músicos mediocres, mariquitas histéricas, poetas chiflados, intentando sostener sus aceros de lujo para meterlos entre las adiposidades de un cerdito bien cebado, de chillidos insoportables. ¿Entiendes ahora por qué le dije a Escevino que lo peor del plan es que está mal escrito?
– Lo entiendo muy bien, y comparto por completo tu opinión. Creo que un acto importante, transcendente, ha de revestirse siempre de cierta grandeza.
-En efecto, aun cuando los protagonistas no sean conscientes. Si un hecho es realmente grande, por fuerza será bello. En el fondo no es más que una cuestión de estilo.
-¿Como en la literatura?
-Sí, como en la literatura. A veces, me preguntan cuáles son las técnicas para conseguir un estilo bello y elegante. Y siempre respondo lo mismo: que las técnicas sólo sirven para resolver cuestiones de detalle y que eso se aprende, naturalmente, pero que el estilo no se aprende ni se puede enseñar; el estilo es una cualidad del carácter, una especie de música que la persona desprende tanto en su vida como en su obra. Dicho de otra manera, un escritor de alma mezquina nunca tendrá nobleza en su estilo. Esto es algo que ninguna técnica, antigua o futura, podrá nunca arreglar. Es como pretender que huela a rosas el aliento del que se alimenta de ajos.
-¿Puedo deducir entonces que tus razones para rechazar la conspiración son exclusivamente de orden estético?
-Puedes.
-¿Y no crees que un asunto que afecta a valores como la libertad o la dignidad se tendría que considerar desde un punto de vista ético?
-El punto de vista ético nos da una visión limitada del ser humano.
-¿Quieres decir que la estética es superior a la ética?
-Sí, porque la estética contiene a la ética, pero la ética no contiene a la estética.
Ética o estética
La contestación que Petronio da a la pregunta de Escevino (reproducida al principio de este capítulo) parece calcada de la que, siglos después, diera Oscar Wilde al acusador que le interrogaba. A la cuestión de si consideraba inmoral cierto escrito, Wilde contestó: “Peor que eso, está mal escrito”.
Y es que el estilo brillante y paradójico del autor irlandés casa muy bien con el que el autor de Conversaciones con Petronio – o sea, yo – atribuye al escritor y cortesano romano. Cierto que entre uno y otro hay importantes diferencias, pero creo que en la cuestión “ética o estética” la posición de ambos es la misma.
En lo que no se parecen es en los caracteres respectivos, pues mientras Wilde muestra una personalidad benévola y blanda, por muy lúcida, irónica y paradójica que sea su expresión, Petronio – el personajeintuido por este que escribe – se nos aparece como un hombre duro, tan lúcido, irónico y paradójico como el otro, pero capaz de resistir los embates de la vida e incluso de recurrir a la inmolación propia si los demás caminos están cerrados: un estoico revestido, disfrazado, de hedonista.
Pero vayamos al caso concreto. Para ilustrar su afirmación de que es la falta de consistencia estética del plan conspirativo lo que le mueve a rechazarlo, Petronio – el personaje por mí intuido e imaginado, y no repetiré más esta aclaración – nos ofrece una divagación sobre la función del arte y su relación con lo real, que vale la pena comentar un poco.
Como base de todo el razonamiento propone una comparación entre el asesinato de Julio César, ocurrido un siglo atrás, y el de Nerón, inminente según el plan que está a punto de ejecutarse. El resultado no puede ser más revelador. Mientras en el primero los caracteres de los conjurados y sus relaciones mutuas, el ritmo de la acción, el clima de tensión creciente… construyen un cuadro de alto nivel estético, en el segundo todo queda disminuido, rebajado hasta el ridículo, desde las características de los conjurados hasta la majestad de la víctima, convertida en un cerdito bien cebado de chillidos insoportables.
Hay que reconocer que el cuadro comparativo que nos ofrece Petronio es pertinente y acertado. Y es natural que desde su condición de esteta de altos vuelos no pueda imaginarse participando en acción tan lamentable.
¿Capricho de autor?
Lo cual no tiene que ver con el hecho innegable de que Petronio, con ayuda del autor de la novela, hace trampa. Porque resulta que las características antes mencionadas del golpe anticesariano no las ha conocido directamente de los hechos, a los cuales, como es obvio, no pudo acceder, sino de las crónicas de los hechos, en especial de los historiadores Suetonio y Plutarco, y hasta de una obra de arte.
Sí, la descripción que Petronio hace del hecho histórico y el alto valor estético que le otorga no se basan en los hechos en sí, sino en la tragedia que sobre ellos había de escribir Shakespeare hacia el 1600. Y además, ejerciendo de profeta a posteriori, no solo ensalza las cualidades estéticas del hecho histórico sino que vaticina la existencia del gran artista que convertirá todo aquello en un drama inmortal.
Y además de la antes mencionada, en el parlamento petroniano hay otra distopía evidente. Al referirse a los hechos que configuran la belleza total de la tragedia cesariana, alude al misterio que arranca ya de la cena de la víspera, cuando el que ha de morir se despide de sus amigos compartiendo con ellos la comida y el vino, referencia que también se da, y de forma más clara, en la novela sobre Cicerón La encina de Mario, de la que en esta misma serie comenté algunos aspectos.
Pero ¿cómo es posible que un romano del siglo I pueda establecer una comparación entre la muerte de Julio César y la de Jesús de Nazaret, de la última de las cuales apenas tendría más noticia que los datos confusos que la gente atribuía a los miembros de una de tantas sectas religiosas? Capricho de autor, sin duda.
O quizá sí, quizá existe una relación misteriosa entre ambos hechos, que tiene su sentido dentro de la cosmogonía en que vivimos. No sé. En el peor de los casos, se trata de un capricho de artista, y al artista le está permitido todo, siempre que el valor simbólico de su fantasía apunte al corazón de la verdad.
Nada que ver, por cierto, con las elucubraciones de ciertos pensadores que establecen sus teorías como dogmas incontestables que la historia tiene la obligación de acatar. Y estoy pensando en obras como La decadencia de Occidente (Spengler) o El fin de la historia y el último hombre (Fukuyama) y en autores como Vico, Hegel, Marx, Comte y todos aquellos que creyeron atrapar entre sus manos el sentido de la historia de la humanidad. Pero, igual que el agua se escapa de las manos, la historia continuamente se escabulle, con giros sorprendentes, de las casillas donde pretenden retenerla sus pensadores. Un ejemplo: nadie previó el cómo y el cuándo del hundimiento de imperio soviético.
Grandeza de estilo
En cuanto al establecimiento de una jerarquía entre ética y estética, formulada por Petronio, se trata sin duda de una broma – cargada de verdad para el hablante – con la que el maestro responde a la aguda ocurrencia que había formulado el discípulo sobre el rango de sus preferencias: primero Petronio, después Séneca; porque Petronio contiene a Séneca, pero Séneca no contiene a Petronio. Un punto de vista – expresado por ambos con fórmulas paralelas – que, si se piensa bien, es perfectamente defendible.
Pero, vayamos a lo esencial. El punto de vista estético ¿lo abarca, lo justifica todo? Depende. Si lo entendemos en sentido amplio, quizá sí. De hecho, al poner la estética por encima de otras cualidades creativas nos estaríamos refiriendo a una suprema armonía dentro de la cual no caben ni vulgaridades, ni bajezas, ni estridencias, ni mezquindades, es decir, lo que en literatura, y en otros ámbitos, se entiende por grandeza. ¿Y cómo se consigue eso, la grandeza de estilo, en el ejercicio de las letras? parece que le preguntaban a Petronio. De ningún modo, respondía éste. O se tiene o no se tiene.
Porque, como dejó claro para siempre el Poeta, el estilo es expresión necesaria, inevitable, del carácter del autor. Y esto ni se enseña ni se aprende.
Si bene calculum ponas, ubique naufragium est. PETRONIUS ARBITER (Si bien lo miras, todo es naufragio)
La escasez de datos históricos fiables que se da en Catulo, se repite, aumentada, en Petronio. Pero de Catulo tenemos una obra, los poemas, de donde deducir la persona. De Petronio, la obra, Satiricón, ni siquiera se sabe con certeza si es de su autoría.
Pero “autoría”, ¿de quién? Porque el problema radica en saber si alguno de los Petronios mencionados por los cronistas es, a la vez, el autor de la obra citada y el personaje de la corte de Nerón descrito por Tácito, o si se trata de dos personas distintas.
Asumamos que sí, que, aunque no lo menciona, el personaje que describe Tácito es el autor de Satiricón. Entonces estaríamos en una vía más o menos segura para saber algo cierto del Petronio escritor, que es el que que nos interesa. Dice el autor de los Anales:
Se pasaba el día durmiendo y la noche en sus ocupaciones y en los placeres de la vida; al igual que a otros su actividad, a él lo había llevado a la fama su indolencia, pero no se lo tenía por un juerguista ni por un disipador, como a tantos que consumen sus patrimonios, sino por hombre de un lujo refinado. Sus dichos y hechos, cuanto más despreocupados y haciendo gala de no darse importancia, con tanto mayor agrado eran acogidos, por tomárselos como muestra de sencillez. Sin embargo, como procónsul de Bitinia y luego como cónsul se reveló hombre de carácter y a la altura de sus obligaciones. Después volvió de nuevo a los vicios, o a la imitación de los vicios, y fue acogido como árbitro de la elegancia en el restringido círculo de los íntimos de Nerón, quien, en su hartura, no reputaba agradable ni fino más que lo que Petronio le había aconsejado.
¿Puede construirse, con estos datos que nos aporta el historiador, toda la estructura de una personalidad? Difícilmente, si se pretende un retrato realista y más o menos completo. Pero sí hay un detalle que, a mi entender, arroja una gran luz sobre la persona retratada.
En el fragmento transcrito se dice que volvió a los vicios o a la imitación de los vicios (vitiorum imitatione). Dada la altura intelectual y estética que se atribuye a la persona en cuestión no es posible que signifique que se dedicaba a imitar los vicios de los demás. Más bien querrá decir que, a diferencia de toda aquella gente con la que trataba, que vivía sumergida, anulada, por el peso de los vicios, él los practicaba con cierto distanciamiento estético, los imitaba, es decir, los fingía. Como si todo aquello no fuese para él más que un juego, una comedia.
La vida como juego, como comedia en la que uno elige el papel y hasta escribe el texto; ésta es la clave, creo yo, que aclara el enigma del hombre llamado Petronio.
Un ídolo para el adolescente
Conocí a Petronio en los albores de mi adolescencia. Fue gracias a una película, Quo vadis?, y un actor, Leo Genn. Quedé fascinado por el personaje. ¿Por qué? No me lo sabía explicar entonces, como apenas me lo puedo explicar ahora. Cuando, casi a continuación, leí la novela de Sienkiewicz en la que se basaba la película, quedó fuertemente asentada mi admiración por él: una persona que sabe vivir por encima de todo lo que atenaza a los mortales, no obstante estar él mismo implicado a fondo en ello.
No era el único ídolo, por supuesto. En aquella época de confusión y búsqueda que constituye la adolescencia, eran varios los modelos que de modo sucesivo o simultáneo se alzaban ante mí. Y cierto tipo de personaje, histórico o ficticio, atraía especialmente mi atención. Petronio era para mí la forma perfecta del ideal representado por ese tipo de héroe, revestido, además, de aquello que a los otros faltaba: fulgor estético y poderío intelectual.
Sería interesante revivir la vida y obra de Tito (o Gayo) Petronio Níger, pensé una vez lanzado – tardíamente – a la actividad literaria no clandestina, cuando ya contaba con tres novelas escritas, dos de ellas publicadas, y una que había de esperar treinta años para ver la luz. El hecho de que la realidad de su persona fuese tan difusa o inconcreta como antes he apuntado no había de ser obstáculo para novelar sobre el personaje. Se trataría de aplicar debidamente la intuición y la imaginación sobre el objeto elegido, del modo descrito en el capítulo anterior.
Y empecé a escribir.
Conversaciones con Petronio
En el año 65 del siglo I, Lucio Antonio Turno, 21 años, natural de Nápoles, donde siempre ha vivido, joven culto y aspirante a escritor, se presenta en Roma con el fin de conocer a Petronio, al que desde la lejanía admira, como de distinta forma admira a Séneca. Logrado su objetivo, se establece entre los dos una relación basada en principio en el modelo maestro-discípulo, pero que enseguida alcanza el nivel de una sincera amistad. Cuando se produce el primer encuentro con Petronio aún no hace un año del gran incendio que ha asolado gran parte de Roma, pero en aquel momento, en la última etapa de su restauración, la ciudad se ofrece bella y esplendorosa.Ya desde el principio, Lucio, – tímido, pero lúcido y obstinado en la búsqueda del sentido de la vida y de su acomodo en ella – advierte una clara ironía en las alusiones de Petronio al César Nerón, del que se supone que es amigo, confidente y asesor en las cuestiones estéticas que, de tan distinta manera, preocupan a emperador y cortesano.
A lo largo del primer mes de la primavera, los encuentros se suceden casi a diario, y de cada uno de los diálogos toma Lucio fiel nota. Los volúmenes que se irán formando con esas notas constituirán el “obsequio” que, en su ancianidad, Lucio enviará a Tácito para mostrar que una cosa es historiar los acontecimientos y otra muy distinta vivirlos, o quizá para demostrar sus propias cualidades como escritor creativo.
Los temas de conversación son muchos y variados, pero siempre apuntan a lo esencial del vivir humano: el paso del tiempo y la vejez; la doble moral o dualidad de las personas; la gran importancia del amor, y de la amabilidad como su necesario sustitutivo; la inconsistencia de los seres humanos, que necesitan ser amados, aun engañándose al respecto; la contraposición entre el arte y la vida, con alusiones a la obra de Petronio, especialmente del Satiricón; la mujer, en sus diferentes aspectos, y su importancia de hecho en la política romana; la dudosa libertad de elección en el amor, y en todo lo demás; la receta epicúrea; las personas como portadoras de máscaras; la cuestión jerárquica entre ética y estética; la vaciedad y angustia del ser humano una vez cubiertas las necesidades básicas, lo que con frecuencia le empuja a “vivir peligrosamente”; los únicos remedios contra el sentimiento de vacío vital: el arte y el amor, con los inconvenientes de su temporalidad y fragilidad. Estas divagaciones entre maestro y discípulo se ven de vez en cuando interrumpidas por ciertas intrusiones de lo que podríamos llamar la vida en directo. La primera, la aparición del poeta Lucano, cuyo extraño comportamiento ante Petronio, lleva a Lucio a pensar en la existencia de algo que a ambos interesa que permanezca oculto, y, a los pocos días, la visita de Mela, padre de Lucano, que se ve interrumpida por la noticia de la detención de su amante, lo que provoca la salida precipitada del visitante. Hecho que, junto con el anterior, mueve a Lucio a preguntar abiertamente a Petronio. Pero este responde con las palabras de Horacio Tú no preguntes, nefasto es saber, consejo que, de diversas maneras, se repite hasta la mitad del relato con el fin evidente de que el joven Lucio proteja su ignorancia sobre cierto asunto.
Un día, Lucio conoce a Pola en casa de Petronio. Esposa de Lucano, la joven dama ofrece una imagen nada corriente de belleza, distinción, serenidad e inteligencia que enamora al momento al joven Lucio, y que, a continuación, ella ya ausente, propicia el diálogo antes aludido sobre las mujeres en general. El encuentro, interrumpido por la aparición de Petronio, no tendrá continuación más que en una breve y emotiva despedida poco tiempo después.
Visitas y sorpresas
A otros personajes conoce Lucio por iniciativa de Petronio. Como a Escevino, amigo y antiguo compañero de “vicios”, el cual, por cierto, aparece tan cambiado a los ojos de Petronio que, entre las aclaraciones pedidas por éste y las explicaciones ofrecidas por aquél, se revela el misterio que tan intrigado tiene a Lucio: existe una conspiración para derribar a Nerón en la que Petronio no participa, pero de la que está perfectamente enterado, lo que, al no denunciarla, le convierte automáticamente en conspirador.
Y he aquí que, de pronto, el tímido (cada vez menos) aspirante a escritor se ve convertido también en un peligroso conspirador contra el César, dado que por su cabeza no pasa ni por un instante la posibilidad de la delación. Petronio, por su parte, tiene muy clara sus razones, que luego se verán.
Otro personaje que Petronio presenta a Lucio es Séneca, al que ambos rinden visita en su villa de las cercanías de Roma, de manera que el joven puede tener un brevísimo de diálogo con su admirado filósofo.
Séneca hace poco que vive retirado de la vida pública, habiendo decidido finalmente abandonar la corte del tirano contra la voluntad de éste, por lo que su futuro, y su vida, se hallan claramente en peligro. Sobre esto y sobre cierto asunto relacionado con la conspiración gira la conversación que, en presencia de Lucio, mantiene con Petronio, sin que falte en ella el contraste entre las respectivas visiones del mundo, tan distantes y en cierto modo tan cercanas.
A la salida de la visita, Petronio se dirige a Lucio:
–A propósito, ¿qué te ha parecido el personaje, visto en carne y hueso?¿Tienes ya clara la jerarquía de tus dioses?
-Sí. Primero está Petronio y luego viene Séneca.
-Y eso, ¿por qué?
-Porque Petronio contiene a Séneca, pero Séneca no contiene a Petronio.
En la mañana del día de abril en que se han de iniciar los Juegos Cereales, coinciden la noticia de la muerte del padre de Lucio – quien es requerido a casa de Petronio, donde le espera su tío Silio para marchar ambos hacia Nápoles – con el descubrimiento de la conspiración para derribar a Nerón y el despliegue inmediato de toda la constelación de rastreos, detenciones, torturas, delaciones, heroicidades y muertes, propia de estas situaciones.
Todavía en casa de Petronio, cuando Silio y Lucio se disponen a emprender viaje, tiene lugar la aparición de Pola, quien se presenta con el propósito de instar a Petronio a que interceda a favor de su esposo Lucano, y la breve y tierna despedida entre ella y Lucio.
Ya en Nápoles, Lucio mantiene correspondencia con Petronio, quien le va informando del desarrollo de los acontecimientos que, de momento, parecen haber alcanzado el descabezamiento total de la ya llamada conjuración de Pisón, por el nombre de su líder y aspirante a sucesor de Nerón. Las aguas han tornado a su cauce con un saldo no tan sangriento como cabía esperar: algunos ejecutados y muchos muertos por propia mano a la primera indicación del tirano, entre ellos Pisón, Escevino, Mela, Lucano y Séneca, tuviesen o no – como este último – relación directa con la trama conspirativa. Su caso, el de Petronio, continúa en la cuerda floja con el agravante de haberse manifestado abiertamente la enemistad entre él y Tigelino, jefe de la guardia pretoriana y al mando supremo de la represión. Otro acontecimiento desgraciado que agrava aún más la posición de Petronio ha sido la muerte de su segura aliada Popea, esposa de Nerón, muerte que el sentir popular atribuye – con cierto fundamento – al mismo marido y César. De Pola no sabe nada.
Con el otoño, Lucio vuelve a Roma. Las conversaciones se reanudan, ahora con el tema principal de los acontecimientos políticos: siguen cayendo cabezas que poco o nada tenían que que ver con la conspiración pero que no son del agrado de Nerón, o de Tigelino. Lucio no puede dejar de expresar su preocupación por Petronio, asunto sobre el que éste continuamente le tranquiliza. Un día Petronio hace entrega a Lucio de una carta que ha recibido, sellada, dirigida al joven. Es de Pola. En ella, manifiesta su determinación de vivir apartada de aquel mundo de necios y asesinos, previene a Lucio contra Petronio, al que no considera una buena persona, y se despide para siempre.
Una mañana luminosa, Petronio desaparece. Deja a Lucio unas líneas escritas en las que, junto con unos consejos para la vida, le comunica que parte hacia el sur para verse con unos amigos. A continuación, el lector se encuentra con un párrafo en el que el historiador Tácito da cuenta de la última cena de Petronio, árbitro de la elegancia.
Como antes he apuntado, todo el relato integra el envío que, a sus 73, años, sin haber logrado convertirse en el gran escritor que soñaba ser, Lucio hace llegar a Tácito. En las líneas que lo acompañan el anciano y desconocido escritor advierte al célebre historiador de una posibilidad sorprendente, que solo el lector de la novela en directo podrá conocer. (CONTINÚA)
Conversaciones con Petronio puede leerse completa en este mismo blog, iniciándose con este enlace y clicando continúa al final de cada uno de los capítulos.
Es de esta manera, abandonando a los personajes a sí mismos, como se enciende y pone en marcha aquella intuición que permite dar con la verdad ideal, con la verdad del arte.
Esta afirmación, hecha en el último párrafo de la anterior entrega de esta serie, puede parecer muy osada. Y hasta gratuita, en el sentido de que no se correspondería con la realidad posible. Porque ¿puede realmente un personaje estar dotado de tal fuerza que le permita actuar, hablar, de forma autónoma respecto del autor? Fantasías, dirán el crítico y el lector racionalistas. Quizá. ¿Pero quién ha dicho que la fantasía no pueda dar con la verdad? Un poco de historia:
En el artículo Pirandello y yo, publicado en 1923 en La Nación, de Buenos Aires, Unamuno escribe:
Es un fenómeno curioso y que se ha dado muchas veces en la historia de la literatura, del arte, de la ciencia o de la filosofía, el que dos espíritus, sin conocerse ni conocer sus sendas obras, sin ponerse en relación el uno con el otro, hayan perseguido un mismo camino y hayan tramado análogas concepciones o llegado a los mismos resultados. Diríase que es algo que flota en el ambiente. O mejor, algo que late en las profundidades de la historia y que busca quien lo revele.
El descubrimiento que realizan simultáneamente Pirandello y Unamuno, desconociéndose entre sí, y que provoca la reflexión del último, consiste en la necesaria y radical autonomía del personaje literario de “ficción”. Cierto que esto ya se apunta en Cervantes, quien en la segunda parte del Quijote sitúa a sus dos protagonistas moviéndose libremente entre los lectores de la primera, pero había de llegar la época de la descomposición del yo, que sigue siendo la nuestra, para que la cosa surgiese de manera clara y brillante, desde “las profundidades de la historia”, de la mano de un italiano y un español (o de un siciliano y un vasco), gente poco dada en principio a las elucubraciones de la filosofía, aunque sí a las verdades del arte.
Lo que parece claro es que hay diversos tramos en la historia de la cultura en los que, para amplios sectores de la sociedad, el supuesto objeto artístico no es un fantoche creado de una vez por todas por el capricho de un ser humano, sino un ente natural independiente de la acción de un autor.
¿Estaríamos entonces en el camino de regreso a la sociedad preintelectual y semianalfabeta en la que, para el común de los mortales, los objetos que llamamos artísticos estaban ahí, sin necesidad de que hubiese intervenido la acción humana? Algo hay de eso.Esa sociedad, que he denominado preintelectual y semianalfabeta, existió – y no hay duda de que persiste en determinados ambientes -, y estaba formada por individuos de mentes normales, pero ajenas a los extraños mecanismos de la creación caprichosa. Un ejemplo:
“¿Qué lee usted, señorita?” y tomé el libro que ella había dejado. ¡Oh, cielos! Era realmente una obrita mía,… le pregunté con aparente indiferencia qué opinaba del libro.
“¡Ah, mi estimado señor!”, replicó la muchacha. “Es un libro muy gracioso. Al principio uno se hace un poco de lío, pero después es como si se estuviera dentro.”
Para mi no poca sorpresa, me relató la muchacha mi cuento con tal claridad que era evidente que debía haberlo leído varias veces; volvió a decir que era un libro muy gracioso, que algunas veces la había hecho reír mucho y otras veces le había dado ganas de llorar.
Entonces debía llegar el golpe de efecto: Con la mirada baja, con una voz comparable por la dulzura a la miel hiblea, con la sonrisa radiante de autor pleno de gozo, le susurré:
“Aquí, dulce criatura, aquí está el autor del libro que tanto la divierte, ante usted, en carne y hueso”.
La muchacha abrió grandes los ojos, y se quedó mirándome muda, con la boca abierta. Interpreté esto como la expresión del inmenso asombro, del alegre susto ante la repentina aparición, entre los geranios, del genio sublime cuya capacidad creativa ha engendrado una obra como esa. Quizá, pensé al ver que la muchacha no cambiaba su expresión, quizá no cree en absoluto en la feliz casualidad que ha traído a su lado al famoso autor de… Procuré entonces probarle por todos los medios que el autor del cuento y yo éramos una y la misma persona, pero era como si se hubiese quedado petrificada, y de sus labios no brotaba más que:
“Mm -ah -o sea que -como”.
Mas, ¡cómo podría describirte lo ultrajado que me sentí en aquel momento! Resulta que a la muchacha no se le había ocurrido jamás que los libros que leía tenían que ser escritos previamente. El concepto de escritor, de poeta, le era absolutamente desconocido…
Este fragmento pertenece al cuento La ventana esquinera de mi primo, escrito por E.T.A. Hoffmann en 1822, pocos meses antes de su muerte. Aun conociendo, como bien conozco, la riqueza y la fuerza imaginativa del autor, yo diría que la anécdota no es solo fruto de la imaginación, sino que él la vivió o la conoció (se la contaron) de cerca. Y es que la sustancia del relato no es de aquellas que pueden surgir de la nada, quiero decir que si no se ha vivido de alguna manera, es imposible concebirla.
De alguna manera la viví yo mismo y mis hermanos, y creo que todos los de nuestra generación, hasta avanzada la adolescencia. Las diferencias son importantes, insisto, pero en el fondo el fenómeno es el mismo. Resulta que nosotros, entre otras cosas, nos alimentamos de películas desde la más tierna infancia, en las salas de cine, por supuesto, ya que no había internet y ni siquiera televisión. Y crecimos acompañados de personajes fascinantes, cuyo nombre real conocíamos muy bien, desde Errol Flynn hasta Humphrey Bogart, por ejemplo, pero nunca nos planteamos cuál era el nombre del que había organizado todo aquello. Y que quede claro: no es que creyésemos que la película no tenía un creador (director, guionista, etc.), es que no se nos ocurría pensar en ello. Que viene a ser lo mismo.
Respetar la autonomía del personaje, dejar que se mueva y hable por sí mismo, reporta enormes beneficios al autor. Soluciona todas las dudas y señala clarísimamente hacia adonde se ha de encaminar la acción. Este procedimiento constituye un ejemplo práctico de la descripción que nos hace el Filósofo del modo necesario de la creación artística: anulando la propia voluntad para que el fruto de lo intuitivamente concebido se despliegue por sí solo. Pero cómo se realiza esto en la práctica, preguntará el lector curioso.
Bien, hay dos casos diferentes que conviene contemplar por separado, y lo centraré todo en la figura del personaje. Son el del personaje histórico y el del personaje ficticio.
El personaje ficticio
A primera vista, parece que el personaje ficticio permite al autor una libertad total. Falso. En nada hay una libertad total. Todo en el universo se halla sutilmente encadenado por una necesidad inflexible – decía más o menos Séneca -, pese a las precipitadas interpretaciones que se suele dar de los fenómenos cuánticos. En cuanto se intuyen los rasgos básicos, esenciales, del personaje, toda su andadura ha de respetarlos necesariamente. Quiero decir que no vale ni el desvío caprichoso ni la experimentación sin sentido.
Uno de los ejemplos más claros de personaje sólido y consistente, no obstante su aparente incoherencia, lo tenemos en don Quijote. En primer término, lo que llama la atención es el modo tan natural y claro en que en él se combinan la locura y la cordura. Un individuo que desvaría ostensiblemente cuando toca ciertos temas, mientras que se explica y razona con toda sabiduría y rigor cuando trata de otros. Y ello sin que se aparezca, a los ojos del lector, como un engendro imposible de darse en la vida real, sino que, por el contrario, se alza como personificación de todo ser humano, de un modo u otro dividido entre los deseos y fantasías, por un lado, y el ejercicio de la razón, por otro.
En pocas palabras, que en el tratamiento y desarrollo del personaje ficticio se han de respetar los rasgos esenciales que se le han otorgado desde un primer momento o, dicho de otro modo, que, una vez concebido, ha de ser él mismo y por él mismo quien se manifieste, hable y actúe, del mismo modo que el hijo, procreado por los padres, actúa como dueño de su propia vida.
El personaje histórico
El caso del personaje histórico es algo más complicado. Para empezar, se han de sortear las trampas que tiende la praxis de la llamada novela histórica y que la han convertido en un producto pseudo artístico e intelectualmente poco serio; sobre todo el afán de divulgación arqueológica, que poco tiene que ver con la actividad artística, y el sometimiento a los clisés habituales de personajes y ambientes; o su dinamitación, que viene a ser otra cara de lo mismo.
Dicho esto, la diferencia principal que se advierte entre este tipo de personaje y el ficticio, consiste en que, en el histórico, tenemos ya dados los rasgos esenciales de su personalidad (en mayor o menor grado, según el caso), aunque esto no nos libra de la labor de invención y desarrollo, tarea que, como en el otro caso, ha de ser respetuosa con el núcleo del carácter – entre transmitido e intuido – del personaje en cuestión. Y hay otro aspecto, en cierto modo misterioso, que distingue entre sí a los dos tipos de personajes mencionados. Consiste en lo siguiente.
Para el personaje ficticio, basta con que el autor aplique su imaginación, siempre sujeta a la coherencia básica del personaje, como antes he apuntado. Para el personaje histórico hay además otra posibilidad, que en el capítulo anterior ya he mencionado. Se trata de la adivinación.
La adivinación
Este término, que he asignado al fenómeno que paso a describir, quizá no sea el más adecuado, pero no he encontrado otro. El fenómeno o procedimiento en cuestión consiste en rellenar las lagunas de la historia con aquello que, aún desconociéndose, necesariamente hubo de ocurrir, especialmente ciertos diálogos que no nos han llegado, pero que el autor, quiero decir, los personajes reviven oportuna y exactamente. Es como rellenar ciertos vacíos en una serie aritmética con lo que matemáticamente correspondería.
Y he de insistir en que esas breves resurrecciones son obra de los mismos personajes, porque si, como ya he dicho, el personaje siempre sabe lo que tiene que decir, si además es histórico, solo tiene que recordar y repetir lo que ya dijo.
Letras y ciencias
Peroel mérito de los personajes no acaba ahí. Y ahora se trata de los ficticios. La historia está llena de nombres de seres, aparentemente creados por literatos, que ocupan un puesto eminente en el ámbito de la cultura universal. Ahí están Ulises, Edipo, Electra, Eneas, Roldán, Tristán, Hamlet, don Quijote, don Juan, Fausto, Raskolnikov, Bovary, Karenina y todos los que faltan. Y no solo en el ámbito de la cultura general sino también en el de la ciencia, siempre que se considere ciencia el psicoanálisis.
Estoy pensando en Freud, sí. Porque es evidente que algunos de los “hallazgos” del vienés estaban ya en ciertas páginas del ruso Dostoyevski, como el sentimiento de culpabilidad y la necesidad de buscarse el castigo, en la novela Crimen y castigo, y la pulsión de matar al padre, en Los hermanos Karamazov. Además de la ocurrencia de desear a la madre, explícitamente montada sobre el Edipo de la obra de Sófocles. Y también – sin haber en este caso personaje por medio – hallamos la pulsión de muerte freudiana entre las meditaciones de Séneca (libido moriendi).
Sí, el poder de los personajes es inmenso, sean históricos o ficticios. Acojámonos a ellos, como a los dioses que son, para gozar lo más lúcidamente posible de ese mundo de espíritu y cultura que ya se está acabando.CONTINÚA
Hay entre La ciudad y el reino y La encina de Mariouna conexión especial que sería largo y complicado de explicar, así que no pienso hacerlo. El caso es que la primera me llevó a la segunda. El personaje de Ausonio me llevó hasta el personaje de Cicerón.
A diferencia de Catulo, Cicerón es una persona ampliamente documentada, y no en forma de ficción poética. Así que, a primera vista, más se presenta como objeto de relato histórico que como tema de novela.
La ficción de la realidad
Como antes ya he apuntado, en Lesbia mía la ausencia de datos sobre la biografía de Catulo dejaba amplio margen a la imaginación, casi tanto como el que puede permitir la novelación de un personaje ficticio. Por el contrario, en La encina de Mario, tenía que habérmelas con un personaje, con un ser humano, cuyos rasgos y vivencias estaban claramente definidos y prolijamente documentados por él mismo y por sus contemporáneos. Sobre todo por él mismo.
¿Supone esto un freno a la imaginación del novelista? Según y cómo. Si de lo que se trata es de dar una simple biografía levemente novelada, no hay duda: los datos están ahí y hay que limitarse a ellos. Si, por el contrario, de lo que se trata es de explorar y diseñar el ser posible de ese personaje, que, con toda su ambigüedad, se mueve en un mundo de relaciones y personajes también ambiguos, la imaginación –siempre guiada por la intuición- tendrá un campo de actuación tan amplio, casi, como el que puede permitir la elaboración de un personaje totalmente ficticio.
Quiero decir que, contra lo que puede parecer, la abundancia de datos históricos no es un obstáculo para la novelación. Y me refiero, claro está, a la novelación que respeta el marco y los acontecimientos comúnmente admitidos por los historiadores. Porque sobre la otra, la que altera en sustancia el referente histórico, nada tengo que decir, salvo, quizá, que no le veo sentido elegir un personaje o unos acontecimientos históricos para trastocarlos de arriba abajo.
No, la abundancia de datos históricos no es obstáculo para la novelación. Porque la novela sigue sus propios caminos y busca su propio fin, perfectamente compatibles con el respeto a los datos de la historia. Se podría decir que la historia nos muestra el esqueleto de los hechos, mientras que la novela histórica se encarga de dotar de carne a ese esqueleto, de nervios, de espíritu, de vida. Una vida imaginaria, alguien dirá. Sí, pero con aquella imaginación –si se trata de un buen novelista- que apunta al corazón de la verdad con la precisión con que ninguna ciencia, y mucho menos la histórica, puede alcanzar.
Novelista y adivino
Y aún diré más.Cuando se apunta certeramente al corazón dela verdad, el novelista puede incluso permitirse el lujo de rellenar tal o cual laguna de la historia con la vaga sensación, por no llamarlo clara certeza, de que no otra cosa podía haber ocurrido que lo que él pone en ese lugar. Un ejemplo, sacado de La encina de Mario. Plutarco nos cuenta que cuando César y Cicerón se encontraron, tras el abandono de éste del bando pompeyano, César se distanció del séquito que le acompañaba, abrazó a Cicerón, y luego ambos estuvieron paseando y conversando durante un rato. Ni Plutarco ni nadie nos informa del contenido de la conversación. No hubo testigos, ni parece que ninguno de los dos comentó nada al respecto. Pero veinte siglos después, aparece un autor de novelas y, con la confianza que produce sentirse imbuido por el don de la intuición artística, transcribe al detalle aquel diálogo secreto.
Pero creo que sería conveniente dar aquí un breve bosquejo del desarrollo de la obra. Entre otras cosas porque, por razones extraliterarias, La encina de Mario ha tenido bastante menos difusión que Lesbia mía.
Finales de noviembre del año 43 a.C., Cicerón ha sido incluido en las listas de proscritos publicadas por los triunviros. Cualquiera que le alcance está autorizado a darle muerte. Junto con su hermano y su sobrino, decide huir a Macedonia para unirse a las fuerzas de Junio Bruto, que se están concentrando para dar la batalla a los herederos de César. Pero no tiene esperanza. Sabe que el final está próximo.
Grafómano incorregible, aprovecha los que imagina últimos días de su vida para dar un repaso a su existencia. En largas cartas dirigidas a su hijo –que posiblemente nunca las recibirá- traza la historia de la época que ha conocido y, al mismo tiempo, su propia historia personal. En Tusculum, en Astura, en Circei, en Formiae, puntos de su último itinerario, va rememorando los hechos personales y políticos que, a través de grandes honores y no pocos peligros, le han conducido a la trágica situación presente, entre ellos sus intentos de defender una política que no interesa a nadie.
En efecto, frente a su ideal de concordia de todas las clases, la realidad levanta un entramado de alianzas y contralianzas que prefiguran lo que pronto será una guerra fratricida. Aunque rechaza la propuesta de César para colaborar con el primer triunvirato (rechazo que indirectamente le costará más de un año de destierro), se somete finalmente a la fuerza del poder real.
Cuando estalla el conflicto armado entre César y Pompeyo, Cicerón se convierte en la imagen emblemática del intelectual que alguna vez se creyó político. ¿Qué hacer? Sabe de quién huir, pero no a quien seguir. Tarde y mal, decide unirse a Pompeyo. Tras la victoria de César, éste le perdona sin humillarle, y Cicerón se retira de la vida pública (donde tampoco tiene cabida) para concentrarse en el estudio y la composición de tratados filosóficos.
Mientras tanto, su vida privada ha conocido diversos avatares. Las correctas relaciones con su esposa Terencia se deterioran finalmente, empujándole al divorcio tras más de treinta años de matrimonio. La muerte de su hija Tulia le hunde en la melancolía. Apartado de la vida pública y destruida su vida privada, ¿qué puede hacer?
Y de repente, una esperanza: César ha sido asesinado. Cicerón aplaude la acción y decide volver a la política. Con ímpetu renovado se opone a los intentos de Antonio de erigirse en sucesor de César y apuesta por su oponente, Octavio. La sorprendente alianza entre Antonio y Octavio –una de cuyas prendas ha de ser la cabeza de Cicerón- es la última y sangrienta burla con que la política real obsequia al intelectual de la política.
Ya en Formiae, Cicerón espera la llegada de sus verdugos. Ignora qué le aguarda tras la puerta que le abrirá la espada asesina, pero sabe que el universo es divino, y que la divinidad no puede desentenderse de sus criaturas.
En estas cartas ha rehecho su vida, y se ha visto evolucionar desde la vanidad y trivialidad que el éxito produce hasta la honda sabiduría, que es hija del fracaso. Pensándolo bien, en esta obra ha creado su única y verdadera vida, más real que la que muere, del mismo modo que la encina de Mario que cantó en su poema de juventud es más real que el mismo árbol que un día creció en Arpinum. Porque el árbol más duradero no es el que nace del esfuerzo del agricultor, sino el que plantan los versos del poeta.
Este es sin duda el motivo implícito de la obra: el poder del arte. Si bien no opera como un verdadero leitmotiv, pues sólo se trasluce en determinadas afirmaciones del narrador. El motivo explícito es, obviamente, el relato de una vida contada por el propio sujeto. Un sujeto bastante especial, por cierto, con una personalidad profundamente contradictoria.
¿Cómo se nos aparece el Cicerón real estrictamentedocumentado? Desde luego no como un hombre de una pieza, si es que algo así puede ser llamado hombre. Vemos, por el contrario, a alguien que, dubitativo e indeciso por naturaleza, se obstina en ostentar la máscara de una fortaleza heroica; alguien que oscila continuamente entre la cobardía y la heroicidad, entre la hipocresía y la ingenuidad, entre la vanidad y la autocompasión, entre la acción y la meditación, entre el idealismo radical y la componenda necesaria; alguien que, a pesar de sus cíclicas claudicaciones, se considera siempre un acérrimo defensor de la libertad pública; alguien que, siendo un gran teórico de la política, acaba devorado por la política real, cuya evolución apunta a tiempos que él no puede entender.
Sí, con bastante claridad se desprende el carácter de Cicerón de sólo el examen de su obra y de su vida. Pero una vez ante estos datos, ¿qué ha de hacer con ellos el autor, el novelista? ¿Intentar demostrar que era así y que lo era por esto y por aquello, es decir, componer mecánicamente la obra (como algunos críticos imaginan que se hacen las novelas)? No, claro que no, sino iniciar el verdadero proceso de creación, es decir, aplicar la intuición artística.
Percepción intuitiva
Toda creación auténtica se basa en un conocimiento verdadero, y este conocimiento tiene su origen, no en los fríos datos, sino en una percepción intuitiva en la que queda implicada toda la personalidad del sujeto cognoscente. En el arte, la mera curiosidad intelectual, el mero esfuerzo metódico y concienzudo no basta. Ha de haber una conmoción en el sujeto, un misterioso presentimiento de la tierra prometida. Es entonces cuando aquella percepción intuitiva del objeto, aún siendo momentánea e indivisible, confiere alma y vida a todo el proceso de creación de la obra por largo que éste sea, al igual que la gota de un reactivo confiere a toda la solución los colores del precipitado.
Esta última y feliz imagen no es original mía, como no lo es laidea en conjunto. Pertenecen al filósofo que con mayor acierto ha meditado sobre el arte, creo. Se trata de Arthur Schopenhauer. El núcleo fundamental de una obra de arte, viene a decir también, es una intuición objetiva, y ésta exige el aquietamiento absoluto de la voluntad del artista (es decir, de las propias apetencias o intereses). Porque sólo entonces el artista se convierte en sujeto puro de conocimiento.
No sé si será ingenuidad o presunción que ahora afirme que es de esa manera como he creado mis novelas. En todo caso no puedo imaginar que haya otra que pueda producir una obra de arte. Y he de aclarar que “esa manera” no la adopté tras leer al filósofo citado, sino que, más bien, la lectura del filósofo me confirmó en la bondad, en la necesidad de “la manera” que yo venía practicando. Después de todo, lo que Schopenhauer hizo no fue confeccionar una receta, sino descubrir, y describir, el proceso que se viene siguiendo desde que en el mundo hay arte.
He tratado del proceso de creación de una novela tal como lo entiendo desde mi experiencia personal, he mencionado la intuición y la imaginación como facultades esenciales para la creación. Quisiera apuntar ahora un último aspecto. Se trata de un requisito que, a mi entender, es condición indispensable de toda novela, y es el respeto a la ambigüedad de los hechos y relaciones humanas.
Esto es algo que cualquier novelista sabe muy bien y tiene perfectamente asumido. Solo el autor de novelas históricas está siempre en peligro de olvidarlo. Y es que los rasgos característicos de un personaje histórico –o de una época – que en nuestra cultura se han ido consolidando a lo largo de los siglos, los hacen proclives a caer en el estereotipo. Quiero decir que, como en cualquier novela de ficción pura, en la novela histórica debe también respetarse aquella ambigüedad propia de los hechos y relaciones humanas. Y llamo ambigüedad a la condición de ciertos objetos que impide que se nos presenten bajo un aspecto único.
Por ejemplo, en Lesbia mía las razones del demagogo Clodioaparecen tan defendibles como las razones del conservador Cicerón, y la visión del mundo de Catulo no tiene por qué prevalecer sobre la visión del mundo de Manlio. En este nivel, el novelista no ha de buscar ni establecer ninguna verdad, sencillamente porque ésta no existe, porque, como en la vida, cada personaje tiene su verdad. Y esto es algo que el escritor, si quiere ser llamado novelista, ha de respetar en todo caso. Y ni siquiera ha de molestarse en justificar las posibles contradicciones, que en realidad no son tales cuando se corresponden con el carácter del personaje y con la ambigüedad propia de las vivencias humanas.
Un mismo hecho puede tener versiones distintas, y nocorresponde al autor de la novela decidir cuál es la correcta y cuál la falsa. Si alguien ha leído las dos novelas a las que me he venido refiriendo, quizá haya observado que, en una y otra, determinado suceso se explica de forma muy diferente. En Lesbia mía Clodia da una razones de la ruptura con Cicerón que en nada se parecen a las que da Cicerón en La encina de Mario. Esta divergencia, que el autor no intenta resolver, es normal. Todos los seres humanos, incluidos los personajes de novela, tendemos a presentar bajo la luz que nos es más favorable los hechos que nos afectan. Y en esta operación se puede ir desde el leve maquillaje hasta la mentira más rotunda. Esta normalidad es la que ha de respetar el novelista. El historiador tiene, diría, el deber de averiguar la verdad de los hechos; el novelista, no. Y el escritor que pretende hacerlo no merece, es mi opinión, el nombre de novelista.
El territorio de la novela es la ambigüedad, y más cuando no existe un autor omnisciente, cuando no se oyen otras voces que las de los personajes. Por cierto, que es ésta una característica común a todas mis novelas: no hay en ellas más narrador que los propios personajes. La forma un tanto especial de los diálogos de Lesbia mía, que recuerdan a un texto teatral, obedece también a esta intención: no permitir que ni un “dijo” ni un “respondió” introduzcan un sonido que no sea de los propios dialogantes. Ellos siempre saben lo que han de decir, ellos siempre saben lo que han de hacer. El autor es sólo un escriba; su voluntad consciente apenas ha de intervenir.
Por extraño que parezca, tengo la impresión de que es de esta manera, abandonando a los personajes a sí mismos, como se enciende y pone en marcha aquella intuición que permite dar con la verdad ideal, con la verdad del arte. La otra, la de la vida cotidiana, he de confesar que no sé en qué consiste.
Tras la lectura del capítulo anterior, es posible que muchos se pregunten ¿éste es Catulo? (Muchos, se entiende, entre los pocos conocedores del personaje y de la época).
Pudibunda alta cultura
Porque, del poeta, lo que sobre todo ha transcendido, además de su amor desgraciado, es su condición de joven libertino, siempre inmerso en la vida alegre de la buena sociedad, y de la mala, frecuentador de mujeres fáciles y de bellos jovencitos. Y se ha insistido y exagerado tanto en estos aspectos que asombra la cantidad de datos y afirmaciones que se han difundido (¿inventado?) sobre una persona de la que en realidad nada consta, excepto lo que ella misma ofrece en su obra escrita, no sabemos hasta qué extremo distorsionado.
El dato más evidente que puede dar pie a esa visión popular del poeta es la completa libertad del lenguaje, nada corriente en una obra literaria, ni entonces, ni veinte siglos después.
Pedicabo ego et irrumabo,
Aureli pathice et cinaede Furi
(Os daré por el culo y por la boca,
Aurelio mamón y Furio marica).
Lo de “veinte siglos después” es bastante exacto porque, si contamos ese tiempo desde mediados del siglo I a.C., nos situamos a mediados del siglo XIX, con Baudelaire y otros, prestos a levantar el velo del pudor con que tantas veces se ha vestido la poesía. Aunque en las altas esferas de la cultura, no hubo manera de arrancarse el velo hasta un siglo después.
En efecto, hasta bien entrado el siglo XX, no se tradujo la obra de Catulo al inglés prescindiendo de recortes y de circunloquios púdicos. En España, ni siquiera la obra completa, traducida como fuere, se había publicado a principios del siglo citado, y fue en 1928 cuando en la colección Bernat Metge hizo su aparición, traducida al catalán por el prestigioso filólogo Joan Petit, con todos los eufemismos y circunloquios púdicos considerados necesarios por la sociedad y por el mismo traductor.
Años después, en 1950, se publicó la primera versión castellana completa, obra del mismo Petit, y con los mismos o parecidos circunloquios de su versión catalana. Hubo que esperar a 1988 para que apareciese la primera versión completa en español sin eufemismos ni censuras, obra de Antonio Ramírez de Verger. Parece que, finalmente también en España, la altísima cultura había conseguido desprenderse de los velos de la pudibundez.
Otra cara
Mientras tanto, la sociedad en su conjunto experimentaba una evolución a un ritmo diferente. El nivel máximo de pudor público creo que se alcanza en la primera mitad del siglo XIX, lo que hace que Goethe se lamente de no vivir en la época de Shakespeare para poder expresarse más libremente. Y no empieza a romperse hasta la segunda mitad del siglo citado con la eclosión de los poetas malditos (principalmente franceses) y de las modas de la bohemia artística, el decadentismo, etc.
Pero la verdadera ruptura con el orden moral burgués se produce al término de la Gran Guerra, y sus signos más aparentes son el drástico recorte de las faldas de las mujeres y la propagación de la música libertaria, por así llamarla, del jazz. Se inicia entonces un proceso que no es lineal ni sostenido, sino que que sufre diversos retrocesos y avances como pautados en el tiempo.
El más destacado de los retrocesos se produce en los años cuarenta, cuando las faldas de las mujeres vuelven a descender hasta casi el nivel del suelo y las corbatas de los hombres tienen bien sujetados los cuellos de sus víctimas. El avance más destacado tiene lugar a finales de la década de los sesenta, con la parisina revolución del 68 y la aparición y propagación de la estética hippy. Movimientos que afectaron exclusivamente al comportamiento sexual y a las costumbres en general, incluido el lenguaje y la indumentaria, sin tocar para nada el sistema económico, por lo que el adjetivo “revolucionarios” creo que les resulta excesivo.
Así que, a principios de siglo XXI, tenemos a nuestra sociedad, llamada occidental, libre ya de todo impedimento en lo que a la moral sexual se refiere. Libertad que, en literatura, se había alcanzado gracias a autores como D.H. Lawrence y Henry Miller y que, según algunos, nos iguala – o nos aproxima – a la que se vivía en la antigua Roma. Pero, ¿es esto cierto?
Roma y el sexo
No, por supuesto. Como no son totalmente ciertas ninguna de las afirmaciones que el escaso conocimiento y los prejuicios de nuestro mundo – Hollywood y la novela histórica mediantes – permiten pronunciar sobre determinados aspectos de las sociedades antiguas.
Para empezar, habría que reexaminar algunas afirmaciones sobre la materia, que desde hace por lo menos un par de siglos se han dado por ciertas, gracias sin duda a la repetición: que el cristianismo acabó del todo con la completa libertad sexual que reinaba en Roma; que, al reprimir los instintos básicos, fue el responsable de la aparición de la idea del amor romántico que se inició con la antigua poesía provenzal y que, bajo diversas formas (novela, poesía, cine, música…), ha imperado en nuestra sociedad hasta ahora mismo.
Hablando con propiedad, salvo en determinados momentos y en sectores concretos de la sociedad, no hubo en Roma una “completa libertad sexual”. Simplemente, las normas sociales y las costumbres eran diferentes de las luego implantadas por la civilización cristiana, vigentes hasta hace muy poco. Como muestra, lo siguiente:
No existía en el latín hablado por los antiguos romanos ninguna palabra para designar lo que ahora se entiende por “homosexual”. Como tampoco existía una palabra concreta para denominar lo que llamamos “suicidio”. ¿Quiere decir eso que los hechos o conductas correspondientes tampoco existían? Más bien creo yo, que lo que no existía era el afán rígidamente etiquetador – lastre quizá de la mentalidad científica – que impera en nuestras sociedades.
Lo que se llama pudor o decencia, en especial en todo lo relativo al matrimonio legítimo, estuvo presente siempre en Roma desde los orígenes hasta la decadencia, no obstante las transgresiones que no dejaban de producirse.
Una serie de normas no escritas contemplaban el comportamiento debido en lo que hoy llamamos homosexualidad. De hecho, las relaciones sexuales entre varones (no se sabe bien lo que ocurría entre mujeres) se dieron desde antiguo, ya fuese por la temprana y persistente influencia de la cultura griega, ya por razón de la sabia naturaleza, siempre generosa en la intensidad y amplitud del instinto para asegurarse el objetivo central (la perpetuación de la especie, en este caso), sin que le importen ni afecten los ocasionales o numerosos desvíos, cosa que al parecer no entendió muy bien nuestro admirado Schopenhauer.
Esas relaciones se daban normalmente entre un varón mayor y uno adolescente. O entre dos mayores. Y en ningún caso era indiferente la posición, el papel, que en el acto sexual jugaba cada uno de ellos. Un hombre no dejaba de ser hombre (macho, diríamos) por el hecho de relacionarse sexualmente con otro hombre, siempre que mantuviese el papel activo; por el contrario, para los dados al papel pasivo la sociedad reservaba toda clase de reproches y burlas, llamándolos, como en el poema de Catulo, pathicus o cinaedus, palabras griegas que en su origen significaban respectivamente pasivo y bailarina.
Llegado a este punto he de destacar el hecho, poco o nada tenido en cuenta, de que el lenguaje a veces sexualmente obsceno de Catulo no es expresión y muestra de una manera de ser vulgar o grosera, sino un simple recurso que solo utiliza como arma arrojadiza contra los tipos para él indeseables: el amigo traidor, el mal poeta, el competidor amoroso, el de costumbres degeneradas, el parásito sablista, o contra la misma Lesbia-Clodia cuando quiere reprocharle el cruel abandono del amor jurado.
Caeli, Lesbia nostra, Lesbia illa,
illa Lesbia quem Catullus unam
plus quam se atque suos amauit omnes,
nunc in quadriuiis et angiportis
glubit magnanimi Remi nepotes.
(Celio, mi Lesbia, aquella Lesbia, la Lesbia aquella a quien Catulo quiso más, a ella sola, que a sí mismo y que a todos los suyos, ahora, por plazuelas y callejones se la pela a los nietos del magnánimo Remo.)
Por cierto, el antes mencionado filólogo Petit traduce la palabra que he puesto en negrita por “prodiga sus favores”. Pero glubit significa lo que significa.
En cambio, en tiempos de bonanza, Catulo reserva para la mujer amada expresiones de la más tierna delicadeza, como en el famoso Vivamus mea Lesbia atque amemus o en el que he citado al principio, lo que no impide, claro está, que el conspiranoico-freudiano de turno afirme ver un falo en el inocente gorrioncillo que acaricia Lesbia. Inevitable.
Lo que con todo esto quiero decir es que no es verdad que para los romanos (como para ningún pueblo pasado y presente) las relaciones sexuales fueran algo sin importancia, algo idéntico a “beber un vaso de agua”, como dicen que decía Lenin, sino que de alguna manera, siempre estuvo cubierto por el velo del misterio, o del pudor. Incluso en Roma, sí. No sé dónde escribió Cicerón – cito de memoria – que hay cosas de las que se puede hablar, pero que no se pueden hacer, como el crimen, y cosas que se pueden hacer pero de las que no se puede hablar, como el acto sexual.
El cristianismo y el sexo
Por otro lado, tampoco es verdad que el cristianismo supusiese un cambio radical en los comportamientos sexuales de la sociedad. Algunas normas cambiaron, es cierto, como las relativas a la homosexualidad, aunque con frecuencia las nuevas se incumplían, como es bien sabido.
La Edad Media no fue un mundo tan tenebroso como muchos suponen. Para deshacer ese prejuicio basta con mirar con un poco de atención los grabados de la época, los escritos de ciertos poetas y, en el mismo núcleo duro de la Iglesia, muchas de las representaciones escultóricas de las gárgolas y otros lugares de iglesias y monasterios, de una obscenidad sorprendente y a veces muy divertida. Como divertidos hasta el desenfreno eran ciertos espectáculos que espontáneamente se montaban, en algunos templos de Europa, durante las celebraciones religiosas de la Pascua (Risus paschalis).
Pero, como en toda historia, llega la fase de involución y, justo pasado el esplendor primero del Renacimiento con sus excesos amorales, liderados de hecho por el mismo papa de Roma, el llamado Concilio de Trento (1545-63) impone en el catolicismo la disciplina de costumbres y la mentalidad cerrada de la llamada Contrarreforma, al mismo tiempo que, en la Europa del norte, el rigorismo protestante acaba con la alegría de vivir, contribuyendo ambos frentes a crear la imagen de un cristianismo reprimido y tristón, vigente hasta nuestros días.
Pero creo que me he desviado demasiado. Y es que no era mi intención abandonarme al didactismo más elemental, pues las cuestiones aquí tratadas las puede hallar el lector en cualquier enciclopedia más o menos seria, que las hay.
Lugete, o Veneres Cupidinesque
et quantum est hominum venustiorum!
Passer mortuus est meae puellae,
passer, deliciae meae puellae,
quem plus illa oculis suis amabat…
Tenía 15 o 16 años cuando me encontré con este texto en el libro de Lengua Latina de aquel curso del bachillerato de entonces. Quedé deslumbrado y, con ayuda de la traducción correspondiente, del todo fascinado. Un poemita escrito por un hombre, parece que joven, a mediados del siglo I a.C. El poeta se dirige a los diosecillos del amor y a los hombres delicados para que lloren con él por la muerte del gorrioncillo de su amada, a quien ella quería más que a sus propios ojos y que se ha ido por el camino tenebroso del que dicen que nadie regresa, siendo el culpable de que a ella se le hayan enrojecido los ojos de tanto llorar.
Fue aquel uno de los varios aldabonazos que dio la poesía a las puertas de mi sensibilidad, sin que ni entonces, ni después, haya yo respondido adecuadamente con obras además de con amores. Pero me quedó el nombre del poeta: Cayo Valerio Catulo (Catullus).
El Poeta
De Catulo, debí de leer algunas cosas más a lo largo del tiempo, hasta que en mayo de 1984 me hice con la obra completa, en versión bilingüe, traducida y comentada por Joan Petit, y me sumergí en ella una temporada. Pocos años después se me aparecieron Ausonio y Paulino de Nola y escribí La ciudad y el reino. Y mientras me ocupaba en la dura y extraña tarea de intentar su publicación, en pocos meses di forma a la novela sobre Catulo, a la que en un momento de inspiración, muy bien recompensada, por cierto, puse nombre con palabras del mismo Catulo: Lesbia mía.
Hay entre La ciudad y el reino y Lesbia mía una conexión especial que sería largo y complicado de explicar, así que no pienso hacerlo. El caso es que la primera me llevó a la segunda. El personaje de Paulino me llevó hasta el personaje de Catulo. Y, una vez ante Catulo, me dije ¿qué se sabe de él? Y, después de investigar hasta donde juzgué necesario, llegué a la conclusión de que, aparte de lo que se contiene en su propia obra, no hay un solo testimonio contemporáneo que nos eche una luz sobre la persona, excepto alguna alusión rápida de Cicerón, el mismo, por cierto, que nos ofrece un retrato de Clodia-Lesbia tan desfavorable como poco fiable, si consideramos que en aquel momento el orador ejercía de enemigo forense y político de la retratada.
El caso es que nada se sabía, ni se sabe, de Catulo, excepto que vivió en una época determinada y que escribió cierto número de poemas. La época, siglo I a.C., está profusamente documentada, aunque solo sea por los escritos del mismo Cicerón. Fue fácil reunir los datos históricos con los que preparar el fondo de la novela. Pero ¿y el hombre?
Puesto que nada cierto hay sobre él excepto la obra que se le atribuye, había que sumergirse en esa obra y extraer de ahí toda la verdad posible. La operación tenía un riesgo. Y es que una obra de arte es en gran medida ficción y había que distinguir entre lo que apuntaba a la verdadera personalidad del poeta y lo que era mero artificio, tal vez impuesto por los modos literarios del momento. He de confesar que no seguí ningún método preestablecido, sino que me dejé llevar por esa rara virtud que, por darle un nombre, llamo intuición y que considero imprescindible en todo artista.
Y así, a medida que escribía, el mero nombre del supuesto autor de una serie de poemas se iba convirtiendo en un ser humano de personalidad definida: sincero, emotivo, sensual, atrevido, inconsciente a veces ante el peligro, independiente, apolítico, vagamente piadoso, y ante el teatro del mundo: descreído, irónico, malévolo, cáustico; y siempre apasionado, y siempre lúcido, incluso cuando se siente inmovilizado por las redes de la pasión. Dice un personaje de otra novela, ambientada en la época romántica: “juntar la inteligencia con la pasión es como juntar la pólvora con la mecha”. Así se me apareció Catulo.
El contenido
Como en toda sinfonía, en toda obra literaria hay uno o varios temas fundamentales. Si en La ciudad y el reino eran la amistad y el contraste entre dos mentalidades opuestas, en Lesbia mía es, por encima de todo, la pasión amorosa. Pero creo que el mejor modo para ofrecer una idea más o menos adecuada de los contenidos será ir siguiendo lo que se apunta en la solapa del mismo libro (la edición de 1992, que luego hubo otra en otra editorial), con una concisión y acierto que no son frecuentes en ese tipo de presentaciones: una meditación sobre algunos de los misterios esenciales de la existencia humana: la Mujer (mítica, pero también real), el Arte, el Destino.La mujer, mítica, pero también real. La mujer vista principalmente por el hombre, y más concretamente por un hombre enamorado, y además poeta. Pero la mujer intuida también como mito en sentido estricto, como símbolo de algo intemporal: la fuente originaria de la vida y quizá del destino, el origen y la muerte. Y sólo en algunos momentos vista por ella misma (Clodia), afirmando su dignidad frente a la presión social, solidarizándose con todas las Ariadnas burladas y abandonadas, reprochando al hombre que dice amarla su escaso interés por la persona sufriente (la mujer real) que palpita bajo el objeto amado.
Tres son los personajes que trazan en la obra el rostro mítico de la mujer: Calvo, en su aspecto más negativo; Catulo, de manera genial y hasta cierto punto inconsciente, a través de su obra, y César, en algunos apuntes de las últimas páginas.
Ya en su primera carta Calvo introduce el tema de unamanera brusca: La mujer romana (y creo que en el fondo toda mujer) es siempre la Gran Madre. La diosa que lo da todo, sí, pero que también lo exige todo. Ella da a luz a los hombres y ella los castra para que mejor puedan servirla. Desde su misoginia, Calvo considera una ingenuidad la tranquila confianza del hombre romano, que cree que tiene a la mujer totalmente sometida por las leyes y las costumbres. Él sabe que la mujer utiliza otros medios que nada tienen que ver con los legales (los oscuros poderes femeninos) y que pueden conseguir el sometimiento y aun la anulación total del hombre… como Metelo, cediendo ante Clodia a propósito de Clodio; como Catulo, cambiando incluso su manera de ser alegre y despreocupada por la de un hombre atormentado y, aunque el ejemplo no es de Calvo, como Cicerón, incapaz de sustraerse al dominio de su particular diosa-madre, su esposa Terencia.
Todo esto Catulo -me refiero siempre al personaje de Lesbia mía– no se lo plantea de una manera racional, consciente. Pero lo vive. Y como poeta lo expresa. Y lo expresa de una manera genial en su poema sobre Atis y Cibeles.
Cibeles, precisamente la Gran Madre cuyo tema introduce Calvo en su primera carta, atrae a Atis a su reino, obtiene su castración y luego le impide la huida. Quizá no físicamente. Porque Atis podía haber corrido en dirección contraria. Pero, dominado por la magia de la diosa, son sus propios pasos los que le llevan a postrarse a los pies de la Gran Madre…de la misma manera que Catulo regresa una y otra vez a Lesbia; de la misma manera que Cicerón tiene que renunciar a una bella amistad para seguir ahí, postrado para siempre a los pies de la bruja de Terencia.
De lo que sí es consciente Catulo -siempre el “reinventado”- es de la naturaleza de su amor, una fuerza tan pura e irresistible como la que enciende el rayo y lo lanza contra la tierra. Sí, es una necesidad absoluta lo que le lleva hacia Clodia. Pero esa necesidad no le impide ver a la mujer real que tiene delante, no le ciega, como Lucrecio supone que el amor ciega a los amantes. Pero le mantiene esclavizado, sin poder escapar. Y es que el amor de Catulo, como todo amor verdadero es una fuerza que el amante no domina, es un poder más fuerte que la voluntad de los que lo sufren: está, dice, por encima del bien que se busca y del mal que se pueda causar.
El artees, naturalmente, el tema principal del grupo de poetas del que Catulo forma parte. Un tema que se plantea de manera mucho más clara y directa que los otros dos.
No obstante participar de los mismos ideales, la relación de cada uno de los tres poetas con el arte es personal y distinta.
Catulo -el más inconsciente del grupo de amigos- no sabe por qué o para qué escribe (En realidad, es lo único que sé hacer y que me interesa, dice). Calvo cultiva la literatura con la misma dedicación y esmero que dedica a la acción política. Para él, son las dos caras (la íntima y la social) de un mismo mundo, un mundo ideal que sueña realizar. Cinna es un auténtico sacerdote del arte. Al arte consagra la existencia entera, sin que se sepa que la vida -en forma de amor o de empeño político- tenga en él ninguna parte (hasta el final). Sabe que los seres humanos nunca serán perfectos. Y que la obra de arte sí puede alcanzar la perfección. Y a ello dedica todos sus esfuerzos.
A lo largo de Lesbia mía vemos cómo cada uno de los tres sufre los reveses que suelen abatirse sobre los seres humanos, tanto en las contiendas amorosas como en las civiles. Pero también vemos cómo, en cuanto poetas, ejercen un poder ilimitado, superior al de los mismos dioses. Lo dice Cinna: Ser poeta es más grande que ser dios…El que escribe sí dirige y anima las vidas de sus criaturas. El poeta toma una realidad (un personaje histórico o mítico) o la inventa (un personaje de ficción), y crea una realidad distinta y superior: la obra de arte. Su poder es total. Abarca el cielo, la tierra y los infiernos. El poeta es capaz de adentrarse por regiones del alma humana inaccesibles a la luz de la razón.
Catulo vive encadenado por un amor que le supera (como siempre supera el verdadero amor a los amantes verdaderos). Pero, al mismo tiempo, posee un campo de libertad inagotable, un territorio vastísimo e inalienable: el arte. Él es un poeta, un creador. Esto le permite, entre otras cosas, dar forma concreta a las fuerzas misteriosas, sin nombre ni rostro, que lo atenazan. Y también, defenderse del mundo con sus versos sin piedad. Y, sobre todo, inventar el itinerario de su propio corazón para llegar a ser el Catulo que ha llegado hasta nosotros.
El destino dirige -¿determina?- la vida de los personajes. Pero cada uno de ellos siente este misterio de diferente manera.
Catulo -siempre el de Lesbia mía– da vida, en su poesía mitológica, a los poderes que le tienen atenazado y que, sin embargo, apenas reconoce en su propio vivir. Él sabe que sufre un amor que le tiene encadenado y del que, a partir de cierto momento, desea ardientemente escapar. Pero no puede. Y no sabe por qué no puede. Sólo a través de la creación artística -como dicen que todos hacemos en los sueños- sabe ofrecerse los símbolos que ilustran su drama particular. En especial, en el poema sobre Atis y Cibeles.
El significado de este poema, claramente onírico, resultadiáfano. Catulo es Atis, el joven que disfruta alegremente de los dones de la vida: padres, amigos, juegos, ciudad, hasta que la llamada de la diosa lo aparta de ese mundo de luz y lo arrastra hacia un reino tenebroso. Y, naturalmente, para servir a la diosa se ha de castrar, es decir, ha de renunciar a su condición de hombre. Luego, en un momento de lucidez, ve con claridad adónde le ha conducido su locura, y se arrepiente, y decide regresar. Pero no puede. La diosa lanza los leones en su busca… pura concesión a la iconografía cibelina, porque los leones no son necesarios. Atis-Catulo regresa por sí mismo a postrarse a los pies de la diosa. Y tras escuchar el relato de boca del propio Catulo, Clodia pregunta:
CLO.: ¿Y no puede hacer nada?
CAT.: No.
CLO: ¿No puede rebelarse?
CAT.: No. Nadie puede rebelarse contra su destino.
Finalmente parece que sí, que aunque sólo sea por un instante y como iluminado por un relámpago, Catulo se ha visto en la figura de Atis, postrado para siempre a los pies de la diosa.
Todas las pasiones son inútiles, excepto la de ser fiel al propio destino, dice César.
De todos los personajes de Lesbia mía es César el que tiene más presente la importancia del destino, no tanto -según él- como fatalidad inexorable, cuanto como camino señalado por una estrella. Un camino que hay que seguir, pero que también se puede perder.
Si en toda existencia humana, como en toda sinfonía, domina un tema, en la vida de César el tema es el destino, como en la de Catulo es el amor. Un destino, el de César, cuya luz parece que se apaga en un momento determinado, pero que resurge poderoso -tras la visión de la estatua de Alejandro y del sueño incestuoso- como único sentido posible de una vida. Un destino que aparece íntimamente ligado a la figura de la madre -dicen que, entre las obras perdidas de César, había una tragedia: Edipo -, tanto en el sueño como en la siguiente confesión del personaje. Yo he disfrutado además de una suerte especial. Si los demás hubieran tenido una madre como la mía, no andarían dando tumbos por ahí, sin acertar con el rumbo de sus vidas.
Cuando César pronuncia estas palabras, su madre, Aurelia, se halla en la misma estancia, hilando en una rueca. Al menos, así lo ve y lo cuenta Catulo. Pero…¿y César? ¿Por qué en ningún momento alude a la presencia física de la madre? ¿Está realmente Aurelia ahí? ¿Es Aurelia, la madre de César, la mujer que ve y con quien ha hablado Catulo?
La presencia de “Aurelia” en este capítulo XXI hay que relacionarla con estas palabras de Calvo del capítulo XI: Los dioses son caprichosos. Y, sobre todos, las Parcas, que en sus fantasmales ruecas van hilando la existencia humana hasta que, colmada la medida que solo ellas deciden, siegan bruscamente el hilo de la vida.
Parece, entonces, que la Aurelia del último capítulo no es -o no es solo- la madre de César. Es la Parca que hila la existencia, el destino de los hombres.
La mujer ha de hilar, Catulo, hilar y tejer lo que el hombre ha de llevar desde que nace hasta que muere, es decir, hasta que, colmada la medida que sólo ellas deciden, y concluye el mismo Catulo vi enseguida cómo tomaba con la otra mano el hilo, centelleante en la oscuridad, y cómo con las rojas encías lo segaba.
Y es así como Catulo asiste a su propio final, decretado por la Parca: mujer, vida, muerte y destino.
Mi destino siempre me lo había imaginado ligado a la figura del escritor sabio: poeta, novelista o filósofo, o las tres cosas juntas. Pero la realidad de la vida, expresión que solía utilizar mi padre cuando nos sorprendía soñando, se empeñaba en llevarme por otros derroteros.
Quizá debiera decir que me dejaba llevar, porque la verdad es que yo no ofrecía ninguna resistencia activa a engordar las filas del rebaño pequeño burgués. Escribía, sí, pero en la clandestinidad primero del hogar paterno y luego del hogar propio (aunque estaba claro que yo no había nacido para padre de familia, defecto por el que no solo no fui castigado sino extrañamente premiado). Pero todo lo que escribía parecía confirmar que mi genio era escaso y mis posibilidades de destacar en el mundo literario, nulas.
Pienso ahora que este juicio sobre mí mismo, fallado casi al principio de mi historial de intentos, fue consecuencia natural de una exigencia nada realista en la elección de modelos o maestros. Pasando por alto las medianías, mi interés apuntaba solo a lo más alto: era lógico que yo siempre me encontrase muy bajito.
Otro carga negativa que tuve que soportar y que impedía el avance era la idea que me había formado de mí mismo como escritor nada imaginativo. Idea manifiestamente falsa solo con que se tengan en cuenta obras como Mundo, Demonio y Fausto o Fantasías a la manera de Hoffmann; cosa difícil, por cierto, debido a la circunstancia de que ninguna de las dos ha sido publicada.
Y además, estaba mi postura en sociedad, tan criticada por algunos amigos: la timidez, la modestia, el no querer o no saber pregonar mis presuntas capacidades o virtudes. Cierto. Pero también es cierto que, con el tiempo, he sabido desprenderme, por lo menos, de la segunda de las taras citadas. Como a su manera supo hacerlo cierto personaje de la Francia de la Ilustración.
A la mitad de la vida
El caso es que, pasada ya la mitad de la vida, conseguí escribir una novela de la que quedé hasta cierto punto satisfecho, y del todo convencido de que la obra estaba, por lo menos, a la altura media de lo que se producía en el mundo editorial. Así, que intenté su publicación. (Se trata de La ciudad y el reino, aclaro, a la que he dedicado más o menos los tres primeros capítulos de esta serie). La respuesta del mundo editorial – una veintena de empresas, para empezar – fue casi unánime. Silencio.
Una, a la que me había dirigido levemente recomendado por una escritora famosa y amiga, me contestó en términos más bien positivos y me obsequió con un detalle que me pareció insólito: una copia del informe, muy favorable, que había emitido el lector profesional de turno, supongo que para endulzar la negativa que a fin de cuentas me comunicaba. Y es que la dirección de una editorial tiene sus razones, que los lectores profesionales no entienden.
Otra me sorprendió con una salida más rocambolesca, pero que finalmente me permitió asomar la cabeza al mundo deseado de la publicación.A los pocos meses de haber lanzado la veintena de originales sobre las mesas de los editores – cosa que en principio no es nada recomendable, aunque nunca se sabe -, recibí una llamada telefónica. Tras una mínima presentación por su parte, el hombre me preguntó quién era yo, con el tono del que inicia una investigación urgente. Desconcertado, le contesté como supe.
Lo que sí supe enseguida fue quién era él, con solo oír su nombre. Poeta unánimamente apreciado y ensalzado, miembro de la Real Academia Española, director literario de una editorial de primera línea… Y una nube rosada se instaló en mi cerebro y una voz como la mía me habló así: si te ha preguntado “tú quién eres” es porque un literato y hombre de mundo como él, siempre al tanto de todo fenómeno literario significativo, se ha visto sorprendido por la calidad de la escritura de alguien cuya identidad ignora, y esto no se lo puede permitir y lo ha de aclarar lo antes posible.
“¿Has escrito algo más?”, oí, al tiempo que se deshacía la nube.
“Sí, una novela sobre Catulo”.
Y es que, desde que finalizara La ciudad y el reino, en pocos meses había escrito la segunda obra para mí satisfactoria.
“¿Cómo se titula?”
“Lesbia mía”
“¿Lesbia mía?…Ummm… Envíamela”. Así lo hice. Y al mes y medio justo me citó a su despacho de la editorial.
Esto sucedía en el otoño de 1991. Llevaba tres años intentando colocar La ciudad y el reino. Y parecía que el momento había llegado. Pero, no.
“Publicaremos Lesbia mía“.
“Pero, ¿y La ciudad y el reino?”
“Mira, todo eso de cristianos y paganos no interesa a nadie… Está bien Lesbia mía. Y el título. Me gusta el título…Les-bi-a mí-a…”
Finalmente
Y el 22 de enero de 1992, a mis cincuenta y dos años y casi dos meses, aparecía en las librerías la novela Lesbia mía, de Antonio Priante, publicada por una de las principales editoriales del país. Tener un ejemplar en mis manos era la culminación del sueño máximo. Un sueño que arrancaba desde por lo menos mis trece años.
No tuve necesidad de nube alguna para imaginarme cómo en un próximo futuro iría ascendiendo todos los escalones que me habían de llevar a la cumbre deseada. Había entrado por la puerta grande. Tarde, pero por la puerta grande: una editorial de máximo prestigio; introducido, que es como decir, patrocinado, por un tótem cultural, poeta laureado como pocos de los vivientes (quizás como ninguno). Todas mis dudas sobre mis cualidades o capacidades literarias se fundieron en un instante. Un camino triunfal…
¡Alto, muchacho! Detente, que las cosas no van exactamente así; que sorpresas tiene la vida, esa gran maestra de la que aún habías de aprender algunas cosas amargas.
El producto Lesbia mía funcionó como una gran empresa espera que funcionen sus productos de tipo medio. Le edición se agotó en pocos años, luego el librito fue descatalogado y algunos de sus restos pasaron a formar parte de todocolección, tipo de retiro que no deja de ser glorioso a la par que triste o melancólico.
Mientras estuvo en el mundo, la obra me aportó satisfacciones. No tantas como me había atrevido a imaginar, pero suficientes para ir alimentando esperanzas e ilusiones. Las ventas no alcanzaban las cifras que uno siempre sueña en estos casos, pero, por lo que pude saber, los lectores quedaban encantados; la crítica, la escasa que se ocupó de la obra, se mostró propicia sin excepciones; Lesbia mía llegó a figurar entre las lecturas recomendadas en ciertos estudios de filología clásica o de historia antigua – o de ambos, no recuerdo -, y llegué a ser invitado por alguna asociación de estudios latinos, como si fuese un especialista en la materia, equívoco que se ha dado en otras ocasiones, cuando en realidad, para mí, esa “materia” era solo el espacio, mal explorado, en el que volcaba mis fantasías.
Y yo seguía escribiendo, y en dos años ultimé una novela sobre Cicerón (La encina de Mario), en forma de autobiografía fingida, novela que naturalmente envié al editor-poeta. Las razones de su rechazo casi me convencieron: que no había público para una obra como ésa, ya que los muy interesados y especialistas prefieren ir a las fuentes, y para el lector en general no tenía suficiente atractivo. Pocos años después, la novela se publicó, muy mal, en otra editorial.
Y yo seguía escribiendo, y dos años después le envié Conversaciones con Petronio. He de decir que no recuerdo en absoluto las razones del rechazo, pero seguro que las di por buenas, con lo que descendí finalmente de la nube y me planteé la necesidad de un cambio sustancial en mi quehacer literario.
Cambio de marco
El cambio consistió fundamentalmente en el aspecto espacio-temporal del relato: el marco ya no sería la antigua Roma sino la Europa del siglo XIX, y el personaje novelado ya no sería una celebridad de la literatura, sino un famoso de la filosofía. El título: El silencio de Goethe o la última noche de Arthur Schopenhauer.
El resultado me entusiasmó. Sí, yo mismo, tan poco dado a ensalzarme y a pregonar mis presuntas virtudes, tuve que reconocer que aquella era una obra perfecta. Perfecta, no en el sentido de maravillosa o de superior a las otras, sino en el de perfectamente ajustada en todas sus partes y elementos, sin que le sobrase ni le faltase nada, redonda; efectiva en el planteamiento y en la consecución del efecto deseado de vivificación real del personaje, hasta el extremo -como habría de señalar años después un crítico – de que “el autor consigue algo realmente excepcional: nos da la impresión, por muy ficticia que sea, de haber conocido a Arthur Schopenhauer.”
Esta vez sí, esta vez sí, me decía mientras preparaba el envío al destinatario de costumbre.
Pues no. En la entrevista correspondiente con el destinatario de costumbre, es decir, el editor-poeta, éste me hizo saber que el “comité asesor” – primera noticia de la existencia de tal cosa-, había desestimado la publicación de la obra, aunque se había producido algún voto a su favor.
Así, que cerré aquel capítulo e inicié el de las reflexiones. Las cuales no habían de llevarme a conclusiones hasta que, años después, la novela fue publicada en otra editorial y los lectores y la crítica se pronunciaron de forma clarísima sobre el valor indiscutible de la obra. Entonces sí, entonces comprendí.
Comprendí que, a la vista de los resultados comerciales de la publicación de Lesbia mía, el editor-poeta, conscientemente o no, había decidido no publicar ninguna obra mía más, independientemente del número y valor de las que le presentase.
Pero eso ¿por qué?, me seguí preguntando, y fui dándole vueltas al asunto hasta que, finalmente, obtuve una explicación plausible. Pero decidí callármela.
Después de todo, con la publicación de Lesbia mía se me habían abierto las puertas a mi andadura como escritor reconocido, tal como luego se demostró. Así que, DESPUÉS DE TODO, tenía que darle las gracias al editor-poeta.
La expresión “aires del tiempo”, acuñada por el escritor Guillermo de Torre a principios del siglo pasado, según nos recuerda Tomás Alcoverro en uno de sus antiguos y encantadores artículos que va desempolvando y exponiendo en su blog, viene a ser la versión poética de la expresión filosófica “espíritu del tiempo”. En ambos casos se alude al estilo, manera de pensar y de actuar con que una época se distingue de otra, en especial de la inmediatamente anterior.
Claro está que, en el mundo civilizado, la sociedad no es algo uniforme en su modo de ser o de pensar, que pueden convivir tendencias muy contradictorias en su seno, pero siempre hay unos rasgos generales que caracterizan o definen esa sociedad, aquello de lo que uno no se puede apartar sin riesgo de caer en el pozo de lo anticuado, ignorante o patán.
Y no importa, no importa en absoluto, que eso que lleva irremediablemente al pozo de lo anticuado o patán, haya sido la manera estrella, el no va más de la época inmediatamente anterior. Al contrario.
Imaginemos a un ciudadano romano hacia el año 100 de nuestra era, distinguido, culto, influyente, siempre próximo a los centros decisorios del poder, de nombre Ticio. Últimamente oye hablar mucho de los cristianos, y se ha hecho una idea clara de lo que son y significan.
Forman una secta criminal de origen judío, siguen a una especie de profeta que murió ajusticiado en Judea en tiempos de Tiberio, niegan a nuestros dioses y nuestras costumbres. Practican ritos secretos e indecentes. Lo único que en realidad les mueve es el odio al género humano. Ningún romano digno puede pertenecer a esa chusma
Ahora, tomemos a ese mismo Ticio, distinguido, culto, influyente, siempre próximo a los centros decisorios del poder, y situémoslo hacia el año 400 de nuestra era. Su bisabuelo se hizo cristiano y él no ha conocido otra religión. Cuando se habla de los que aún practican la antigua religión afirma.
Son unos degenerados que adoran imágenes de piedra o de metal, a las que toman por dioses; son tan obtusos que no les entra en la cabeza que solo puede haber un Dios, practican ritos ridículos y engañan a los incautos con su magia y sus trucos. Ningún romano digno puede pertenecer a esa chusma.
Ahí tenemos dos versiones del mismo Ticio. En ambas, responde a los dictados de su tiempo. En ambas es sincero y no hace más que representar ciertos rasgos destacados del espíritu de la época correspondiente.
Hace cien años fumar cigarrillos era signo de distinción; hace cincuenta era una costumbre generalizada y normalmente admitida en sociedad; desde hace pocos años es algo intolerable e intolerado. Y no es la salud la única razón de esta deriva.
Y si descendemos al tema de la indumentaria el panorama es aún más curioso. Un ejemplo, los pantalones, antes vetados a las mujeres, ya hace tiempo que éstas los llevan con toda normalidad y además, en el caso de muchas jóvenes, rasgados o francamente hechos trizas.
Se dirá “pero eso es cosa de la moda”. Cierto. Y de eso se trata, de cómo la moda se mueve o participa en la evolución del “espíritu del tiempo”.
La moda
Y es que el aparentemente obligado seguimiento de la moda es factor fundamental para que se propaguen y asienten los rasgos claves del espíritu del tiempo. Porque aquello que nos obliga a vestir de determinada manera, nos obliga también a pensar de determinada manera. Y hay que estar siempre muy atento, saber mantener el equilibrio entre los dictados de la moda y el modo de ser personal e individual, si no se quiere descender a la categoría borreguil.
Thomas Mann, escritor lúcido, agudo, profundo, elegante, ameno, y con un montón de adjetivos más que no enumero, nos da en su novela Doktor Faustus unos cuadros muy explícitos de la evolución de los aires del tiempo en Alemania desde finales del siglo XIX hasta el desastre final; desde los jóvenes excursionistas que, en comunión con la naturaleza, van descubriendo y magnificando el espíritu germánico (con ecos evidentes del viejo Herder), hasta el grupo de intelectuales y artistas que en sus tertulias de los años 20 del siglo pasado dan por finiquitados los ideales humanísticos y proclaman, gozosamente en muchos casos, el triunfo de lo irracional y de las fuerzas misteriosas que mueven a los pueblos.
Y sin apenas darme cuenta me he instalado en uno de los aspectos más interesantes del espíritu del tiempo. Y es su génesis. El momento en que surge con la fuerza suficiente para acabar con todo lo vigente ya caduco.
Se inicia entonces un etapa, no muy larga, en la que coexisten lo nuevo con lo antiguo pero aún vivo, es decir, con lo que sigue siendo el único modelo de vida y pensamiento de buena parte de la sociedad. Situación que suele producir efectos curiosos o sorprendentes, como el caso de aquel buen hombre que, sin comerlo ni beberlo, actuando exactamente igual que siempre, se ve de pronto convertido en una especie de monstruo a los ojos de las personas que le son más próximas.
La dictadura horizontal
Cada siglo tiene sus verdades, como cada hombre tiene su cara, escribió Larra, interesante personaje con el que nos hemos de encontrar en estas páginas. E igual que las caras de los hombres, las verdades de los siglos pueden ser bellas o feas, simpáticas o antipáticas.
He de reconocer que las “verdades” con que nos obsequia este siglo no son especialmente simpáticas. Para empezar, ni siquiera son de este siglo; todas nacieron o apuntaron maneras en las últimas décadas del siglo pasado.
Entre las menos antipáticas, para mí, destaca el ecologismo y todo lo que tiene que ver con la conservación del planeta. Si se piensa bien, resulta sorprendente que el género humano no haya descubierto hasta tan tarde (segunda mitad del siglo XX) que los recursos naturales no son infinitos, que la capacidad de absorción por parte de la Tierra de toda la basura que generamos tiene un límite, que nuestro comportamiento de siempre con el planeta es simplemente suicida. Es como si, hasta época tan avanzada, el individuo hubiese ignorado por completo la higiene personal. No habría sobrevivido.
Entre las verdades más antipáticas de este siglo he de destacar esa que, ya en el anterior, se denominaba “lo políticamente correcto” y que ahora tiene diversas caras o modalidades. La peor consiste en el poder de hecho de ciertos grupos minoritarios, los cuales, a través de los medio de comunicación – hoy omnipresentes y al alcance de cualquiera mediante internet – tienen tanta fuerza que pueden destruir la carrera del artista, por ejemplo, que no se someta a su visión del mundo, que actúe con independencia del credo establecido por el grupo en cuestión.A lo largo de la historia, la situación de sometimiento de la sociedad en general ha tenido un origen claro: la cúspide del poder político o económico. Se trataba – se trata, pues aún persiste – de una especie de dictadura vertical. Todo el mundo sabía de dónde podía venir la censura, la reprimenda o el castigo: de lo alto de la estructura social, de la autoridad legalmente (o no) establecida. Ahora es diferente, ahora cualquier grupo o grupito que se considere lastimado por las actuaciones u opiniones de una persona puede acabar con ella; como persona pública, por lo menos.
Y en este escenario de continua presión de unos contra otros, de grupos contra individuos principalmente, los entes económicos ya hicieron sus cuentas y concluyeron que hay que acatar la dictadura o censura horizontal si se desea que el negocio siga prosperando.
No hace mucho me enteré de la existencia en ciertas empresas editoriales de una figura nueva, distinta de las clásicas del informador de originales y del corrector de estilo y con un cometido totalmente original y novedoso. Se trata del sensitive reader, lector sensible. Una persona, se supone que con buena formación literaria, que (copio de un manual de introducción al negocio editorial) se encargará de detectar errores de caracterización de los personajes pertenecientes a determinado colectivo. Y esa persona – el sensitive informador – habrá de pertenecer al colectivo en cuestión, y es que, si tu personaje es gay, un gay será capaz de detectar los errores de caracterización de este personaje mejor que una persona que no lo es.Muy bien. ¿Y si eres hombre y tu personaje es mujer? ¿Y si eres mujer y tu personaje es hombre? ¿No se habría de contratar entonces a un sensitive reader del sexo correspondiente en cada caso? Me temo que el redactor del manual no ha reparado en el detalle. Mejor así. No me imagino a Tolstoy, por ejemplo, discutiendo con su editor los supuestos errores de caracterización del personaje Ana Karenina detectados por la sensitive reader de turno.
En fin, son algunos de los signos de este tiempo. Hay otros que el lector o lectora (¿han detectado éste?) reconocerá enseguida con solo enunciar los nombres: patriarcado, género, empoderamiento, LGTBI (o algo así), etc. y sobre los que ya se habrá formado un juicio. Pues que se quede con él, que yo no voy a opinar, que todo eso me pilla tan reciente que tengo miedo de hacerme un lío.
La verdad es que en mi juventud, no sé si peores o mejores, pero los signos de los tiempos eran otros.
En mi juventud
Liquidado el fascismo propiamente dicho en los años 40, el mundo quedó dividido en dos bandos. De un lado, los países con un sistema político democrático y económicamente capitalista, lejano heredero de la Ilustración, liderados por Estados Unidos, cuyo gobierno, por otra parte, no se privaba de amparar a ciertos regímenes dictatoriales, siempre que ello favoreciese su posición frente al otro lado. De este otro lado, los países que decían aplicar la ideología comunista alumbrada por Marx, liderados por la Unión Soviética, cuyo gobierno, por otra parte, en el tema de los fines y los medios supeditaba absolutamente los fines – cada vez más lejanos e invisibles – a unos medios manejados despóticamente por la camarilla burocrática y su líder de turno. Como todo el mundo sabe, el enfrentamiento acabó con la disolución espontánea del segundo de los sistemas, dejando el campo libre al primero y a su democracia capitalista.
En el plano intelectual, visto sobre todo desde mi perspectiva de joven estudiante, el enfrentamiento se producía entre los partidarios del compromiso social – progresistas de todo tipo, principalmente comunistas – y los que avalaban el sistema liberal-democrático de las potencias occidentales, aunque hay que precisar que a estos, y ya no digamos a los herederos directos del fascismo, se les negaba cualquier parentesco con lo intelectual. Se consideraba que intelectual y de derecha, era imposible. Un oxímoron.
Otras preocupaciones, hoy relevantes, no existían entonces como signos de de la época, como por ejemplo el independentismo en ciertos territorios europeos, el cual, si asomaba la cabeza, era condenado automáticamente por la izquierda como movimiento que hacía el juego a la derecha y al puro capitalismo.
Pero cambiaron los tiempos y sus signos y, de acuerdo con los nuevos, ciertos políticos ante todo izquierdistas se convirtieron en políticos ante todo independentistas. En un santiamén. Pongamos que hablo de Cataluña.
Pero todo esto de la época y sus signos era en realidad como el telón de fondo de lo que en verdad me interesaba: llegar a cumplir lo que consideraba mi destino.
En el siglo I el cristianismo era una de tantas religiones exóticas que pululaban por Roma y que no inquietaban, en principio, a las autoridades ni a los dioses tradicionales de los romanos.
Trescientos años después, a finales del siglo IV, los cristianos habían colocado a sus líderes a la misma altura del supremo poder político, y habían comenzado la labor de defenestración y extinción de las antiguas religiones.
¿Qué había pasado? ¿Cómo fue posible que un pequeño grupo de judíos, pobres, la mayoría analfabetos, seguidores de un iluminado que se decía hijo de Dios trastocando la religión hebrea de la que se proclamaba fiel intérprete, en poco tiempo (para las cuentas de la historia) se multiplicase y alcanzase las cimas del poder político e intelectual de la Roma tardía y, ya en la Edad Media, de Europa entera?
Creo que, si algún sentido tiene el estudio de la historia, consiste en la investigación y explicación de las causas o razones de los diversos y a veces sorprendentes cambios y movimientos de las sociedades humanas. De otro modo, la historia se reduciría a un mero anecdotario, de dudoso interés para los que gustan de platos más fuertes.
Por otra parte, el fenómeno del cristianismo, su aparición, propagación e implantación total en la sociedad occidental, ofrece el ejemplo más rico, extremo y sugestivo de un acontecimiento histórico de este género; no único, pero sí paradigmático en relación con otros de parecido aspecto, producidos en distintas épocas y sociedades.
El Islam, por ejemplo, también tuvo una difusión rápida (más rápida que la del cristianismo), expandiéndose por una extensa zona geográfica. Pero las diferencias entre ambos fenómenos son evidentes: desde el principio, el Islam recurrió, además de a la predicación, a la fuerza militar que iba creando con los conversos; por su parte, el cristianismo no utilizó para su expansión ningún tipo de violencia, sino solo la predicación, la persuasión y el ejemplo de vida y, cuando su extensión e influencia fueron lo suficientemente fuertes, no creó una estructura de poder propiamente política, sino que se adhirió a la existente (el imperio romano), ejerciendo como inspirador e incluso controlador, como censor, se podría decir, del poder político.
Pocos siglos después, sí. La Iglesia católica, cristalización dicen que necesaria del cristianismo, además del poder espiritual que ya era, se constituyó en un poder político de primer orden, para justificar lo cual no tuvo empacho en sacarse de la manga un documento – falso de arriba abajo – según el cual el emperador Constantino había otorgado a la Iglesia los medios y la legitimidad necesarios para constituirse en un ente político, en un estado muy de este mundo, difícil de compaginar, por cierto, con el reino extramundano proclamado por Jesús.
El espíritu del tiempo
Como todo término filosófico que se precie, Zeitgeist, el espíritu del tiempo, es voz alemana. La palabra y el concepto que designa los ideó en el siglo XVIII Herder, filósofo y folclorista que alumbró la historiografía romántica e inició la poética e incontrolable carrera que va desde el estudio y glorificación del arte popular, del genio del pueblo, del espíritu del pueblo (Volkgeist), hasta el nazismo del siglo XX.
Hegel, por su parte, utilizó este concepto para dar contenido a las ideas de nación y época histórica. Del mismo modo que el individuo humano, venía a decir, alberga un espíritu particular, diferente del de los demás individuos, las naciones y las distintas épocas históricas tienen cada una su propio espíritu al que no pueden renunciar. Es el Zeitgeist, el espíritu del tiempo.
En Roma, el espíritu del tiempo que va desde la instauración de la república hasta su derribo a finales del siglo I a.C. se manifiesta mediante una sociedad estamental (patricios, plebeyos, extranjeros, esclavos) con una regulación minuciosa (base del derecho moderno); un estado, que los dioses amparaban siempre que se les rindiese el culto y se cumpliesen los ritos establecidos de antiguo. Dioses, por cierto, que no exigían determinado comportamiento ético de sus fieles, ni la creencia obligada en unos dogmas, que no existían. De hecho, la religión – el cumplimiento de los ritos – formaba parte de de los deberes ciudadanos, y no había una casta sacerdotal en sentido estricto, a diferencia de lo que ocurría en otros pueblos, antiguos y modernos.
Un siglo después del fin de la república, lo que llamamos el espíritu del tiempo había mutado claramente. Los dioses no solo continuaban siendo moralmente inoperantes, sino que ya apenas existían. El escepticismo de las clases altas se había propagado por toda la sociedad. Hubo que inventar algo para mantener la cohesión del pueblo. Y surgió el culto, obligatorio, al genio (el espíritu) del emperador. Es decir, que se pretendió subsanar la evidente anemia de la religión tradicional con una especie de pacto (impuesto), más político que religioso.
En la nueva monarquía, los individuos, descargados de sus obligaciones públicas y, por consiguiente, de su significación cívica, se abandonaron al materialismo más grosero (panem et circenses) o, algunos, pusieron su esperanza en alguna de aquellas religiones llamadas mistéricas (de origen oriental, ajenas a la tradición romana) que prometían relaciones efectivas con otro mundo. Una de ellas, el cristianismo, pronto había de relegar a las demás al ridículo y al olvido.
El escritor francés Flaubert definió en pocas palabras el marco en que alentó el espíritu del tiempo de aquellos primeros siglos de nuestra era.
Los dioses no estaban ya y Cristo no estaba todavía, y de Cicerón a Marco Aurelio hubo un momento único en que solo estuvo el hombre.
La estrategia del espíritu
Lo cierto es que aquella fue una época de transición. Los tiempos de las recias virtudes romanas daban paso a otros, en que otras virtudes, aparentemente ni tan recias ni tan romanas, acabarían imponiendo su ley.
Historiadores y pensadores de toda índole y tendencia se han preguntado y se siguen preguntando cómo fue posible aquel giro, aquel vuelco, por el cual el mundo de los de abajo acabó imponiéndose al de los de arriba, como si estuviésemos ante la escenificación histórica de la advertencia evangélica: los últimos serán los primeros.
Entre las razones que se han dado para explicar el fenómeno yo descartaría de entrada la esgrimida por los propagandistas cristianos: fue el designio divino lo que llevó al triunfo a la grey cristiana. Y no por falso (soy incapaz de pronunciarme sobre la verdad o falsedad de cuestiones como ésta) sino por inoperante, por la sencilla razón de que, si todo sucede por designio divino, como sin duda piensa esa especie de analistas, sobran análisis e investigaciones.
Regresando al terreno de lo empírico, se han inventariado una serie de razones para explicar el fenómeno partiendo de las circunstancias que lo favorecieron: la tolerancia del estado romano en materia de religión (el culto al emperador, cuyo rechazo era el único motivo legal de la persecución de cristianos, era un recurso más político que religioso); la unidad de la lengua, latín en la parte occidental del imperio y griego en la oriental; las afirmaciones rotundas que formulaba la nueva doctrina sobre el mundo y la historia frente a la inseguridad del pensamiento antiguo; el atractivo de un estilo de vida nuevo, que barría en parte las viejas y caducas tradiciones; la rápida propagación mediante el contacto de las clases bajas (a las que sin excepción pertenecían los primeros cristianos) con las más altas, concretamente la influencia de los esclavos cristianos en las familias de los amos, principalmente a través de los hijos, de cuya educación se encargaban en algunos casos, y también de las mujeres. Este último factor parece que tuvo más importancia de la que normalmente se le ha otorgado.
Entre las lamentaciones por la inevitable desaparición de su viejo mundo, Ausonio (el personaje de la novela) exclama:
Desde que se firmó el Protocolo de Mediolanum y, sobre todo, desde que las mujeres y las madres de los poderosos asumieron el cristianismo, la suerte ya estaba echada.
A propósito del tema, creo que se habría de revisar cierta postura superficial que considera que, por estar legalmente relegada, la mujer no ha tenido ningún peso en la marcha de la historia; postura que ignora que en la evolución de la sociedad hay otras fuerzas más efectivas que las legales.
Vividores del espíritu
El caso es que, a partir del reconocimiento oficial del cristianismo por Constantino (313) y, sobre todo, de su consagración como única religión del Imperio por Teodosio (380), las apuestas por el caballo ganador se multiplicaron con una rapidez increíble.
Ya antes, en los siglos en que el cristianismo, sin dejar de crecer, pasaba por épocas de tolerancia y épocas de persecuciones, la organización eclesial, cuya cúspide la ocupaban los obispos de cada ciudad, conoció de intrigas y malas artes para alcanzar los obispados y de disputas entre distintos obispos en torno al poder que a cada cual correspondía. En este sentido, es famosa la carta del obispo Cipriano de Cartago al obispo Esteban de Roma, hacia del 250, en que se oponía a las pretensiones de éste de constituirse en autoridad sobre todos los obispos de la cristiandad, recordándole que Pedro nunca reclamó una autoridad suprema sino que siempre se consideró uno más en la comunidad de fieles y no pretendió imponer su criterio sobre el de Pablo o el de cualquier otro apóstol. No sé si tienen en cuenta detalles como éste los defensores de la continuidad del papado desde san Pedro.
En el ámbito no eclesial la carrera se inició, naturalmente, con la decisión de Constantino. Para prosperar en la vida social y política había que hacerse cristiano. Los más avispados lo tuvieron claro enseguida, no obstante las vacilaciones del poder, y es que, durante las siete décadas que mediaron entre el edicto de tolerancia de Constantino y la decisión definitiva de Teodosio, hubo emperadores contrarios al cristianismo, como Juliano, neutrales, como Valentiniano I y favorables, como Graciano.
Así que, en un santiamén (nunca mejor dicho), como tocados por la Gracia, todos los aspirantes a todos los niveles del poder se hicieron cristianos. En cierto modo, bautizarse era como hacerse con el carnet del partido.
Pero las reflexiones sobre el tema pueden ser tan abundantes y tan esclarecedoras de los modos en que la condición humana afronta los cambios de “los aires del tiempo”, que mejor dejarlo para otra ocasión.
El lector que haya consultado la Guía Práctica, por poco ducho que sea en los recursos de la escritura internáutica, habrá comprobado que, solo clicando los títulos subrayados, aparece cierta información sobre las obras aludidas. Es la información que se contiene en el mismo blog, con la cual tendrá lo mínimo suficiente para saber de qué va la obra.
Ahora me gustaría seguir por un camino diferente. Lo he llamado “guía ilustrada” y creo que lo he llamado mal. Porque no se trata de “ilustrar”, es decir, de ampliar de una u otra manera la información aparecida tras los mágicos clics mencionados; se trata de abordar cada obra como punto de partida, como pretexto, como acorde inicial de una serie de variaciones que puede ser infinita. Sobre la obra, sobre mí y sobre el mundo.
La idea es ambiciosa, lo reconozco. Muy ambiciosa. Y dudo que la pueda realizar con la maestría y consistencia con que vagamente la he imaginado. Pero siempre hay que intentar convertir los sueños en realidad, sobre todo cuando, a cierta edad, son ya tan escasos.
LA CIUDAD Y EL REINOes básicamente la historia de una amistad. De una amistad verdadera, de esas que pasan por encima de las diferencias de edad, de ideas y de caracteres. Y no es que yo anduviese buscando un motivo como ése para construir sobre él una novela. No, como todo lo que es auténtico no es fruto de una búsqueda, sino de un hallazgo. El encuentro de algo no buscado.
La cosa fue así. Estaba leyendo un libro titulado Historia de la literatura romana cuando di con este párrafo:
Fue a sus ojosun enigma que su discípulo y amigo Paulinus, poeta y orador de buenas dotes (m. el 431 como obispo de Nola), renunciase al mundo; la correspondencia epistolar que mantuvieron (en gran parte poética) deja vislumbrar una callada tragedia.
Y al instante se me reveló toda la historia. La diferencia de edad entre los dos, la comunidad de intereses, el temperamento básicamente bondadoso de uno y otro, la similitud de ideas que, de pronto, van divergiendo, el brusco cambio de modo de vida anunciado por el joven, la incomprensión de esa actitud por parte del anciano, los intentos comunes de salvar la amistad a toda costa, la “callada tragedia” que, al final podría no ser tan callada.
Todo eso se me reveló al momento, gratuitamente. Todo lo esencial para ponerme a escribir ya. Pero no para escribir una novela. O, al menos, no para escribir lo que yo entiendo que debe ser una novela, con un conocimiento suficiente del mundo en el que se desarrolla la acción. Y se daba la circunstancia de que, del mundo en que se desarrolla la acción (sociedad romana de las últimas décadas del siglo IV), yo apenas sabía nada.
De la antigua Roma conocía (un poco) lo relativo a la historia, la sociedad y las costumbres de los dos siglos en torno al punto cero de la cronología cristiana. El resto de la inmensa historia romana se hundía, para mí, en una ignorancia casi total.
La llamada Novela Histórica
Pero el impacto era demasiado fuerte. Así que no pude evitar ponerme a escribir enseguida, al mismo tiempo que intentaba deshacer la oscuridad en que para mí iba envuelta la época y sociedad que debían enmarcar la acción.
Primero, di con las pocas cartas auténticas que se conservan de la correspondencia mutua de los dos protagonistas. Ninguna sorpresa: el carácter, los sentimientos, el tono vital de los corresponsales no se contradecían en absoluto con lo que yo ya iba escribiendo.
Pero había que resolver también lo otro, lo realmente difícil. Y urgente, si quería lograr algo con coherencia y sentido. Y es que, si bien para vislumbrar y construir el carácter y sentimientos de los personajes bastaba con aquella especie de intuición misteriosa que se había abierto con solo la lectura del párrafo mencionado, para situarlos debidamente en su mundo hacía falta nada menos que conocer ese mundo, es decir, sumergirse en él tal como nosotros estamos sumergidos en el nuestro.
Cuando se escribe una novela cuya acción se sitúa en la actualidad (relativa, pues el solo acto de narrar sitúa lo narrado en el pasado), el problema no existe: escritor y lector viven en el mismo mundo y, por consiguiente, a ningún escritor se le ocurre explicar en qué consiste el acto de fumar, por ejemplo. Pero, cuando la acción de la novela que se escribe se sitúa en un tiempo, una época histórica, diferente de la nuestra, existe la tentación de insistir en las diferencias, en los detalles curiosos, para que quede bien claro que se está hablando de cierta época antigua, no de la nuestra.
Este es el pecado capital de la llamada novela histórica. Convertir lo que habría de ser una novela, es decir, una obra de arte, en un reportaje más o menos animado de una sociedad y una época distintas de las nuestras.
Esto es algo que yo nunca haría. Que no sabría hacer. Y creo que ninguna de mis cinco novelas publicadas – tres situadas en la antigua Roma y dos en la Europa del siglo XIX -, puede ser calificada de histórica, puesto que ninguna de ellas incurre en las características principales, en los “pecados” definitorios de las que con ese adjetivo se venden.
Mis novelas tratan de las acciones y pasiones de unas personas. Y esas personas viven en una época determinada, como nosotros vivimos en la nuestra. Y eso es precisamente lo que se ha de conseguir para los personajes de una novela ambientada en otra época: que vivan y respiren el ambiente de su tiempo, sin necesidad de abrumar al lector con áridas o pintorescas enseñanzas históricas.
Entonces, la tarea primordial que debía realizar antes de ponerme a escribir “en serio” consistía en apropiarme de los conocimientos, la mentalidad y el modo de vida de la época y la sociedad en que había de ir encuadrado el relato. O sea, trasladarme allá en cuerpo y alma (es un decir) sin olvidar que el receptor de la obra había de ser un lector de hoy.
Hice lo que pude. Leí mucho, me documenté en lo que creí necesario, quizá más de lo estrictamente necesario. Pero es que, en esta tarea ¿cuál es el límite de lo necesario? En este sentido recuerdo una anécdota atribuida al director de cine Luchino Visconti: afirma un testigo que, para rodar las escenas de ambientes históricos, Visconti exigía que no solo los elementos visibles se correspondiesen fielmente con los originales de la época de referencia, sino también los no visibles, por ejemplo, la ropa o los cubiertos guardados en una cómoda que no se había de abrir en toda la filmación. ¿Exageración? No, maneras de artista.
Bien, una vez conocido – hasta cierto punto, por supuesto – el mundo en que vivían y se movían mis personajes, ya podían estos expresarse con toda propiedad y naturalidad. Pero ¿sobre qué?
La ciudad del Hombre y el reino de Dios
Entre los distintos temas que se tratan en la novela hay dos que destacan sobre los demás. El de la amistad, ya aludido, y el del contraste o enfrentamiento entre dos maneras opuestas de ver el mundo.
Hubo un tiempo en que el mundo tenía lugar en un escenarioúnico. Fue con la aparición del cristianismo cuando el universo humano se escindió. En la antigüedad, hombres y dioses compartían el mismo espacio (aclaro que me refiero solo al mundo occidental, en el que incluyo el semítico, no al más oriental, del que desconozco todo), por más que unos fuesen inmortales y otros no.
El Dios de la Biblia “se paseaba por el jardín al fresco del día”; el judaísmo más ortodoxo no contempla la inmortalidad del alma; los dioses griegos y romanos comparten su existencia – desde un lugar privilegiado, por supuesto -, con los simples humanos. No hay más vida que ésta que vivimos. No hay más que un ámbito, que lo engloba todo.
Y llega Jesús y dice: Mi reino no es de este mundo.
¿Qué significa esto? ¿Cómo puede existir algo que no sea de este mundo, único marco de toda existencia posible?
No es extraño que Pilatos no lo entienda. Nadie podía entenderlo. Y menos que nadie, el representante máximo, en la región, del poder político. Poder que, como tal, tiene la misión de controlar, ordenar, abarcar toda la realidad.
Pero, parece que hay otra realidad – o quizá en aquel momento nace – que no es controlable, ni abarcable. Realidad invisible, y sin embargo tan poderosa que lleva a los que la habitan a preferir la tortura y la muerte antes que doblegarse ante la antigua y cotidiana realidad, por entonces administrada por el César romano.
De esa realidad nueva habla Paulino en sus cartas. Pero Ausonio no le entiende, porque él solo conoce la antigua realidad terrena, el espacio amplio, único y finito donde el ser humano debe alcanzar la máxima perfección posible. Y en ese camino hacia lo perfecto, va acompañado por otros seres humanos, sus iguales, con los que dialoga, llega a acuerdos, disputa, y siempre con el propósito de la preservación de una una sociedad racional y plenamente humana.
En la realidad nueva hay poco que dialogar y nada que acordar. La verdad viene dada desde arriba, y con ella no se discute. La realidad nueva no se construye, pues ha estado ahí, oculta, desde siempre; se propaga y se impone.
Esta dicotomía ha tenido diversos tratamientos en la historia del pensamiento. Por ejemplo, en la primera mitad del siglo pasado fue tratada y detallada (plúmbeamente, en mi opinión)por el filósofo Lev Shestov, claramente decantado por la postura mística o fideísta frente a la racional en su obra Atenas y Jerusalén, donde cada una de estas ciudades representa respectivamente el pensamiento racional y el que va más allá, o más acá, no sé muy bien, de la razón.
Y además, existe en la historia una fuerza potente y misteriosa, decisiva – que de manera no muy explícita se muestra en la novela -, cuya acción, sinuosa a veces, persistente y siempre segura, modela y en cierto modo dirige el devenir humano, una fuerza que conduce de hecho la historia, deformando hasta lo irreconocible las más nobles intenciones o aspiraciones humanas.
Por desordenado y anárquico que uno sea, llega un momento en la vida en que se pregunta si no estaría bien poner un poco de orden en sus cosas en vez de dejar que ellas mismas se vayan acomodando a su antojo.
Creo que para mí ese momento ha llegado.
Y me refiero a mi obra escrita, por supuesto, que respecto a lo demás nunca he entendido gran cosa, y presumo que es mejor respetar su caos natural que intentar cuadrarlo de alguna manera.
Y lo mejor para poner orden es empezar por clasificar, que siempre es el primer paso para clarificar. Por ejemplo, así:
ni del mundo de contrastes y extrañamente mágico de La Mili.
No hallará nada parecido a eso.
Este capítulo es la historia de una derrota.
No importa que, más allá del relato, la historia total acabe bien. Incluso muy bien, en relación con el esfuerzo empleado.
Ahí están, para mostrarlo, mis obras escritas y, en la vida no imaginaria, Pilar, la amada compañera de mi vida; Toni, rico en cualidades, hijo quizá no merecido; Eulàlia, la querida y sabia madre de mis nietos, y finalmente, quiero decir, triunfalmente, los pequeños Romà y Adrià, con la misión de desmentir, con el tiempo, a los agoreros del futuro.
En este presente luminoso, no obstante la proximidad de lo inevitable, nada justifica pasar de nuevo por el Purgatorio.
Fue Miguel Ángel quien me convenció para que me lanzase a la aventura. Aunque la verdad es que no necesitaba que me convenciesen y que la aventura consistía en estar unas temporadas fuera del nido, mediante la elección voluntaria del lugar y la forma de cumplir el servicio militar.
El servicio militar obligatorio (vulgo, la mili) dejó de existir en España en 2002. Hasta entonces, pasar por la mili entorno a los veinte años de edad era absolutamente obligatorio. Lo que suponía abandonar tus actividades particulares y someterte, durante un período de uno a dos años, al capricho, quiero decir, a las órdenes de unos señores con estrellas o galones o medallas o con todo junto.
Había procedimientos para endulzar el trago, todo dependía de las posibilidades socioeconómias de la familia, y también de saber aprovechar las oportunidades que la misma ley ofrecía. Entre éstas estaba la posibilidad de presentarte como voluntario antes de la llamada oficial, lo que te permitía elegir el cuerpo y, según como, el lugar de destino, y también la de acogerse a las ventajas (por llamarlo así) que se ofrecía a algunos colectivos, a los estudiantes universitarios, por ejemplo. Consistía esto último en la posibilidad de incorporarse a la “milicia universitaria” para prestar el servicio durante los veranos y así no interrumpir los estudios. En el caso de los que optaban por la Marina (Milicia Naval Universitaria), como era el nuestro, los requisitos esenciales eran: haber aprobado el segundo curso de la carrera, presentar la solicitud correspondiente y, en algunas zonas del país (no en la nuestra), debido a la cantidad de solicitudes, contar con las influencias o enchufes suficientes.
Nosotros teníamos todo lo necesario. En especial la ilusión de embarcar para alejarnos de nuestro mundo de cada día. Porque se trataba del mar. Y el destino era San Fernando-Cádiz.
Rumbo al Sur
A las cinco de la tarde del día 6 de junio de 1959, zarpaba del puerto de Barcelona el Ernesto Anastasio, buque que cubría la línea regular Barcelona-Canarias, con parada en Cádiz. En él íbamos nosotros, y con nosotros nuestras ilusiones.
Del curso, a parte de Miguel Ángel recuerdo a Juan Esteve, tipo activo y espabilado, al que apenas había tratado hasta entonces, pero que durante tres veranos había de ser uno de los compañeros más próximos. Por lo demás, la composición del pasaje era muy heterogénea, como corresponde a una línea de transporte regular. La embarcación estaba dividida en tres clases. División, que no sería muy rigurosa cuando deambulábamos sin problema por todo el espacio en busca sobre todo de los puntos de bebida, llamados Bar. Recuerdo una reunión animada en el bar de segunda, donde un chico – quizás el mismo José Luis – cantaba y tocaba la guitarra y pude oír por primera vez una simpática cancioncilla que había de ponerse de moda aquellos años, Mariquilla bonita.
El viaje fue placentero; el tiempo, primero despejado, luego nublado. No se puede decir que navegábamos en alta mar, porque la tierra apenas se perdía de vista. El único inconveniente era dormir en lo alto de una litera y con el continuo traqueteo de los motores próximos. Pero, después de la segunda noche, amanecíamos ante la silueta resplandeciente de Cádiz.
Era el 8 de junio; nuestra incorporación debía efectuarse en la mañana del 10. Teníamos dos días completos para dedicarlos a la ciudad. Miguel Ángel, Juan Esteve y yo nos alojamos en un Colegio Mayor Universitario, situado frente al Parque Genovés. Desde ahí, los tres juntos, en pareja o cada uno por su cuenta, pateamos las calles, plazas y jardines de la ciudad antigua. También fuimos al cine, conocimos un par de restaurantes y en varias de las incontables tabernas nos deleitamos con los vinos finos del país a precios escandalosamente baratos, siempre acompañados por alguna tapa no pedida.
A primera hora de la mañana del tercer día, no recuerdo si en un taxi entre los tres o más probablemente en el autobús de línea, nos trasladamos a la vecina San Fernando y nos presentamos en la Escuela de Aplicación de Infantería de Marina.
Brutal caída y lenta recuperación
Recurro a mis notas escritas en directo para dar una idea de lo que me sobrevino entonces.
10 y 11- VI-59
Dos días negros. Los primeros de la mili. Al entrar en el cuartel, en la compañía, todo se me fue abajo. Lo peor son las pequeñas molestias. No hay taquillas ni cubiertos decentes. Las literas son de tres pisos bamboleantes. Depresión.
12-VI-59
¿Qué hago yo en San Fernando? Reconocimiento médico. Después de la comida: punto máximo de depresión. Ducha. Tras ella, todo se aclara un poco, se anima. Leo algo de Conversaciones. Cena. Vino. Contemplo a Miguel Ángel cosiendo.
El hecho de haberme decidido a proseguir estas notas es ya significativo. Esperé y acepté esto, tal vez en menor grado, pero no quise imaginármelo claramente. La representación quizá hubiese traído el arrepentimiento. Y sin embargo, ¿hubiera sido lo mejor? El tiempo será el encargado de contestar.
Pero el tiempo avanzaba muy lentamente. Encerrados en el cuartel por problemas del uniforme “de paseo” y por la misma postración moral, no vimos la luz del exterior hasta el décimo día.
El cuartel (la Escuela de Aplicación) era una especie de anexo del imponente edificio del Tercio Sur de Infantería de Marina. El tiempo en él estaba repartido en distintas actividades. Después del desayuno tocaba la “instrucción” en el llano junto al cuartel. A las diez, clases teóricas de materias tales como ordenanzas, topografía, tiro, nomenclatura naval, etc. Hacia las dos, almuerzo y luego siesta. Después, una hora o más, no recuerdo bien, de “estudio”, que cada cual empleaba a su manera (yo, generalmente, en un aula destartalada y vacía de arriba, desde cuyas ventanas se contemplaba el llano y algunos edificios de la Marina, donde me dedicaba a leer, a escribir breves notas o pensamientos y a atender la correspondencia postal con familiares y amigos). Creo que a las cinco de la tarde se reanudaban las clases, por lo general plomizas y claramente desfasadas.
Estos horarios, sobre todo los de las mañana, se rompían regularmente a causa de las marchas que se realizaban, a pie, o de los ejercicios de desembarco. Consistían estos en meternos en un barco de transporte de soldados y, cerca ya de la playa “enemiga”, descender por una redes hasta unas barquitas que nos llevaban hasta tierra y allí ponernos a correr como locos con el armamento a cuestas. Lo cual solía acabar con una comida campestre y una siesta entre las hormigas y algún que otro camaleón, que aún los había.
Se supone que toda esa instrucción, tanto la práctica como la teórica, estaba pensada para hacer de nosotros buenos oficiales, porque he olvidado decir que, superados los tres veranos, te convertías en “oficial de complemento” (teniente de infantería de marina en nuestro caso), lo que te obligaba a prestar cuatro meses más de servicio o prácticas, pero entonces como oficial y con el correspondiente sueldo.
Las salidas o permisos de paseo se autorizaban a partir de media tarde, y también los sábados y domingos por la mañana para el resto del día. Para salir, era necesario superar la revista de francos (nada que ver con el señor que lo controlaba todo desde Madrid), en la que se comprobaba si el aspirante llevaba la chaqueta bien limpia, los botones relucientes, la gorra en condiciones, etc. para representar dignamente a la Marina española ante la población civil.
Mi primera salida tuvo lugar un sábado a las dos y media. Junto con Miguel Ángel, Juan y otros tres compañeros nos dedicamos a conocer un poco la ciudad, tomamos algún refresco en La Mallorquina, concurrido establecimiento situado en el centro y, a media tarde, uno de los compañeros, pariente de marinos ilustres (algunos lo eran) nos llevó al Club de Campo, donde se reunía la buena sociedad del lugar, y nos presentó a una prima suya, con las correspondiente amigas. O sea que iniciamos la vida social, que, por mi parte, no pasó de un tono menor.
En realidad durante todo el primer verano mis salidas por San Fernando y mis contactos con la población civil, quiero decir con las niñas bien, fueron escasas, cosa que cambiaría poco a poco, sobre todo en el tercer verano. Más frecuentes y gratificantes eran las salidas hasta Cádiz los sábados y domingos desde la mañana, con baño junto a la Venta del Moro, en la playa de la Victoria, almuerzo opíparo en Pasaje Andaluz, paseo o cine y vuelta a San Fernando hacia las siete para asomarse al Casinillo, lugar de encuentro de milicias (nosotros) y gente del país (ellas).
Pero veo que me extiendo demasiado. Si sigo a este ritmo, se romperán las proporciones mínimas vagamente pensadas para los capítulos de este historia y, además, teniendo en cuenta mi edad y la materia que voy tratando, fácilmente se me tildará de abuelo cuentabatallitas. Así que, en lo que resta, me limitaré a dar unos breves apuntes sobre unos pocos temas esenciales.
Oficiales y chusqueros
En general los militares no son malas personas. Solo que viven en otro mundo, un mundo construido por mentes infantiles, donde importa mucho la geometría y la estética de la parafernalia, aunque, a la hora de la verdad, tienen que preguntar al humilde corneta cómo coño se monta tal detalle de tal ceremonia, una jura de bandera, por ejemplo (lo he visto con mis propios ojos). Suelen ser muy rigurosos o muy laxos, según cómo y con quién, o sea, muy arbitrarios. Tienen un especial sentido del honor y de la dignidad, y no digamos ya los de Marina, que se creen los aristócratas de las fuerzas armadas y, de hecho, muchos de sus apellidos no lo desmienten. Los oficiales jóvenes, sobre todo, sentían por nosotros, los milicias, una mezcla de desprecio y de envidia. Venían a decir – o lo decían claramente – que éramos unos niños de papá, sin ninguna vocación militar, que estábamos ahí solo para disfrutar de unas vacaciones pagadas por el Estado. No iban muy desencaminados. Todo lo dicho en este párrafo se refiere a los militares de carrera, no a los de otra raza inferior con los que en ciertos momentos estaban obligados a convivir. Y, por supuesto,se refiere a principios de los años sesenta del pasado siglo. No sé cómo habrán cambiado las cosas, si es que han cambiado.
A los componentes de aquella otra raza inferior de militares se les llamaba chusqueros, término despectivo que designaba a los suboficiales, individuos que, después de cumplir la mili normal, se habían reenganchado en el ejército; podían alcanzar las categorías inferiores, pero no las de los militares de carrera. Había que tener cuidado con ellos; abundaba la mala gente: muy sumisos y rastreros con los superiores, y déspotas y crueles con los inferiores. No todos, por supuesto.
Grandes (de España) y pequeños (de la periferia)
Antes he apuntado que, entre los estudiantes de la zona de Madrid, había un fuerte interés en ingresar en la Milicia Naval Universitaria, cosa que creo que no sucedía en ninguna otra de España. Habida cuenta que las plazas eran contadas, esto propiciaba una dura competencia entre los aspirantes; competencia que, como es normal, se resolvía siempre en favor de los mejor situados, quiero decir, de los hijos de las familias con más dinero e influencias.
Un pequeño grupo de los llegados de Madrid formaban la élite de la promoción; élite no en el sentido intelectual o profesional, sino en el meramente social. Había por lo menos un marqués y un conde. Recuerdo al que llamábamos el marquesito.Había llegado al volante de su potente MG, que no se cansaba de lucir con ocasión de los permisos de salida. O sin ellos.
Y es que una noche vi una escena alucinante, que confirmaba lo que se rumoreaba por ahí. Me había levantado, o mejor dicho, descendido, de mi litera; me acerqué a un ventanal y vi cómo unos hombres, entre los que pude distinguir a uno de los suboficiales principales, abrían con sigilo la gran puerta metálica de entrada y salida de vehículos; y luego cómo empujaban el rojo MG y otro coche, con los motores apagados, en los que iban el marquesito y supongo que el conde y otros amigos. Se decía – yo apenas había dado crédito hasta entonces – que se llegaban hasta Fuengirola o Torremolinos, pasaban allá la noche de juerga y estaban de vuelta antes de que tocasen diana. ¿Cómo podían afrontar las actividades de la jornada siguiente? Fácil: en la enfermería. Resulta que a uno le dolía esto, a otro aquello. Y allí descansaban buena parte del día. Y hasta la siguiente ocasión.
A un soldado corriente, aquello le hubiese supuesto una fortísima sanción. Además, nunca habría contado con los medios y ayudas necesarias para perpetrarlo. A nosotros, los periféricos, aquello nos sonaba a película de ficción, pero nos ayudaba a acabar de comprender cómo funcionan la sociedad y el mundo.
Milisiah y cañaíllah
[Diccionario brevísimo de urgencia : Cañaílla = Natural de San Fernando / Floho = Desganado, vago / Milisia = Miembro de la Milicia Naval Universitaria / Niña = Chica, muchacha / Niña chica = Niña.]
Una tarde, en el Casinillo, le pregunto a una niña:
Oye, ¿cómo es que las chicas de aquí salís siempre con “milicias”, como decís. ¿No hay chicos en San Fernando?.
Uuuh, es que los cañaíllah son mu… son mu… floho.
¿Flojos? ¿Qué quieres decir?
Floho, que son… floho.
Vale. Entendido: no había competencia ni peligro alguno por parte de los indígenas.
Esta situación tan favorable no logró motivarme para que me lanzase al juego del mariposeo amoroso durante el primer verano. Solo alguna que otra visita al Casinillo y al Club de Campo, con la consabida conversación, más o menos banal, con alguna niña y el consiguiente baile, a veces por pura cortesía. Y así continuó la historia en el segundo verano, excepto por un hecho destacable: el rayo que me alcanzó desde unos ojos de azabache y una voz grave y ronca. Elo, perdida antes de alcanzarla, como otras veces me ha sucedido en la vida.
El tercer verano estuvo en este aspecto marcado por la más absoluta y placentera normalidad. Conocí a una niña con planta de mujer y,a veces, con discursode niña chica. Era de Jerez y pasaba el verano en San Fernando en casa de unos parientes. Simpatizamos al momento. Salíamos juntos siempre que podíamos. Íbamos al Casinillo, al Club de Campo o a algunos de aquellos fabulosos cines al aire libre, con la pantalla en frente, las estrellas en lo alto y nosotros amartelados en las incómodas sillas de madera. A veces salíamos acompañados de dos amigas suyas con las respectivas parejas; las dos eran un encanto absoluto. No me cansaré de repetir lo buenas y dulces que son las dos, tanto que al repasar las viejas notas de entonces (como la que acabo de transcribir), me emociono. La última tarde, ya vestidos de paisano, los seis a la Venta de San Lorenzo, en la carretera de Cádiz. Entre salinas. Cielo estrellado como nunca. Apuramos los últimos momentos. No está dispuesta a dejarme marchar. Con qué furia toma mi mano entre las suyas.
A la mañana siguiente nos acompañan a la estación. Últimos momentos. Ella me coge la mano con más fuerza que nunca. ¡Si pudiese detenerme! Pero llega el tren. Me rodea el cuello, nos besamos… Oh, Mary, Mary. Adiós. FIN
Oficial y caballero (de complemento)
Una vez finalizado el tercer curso de la Milicia, convertido en teniente de infantería de marina, de complemento, tenías que decidir cuándo – dentro de un plazo de tiempo que no recuerdo – y dónde – entre las tres capitales de los departamentos marítimos de entonces: San Fernando, Ferrol o Cartagena – preferías cumplir los cuatros meses de prácticas como oficial. Muchos compañeros, todos los más próximos, eligieron Ferrol o Cartagena por aquello de cambiar de ambiente; yo me decidí sin dudar por San Fernando. Había pasado más de un año desde que la dejé y me sentía invadido por la nostalgia.
¿Qué ocurrió en el año y medio transcurrido entre la partida – de allá – y el retorno? Que inicié las actividades como ayudante de cátedra en la Universidad, sin convencimiento apenas iniciadas; que mantuve un noviazgo durante los últimos cinco meses, sin convencimiento apenas… En fin, que mi decisión no solo me devolvía a la isla soñada sino que me liberaba temporalmente de problemas e indecisiones.
Y el 1 de marzo de 1963 estaba de nuevo en San Fernando. El panorama era muy diferente de cómo lo dejé. Para empezar, no encontré a nadie conocido. Ni conocida. Mary debía de estar en Jerez; tampoco apareció ninguna de las amigas. Entendí que el hecho de haberme presentado en aquella época del año alteraba sustancialmente el panorama conocido en pleno verano.
También la situación personal era radicalmente distinta. Cosa lógica, porque ya no era un simple soldado-alumno sino todo un señor oficial, con derecho a residir en la Residencia de Oficiales. A lo cual naturalmente me acogí: era la situación más económica y más cómoda por su proximidad con el Tercio, de hecho en el mismo edificio, en el extremo opuesto del cuartel de los tres veranos. También cobraba el sueldo correspondiente a la categoría, en su versión mínima, supongo, que me daba lo suficiente y algo más para todos los gastos.
El trabajo era el propio del puesto. Consistía básicamente en mandar una sección de soldados, incluidos los suboficiales, y es fácil mandar cuando el mandado no tiene más remedio que obedecer. Pero en algún aspecto podía ser peligroso. La tarea era llevadera; la responsabilidad, enorme. Cuando me tocaba de oficial de guardia, por la noche me convertía en el máximo responsable de lo que pudiera ocurrir en todo el recinto del Tercio, con sus cuatro mil hombres. Si lo pensabas bien, era como para sentirse angustiado. Así, que no lo pensaba.
Con mis colegas militares (todos de carrera, ninguno de “milicias”), apenas tuve más trato que el indispensable por las cuestiones del servicio y por el hecho de estar en la Residencia, en cuyo bar pasaba algún ratito e incluso jugaba alguna partida de ajedrez. Recuerdo a un comandante que le encantaba jugar conmigo, porque me ganaba en cuatro jugadas. Siempre he sido un mal jugador, y no solo en el ajedrez.
Lo que no recuerdo es cómo conocí a Mari-Carmen o, mejor dicho, cómo pude conocerla. Pero antes de entrar en esta materia convienen un par de aclaraciones.
Primero, que, si bien no encontré la gente del último verano, entré enseguida en el tipo de sociedad que me agradaba, con bastantes niñas y ningún cañaílla (no es que estos me desagradasen, es que no estaban). Segundo, que, ignoro por qué razón, había abandonado la costumbre de escribir notas prácticamente diarias (de aquellos meses, solo conservo algunas divagaciones sobre el poeta Yevtushenko y otras pretendidamente filosóficas, junto con algún lamento existencial), lo que me dificulta la detección de los recuerdos dormidos, que tanto me ha ayudado para escribir los párrafos relativos a los tres veranos.
Entre las nuevas amistades destacan en el recuerdo dos hermanas encantadoras, Margarita, más bien bajita, unos veinte años, y Charo (creo), delgada y más bien alta, unos dieciocho. Con ellas, y con otras personas que no consigo ahora sacar del olvido, pasé plácidamente aquellos meses.
Mari-Carmen era un ser aparte. Antes he apuntado que no recuerdo cómo pude conocerla. Y es que ella no pertenecía al grupo de esas “otras personas”, ni a ningún otro grupo. Yo, al menos, la veía como un ser aislado que iba por su cuenta. Era esbelta, sinuosa, elástica en su andar y en todos sus movimientos. Nunca la vi acompañada de nadie…Entonces ¿quién me la presentó? ¿Cómo la conocí? No lo sé. Salvando el bache oscuro de la memoria, me veo con ella, en bares, en parques y paseos, en la playa. Sobre todo algunas tardes en cierta playa entre las dos ciudades. Todo lo que supe de ella, por ella misma, era que pertenecía a una familia numerosa y que vivía en la afueras de San Fernando en una gran casa. Debió de aparecer a principios de mayo; desapareció a finales de junio, unos diez días antes de mi partida. Todos mis intentos de ponerme en contacto con ella, sobre todo por teléfono, fracasaron.
Margarita, a quien yo había confiado mi historia, me dijo que aquello era normal; que toda niña que salía con un milisia, en cuanto veía que el romance no iba a desembocar en algo práctico y seguro, desaparecía. No les gustaban las despedidas. ¡Cómo me acordé de Mary, de su gran, enorme corazón!
El final de aquellos cuatro meses no tuvo nada que ver con el final romántico y peliculero del último verano. Más bien creo que fue gris y un poco tristón. El caso es que mi memoria también se negó a registrarlo. Supongo que me despedí de las dos hermanas y de otras varias personas. Por cierto, hay una anécdota que sí ha conservado la memoria y que a continuación ofrezco para cerrar el capítulo.
Un día invité a Charo a dar una vuelta por Cádiz y a visitar una especie de pub-disco que estaba de moda (Whisky and Rock, se llamaba, qué cosas tan tontas se recuerdan a veces). Charlamos, bebimos, bailamos, pagué y nos volvimos a casa en el autobús. Al encontrarnos con Margarita, imagino que en el Casinillo, ésta preguntó a Charo cómo había ido. Muy bien, contestó la hermana en mi presencia, Antonio es un caballero.
Toda mi carga genética andaluza todavía no me ha permitido descifrar si aquello era un elogio o un reproche.
Nací en Barcelona diez meses después del fin de la guerra civil, en un piso de la calle Padilla, a un paso de la Gran Vía y a dos manzanas de la plaza de toros Monumental.
Bueno, en realidad nací en una clínica, como ya era costumbre en todas las familias que podían. Dos años antes había nacido mi hermano Adolfo y año y medio después aproximadamente nació mi hermano Juan. Mi hermana Matilde se hizo esperar más; de hecho se la esperaba en mi lugar y, con mayor ansiedad, en el lugar de Juan. Pero no nació hasta 1947; en esta fecha ya habíamos cambiado de domicilio, desplazándonos poco menos de un kilómetro hacia el centro, pero sin alcanzar la zona noble de la derecha del Ensanche, modernista y señorial.
Mis padres, que se casaron bastante mayores para lo que se usaba en la época (él 37 años, ella 29), habían vivido toda la vida de solteros en el mismo barrio donde se instalaron al casarse y donde nacimos los tres hermanos. Se conocieron en un centro cultural católico, donde el joven Adolfo (así se llamaba él), quedó prendado de aquella niña que recitaba de una manera tan segura y tan desenvuelta. Las familias eran amigas, o se conocían, pero no fue hasta muchos años después que Adolfo pidió en matrimonio a Victoria (así se llamaba nuestra futura madre). Se casaron en junio de 1936, un mes antes de que estallase la guerra.
Los orígenes
Los orígenes son siempre oscuros. Tanto los de las naciones como los de las familias. La oscuridad de los orígenes de las naciones tiene fácil remedio: se inventa un pasado fantástico y a ser posible poético y se ofrece al pueblo para que crea en él. Y el pueblo cree. Y se montan celebraciones y conmemoraciones, y el pueblo cree más. Así se ha hecho siempre, desde Roma con su Eneas y compañía arribando a las costas del Lacio y la loba amamantando a los pequeños, hasta las modernas naciones con toda su variedad de mitos fundacionales. La oscuridad de los orígenes de las familias es de más difícil solución. De hecho, solo las familias nobles, o con mucha prosapia, pueden gestionarla al estilo de las naciones: con toda la fantasía necesaria.
De los orígenes de mi familia poco puedo decir. Y me confieso culpable de esta ignorancia. Siempre adopté la postura del Tenorio (son pláticas de familia de las que nunca hice caso), y ahora resulta que, al evitar historias plomizas, dudosas o contradictorias, chismorreos, reproches cruzados, etc., me perdí también la historia mínima que entiendo – sobre todo ahora – que debería conocer.
Todo lo que sé de la parte de mi padre es lo siguiente:
Nació en Barcelona, en 1898, no lejos del barrió en que vivió toda la vida; fue bautizado en la iglesia de Sant Pere de les Puel·les. Su padre, Santiago, nacido en Barbastro, se había instalado en Barcelona con su creo que segunda esposa (Antonia o Tomasa, ni siquiera eso está claro), natural de Zaragoza, después de una vida azarosa y de haber tenido por lo menos otro hijo de un matrimonio anterior. En nuestra ciudad creó una mínima empresa metalúrgica, que su hijo, nuestro padre, supo engrandecer. Además de a mi padre tuvo otro hijo (Santiago) y una hija(Carmen), que murió joven.
El padre del padre de mi padre, o sea, mi bisabuelo, como se dice para simplificar, había nacido en San Costantino di Rivello, localidad de la Basilicata, región situada al sur de Nápoles (Italia) y no sé exactamente si se dedicaba a la agricultura o a la calderería, pero, por las actividades de sus descendientes, más bien me inclino por lo segundo. Debió de emigrar a España a principios del siglo XIX, si su hijo ya nació aquí en la década de 1820, como parece. Es por lo tanto imposible que, como en la familia se ha pensado a veces, tuviese algo que ver con la pequeña emigración italiana que se estableció en Gerona a finales del siglo XIX, que incluía a un Salvatore Priante y un Blas Magaldi, ambos también de San Costantino, luego emparentados, quienes se afincaron y prosperaron económica y socialmente en la mencionada ciudad catalana. Lo curioso es que ambos Priante, el de Gerona y el de Barbastro, coincidían en el lugar de nacimiento, el apellido y quizá en el oficio. Es lógico pensar que alguna relación de parentesco habría.
Como antes he apuntado, mi padre supo ganarse una holgada posición económica que nos permitió, a los hijos, crecer en un ambiente de relativo bienestar. Quizá fuera esa necesidad de esfuerzo y superación lo que le llevó a preferir, sobre todas las demás, la lectura de las biografías de grandes personajes, de esos que se habían hecho a sí mismos, desde Napoleón y Goethe hasta Henry Ford y Mussolini. Incluso un ejemplar de Mi lucha, de Hitler, andaba por casa, lo que da una clara idea de su obsesión por las personalidades fuertes, ya que él nunca tuvo inclinaciones fascistas ni nazis; por el contrario, en pleno régimen de Franco no dejó nunca de declararse demócrata (en la intimidad, claro está). También gustaba de la novela policíaca, la de personajes como, Nick Carter, Sherlock Holmes, Raffles, etc. Y el teatro de salón, tipo Jacinto Benavente.
Todo lo que sé de la parte de mi madre es lo siguiente:
Nació en Esparreguera, en 1907, localidad a orillas del Llobregat, no lejos de Barcelona. A sus tres años, la familia (padre, madre y siete hijos) se trasladó a esta ciudad. Excepto ella y su hermana menor, la más pequeña, nadie de la familia había nacido en Cataluña. Eran de Andalucía.
¿Cómo y porqué se habían trasladado de una punta a otra de la península? Con permiso de mi hermana Matilde, transcribo unas líneas de su interesante Sensaciones, donde, entre otras cosas, reúne recuerdos sobre la familia:
Mi abuela pertenecía a una familia acomodada de clase media [de Sevilla], y había sido educada siguiendo las normas de aquella época, mediados y finales del siglo XIX. Se casó con mi abuelo muy joven y aún siendo también él de buena familia y con carrera, era abogado, su vida fue un desastre. Mi abuelo era el típico señorito de entonces, jugador, juerguista y mujeriego. Un hombre encantador y divertido en el trato, cariñoso con sus hijos pero irresponsable hacia la familia. Se trasladaron de Sevilla a Esparreguera, mi abuelo con un puesto de contable en la Colonia Sedó. Su familia le consiguió el puesto con la esperanza de que en un pueblo alejado de la ciudad consiguiera su estabilidad.
Aquella esperanza no se cumplió. El simpático don Manuel Abollado, nacido en Sanlúcar de Barrameda, siguió con sus aficiones, la principal, el juego. Pronto perdió su empleo y sumió a la familia en la desgracia. Pero quizá no sea esta palabra muy aplicable a los Abollado. Cierto que todos los hijos, incluso la todavía niña Victoria, tuvieron que ponerse a trabajar a edades muy tempranas, cierto que las estrecheces económicas fueron muy importantes y que la que más sufrió fue la madre, pero no es menos cierto que en la familia nunca dejó de ocupar un sitio principal la alegría, el buen humor y una guasa típicamente andaluza, rasgos que habían de poner nervioso en ocasiones a mi padre, cuya seriedad aragonesa chocaba con aquel mundo un poco incomprensible para él.
En aquella familia todos amaban el arte, en especial la poesía, la música (la canción) y el teatro. Alguno de ellos (varón, por supuesto), solía actuar en compañías más o menos profesionales y, desde siempre, organizaban en el propio domicilio representaciones a base de teatro, canto y poesía. Estas actuaciones solían ir precedidas del recitado, por parte del más pequeño o pequeña, de unos versos introductorios escritos para estas ocasiones por el padre, finalmente desaparecido no se sabe por dónde. Todavía nosotros, los pequeños Priante, asistimos y creo que de alguna manera participamos en alguno de estos actos en casa de una de nuestras tías. Por cierto, que entre mi hermana Mati y yo hemos podido reconstruir, de memoria, unas frases de aquel texto introductorio:
Respetable concurrencia,
como artistas de afición
pedimos benevolencia
al levantarse el telón.
Es grande nuestra osadía…
… que la misma Talía
nos habrá de perdonar…
Esta vocación artística-teatral la arrastró nuestra madre toda la vida. Ella misma nos contaba que, siendo todavía muy joven, después de verla actuar en una de aquellas representaciones, la entonces famosa actriz María Vila propuso a la madre que, si aceptaba, ella convertiría a su hija en una gran actriz. Imposible. Esta era una línea que no se podía traspasar. Una señorita de buena familia no podía formar parte de la auténtica farándula.
Pero, de diversas maneras, siempre mantuvo aquella querencia, claramente ligada a su temperamento, por el teatro y la poesía dramática. Durante nuestra infancia en Valldoreix organizaba de vez en cuando representaciones teatrales con nosotros y otros niños como actores, a las que acudían veraneantes de los contornos (más que nada a contemplar y a aplaudir a sus pequeños). Ella misma preparaba los textos de obras que sacaba de aquí y allá: la recuerdo, semanas antes de la fecha de la representación, absorta, revisando, acotando los textos para adecuarlos a los pequeños actores. En las fiestas o reuniones con las amistades de la familia siempre había alguien que le rogaba que recitase algo – en los últimos tiempos no eran necesarios los ruegos -, a lo que ella accedía complacida. A mí me encantaba especialmente – aunque con el paso de los años empezó a cansarme un poco – el recitado de La Pubilleta, de Frederic Soler, Pitarra, por la emoción que sabía trasmitir y por contemplar cómo a algunas señoras de la concurrencia les saltaban las lágrimas. Por cierto, en un catalán perfecto, que no era su lengua materna, pero que hablaba desde su juventud.
La lengua
En casa se hablaba el castellano, lengua de las familias de padre y madre. Y sin embargo, no recuerdo ninguna época de mi vida en la que no entendiese el catalán. Esto se debe a dos hechos: primero, que el catalán estaba bien vivo a nivel popular, no obstante la marginación a la que le tenía sometido la dictadura, y bastaba salir a la calle para oírlo – o sea, más o menos lo contrario de lo que ocurre ahora, que está bien vivo a nivel público y oficial, de lo que se encargan las autoridades autonómicas, pero cada vez se oye menos en la calle. Y segundo: que también se oía en casa, porque mi madre habló en catalán primero con una criada valenciana, y luego con otra catalana – sí, aún se daba esto -, para escándalo de uno de mis tíos, hermano mayor de mi madre (como en toda familia numerosa las ideas de sus miembros abarcaban todo el espectro político), quien le espetó ¿Y tú te rebajas a hablar con la criada en catalán? A lo que ella contestó con la contundencia que usaba en tales ocasiones.
La relación entre catalán y castellano en Cataluña era complicada. Y más complicado aún resulta desarrollar una explicación comprensiblepara el que no la ha vivido. Y sin embargo, era asumida por los implicados con la mayor naturalidad y, diría, de una manera inconsciente. En la reunión de un grupo, por ejemplo, según el ambiente u origen de sus componentes predominaba uno de los dos idiomas, pero casi siempre había hablantes del otro, y todos intervenían en su propia lengua o, según los casos, dirigiéndose a su interlocutor en la de éste, detalle que, hay que reconocer, solo practicaban los catalanohablantes, quizá porque eran los que sabían expresarse en los dos idiomas.
Cuento esto en pasado cuando, de hecho, apenas ha cambiado nada. Todo sigue igual salvo cierto aumento del idealismo, es decir, de la actitud de ver no lo que hay, sino lo que, según las propias ideas, tendría que haber.
Durante toda mi infancia y juventud era costumbre, casi universalmente adoptada, que cuando una persona se dirigía a otra en catalán, que era lo normal siendo ésta la lengua propia y entonces claramente mayoritaria del país, en cuanto advertía que la persona interpelada hablaba en castellano, cambiaba a este idioma casi sin darse cuenta, y esto aunque presumiese que ese castellanohablante había vivido en Cataluña toda la vida. Y esta actitud, basada en los buenos modos y en la exhibición de cierta superioridad moral y lingüística, llegaba a veces a extremos increíbles.
Por ejemplo, recuerdo que me conmovía y molestaba al mismo tiempo lo siguiente (luego trato con detalle mi caso, que para eso estamos): estoy con un grupo de amigos y conocidos desde hace tiempo; de pronto, en lo más animado de la charla (en catalán, menos por mi parte) uno de ellos se dirige a mí y me dice ¿entiendes el catalán? O sea que, de repente, le había asaltado la preocupación de si no me estaban dejando al margen por hablar ellos en un idioma para mí desconocido, cuando de sobra había de saber, por el tiempo que hacía que nos conocíamos, que me enteraba por igual cualquiera que fuese la lengua, de las dos, en que me hablasen.
Pero, ¿por qué no hablaba yo catalán?
Buena pregunta, y aquí estoy yo para responderla, es decir, para averiguarlo.
Ya de niño, el hecho de que en la familia se hablase solo castellano, no me impedía ver el mundo exterior, donde el otro idioma era más general o extendido. Hasta el extremo de que, en el Colegio, no recuerdo a qué temprana edad, empezó a resultarme realmente extraño que una lengua tan presente en la vida cotidiana de la ciudad en las aulas no existiese en absoluto. Y hasta me dio por compadecerme de aquellos compañeros que, inmersos en la catalanidad natural de la familia, tenían que luchar con una lengua que en gran parte les era extraña, además de con las dificultades propias de la asignatura. Esto era una ventaja para mí (y para algunos otros como yo), de la que era plenamente consciente.
Y sin embargo, esa consciencia no me motivaba para integrarme en el grupo oficialmente discriminado, hablando su idioma. Era no sé si decir egoísta o perezosa mi postura. Yo me sentía cómodo hablando mi lengua materna, todo el mundo me entendía, no me creaba ningún problema no hablar la otra, entonces ¿para qué esforzarme chapurreando, al menos al principio, una lengua tan respetable como la otra, pero que no era la mía? Y así me mantuve durante muchos años.
Y ahora, un ejemplo de lo que apuntaba antes de la normal diversidad intrafamiliar. En lo político y en lo no político, como es el caso. Aunque con el tiempo el caso ha sido también político.
En casa, mi padre era en cierto modo ajeno a esta cuestión, él hablaba castellano en la familia, y cualquiera de las dos lenguas en el exterior según procediese. Pero una cosa tenía clara: en el mundo de los negocios había que hablar catalán, sobre todo en el de la pequeña y mediana empresa, que era el que él frecuentaba. De manera que mi hermano mayor, Adolfo, quien, por aquello de la tradición o costumbre, había de seguir al frente del negocio familiar, tenía que corresponder en catalán a clientes y proveedores; lo mismo ocurría con el menor, Juan, quien también participaría directamente en la empresa.
Ningún problema por parte de ellos. Al contrario, una ayuda de donde hoy (y también entonces) parece a primera vista inimaginable: el paso por el servicio militar. Resulta que ambos, cada cual en su momento por la edad, hicieron la mili como voluntarios en Aviación (de tierra); resulta que esta opción era la preferida por muchos jóvenes de familias burguesas de toda la vida, cuyos padres, no sé por qué, podían mover así más fácilmente sus influencias y “enchufes”, de manera que el chico no estuviese lejos de casa y hubiese facilidad de permisos, y de todo ello resulta que ambos hermanos, al hacer la mili, se encontraron como compañeros con una tropa de niños bien que, quizá como signo de protesta, solo hablaban catalán.
Mi caso fue totalmente opuesto: mi voluntariado en la Marina me llevó al otro extremo de la península, donde el catalán sonaba a la gente como su dialecto a nosotros (¿e ise, hoé? = ¿qué dices, joder?), y que el abuelo Manuel me perdone.
Así que mi hermana Mati y yo quedábamos fuera del foco de atención de mi padre en este tema: podíamos hacer lo que quisiéramos. Que en ambos casos fue nada.
Pasé todo el período universitario, el del primer trabajo (en una editorial) y parte del segundo (en la administración pública), como perfecto monolingüe. Creo que en esta especie de obstinación pesaba – además de la comodidad y pereza antes mencionadas – la idea, apenas consciente, de que, si me incorporaba el otro idioma también como propio, perdería parte de mi personalidad o de mi estructura mental, o vete a saber qué, idea bastante absurda, si se piensa, pienso ahora, en personajes como Borges o como George Steiner. También pesaba, supongo, mi incapacidad natural para hablar lenguas, dándose el caso curioso de que yo, que he trabajado como traductor literario de tres idiomas, no soy capaz de hablar correctamente ninguno de ellos.
Pero una circunstancia vino en mi ayuda para dar el paso. Con la muerte de Franco y el fin de la dictadura, el panorama político cambió notablemente. Entre otras cosas, se restauraron las autonomías históricas como la catalana (y se inventaron otras), y se me trasladó, como funcionario, de la delegación del Ministerio de Trabajo español a la del flamante Departament de Treball del gobierno autonómico catalán. Y, una vez ahí, me pregunté si era correcto y normal que, ya reconocidos los derechos lingüísticos de la población, se atendiese a esa misma población solo en la “opresora” lengua oficial de siempre. Y me respondí que no. Así que empecé a hablar catalán con los representantes de las empresas y de los trabajadores, que eran mis interlocutores habituales y terminé hablándolo con el quiosquero de la esquina. Ah, y tengo que aclarar que, para tomar esa decisión, no hubo ninguna recomendación ni presión por parte de las nuevas autoridades, como no la hubo respecto a algunos compañeros que estaban más o menos en mi caso, pero que persistieron en su actitud hasta la jubilación.
Me había convertido en un catalanohablante normal. Y esa normalidad incluía la curiosa excepción que constituían las amistades de toda la vida. Y es que la cosa funcionaba así: habiendo ya dado el salto lingüístico, en una ocasión le comenté a un amigo de los tiempos de juventud que yo también hablaba catalán y que, por lo tanto, podíamos… A mí no me líes, me interrumpió, contigo siempre he hablado castellano y así seguiremos. Y así se hizo. Con él, y con todas las amistades antiguas, incluida mi esposa Pilar, catalana por los dieciséis lados, y mi hijo Toni, nativo bilingüe.
Ya antes he apuntado que la relación en Cataluña entre castellano y catalán es complicada. Basta considerar casos como el de la abuela que habla en una de las lenguas con su hijo y en la otra con el nieto o el del hijo que habla en una lengua con el padre y en otra con la madre, o el de la pareja en la que cada cual no deja de hablar su lengua materna, distinta de la del otro, y otras muchas combinaciones. Esta complejidad puede resultar extraña sobre el papel, pero si se observa en la realidad, se comprende que forma parte del flujo natural de la vida.
Algunas personas, normalmente de fuera de Cataluña – y de dentro, en sentido contrario -, no entienden o no aceptan esa realidad. Allá ellas con su mundo cuadriculado. Por mi parte, creo que toda posición es defendible. Mientras no salgan a relucir las espadas.
Una de las pocas ventajas de las sociedades tradicionales, en las que todo está perfectamente pautado, es que, a la hora de tomar decisiones, tienes poco que pensar. Si yo era “el intelectual” de la familia – quizá porque leía mucho y por mi natural rechazo a los trabajos físicos, a arrimar el hombro –, estaba claro que me correspondía estudiar una carrera universitaria. Y si había de estudiar una carrera universitaria, no podía ser otra que alguna de la docena escasa que había en el mercado docente español. Sí, pero cuál.
Par délicatesse
Mi preferencia por el mundo de las letras frente al de las ciencias estaba muy clara. Lo que también estaba claro era que esta preferencia no conducía a ninguna parte socialmente decente. Ahora se habla mucho de la postergación de lo humanístico frente a lo tecnológico, como si fuese algo nuevo, pero los viejos con memoria – que los hay – recordarán que esto ya se daba en nuestra juventud. Por ejemplo el Hermano marista que me preguntó por mi elección, si ciencias o letras, en 1954, se echó las manos a la cabeza al oír que me decidía por las letras, pero tú, Priante, ¿letras?, ¿lo has pensado bien? No, no le entraba en la cabeza; estaba realmente preocupado de que hubiese decidido desperdiciar mis facultades.
Pocos años después, al finalizar el bachillerato, me tocó pronunciarme ante mi padre. Él tenía bien claro que yo había de estudiar una carrera, pero ¿cuál?, preguntó. Y yo tenía muy claro que él veía el mundo con los mismos ojos que el Hermano (en esta cuestión, al menos). Mi respuesta natural, franca, desinhibida tendría que haber sido: Filosofía y letras. Pero yo sabía que esta respuesta no le habría gustado nada. Y no quería disgustar a mi padre. Así que busqué una salida intermedia: Derecho. Esta carrera tenía un aura de prestigio y respetabilidad que las personas más prácticas (como el Hermano y mi padre) tenían que reconocer y, por otra parte, presentaba un talante humanístico del que carecían las disciplinas científicas en general.
El padre lo aceptó, qué remedio, y yo me quedé con la sensación de que había renunciado a algo esencial solo por no molestar a alguien, por muy padre que fuese. Par délicatesse j’ai perdu ma vie, dijo el poeta. Bueno, tampoco es para tanto.
Un mundo nuevo
Cuando inicié la carrera, el edificio de la Universidad vieja, situado en la Gran Vía (entonces, Avenida de José Antonio), albergaba todavía la Facultad de Derecho. Ahí estudié el primer curso, en compañía de una multitud de estudiantes procedentes de toda Cataluña y de las Baleares (creo recordar que la de Barcelona era la única Facultad de Derecho existente en toda esa zona geográfica).
La sensación de haber entrado en un universo muy distinto del mundo del Colegio era evidente, por no decir brutal. Para empezar, ningún profesor – casi siempre catedrático – llegaba a conocer al final del curso a los alumnos por sus nombres, excepto a los tres o cuatro que, en cualquiera de los mundos posibles, saben darse a conocer enseguida, lo que evidentemente, nunca ha sido mi caso.
Ahí no se tomaba la lección cada día, ni había notas semanales, ni mucho menos clasificación del alumnado por los resultados. Ahí las habilidades del primero de la clase de un colegio religioso de poco podían servir. Se me había enseñado a navegar en un pequeño estanque y de pronto me encontraba solo en alta mar.
Aunque hay que reconocer que aquella soledad entre la masa de estudiantes no era absoluta. Otros me acompañaban, llegados como yo desde el Colegio marista. Por lo menos dos: Miguel Ángel García, compañero de toda la vida, ya citado en el capítulo dedicado al Colegio, y José Ignacio Porta, “Tato”. El primero, de familia castellana instalada en Barcelona al finalizar la guerra civil, con el que la diferencia de ideas, cada vez más acusada, nunca impidió una sólida amistad. El segundo, de familia perteneciente a la burguesía barcelonesa más bien alta, cerraba el compacto trío que como tal se mantuvo hasta el cuarto curso.
Aquel primer curso fue como de iniciación al mundo real. En el Colegio, un muro de normas, preceptos y vigilancia continua nos separaba hasta cierto punto de la realidad. En la Universidad comenzaba mi inmersión en ella. Detalles significativos eran: que no hubiese un control efectivo de los retrasos o asistencias a las clases, que pudieses seguir la clase sentado junto a una muchacha como si tal cosa, que, solo descendiendo unas breves escaleras, pudieses acceder al bar donde tomar un café o una cerveza con los compañeros y compañeras, charlando de todo lo imaginable, sin que, por lo general, importase demasiado que pasase la hora de la clase correspondiente. Inimaginable.
El hecho de que, con alguna excepción, los profesores se desinteresasen de si estudiabas o no, hasta el momento de los exámenes parciales (uno o dos por curso) o finales fue sin duda el que más me afectó en el aspecto académico. La prueba está en que solo en una asignatura obtuve una nota de sobresaliente con matrícula, mientras en las tres restantes, un aprobado justo. Y aquella era precisamente la asignatura en que se podía recitar la lección semanalmente (la excepción), y no precisamente la más interesante para mí.
Por otra parte, el decorado era magnífico: el aula con los asientos en forma de anfiteatro, la biblioteca, los amplios y bellos pasillos que unían las dos alas del edificio, el aula magna, el paraninfo, los pequeños jardines que bordeaban la construcción y sobre todo los románticos patios gemelos (el nuestro, el de letras), donde, entre clase y clase, o en cualquier momento, nos movíamos los estudiantes novatos, felices y un poco desconcertados.
Por cierto que, casi treinta años después, volví al mismo escenario – parece imposible que no hubiese cambiado casi nada – para iniciar, cuarentón, la carrera de Filología clásica, cuyo primer curso se daba en la misma aula en que se había dado el primero de Derecho.
Un palacio en Pedralbes
El primero, que el segundo ya no se dio allí. ¿Qué había pasado? Que las autoridades habían decidido que Barcelona merecía una “ciudad universitaria”; que ya se había iniciado su construcción, y que a nosotros nos tocaba inaugurar la flamante Facultad de Derecho, uno de los primeros edificios nuevos, quizá el más armonioso y bello dentro de los cánones más avanzados de entonces. Estaba situado hacia el final de la Diagonal, muy cerca del Palacio Real, construcción ésta tan convencional como reciente (1924) pensada para residencia de los reyes en sus visitas a Barcelona (Alfonso XIII fue el único que lo pudo disfrutar), pero que también utilizó Franco, que era más que rey.
En el nuevo edificio de la facultad dominaban los grandes espacios abiertos, la luz, la transparencia, las grandes aulas, las amplia zonas de césped que lo bordeaban, el bar. Muy importante, el bar. Corrió enseguida el dicho de que aquel era el único bar del mundo que tenía incorporada una facultad de derecho. Y para muchos era efectivamente así. Y la biblioteca, que fue tan importante para mí, sobre todo a partir del tercer curso. Pero en cuanto al funcionamiento académico, el modo de enseñar, muy tradicional y muy cansino, y el modo de afrontarlo por mi parte, que consistía en estudiar intensamente justo antes de cada examen, nada había cambiado.
Aunque, no recuerdo si fue al principio o al segundo mes del curso que se introdujo algo nuevo que dio un poco de color a aquel mundo mortecino del profesorado: el nuevo catedrático de Derecho Político, Manuel Jiménez de Parga. Joven de 29 años, granadino de muy buena familia, emparentado – decían desde la extrema derecha para desacreditarlo por adelantado – con los responsables del asesinato de García Lorca, que representó un soplo de aire nuevo en medio de aquel ambiente ideológica y políticamente enrarecido. Por primera vez, se oía expresar públicamente la preferencia por una democracia sin adjetivos y, cosa insólita, llamar dictadura a la dictadura. Durante los años que ejerció en nuestra Facultad no dejó de hacer equilibrios para mantenerse en pie frente al riguroso control político del Régimen y además corroboraba sus ideas liberal-democráticas con los hechos: en su cátedra acogería como profesores y ayudantes a gente de ideología muy diferente de la suya (por la izquierda) como Jordi Solé Tura, comunista entonces, convertido años más tarde en ministro socialista, y yo mismo, vago marxista entonces, convertido años más tarde en el que escribe esto. (Lo de vago puede entenderse en las dos acepciones principales de la palabra).
En busca de una Weltanschauung
Esta palabreja alemana, bastante en boga entonces entre la gente filosóficamente inquieta, significa algo así como “visión del mundo” o “cosmovisión”. O sea, formarse una Weltanschauung quería decir abandonar el indeciso relativismo de los pensadores principiantes o delirantes para construir un edificio mental coherente de la cabeza a los pies, que lo explicase todo. Algo con lo que, desde el despuntar del uso de razón, yo siempre había soñado. Pero, visto lo que tenía alrededor, no era cosa fácil.
Lo que se movía a mi alrededor no era especialmente interesante, y me sitúo ya en el tercer curso de la carrera, que fue cuando empecé a ver las cosas con cierta claridad. Todo lo impregnaba la triste mediocridad de una burguesía muy bien acomodada al Régimen de Franco. La gran mayoría del estudiantado era más bien grisácea; solo destacaban el colorido sector de los “pijos” y el pequeño y austero sector de los políticos. Estos se dividían en extrema derecha (principalmente falangistas, quienes pronto perderían el control de las organizaciones estudiantiles) y extrema izquierda. Y entiéndase que, para el bien pensante de entonces, toda izquierda era extrema.
Pasé la mitad de la carrera cómodamente embutido en la masa grisácea sin apenas más relación que con Miguel Ángel y José Ignacio. En el tercer curso, y ya decididamente en el cuarto, empecé a asomar la cabeza al exterior, y lo primero que encontré fue a unos raros ejemplares que, siendo más bien políticos de derechas, no eran en absoluto falangistas y hasta negaban ser políticos. Pertenecían a una especie de club católico elitista que ellos mismos denominaban La Obra y se dedicaban entre otras cosas a captar nuevos socios entre los estudiantes que consideraban más valiosos, por lo que siempre les agradecí que se fijasen en mí. Pero enseguida se vio que el entendimiento era imposible. Yo quería formarme mi visión del mundo y, más que un mundo, lo que ellos me ofrecían era una cárcel en la que el carcelero dogma vigilaba de continuo al prisionero pensamiento.
Entonces volví la vista a la izquierda y me encontré con algo muy diferente. En general eran personas como yo, que aspiraban a una racionalidad que sustituyese a la sinrazón cotidiana; que no estaban de acuerdo con la estructura política y social vigente y que, en muchos caso, deseaban cambiarla, con los riesgos que ello comportaba. Para presentarse a tamaño combate cada cual iba provisto de una doctrina más o menos asimilada, desde un cristianismo progresista hasta un comunismo ciegamente moscovita. Pero había algo que de alguna manera lo impregnaba todo, lo explicaba todo: el marxismo. No hacía mucho que yo había empezado a conocerlo y, visto que era asignatura imprescindible en el mundo de la izquierda estudiantil que empezaba a frecuentar, me apresuré a profundizar en él. Bien, reconozco que lo de “profundizar” es un poco exagerado.
El caso es que el ala sociopolítica de la Weltanschauung se iba estructurando debidamente. Pero ¿qué hacer con la otra? ¿Qué hacer con la fe que había mamado desde la infancia? ¿con el catolicismo más que reforzado en el Colegio, que supuestamente tenía respuesta para cualquier duda metafísica pero que, a mis veinte años, parecía cada vez más inerme ante los embates de la ciencia y de la razón?
Pasaba muchas horas en la biblioteca. Y no precisamente con textos de derecho, excepto en los casos de exámenes inminentes, sino con otra clase de libros que abundaban tanto o más que los otros, o era yo que solo me fijaba en ellos: literatura, filosofía, arte, ciencia. Y saltando de uno a otro fui a dar en el conocimiento de la obra de Teilhard de Chardin, jesuita y científico, y ahí me pareció encontrar la fórmula con que conciliar la fe cristiana con la ciencia moderna e incluso con la cosmovisión marxista, si se concebía ésta abierta a la trascendencia.
Aclarado el panorama, construida bien o mal mi Weltanschauung, ¿cuál era el siguiente paso? ¿Cómo había de situarme? Estas preguntas eran una llamada que yo mismo me hacía a la acción. Mal asunto. A pesar de mi inquebrantable devoción por Goethe desde mis 18 años (en el principio era la acción), la acción no entraba en mis tendencias principales. Pero de alguna manera se había de manifestar todo aquello.
Salida al mundo
La primera señal fue, ya en el cuarto curso, que amplié notablemente el ámbito de mis amistades o conocimientos, que finalmente ya no quedó reducido a los dos amigos del Colegio. Entre la gente que empecé a frecuentar recuerdo especialmente a J. Ramón Capella, al principio incardinado en el sector de los “pijos”, y por entonces recién convertido en intelectual de izquierdas, que había de seguir un sólido recorrido (cátedra, la revista Mientras Tanto); Isidre Molas, catalanista, federalista, integrante del partido clandestino (todos lo eran) Front Obrer de Catalunya, quien había de ser reputado sociólogo, miembro del partido socialista, vicepresidente del Parlament de Catalunya y senador, pero que, de momento, en el quinto curso, le tocó conocer la detención y la cárcel; José Cano, individuo serio, riguroso, de origen manchego y aspecto unamuniano, con el que mantenía largas conversaciones sobre el marxismo y la manera más efectiva de cambiar la sociedad, pero que no pertenecía a ningún partido; Tomás Alcoverro, personaje singular y muy característico, no situado tan a la izquierda como los anteriores, sino más bien en una especie de azañismo literario, quien había de ser periodista famoso, especializado en Oriente Medio, y había de vivir muchos años en Beirut, con el que poco a poco trabé una estrecha y larga amistad, que continúa, y por muchos años.
Había algunos más. Ah, sí: la única presencia femenina – formaban el veinte por ciento aproximadamente del estudiantado – era Elisa Vallès, muy implicada en el activismo social, quien junto con su pareja, que estudiaba otra carrera, se dedicaba, entre otras cosas, a promocionar un teatro popular de tipo didáctico- político. Y no he de olvidar a Jordi Sobrequés, que había de destacar en el mundo universitario, aunque no estoy seguro de que perteneciese a nuestro curso, persona afable, aguda, inteligente y en cierto modo ingenua – como en cierto modo lo son todas las personas inteligentes. Recuerdo que en una ocasión, vino a visitarme a Valldoreixen compañía de Tomás en uno de mis últimos veraneos, quizá en el 62, y que se espantó ante el mundo de frivolidad en que vivía alguien como yo, que se suponía que compartía sus mismos ideales; a Tomás lo que se le ocurrió fue sugerirme que ese mundo sería buena materia para escribir una novela a lo Proust. Y yo le contesté que ni pensarlo. Pero la vida da muchas vueltas. Aunque Proust me sigue quedando lejísimo. También corría por allí, de nuestro curso, un tal Pasqual Maragall, nieto de poeta y padre de sí mismo como político personalísimo y único.
La opción casi definitiva por una actitud intelectualmente rigurosa y de compromiso social no me libraba de la preocupación por un futuro problemático en el aspecto económico. Preocupación que me llevó a iniciar algún paso en falso que, por suerte, no llegué a dar. Me refiero a la visita que hice al señor S, abogado del estado, coveraneante de Valldoreix, en busca de consejo y amparo ante la posibilidad de decidirme a iniciar oposiciones a un cargo como el suyo.
Me atendió muy amablemente y, con una llaneza y sinceridad dicen que típicamente aragonesas, para ilustrarme sobre las ventajas a que podía acceder si me decidía, me mostró un cuarto lleno de los regalos que recibía (auténticas montañas de televisores entre otras cosas) y me explicó muy llanamente algún recurso habitual en el cargo para prosperar económicamente más allá del sueldo, recurso de tal calibre que habría ruborizado a cualquier persona mínimamente ética.
Por su parte, la aristocrática esposa me insistió en que siguiese ese camino, dando a entender que su hija Carmen P y yo formaríamos una buena pareja. Bueno, no creo que dijese exactamente eso, pero así lo interpreté yo de sus palabras, y es que debo de ser más presuntuoso de lo que imaginaba. Pero el tiempo no pasa en balde, y el incentivo me pareció ridículo al comparar a la muchacha de 19 años que andaba por ahí con la niña preciosa y voluntariosa que había iluminado unas temporadas de mi infancia.
Descartada de momento la preocupación por el futuro económico-laboral, me deslicé sin problemas por la nueva senda de la actividad (siempre en tono menor) político-social. Aquel quinto y último curso (1961-62) fue rico en experiencias de ese tipo.
El grupo de compañeros antes mencionados y alguno más nos conjuramos para obtener, de algunos catedráticos progresistas – entre ellos el que más interés mostró, el de derecho romano Ángel Latorre -, algún tipo de actividad organizada que nos permitiese, además de completar nuestra formación, avanzar en la concreción y realización de nuestros ideales sociopolíticos. Los resultados se habían de concretar en parte en la realización de un seminario de largo alcance sobre las elecciones generales durante la Segunda República, en el ámbito de la cátedra de derecho político (Jiménez de Parga), coordinado por el adjunto de la cátedra, González Casanova, trabajo que se iniciaría de hecho en la temporada siguiente, es decir, ya como licenciados.
Aquel curso fue también pródigo en visitas a la Universidad vieja, sobre todo a su biblioteca, adonde muchas veces iba a estudiar junto con Cano. Pero el principal motivo de atracción de aquel viejo centro era las clases de filosofía, abiertas a todo el mundo, que daba el profesor Manuel Sacristán. Antiguo falangista, entonces riguroso marxista y más tarde convencido ecologista y verde, Sacristán era todo un referente de la oposición comunista al Régimen; ocupaba al parecer un puesto decisivo en el Partido (así se decía entonces, sin más y con mayúscula inicial, y todo el mundo lo entendía). Allá me llevó Capella por primera vez y allá solía encontrarme con amigos o conocidos afines, entre ellos Santi, el de Valldoreix, y creo que alguna vez asistí con K, mi “relación” de la primavera de aquel año.
Si el 62 fue un año especialmente convulso, mayo fue el mes en que se concentró la mayor agitación. En respuesta a las protestas de los mineros de Asturias, a principios de mes el gobierno decretó el estado de excepción – que era como una dictadura dentro de la dictadura – en esa región. Los movimientos de solidaridad con los huelguistas asturianos se propagaron por toda España. También en Barcelona… Pero no es esto – no es mi intención – una crónica histórica o política, sino una colección de impresiones personales de distintos momentos de mi vida. ¿Y qué más personal que unas líneas del Diario que llevaba desde los dieciocho años, donde de forma rápida y escueta se da cuenta del clima de aquellos momentos?
“10-V-62
Estudio en la bibl., con Elisa. A clase de Procesal.
T. Universidad. Estudio en la bibl. Veo a Santi. Y luego a Capella. A las 7, la concentración anunciada. Poca gente. Se marcha hacia la reja. Se cuelga el cartel “Llibertat”. Se canta Asturias. “Asturias sí, Franco no”. Luego a la calle. Aparecen los grises; retirada. Encuentro a Porta y a T[?]. Se dice que han detenido a dos estudiantes.
Ya fuera me encuentro a Norman y Alex, venezolano. Vamos al “Lugano”. Charlamos. Teoría y tácticas marxistas. Norman, profundo y preciso, ponderado. Alex, fanático y hasta sanguinario. Experiencia interesante.
Por la noche no puedo estudiar.
11-V-62
T. Estudio en casa. Y a la Universidad. Manifestación de adhesión a Asturias. Entra la policía. Me va de poco. Corro. Cogen a unos cuantos. Nueva experiencia…
22-V-62
Lapso de once días en mi diario, sin razón aparente.
Continúa la tensión política. Crecen las huelgas, según informes.
Los “grises” entraron otra vez en la Universidad – yo no estaba – y cogieron a mansalva. Santi fue a la comisaría pero salió enseguida.
La otra noche fueron a buscar a Molas a su casa. Sigue detenido, en la Modelo, según parece.”
Días después tuvimos los exámenes finales. Suspendí una asignatura. La aprobé en septiembre. En octubre era ya licenciado en derecho.
Había terminado la carrera, no mi vinculación con la Universidad. Y es que – no recuerdo si fue antes o después del verano – un buen día me acerqué a Jiménez de Parga y le pregunté si podía unirme a su cátedra como ayudante. Aceptó al momento. Sin preguntas, sin consejos, sin instrucciones, sin advertencias ni requisitos. En cierto modo era un hombre muy confiado, porque no me conocía personalmente de nada – había seguido sus clases, entre la masa, en el segundo curso, eso es todo – y ni siquiera había tenido tiempo de informarse sobre mi historial académico. No sé si yo, catedrático de prestigio, hubiese admitido en mi equipo a un tipo como yo.
Y aquí me detengo. Porque lo que sigue en línea recta cronológica corresponde a otro capítulo. Que no sé si escribiré.
El niño que yo era en Valldoreix poco tenía que ver con el niño que yo era en el Colegio. Como si un viento sagrado se hubiera llevado inhibiciones, timideces, retraimientos, aparecía tan ágil, tan ligero, tan niño como todo niño debe ser en verano y en el campo.
La verdad es que Valldoreix no era exactamente “el campo”, aunque lo era mucho más que ahora. Ahora es un arrabal de la ciudad, con pretensiones de lujo. Entonces era una urbanización en ciernes que, poco a poco, le iba ganando terreno al desorden de la tierra. Ese desorden que era el campo de batalla sobre el que nosotros jugábamos y vivíamos.
La Torre
Poco después de que yo naciese, es decir, hacia 1940, mi padre decidió que había que mejorar la calidad del aire que respiraban nuestros pulmones, y decidió comprar una casa con jardín en Valldoreix, con cierta pena por parte de mi madre, que la hubiera preferido en la playa.
La “torre”, que así se llamaban aquellos chalets de veraneo, había sido construida cinco años antes, dentro de un estilo, bastante corriente en la época y en la zona, entre noucentista y chinesco. Poco después de comprarla, mi padre amplió el jardín adquiriendo un terreno contiguo. Y unos quince años más tarde amplió la casa añadiendo dos habitaciones en la parte trasera, sostenidas por unos arcos o bóveda, que crearon un porche de magnífico efecto estético, a lo que, además, obligaba la fuerte inclinación del terreno.
La distribución general de la finca, idea original de mi padre, se mantuvo en la racionalidad, armonía y belleza por él pensadas mientras su propio pensamiento se mantuvo en pie. Luego, con la debacle mental y la entrada en juego de las decisiones de otro elemento familiar, todo dejó de ser lo que era.
Con la fachada orientada hacia el sur, la parte delantera del jardín, estaba ocupada por una serie de árboles (de la familia de los arces, creo) simétricamente distribuidos que, en pleno verano, no permitían la entrada de una gota de sol. Por los lados, con el terreno descendente, seguían algunos árboles.
La parte inmediatamente posterior a la casa la ocupaban unos parterres poblados en su mayoría por distintas clases de rosales y que dibujaban unos caminos aptos para circular por ellos las pequeñas bicicletas de los pequeños. Separaba esta zona de la siguiente una valla baja hecha de ladrillos y tejas artísticamente colocadas, en el centro de la cual se abría un paso flanqueado por dos tilos que llegaron a ser enormes.
Traspasado el umbral, había a la izquierda una piscina de reducidas dimensiones (mi padre quería asegurarse de que nadie se ahogaría bañándose), en contra de lo que hubiera deseado mi madre, perfecta nadadora. Y allí, precisamente, tras la entrada entre los tilos, se iniciaba un pasillo en el que a derecha e izquierda una serie de árboles frutales se encaraban perfectamente emparejados: dos ciruelos, dos palosantos, dos cerezos de importantes dimensiones, dos albaricoqueros, dos melocotoneros, o más o menos.
El pasillo finalizaba en una especie de glorieta ocupada en su centro por una gran mesa circular de piedra y que, a la derecha, se prolongaba en un espacio emparrado en lo alto con vides blancas y negras, y a la izquierda por una pequeña zona vacía donde estuvo al principio el animal de la tartana de mi más lejana infancia y luego fue pista provisional de hockey sobre patines.
Toda esa zona finalizaba en una larga valla, también de ladrillos artísticamente colocados que configuraban una especie de palco o mirador orientado hacia el magnífico paisaje del norte: antiguas masías, tierras de cultivo sobre todo de cereales y de vid, riachuelos y, como último decorado a lo lejos, en frente Sant Llorenç del Munt, hacia la izquierda Montserrat y hacia la derecha una serie colinas sin nombre (al menos, para mí).
En el centro mismo de la larga valla se abría un espacio ocupado por unas amplias escaleras que descendían hasta la última zona de la finca: el huerto. Con la ayuda de algún jardinero, mi padre había sabido crear un huerto perfectamente organizado en el que crecían toda clase de hortalizas: judías, tomates, berenjenas, pimientos, etc. en cuyo mantenimiento teníamos que colaborar los pequeños: recuerdo la mágica operación de desplazar con la azada la tierra que cerraba el paso de una acequia para que el agua pasase a correr por la siguiente. También había árboles frutales: almendros, manzanos, higueras, perales, granados y, al final de todo, junto a la valla que cerraba la finca por el norte, un antiguo pozo, del que habíamos llegado a beber una agua fresquísima y cuya profundidad considerábamos insondable por el tiempo que tardaba, la piedrecita que lanzábamos, en chocar finalmente con el agua.
Vida social y el misterio de la viña
La vida en Valldoreix tenia lugar en verano. Cuatro meses largos los primeros años; tres meses durante la infancia y primera adolescencia y una especie de veraneo intermitente cuando ya mayorcitos (16 – 23 años de los míos, condicionados los últimos veranos por el servicio militar). De la primera etapa poco recuerdo. Embutidos todo el día en nuestras granotas (especie de monos infantiles), los tres hermanos jugábamos a nuestro aire de la mañana a la noche, que es como deben jugar los niños, y es que, amparados en el número, no necesitábamos más personal, si bien, como es natural, pronto aparecieron nuevas amistades infantiles hasta llegar a formarse verdaderos ejércitos que propiciaron las guerras que años después estallaron.
Pero la vida social verdadera era la que pronto llevaron los padres y en la que nosotros, en muchas ocasiones, no teníamos más remedio que participar en calidad de niños modositos y educados. Y lo curioso es que los participantes en aquella vida social eran personajes realmente atípicos, nada que ver con las amistades – que ni siquiera recuerdo – que supongo que los padres tendrían en la ciudad.
Estaba por ejemplo el señor no sé qué Alonso -siempre había que anteponer el “señor”-, alto funcionario de Hacienda, condición que tenía muy interesado a mi padre, y su esposa Pilar, en apariencia de más edad, aunque quizás ello se debiera a su interés exagerado en parecer más joven. Muy cerca de estos, vivían tres hermanas ya mayores, solteras ( solteronas, se decían en estos casos), cubanas y muy distinguidas: las Blanchet. Y entre el matrimonio y las cubanas residía Kalinik Gousev, pintor ruso, junto con su esposa, alemana, cuyo nombre no recuerdo, y la hija Luba, de pocos años más que nosotros, ambas pianistas. Por cierto, cada una de las tres casas respectivas era, es, una maravilla de la arquitectura noucentista.
Con estas personas y con alguna más que no recuerdo, los padres practicaban la llamada vida de sociedad, que consistía en reunirse algunas tardes para tomar pastelitos y café, o té, o qué se yo, y a veces, si era en casa de Gousev, escuchar las bellas interpretaciones pianísticas de Luba, mientras me revolcaba en la mullida moqueta de la sala, cosa que, por lo visto, nos estaba permitido.
En cuanto a lo que se hablaba en aquellos encuentros, la verdad es que no lo recuerdo. Sí recuerdo en cambio un tema del que apenas se hablaba, pero del que de algún modo estaba tan presente que hasta unos niños inocentes como nosotros se enteraban enseguida: el pintor Gousev le ponía los cuernos al señor Alonso, o sea que el ansia de rejuvenecerse de Pilar, señora de Alonso, tenía razones más bien extramaritales. Pero creo que hago mal hablando de estas cosas, sucedidas cuando no tenía edad para comprender el fondo ni mucho menos los detalles del asunto. Unos siete años, quizás.
A veces, con algunas de las personas mencionadas o con alguna otra, íbamos “de excursión”, lo cual consistía por lo general en una caminata de unos dos kilómetros escasos hasta Can Gatxet, fuente bucólica y escondida, donde desplegábamos nuestra breve y casi simbólica merienda.
Otras veces íbamos solo la familia (padre, madre, niños, criada) a visitar “la viña”, un poco más lejos que Can Gatxet, donde, a finales del verano se mostraban unos racimos esplendorosos. En esas ocasiones, los pequeños solíamos preguntar al padre cómo era que, teniéndonos prohibido que cogiésemos los frutos ajenos, de aquella viña no solo nos llevábamos alguna muestra sino que llenábamos capazos de uva dorada. Y el padre contestaba que la viña era de un amigo suyo, y que tenía su permiso.
Muchos años después, tantos que el padre no estaba ya en condiciones de aclarar nada, supimos que ese “amigo” no existía, que era él mismo el propietario, es decir, el que había comprado la viña, poniéndola a nombre de su esposa, nuestra madre. Y es que el padre era muy precavido y no le gustaba nada que la gente pensase que tenía más dinero que el que tenía; en otras palabras, que parecía el típico representante de la clase media de la inmediata posguerra, más laboriosa y temerosa que de derechas o de izquierdas.
De amor y de guerra
Si me preguntasen cuál ha sido el período más feliz de mi vida respondería sin ninguna duda: el comprendido entre los 11 y los 19 años. Es verdad que antes, en la infancia, la felicidad era más serena y luminosa, pero también más inconsciente, y que después, sobre, todo en la edad avanzada, es – cuando la hay – más concreta y plena de realizaciones. Pero nada, ni antes ni después, es comparable a la formidable explosión de experiencias y de sentimientos que suponen, en la adolescencia, los grandes descubrimientos sobre el mundo y sobre uno mismo.
A veces pienso que solo empecé a ser yo cuando conocí el amor. Tenía 11 años y ella 8. Era la prima de unos niños que residían casi enfrente mismo de nuestra casa. Vivía en Tortosa, pero solía pasar parte del verano con sus primos de Valldoreix. Al conocerla, un sentimiento nuevo se apoderó de mí. Mi primera ilusión al despertarme todas las mañanas era poder verla cuanto antes, y que los juegos de cada día me permitiesen estar cerca de ella. Muchas veces me he preguntado de qué me viene la manía de elegir siempre el amarillo para los juegos de mesa y similares. Y revolviendo estos recuerdos, lo he encontrado: no sé por qué, este era el color que en el parchís me permitía estar a su lado, y ¡qué delicia cuando una de sus fichas “mataba” a una de las mías!
No hace falta aclarar que este sentimiento – por mi parte, por la de ella no lo sé exactamente – era solo espiritual, por mucho que hundiese sus raíces en la naturaleza más necesaria, entre otras cosas porque a esa edad lo ignoraba absolutamente todo de la mecánica sexual. Y sin embargo, era muy consciente de que aquella experiencia interior me apartaba de lo común de los niños de mi edad. Y no solo yo, cualquier mirada observadora también lo veía: “mirad al poeta”, dijo la tía de la niña señalando mi comportamiento. Y a partir de ese momento supe algo de lo que significa la poesía. Gracias, señora Pou.Estos enamoramientos – porque hubo algún otro que apenas recuerdo – ocurrían siempre en los veranos de Valldoreix. Y es que en la vida reglada de la ciudad resultaban en la práctica imposible: ni en el colegio, ni en el mundo extra colegial había seres del otro sexo. Así, que durante los largos inviernos, el niño supuestamente serio y estudioso se alimentaba de la nostalgia del luminoso mundo estival.
Y muy pronto al amor se unió la guerra. Enseguida, el número de niños compañeros de juego – en abanico que iba de los nueve a los catorce años, aproximadamente – se hizo importante. En casi todas las casas de nuestra calle y de algunas próximas había niños y niñas dispuestas a organizarse más o menos en ciertos juegos bastante imaginativos. Unas veces éramos una banda de música sin más instrumentos que unos palos, otras organizábamos una especie de casino en el que se practicaba el juego, otras formábamos un senado – influencia mía, imagino – para debatir los asuntos comunes; se fabricaban monedas, leyes y títulos nobiliarios. Porque hubo un momento en que aquella sociedad se constituyó en reino.
El rey era mi hermano mayor y la reina Carmen P., de nueve años, perteneciente a una poderosa familia de la vecindad: cinco entre niños y niñas, aunque solo los tres mayores contaban; la madre, de familia aristocrática auténtica y el padre, abogado del Estado, condición que, como en el otro caso, tenía muy interesado a mi padre, siempre temeroso de que nuestros juegos derivasen en rupturas irreparables.
El caso es que la pareja real no se llevaba nada bien. Y sucedió lo inevitable. Se separaron. Y con el matrimonio se escindió el reino. Y con el reino se escindió mi alma romántica y peliculera. Porque resulta que yo, que era el primer ministro del reino que con mano de hierro dirigía mi hermano, estaba secretamente enamorado de la reina y, al dividirse el reino en dos estados enemigos, ya no era solo el enamorado secreto de la reina y esposa de mi hermano, sino de la soberana del nuevo país enemigo. ¿Cómo compaginar semejante lío de lealtades? Como pude. Para empezar, asumiendo personalmente las embajadas que se dirigían al nuevo país, solo por verla y hablar con ella. Pero la guerra era inevitable. Y la última semana de julio de 1952 estalló sin remedio.
Fue entonces cuando más claramente se desencadenó un mundo paralelo al de los libros, tebeos y películas de aventuras. Un mundo emocionante, fascinante, mágico. No faltaba nada: las armas (inofensivos proyectiles y espadas de madera), las batallas a campo abierto, los asedios de fortalezas, las carreras, las detenciones, las huidas, los tratados de paz, las traiciones, los espías, las ejecuciones, y hasta la relación de los hechos, que escribía un niño de doce años, ese niño que, siendo el segundo del reino que dirigía su hermano mayor, no podía evitar estar enamorado de la reina enemiga, sin traicionar la lealtad debida.
¡Juego de armas y guerras! ¡Desastre de educación! quizás diga el pedagogo de hoy. Lo que decía el de entonces no lo sé. Lo único que sé es que esas preocupaciones no estaban en el ambiente. El juego era el juego y a nadie con dos dedos de frente (mucho menos a los propios niños) se le ocurría confundirlo con la realidad. El juego es un arte y los niños son los artistas más grandes del mundo. Saben crear la ficción, saben representar su papel como perfectos actores y saben quitarse la máscara y dejarla a un lado cuando se ha de interrumpir la batalla porque es la hora de la merienda. No guardo recuerdos más felices que los de aquellos juegos infantiles. Puede decirse que el arte, con su poderoso efecto catártico, lo creábamos y lo consumíamos nosotros mismos.
La bicicleta y el guateque
Con el tiempo, que entonces avanzaba muy despacio, los reinos y las batallas se fueron desvaneciendo. La vida se hizo un poco más gris. Es curioso que, cuando dejábamos de imitar a los mayores (los de los tebeos y películas de aventuras) nos encaminábamos en la senda de su imitación real.
La época que siguió a la de las guerras fue, por una parte y en su aspecto individual, la de las bicicletas y, por otra y en su aspecto social, la del inicio de las relaciones adultas. Las bicicletas siempre habían estado con nosotros, desde las minúsculas de tres ruedas que serpenteaban entre los parterres del jardín de atrás hasta los grandes y ágiles artefactos casi de competición.
Hacia los quince años ya hacía tiempo que circulábamos en bicis como Dios manda. Cito esta edad porque creo que fue por entonces cuando con más fuerza se manifestó la voluntad de practicar ese deporte, que tanto podía ser solitario como de grupo. En solitario, uno podía dedicarse a descubrir rincones inéditos de Valldoreix, donde, quién sabe si aguardaba la razón de su vida. En compañía, podías atreverte a devorar kilómetros por territorios desconocidos, que pronto ya no lo serían tanto.
A las escapadas solitarias, que no iban más allá de ciertas poblaciones cercanas, se añadían otras en compañía, de amigos o hermanos, a destinos más remotos, como El Papiol o Molins de Rei. ¡Cuánto me gustaría encontrar aquella foto de dos ciclistas adolescentes junto al magnífico puente de Carlos III sobre el Llobregat, arrasado años después por las aguas! Y al mismo tiempo, el cambio tenia lugar por la otra vía. Las fiestas, primero tan infantiles, de santos y de cumpleaños, fueron los primeros pasos de los niños encaminados en la senda real de los adultos. Ahí ya no llevábamos las máscaras del juego, sino que, como los mayores, intentábamos portar con dignidad la máscara social elegida, es decir, nuestra manera intransferible y única de estar con los otros.
Al principio organizadas y tuteladas por los mayores, poco a poco dejaron de necesitar tutela. Ni festividad justificativa. En cualquier momento, en cualquier jardín de cualquiera de aquellas casas de veraneo, se organizaba un guateque (nombre, por cierto, que nunca se utilizó entonces entre nosotros), que consistía en una reunión de chicos y chicas, alguna bebida y un pequeño tocadiscos que bramaba lo que podía. El baile era casi siempre lento (lentorro), ¡qué menos que aquellos adolescentes, siempre acosados por todos los controles sociales y religiosos, pudiesen experimentar el contacto casi íntimo con la pareja eventualmente elegida al son de melodías como Come prima o Only you! Muchas experiencias nuevas nos reservaba aún la vida, pero, como aquella, muy pocas.
Por cierto, que en aquella misma época de las bicicletas, me destapé como practicante de otro deporte. Increíble, el jovencito que en el Colegio se manifestaba como alérgico a cualquier participación deportiva, destacaba como ágil delantero en el equipo de hockey sobre patines de Valldoreix. Por eso y por cosas parecidas apunté que el niño que yo era en Valldoreix apenas tenía que ver con el niño que era en el Colegio.
Sí, en los últimos años (desde mis 15, quizás) formamos un equipo de hockey que compitió con otros de las localidades próximas. Lo triste del asunto, según se mire, es que el padre se avino a sacrificar gran parte del huerto para construir la pista y el frontón, ¡qué lejos iba quedando la infancia! ¡cómo empezaba a cambiar el decorado!
El veraneo intermitente y la sombra avanzada de Werther
El cambio más drástico se produjo por entonces, cuando el padre pensó que unos hijos tan mayorcitos como los suyos no podían pasarse todo el verano sin pegar golpe. Así que todas las semanas permaneceríamos en Barcelona hasta el jueves incluido, con la obligación – más bien teórica – de echar una mano en la empresa familiar. Y el resto de la semana volveríamos a residir en Valldoreix, como si tal cosa.
Aquellos largos fines de semana estaban plenos de actividades de todas las clases y, sobre todo, de amistades, algunas ya antiguas, otras recientes, que ya no se limitaban a Valldoreix sino que a veces se extendían a la temporada invernal en la ciudad. Pero Valldoreix seguía siendo el centro del verano.
Reuniones a la hora del café en una u otra casa; reuniones con tocadiscos y a ver con quién bailo esta tarde; largos paseos, excursiones por el campo, unas veces hacia el territorio entonces aún existente de las viñas, otras hacia los bosques de La Floresta, otras hacia la montaña de Puig Madrona, en el camino de cuya cima, desde donde se contempla gran parte del valle del Llobregat, se halla la ermita románica de La Salut.
Fue por entonces cuando se inició la costumbre de las “excursiones a la Luna”, que consistía en caminar por la noche la treintena de jóvenes más o menos que nos reuníamos, bajo la Luna llena de julio, hasta la cima del Puig Madrona.
Entre las amistades de aquella época se encontraban algunas de las muy antiguas – de la era de las guerras, diríamos -, a las que se habían sumado otras más recientes. Entre éstas quiero recordar la gente maravillosa que formaba una familia singular.
Los U. estaban integrados por el padre, abogado de una asociación empresarial de Sabadell, muy católico y conservador, pero no caído en la banda extrema; la madre, sus labores, y diez (luego hubo uno más) entre hijos e hijas de edades comprendidas entre los 18 y los 0 años. En nuestro grupo naturalmente participaban solo tres de los mayores: MJ, la mayor de todos, de mi edad, Ernesto y Santi. De los pequeños, recuerdo en especial a una preciosa niñita rubia de cinco años que atendía por Lolín y que hoy es una muy acreditada traductora literaria, de nombre Dolors.
Entrar en aquel jardín a ciertas horas era una experiencia casi onírica. Aquel universo ofrecía un aspecto piramidal. Los mayores cuidaban de los pequeños a la hora de la comida, de los estudios, etc., y estos de los más pequeños. Y por encima de todos reinaba MJ, igual que Carlota en la obra de Goethe, que yo aún no conocía. Quiero decir que, lo mismo que el protagonista de la novela, me enamoré; bueno, quizás no tanto. Y, como ya era habitual en estos casos, la historia no terminó bien para mí. O quizás sí.
Tanto de Ernesto como de Santi conservo un recuerdo imborrable. Del primero, en especial de su etapa de experiencias místicas y de compromiso social que le condujo a ingresar en una orden religiosa, aspecto que suele omitirse en las biografías sucintas del luego famoso periodista, muerto por accidente a los 59 años. De Santi, desaparecido también hace años, recuerdo nuestra breve pero intensa comunicación intelectual y vital que, en parte, fue la responsable de su obstinado viaje hacia la izquierda infinita.
Disolución, muerte y transfiguración de Valldoreix
Decir que Valldoreix, a mis 21 o 22 años, no era lo que había sido para mí a los 11 o 12, es una obviedad imperdonable. Todo cambia, pero lo peor es cuando la nostalgia se instala en los mismos lugares que no dejas de habitar. Quiero decir que a esa edad de joven postadolescente cada cambio de decorado, normalmente a peor, lo sentía como una herida incurable.
Mientras la arteriosclerosis minaba la mente de mi padre, mi tío, su hermano (legalmente eran copropietarios de todo), hacía construiruna nueva casa invadiendo (destruyendo) el pasillo de los frutales… Pero, no. Eso fue tiempo después, a mis 25 años, que es el límite máximo de edad que he puesto a estos recuerdos.
La edad antes indicada (21,22) era la de la disolución. La edad de observar un poco atónito cómo se combinaba el viejo Valldoreix con el nuevo mundo de la carrera ya terminándose y del servicio militar también intermitente.
En aquellos años, los principios de mis veinte, el centro de la vida veraniega de Valldoreix era el Hotel Rusiñol. Allá, de donde conservaba vagos recuerdos de cuando había sido Casino de veraneantes – risas de payasos, bailes de mayores observados desde una clandestina curiosidad infantil -, allá nos reuníamos entonces para charlar, beber, bailar y, en fin, para consumir las horas de un veraneo ya sin sentido.
Fue allá mismo donde conocí a K y donde iniciamos una especie de noviazgo casi convencional. Hija del farmacéutico de Valldoreix, K era una de esas personas que nunca pierden de vista los nobles propósitos que deben presidir la vida.
Nuestra relación duró una primavera. La ruptura fue consecuencia de la última verbena de San Juan digna de este nombre. Es cierto que bebí mucho; me recuerdo a altas horas de la madrugada dialogando sin parar con un amigo, de pie, en la pista de hockey que en aquel momento era de baile, mientras empuñaba un largo vaso colmado de algún líquido y de un espeso magma de confeti. Dos días después, ella daba por terminada nuestra relación. Resulta que yo no era la persona digna que imaginaba, sino un tipo vulgar, sobre todo cuando estaba en compañía de tipos vulgares, o sea, entendí yo, de personas corrientes. Se lo agradecí.
Aquel San Juan de 1962 se ha convertido para mí en la puerta simbólica que cierra el mundo de Valldoreix. Nada de aquello existe ya. Nada, excepto la casa.
La Torre, sí. Desprendida de gran parte de su terreno, hoy alberga vida nueva: hijo, nuera y nietos mantienen el fuego encendido mientras, en el piso de la ciudad, acompañado por la compañera de mi vida,yo sigo soñando con aquel mundo perdido.
De los tres hermanos, yo era el de en medio; el mediano, se decía. Me separaban dos años del mayor y año y medio del menor. La niña venía más lejos, la tenía a siete años de distancia.
La condición de mediano tenía sus ventajas y desventajas, como bien saben los que la han vivido. La principal de las ventajas era, creo yo, el sentirse arropado, como protegido por ambos lados. Además, aunque de caracteres diferentes, siempre estuvimos muy unidos y las normales disputas y hasta peleas infantiles nunca enturbiaron aquella armonía fundamental. Solo el paso de los años y las diferentes circunstancias de cada cual fueron levantando cierto distanciamiento que, al primer reencuentro, se manifiesta como irrelevante.
En octubre de 1946 yo tenía seis años. Ingresaba en el Colegio La Inmaculada de los Hermanos Maristas, de Barcelona. El hecho de que mis hermanos, al menos el mayor, más tarde el pequeño, ingresasen también no cambiaba en nada la situación. La situación era que el vínculo permanente entre los tres se rompía. En adelante, en las horas de colegio, cada uno de nosotros andaría perdido entre niños extraños, tan desorientados como nosotros mismos, y bajo las órdenes de unos hombres de negro con pechera blanca, rectangular y dura, a quienes había que saludar besándoles el dorso de la mano y llamarles Hermano.
La bata
El Hermano que dirigía la operación de acogida y triaje de aquella enorme tropa infantil (seríamos unos cien),después de hacer unas advertencias, dio una orden bien clara: los que sepan leer que pasen al aula del lado. Buena parte de la concurrencia fue saliendo y luego entrando en el aula contigua. Yo entre ellos.
Puestos en pie, uno al lado de otro, a lo largo de las paredes del aula, abrimos el libro de lecturas por la página indicada. He de aclarar que, obedientes los padres a las instrucciones del Colegio, ese primer día nos presentamos ya con todo el equipo necesario, contenido en nuestras carteras escolares, incluida la bata a rayas con la insignia de los maristas, bata que, a diferencia del resto del equipo no había que llevarse a casa, sino que se tenía que dejar dentro del pupitre que cada cual tenía asignado.
A indicación del Hermano, un escolar empezó a leer; a las pocas líneas, se ordenó que parase y que siguiese leyendo el siguiente, y así sucesivamente. Hasta que me tocó a mí. Ni siquiera sé cómo identifiqué el punto de la lectura en que estábamos. El caso es que empecé a leer (es un decir), pero mis labios no pronunciaban palabras con sentido. Reconocía las letras, sí, pero no había manera de que formasen palabras significantes. Y yo seguía leyendo, mientras oía breves comentarios en voz baja. ¿Pero qué dice? No se le entiende nada. Enseguida el Hermano vino en mi ayuda – conscientemente o por inercia – y ordenó que siguiese leyendo el siguiente, sin hacer ningún comentario.
¿Cómo se me había ocurrido incluirme entre los que sabían leer? Porque aquella decisión mía no había sido meditada, aunque fuese por unos segundos, ni por consiguiente obedecía a ningún plan. Simplemente, pienso ahora, yo estaba convencido de que sabía leer. Quizá este falso convencimiento provenía del hecho de que entendía perfectamente los cuentos que corrían por casa, con gran profusión de dibujos y colorines. Por lo tanto, sabía leer. Lo que sí supe en el mismo instante de terminar mi caótica lectura era que no pasaría de nuevo por una humillación y vergüenza como aquella y que, por lo tanto, no volvería a pisar aquella aula.
Hecho. Al día siguiente, me colé en el aula de los analfabetos, sin problema porque, tal como de alguna manera había intuido, las listas aún no estaban hechas. Y fue entonces cuando se hicieron, una vez colocado yo donde me correspondía. Pero había olvidado un detalle.
¡La bata! Ir a buscarla a mi pupitre del día anterior, me parecía descabellado. Por nada del mundo iba a entrar yo en aquella aula. Así que en casa dije que la había perdido. No me pidieron muchas explicaciones. Compraron otra, y creo recordar que al mismo día siguiente tenía bata nueva, mientras la antigua quien sabe dónde iría a parar.
¿Algún problema? Bueno, aunque la operación parecía muy limpia, durante unos días, muy pocos, viví con cierta inquietud el temor de que se descubriese mi fraude. Doble engaño: por cambiarme de clase secretamente, sin conocimiento del Hermano organizador, y por mentir sobre la pérdida de una bata que yo sabía perfectamente dónde la había abandonado. Nunca comenté el hecho con nadie. Hasta ahora mismo.
La mano entre las manos
El primer peldaño de la estructura del sistema educativo de entonces (o solo del Colegio, no recuerdo) era el grado Elemental, formado por tres clases: elemental A, elemental B y elemental C. Una de ellas, quizá la A, estaba integrada por los que iniciaban el curso sin conocimientos de lectura, como era mi caso real, no el imaginario. Otra, quizá la C, suponía de hecho un nivel superior al de las otras dos.Las actividades preferentes en las dos clases de Elemental por donde pasé eran la aritmética mínima (se cantaban las tablas de multiplicar, etc.) el aprendizaje de la lectura y de la escritura y la instrucción religiosa, basada en relatos bíblicos. El aprendizaje de la lectura tenía un límite definido, que yo pronto alcancé, quiero decir que cuando se había aprendido a leer, ya se sabía leer y punto. Muy diferente el de la escritura. Para empezar, había que dominar los medios materiales: el tintero, la tinta, el papel secante, la pluma, la plumilla, que era ese apéndice reemplazable de la pluma que había tener siempre limpio y no tan gastado que exigiese un recambio. El dominio de todo ello era necesario para brillar en una de las disciplinas para mí más antipáticas: la caligrafía, arte para la que yo estaba negado, como para cualquiera otra de carácter manual y práctico.
El ambiente de la clase no me indujo a ninguna reflexión. Aquello era, debía de ser, lo normal: niños alegres, niños tristes, niños simpáticos, niños antipáticos. Yo permanecía callado y retraído. A veces, iniciaba una especie de amistad con algún compañero con quien sentía cierta afinidad (esto lo pienso ahora). Fue entonces, en alguna de aquellas dos clases elementales cuando conocí a uno de mis grandes amigos, con el que había de coincidir a lo largo de las diferentes etapas de mi vida: en la universidad, en el servicio militar, en lo laboral y hasta en el vecindario: Miguel Ángel García Vega, el muchacho de Valladolid que nos dejó para siempre hace casi una década. Con unos cuantos compañeros, de aquella misma época, aún nos vemos dos veces al año. Naturalmente, cada vez somos menos.
En cuanto al profesorado, mi paso por los dos cursos de Elemental y el posterior de Grado Medio, estuvo presidido por la persona del Hermano H. Mis relaciones con él fueron, cuando menos, curiosas. Quizá en el primer curso ni se fijó en mi existencia, debido en parte a lo espeso del alumnado (unos cuarenta por clase) y a mi tendencia o voluntad manifiesta de pasar desapercibido. Todavía hoy no me explico cómo en aquella época podía compaginar mi aspiración al anonimato con el impulso claro de entenderlo todo, aprenderlo todo y destacar en casi todo.
El caso es que, ya en el segundo curso, era corriente que el Hermano H. me propusiese ante el resto de la clase como modelo de estudiante inteligente, aplicado, obediente y tranquilo. Esto suscitaba las envidias y comentarios propios de la situación, “enchufado”, “pelota”, etc., aunque bastante menos que lo habitual en estos casos.
Entre otras cosas, para que yo alcanzase la condición de “pelota” me faltaba algo imprescindible: la voluntad de aproximarme como fuere a la fuente del poder para intentar torcerla a mi favor. Mi tendencia natural a pasar desapercibido me impedía tal tipo de maquinaciones. Otra cosa es que “el poder” se fijase en mí, reconociese algunas de las virtudes, que yo no negaba, me tomase de la mano y me subiese a su tarima. Y esto no es una metáfora.
Era una mañana de invierno soleada. La luz inundaba el aula a través de los amplios ventanales. Estábamos en el Grado Medio y teníamos por profesor – yo, por tercer año consecutivo – al Hermano H. Yo tenía 9 años.
Los alumnos ocupaban sus sitios en silencio. El Hermano H. depositó sobre la mesa el libro de Historia Sagrada. Me hizo una señal para que me acercase. Obedecí y, subido a la tarima, me tomó una mano entre sus manos y siguió narrando la historia, iniciada en alguna clase anterior, de José y sus hermanos. Estaba en el momento en que el ya poderoso José recibe a sus hermanos, que no lo reconocen, y les obsequia con un banquete fastuoso, en el que no faltan las copas de oro, ni las piedras preciosas refulgiendo en los cuencos que adornan la mesa (recuerdo casi el pie de la letra este detalle de la descripción). Y yo seguía con mi mano entre sus manos. Y supongo que el relato continuó, finalizó y yo volví a mi sitio, pero esto no consta en mi memoria.
He de decir que, aunque la iniciativa del Hermano me sorprendió, el hecho en sí no me afectó de ninguna manera. También mi padre me solía tener cogido de la mano en determinados momentos. Porque me quería. Pues eso.
Pero es el caso que no comenté el hecho con nadie y, lo más sorprendente, no recuerdo que nadie del numeroso grupo presente hiciese la menor alusión a un espectáculo tan extraño y tan visible. Y, no sé por qué, pero estoy seguro de que ninguno de los testigos supervivientes con algunos de los cuales me reúno dos veces al año, recuerda de alguna manera la escena.
Tiempo después, ya en los cursos superiores, se empezó a comentar en voz baja los extraños manejos, los acosos que ciertos Hermanos utilizaban con los pequeños escolares. Especialmente los de cierto Hermano que tuvimos en clase y que casi inmediatamente salió de la orden, y los de otro Hermano, de porte y nombre angelicales, que gozó de una muy larga influencia en la vida musical y organizativa del Colegio.
Pero todo esto nada tiene que ver con la historia que he contado. Además, como ya he dejado escrito en cierta ocasión, este es un asunto en el que, no habiendo sido yo ni víctima ni testigo, no me parece correcto entrar.
Los Hermanos Maristas
¿Pero quiénes era esos hombres de negro con pechera blanca, rectangular y dura, a quienes había que saludar besándoles el dorso de la mano y llamarles Hermano?
Y no, no se trata aquí de dar unas descripciones históricas o sociológicas. Baste decir en este sentido que el Instituto Marista nació en Francia (Petits Frères de Marie) en 1817, en época de fuerte reacción conservadora tras la Revolución y el Imperio, que su fundador fue Marcelino Champagnat, que sus miembros (que no habían de ser sacerdotes) se dedicaron a la educación de niños y jóvenes, y que pronto el Instituto se extendió por Europa y América.
Y es que, a los efectos de mi relato, lo que interesa es solo una breve semblanza de aquel grupo concreto de hombres que teníamos sobre nosotros y que, durante once años en mi caso, condicionó nuestras vidas en muy amplios aspectos.
La mayoría era del norte de España: vascos, navarros sobre todo, y algún aragonés; de origen rural muy tradicionalista (cantera que había sido del carlismo). Aficionados a los deportes viriles, por supuesto, sobre todo al omnipresente “saque”, una especie de frontón que se jugaba con una pelotita dura como una piedra, la cual, con la mano desnuda y enrojecida, se proyectaba violentamente contra la pared, y en menor medida al baloncesto, y al hockey sobre patines, con el que que lograron (el equipo del Cole, quiero decir) algún triunfo de cierto nivel.
Aunque tampoco formaban un mundo compacto y sin fisuras. Quiero decir que no todos eran “viriles” de oficio, sino que algunos se sabía que aprovechaban su estancia en el Instituto Marista para estudiar Filosofía y Letras en la Universidad. Lo que no se sabía era quién pagaba los estudios. Solo en lo político la unanimidad era total, al menos en apariencia.
Una pareja en cierto modo ilustrativa de lo que vengo diciendo era la formada por dos Hermanos hermanos, creo que aragoneses.
El Hermano J. y el Hermano P.
El Hermano J. era el encargado de todas las actividades deportivas del Colegio, así como de impartir las clases de gimnasia en todos los cursos y niveles. Era un hombre atlético, de aspecto duro, ya no joven, de frente despejada entrada en calvicie, del que se suponía un pasado mujeriego (se decía que era viudo), lo que, junto con su aspecto, solía impresionar a las jóvenes y no tan jóvenes madres. Se sabía que había luchado en la guerra (con los “nacionales”, por supuesto) y que no le hacía ascos a la violencia militar.
El Hermano P, hermano del anterior, era de piel fina y sonrosada. De aspecto más bien delicado, sobre todo comparado con su hermano. Estuvo al frente de las distintas clases que se le iban asignando, aunque su especialidad era la gramática y la literatura. Yo lo tuve concretamente en cuarto de bachillerato (a mis 14 años) y siempre le estaré agradecido de que, debido a su natural claridad pedagógica, llegase a dominar la ortografía, la gramática y la sintaxis. Pero he de confesar algo: no me caía bien. ¿Por qué? No sé. O quizá sí.Uno de los deportes nacionales de la época era la invención y divulgación de chistes sobre Franco. No importaba la tendencia política del sujeto: si sabía un chiste sobre Franco, lo soltaba. Y es natural que unos niños de 13 o 14 años participasen entusiasmados en semejante deporte, ajenos en su mayoría a la carga realmente subversiva de muchos de los chistes.
Pues bien, una mañana el Hermano P. apareció en clase furioso. Con la cara enrojecida, con ese rojo que parece preceder al ataque de apoplejía. Estaba indignado, indignadísimo de que hubiese personas ¡y entre nosotros mismos, los alumnos! que se dedicasen a hacer chacota del gobernante más católico que nunca había tenido España, el cristianísimo Franco.
Aquella “santa indignación” me resultó muy desagradable. Yo, que entre la obediencia debida, el adoctrinamiento continuo, el natural escepticismo, etc. no tenía aún ninguna idea clara sobre el tema, tuve de repente bien claro una cosa: que no quería ser ni pensar como uno de esos energúmenos. Como el de la cara encendida de rojo a punto de estallar en mil pedazos.
Por otra parte, había Hermanos que sabían revestir su actuación de un aura de autoridad magnífica. Recuerdo en este sentido uno… cuyo nombre no recuerdo. Pero sí el mote, EL Panchatantra, familiarmente EL Pancha, debido, por una parte a la clase magistral que nos había dado sobre el antiguo texto hindú, en el último curso, y por otra a su aspecto fuerte aunque desgarbado y barrigudo. Con altas dotes intelectuales, le perdía la soberbia, el desprecio por la gente sencilla, y una misoginia que le salía por los poros. (En la foto, el más alto de los de negro).
En el lado opuesto se situaba el Hermano C., director del Colegio en los primeros años, hombre gordito, tierno y sentimental, siempre proclive a soltar la lágrima en cualquier acto público; se le conocía como La Toba, expresión catalana que significa “la blanda” pero que también tiene un significado escatológico.
Y finalmente había también algunos Hermanos, por lo general en el área científica, laboriosos, serios, alguno incluso muy tímido, que trabajaban y enseñaban con discreción y sabiduría. Pero es sabido que con este tipo de personas no se construyen historias apasionantes.
El primero de la clase
Después de tres años, el idilio que había mantenido con el Hermano H. llegó a su fin. Por primera vez desde que, aún no cumplidos los siete años, iniciara mi vida en el Colegio, veía al frente de mi clase a un Hermano que no era el Hermano H. Algunas cosas tendrían que cambiar. Para empezar, la tímida leyenda del “enchufado” se venía abajo. Tenía que contar solo con mis propias fuerzas.
Pero la verdad es que, aparte de la sensación de seguridad que me proporcionaba mi relación con el anterior profesor, poco o nada cambió. En los boletines de notas seguía apareciendo como el primero de la clase. He de aclarar que, en aquella época, además de calificarse a los alumnos por los resultados se les clasificaba en relación al conjunto con un número de orden: Primero, segundo, tercero, etc. Costumbre bárbara ya desaparecida (o reintroducida, no sé, corren tanto los tiempos) que por lo visto alentaba una competitividad malsana.
A mí ya me iba bien. Me estimulaba a mantener el nivel en que me había situado. Es que Antoñito tiene mucho pundonor, decían en casa. Y era verdad. Cuando mi posición se tambaleaba, me sentía muy mal. Esto ocurrió en varias ocasiones. En la peor llegué a descender a la posición de cuarto ¡el infierno! Cuando le entregué el boletín de notas a mi padre confesando, lloroso, que solo había sido el cuarto, mira, comentó risueño éste a mi madre, Antoñito está llorando porque ha sido el cuarto. He de confesar que aquellas risas medio reprimidas me dolieron bastante. Y no me sirvieron de ningún alivio en relación con la realidad de la catástrofe.
Pero no hay que pensar, como pensaban muchos, que el hecho de ser el primero de la clase iba relacionado con largas horas de estudio ante el libro. Ese era un deporte – el del estudio intensivo – al que no me había de dedicar hasta la entrada en la Universidad, y con resultados más bien ridículos en relación al esfuerzo.
En el Colegio, de esfuerzo, más bien poco. Recuerdo que una vez, tendría 13 o 14 años, al mediodía, bajaba hacia casa acompañado de uno de mis pocos amigos habituales: Enric Serra, quien vivía cerca de casa. Le invité a entrar, y en cierto modo quedó pasmado. Al día siguiente, lo explicaba más o menos así: Oye, ¿sabes lo que hace Priante cuando llega a casa? Echa a un lado la cartera con los libros y saca un montón de tebeos y se pone a leer, ¿te imaginas?
Sí, El guerrero del antifaz, Suchai, y sobre todo El pequeño sheriff eran materias muy preferidas a las que aguardaban en la cartera, para las que una breve lectura antes del momento de las preguntas había de ser suficiente.
Y he aquí los resultados: el buen amigo que cantó mis secretos al público, convertido en gran barítono, y yo aquí, todavía sin parar de leer, vicio al que hace ya mucho tiempo añadí el de escribir.
Y si este relato tuviese un rincón dedicado a “agradecimientos” éste sería el momento. El momento en que el antiguo, viejo, primero de la clase agradece emocionado a sus compañeros el cariño y comprensión que siempre recibió por su parte. Hay que pensar que un niño como el que yo era, retraído, tímido, aparentemente “empollón” o “enchufado”, ausente en cualquier actividad deportiva o de jolgorio, de muy pocos amigos, era el blanco perfecto para todo tipo de burlas, acosos y todo eso que ahora se llama bullying y que siempre ha existido (¿y existirá?) en las aulas.
Pues no. No solo no hubo nada de eso, sino todo lo contrario: siempre encontré aceptación, amistad y diría que hasta respeto y admiración. He pensado que, más que en ser “el primero de la clase”, mi suerte estuvo en compartir una clase, unas clases, de primera.
De niños, íbamos al cine una vez por semana. El plural del verbo alude a tres hermanos de edades muy seguidas, una hermana más distanciada del último, la madre, el padre (solo a veces) y la criada.
El cine era alguno de aquellos “de barrio” que ya no existen; el barrio era el nuestro, situado justo a la derecha de la derecha del Ensanche y poblado por una clase media más laboriosa y temerosa que de derecha o de izquierda.
Aquellos nuestros cines de barrio se llamaban Tetuán (por la plaza próxima), Gran Vía (por la avenida en que estaba), Cervantes (porque así lo decidieron los que borraron el nombre extranjero de Fregoli), Lido (por no sé qué), y había algún otro más ocasional y lejano. Avanzada la tarde, en todos ellos imperaba el aroma que desprende la naranja cuando se pela y el de la tortilla de patata aún caliente; también, a veces, el del pipí infantil que algunas mamás consentían se liberase en pleno patio de butacas.
El vestíbulo del local, donde se alojaban las dos taquillas cual nichos dispensadores de pasaportes para la felicidad, mostraba en sus paredes fotogramas de las dos películas que se proyectaban, y que nosotros observábamos con curiosidad y anhelo a la entrada y con cierto conocimiento del mundo a la salida (mira, aquí es cuando…, y aquí cuando…)
Las películas eran siempre dos, que se proyectaban de forma continua y alterna, desde las 3 o 4 de la tarde hasta las 12 de la noche aproximadamente, con los debidos intercalados del No-Do, documental informativo oficial de proyección obligatoria. La película considerada más importante o popular se proyectaba al principio y, dado que el número total de proyecciones era impar, le tocaba también ser la última, con lo que obtenía un visionado más que la otra.
El hecho de que las sesiones fuesen seguidas, turnándose las dos películas, tenía alguna ventaja. Se entraba en la sala en cualquier momento, por ejemplo hacia la mitad de la película A, se veía la película hasta el final; después empezaba la película B, se veía hasta el final; después empezaba la película A, se veía hasta el momento en que alguien de nosotros decía: aquí hemos llegado. Entonces, nos levantábamos, satisfechos o resignados, y salíamos del local.
Además del recuerdo de lo visto, nos llevábamos un objeto material de valor inapreciable: los programas de mano de las películas que se pasarían la semana siguiente. Eran estos una especie de papelitos coloreados en los que se representaban imágenes o escenas de la película en cuestión y que hoy son objeto preciado de colección.
Algunas mañanas de domingo
Pero las sesiones de cine no se limitaban a las tardes de los jueves – festivas en el Colegio hasta que se impuso el weekend foráneo y se cambiaron por las del sábado -, sino que también las había algunas mañanas de domingo. Mañanas lluviosas o muy nubladas en las que no apetecía el acostumbrado paseo dominical. Y es que la familia, reducida por lo general al padre y los tres hijos mayores, solíamos pasear por las zonas más agradables o pintorescas de la ciudad: parque de la Ciudadela, Montjuic, parque Güell, la Rambla, el rompeolas. La madre se quedaba las más de las veces en casa con la criada (la comida de los domingos era importante), junto con la niña, demasiado pequeña para seguir a sus mayores y cuya incorporación al grupo paseante coincidiría más o menos con la diáspora de los hermanos ya creciditos.
Y es que, situadas en el centro de la ciudad, algunas salas de cine ofrecían los domingos sesiones matinales dedicadas en unos casos al público infantil – solo películas cómicas o “de dibujos” y noticiarios – y en otros, a todos los públicos. Recuerdo en especial el Publi, en el Paseo de Gracia, donde disfrutábamos de lo lindo – el padre incluido – con las aventuras y desventuras de Charlot, el Gordo y el Flaco, Popeye, el Pájaro Loco, Tom y Jerry, y otros de la misma fauna. Y también el Galería Condal, situado entre la Gran Vía y el Paseo de Gracia, de donde recuerdo en especial, ya en plena adolescencia, un par de películas que, no sé por qué circunstancia, vimos varias veces, y siempre juntas: Bahía negra y la encantadora, tierna y romántica Lilí. Y también la musical, fantasiosa y sensual (o así la recibí yo en mi pubertad) Carrusel Napolitano.
En la pantalla
También de los cines de barrio y de una vez a la semana guardo el recuerdo de un puñado de películas. La mayoría pertenecen a la década gloriosa del cine de los años 40. Pero hay que tener en cuenta que, a diferencia de ahora, una película, una vez estrenada en su país de origen, tardaba a veces años en llegar a nuestras pantallas. Un ejemplo extremo: Lo que el viento se llevó, estrenada en EE.UU. en 1939, llegó a España en 1950. Demasiados trámites que salvar, y no el menor el de la censura.
Y aquí van unos títulos que de aquella época de espectador de cine de barrio conserva la memoria, con su año de realización, que casi nunca coincide con el de nuestro visionado infantil o adolescente: Robín de los bosques ( Michael Curtiz, 1938), Rebeca (Hitchcock, 1940), Cuatro pasos por las nubes (Alessandro Blasetti, 1942), Luz que agoniza (George Cukor, 1944), Alí Baba y los cuarenta ladrones (Arthur Lubin, 1944), La escalera de caracol (Robert Siodmark, 1946), La vida secreta de Walter Mitty (Norman Z. McLeod, 1947), Doble vida (George Cukor, 1947), Recuerda (Hitchcock, 1949), Al rojo vivo (Raoul Walsh, 1949), Las minas del rey Salomón (Compton Bennett, 1950), Scaramouche (George Sidney, 1952). He añadido en cada caso el nombre del director no sé porqué. Y es que éste era un detalle que ni a nosotros ni creo que al público en general importaba un pimiento; creo que pocos sabían que existía un director. Los únicos que importaban eran los que se movían y hablaban en la pantalla. Clark Gable, Errol Flynn, Gary Cooper, Humphrey Bogart, Hedy Lamar, Rita Hayworth, Gene Tierney, Veronica Lake eran los únicos dioses y diosas de aquellas tardes semanales.
Lo de “hablaban en la pantalla” es un decir, porque los que ante nosotros hablaban no eran los mismos actores sino unos dobladores profesionales, quienes nos ofrecían los parlamentos originarios en el único idioma oficial del país, que casualmente era también el nuestro.
El doblaje tenía en aquella época unos efectos o intenciones evidentes, unos buscados y otros rebuscados: permitía al espectador no políglota enterarse de lo que decían (supuestamente) los personajes; impedía, a los conocedores del idioma original, disfrutar de las voces genuinas y a veces muy características de los actores, aunque, como contrapartida, permitía en algunos casos el lucimiento de ciertos actores españoles que oficiaban de dobladores, y finalmente (o quizá habría que decir fundamentalmente) daba campo abierto a la censura para manipular los textos originales de acuerdo con la ideología político-religiosa imperante.
Este último recurso se utilizaba sin freno, y el espectador corriente no tenía manera de saber dónde hacía trampa el servicio de doblaje. Tiempo después sí, se pudo saber, por ejemplo, que el doblaje de Bogart en Casablanca omite la referencia del personaje a su participación en nuestra guerra civil al lado de la República, o que el de Mogambo convierte a un joven matrimonio en hermanos, con lo que, intentando evitar el pecado de adulterio (nada menos que con el irresistible Clark Gable), lo que consigue es que el malicioso espectador piense en el de incesto, aunque imagino que este tipo de pecado, tan sofisticado, no entraba en la mente del censor.
La censura, sobre todo la antierótica, potenciaba la malicia del espectador hasta niveles de paranoia. Un fundido en negro en medio o a continuación de una escena castamente amorosa era signo clarísimo de que la tijera censora había funcionado, y provocaba las protestas en forma de pitidos y pateos del público. Y en muchos casos era así; aunque en otros muchos, no. Era inevitable: ante la censura, el espectador no hacía otra cosa que dar palos de ciego.
Santa inocencia
No era ése nuestro caso en la etapa más infantil, cuando la inocencia nos permitía darlo todo por bueno mientras fuese interesante o mágicamente encantador. Santa inocencia que de vez en cuando propinaba algún susto en pleno mundo formal de los mayores. Como el de aquella tarde de enero de 1949.
Nuestra abuela paterna, que vivía en el piso de abajo con su otro hijo, había amanecido sin vida. Nadie se esperaba aquello; estaba relativamente bien de salud, y de hecho su aspecto daba la impresión de que seguía durmiendo plácidamente, según decían. Consternación general, algunos vecinos se enteran y asoman la cabeza. Una anciana observa cómo el más pequeño de los tres nietecitos (siete años) lloriquea en un rincón. Se le acerca en plan consolador: “Pobrecito, qué sensible. ¿Querías mucho a la abuelita, verdad?” Y el niño gimotea: “Es que no podremos ver Murieron con las botas puestas“.
Resulta que era jueves y en el cercano cine Tetuán nos esperaba el apuesto y aguerrido Errol Flynn con sus valientes soldados, y los temibles indios. Creo que quedó para otra ocasión, porque recuerdo haberla visto.
Fuera de la pantalla
Pero los cines – los de barrio y los otros – contaban con más personajes que los que aparecían en la pantalla, y además eran de carne y hueso. Las taquilleras primero. Siempre mujeres, y con los rostros semiocultos por el estrecho marco de la taquilla; el conserje, que controlaba las entradas a la sala, siempreuniformado a lo almirante, con independencia de la categoría del cine. Y una vez en la sala, los nerviosos focos lumínicos que rasgaban la oscuridad – entrábamos en plena proyección – anunciaban la presencia de los acomodadores, seres sin rostro apenas que a través de las tinieblas aparecían para acompañarnos hasta la localidad oportuna.
El acomodador era un personaje importante. De alguna manera representaba a la autoridad, y como tal ejercía. Reprendía severamente a los que alteraban el orden o se portaban mal. Eso de portarse mal era muy relativo, por supuesto, y su apreciación dependía siempre del grado con que el acomodador tuviese asumidos los postulados político-religiosos vigentes. Y aquí conviene una pequeña digresión para hacerse una idea.
En el tema sexual, la moral oficial del país era muy estricta; aunque en la práctica todo el mundo hacía lo que podía, como siempre. Fuera del matrimonio, los desahogos naturales con que suelen satisfacerse las parejas eran realmente difíciles. Una sala de cine (de barrio, con preferencia) con su oscuridad y el volumen de los altavoces a plena potencia era un lugar bastante adecuado para aquellos fines. Y así, las últimas filas de las salas solían ocuparlas parejas de todas las edades, más interesadas en sus cosas que en lo que ocurría en la pantalla. Y, a lo que íbamos, si el acomodador de turno juzgaba que aquello era escandalosamente indecente no dudaba en apuntarles directamente con el foco de su linterna para avergonzarlos (?) públicamente y acabar con el escándalo. Esto lo vi yo en más de una ocasión. Como mero espectador, se entiende.
Pero a veces el acomodador ejercía el poder de la linterna con fines menos desinteresados. Como antes he apuntado, te acompañaba hasta señalarte el lugar que ibas a ocupar, y era costumbre (obligada) que se le entregase una pequeña propina. Pues bien, si no había propina o si ésta era manifiestamente irrisoria, tu hasta entonces amable acompañante mantenía clavado el foco de la linterna en tu persona, incluso ya sentado, hasta que juzgaba que estabas suficientemente avergonzado.
Disgregación y final
De niños, íbamos al cine una vez por semana.
Pero la infancia cedió el paso a la adolescencia, y la tropa familiar de las tardes de los jueves y de los matinales de algunos domingos se fue disgregando. Creo que fue a mis catorce o quince años cuando el trío de hermanos empezamos a compaginar aquellas sesiones familiares, con otras más personales. Con algún hermano, con algún amigo, solos, cualquier tarde o noche de la semana, con alguna novia, a veces en las últimas filas.
Pero la fascinación por cuanto de interesante ocurría en la pantalla persistía y persistirá. Los cines no, aquellos cines de barrio se hundieron para siempre, sumando sus ruinas a las de tantas civilizaciones perdidas.
Solo viven en el recuerdo. Como en este que he compartido. Tan personal. Tan prescindible para aquellos que no lo vivieron.
Toda expresión humana – sépalo su autor o no – tiene varios niveles de interpretación. Si uno dice “he trabajado mucho”, se puede interpretar también como “estoy cansado” o como “merezco un premio”. Si esto es así en la vida corriente de las personas corrientes, qué no será en la obra del artista y sobre todo del artista nada corriente.
Dante Alighieri estableció que en su obra literaria existen cuatro niveles de interpretación, desde el inmediato o elemental hasta el más elevado u oculto, que él denomina anagógico. Pero no todo el mundo puede ser Dante, ni en la obra ni en el análisis de la obra.
Yo, por ejemplo, en La ciudad y el reino descubro claramente tres niveles de interpretación. No más. Voy a tratar de exponerlos, dando por descontado que el lector atento los habrá ya descubierto por sí mismo. Así que esta disertación va dirigida especialmente al no muy atento.
Primernivel. La novela consiste en la historia de la relación amistosa entre dos personas, con sus afinidades y sus diferencias, cuyos caminos van divergiendo. Contiene también un somero retrato de la época y la sociedad en cuyo marco se desarrolla la acción.
Segundonivel. La novela consiste en la contraposición de dos maneras distintas, opuestas, de ver el mundo y de actuar en él. Tanto en las sociedades como en los individuos predomina una de las dos maneras.
Una, representada por la Ciudad, aspira al orden y a la racionalidad, a la armonía y la belleza; conoce los límites del ser humano y los respeta. En lo político y social promueve el entendimiento y el pacto entre los intereses diversos.
La otra, representada por el Reino, siente que existe una verdad indiscutible que hay que predicar – o imponer – para lograr la salvación de la humanidad descarriada. Se guía por el impulso de la propia fe, sin reconocer más límites o barreras que los que ella misma pone. En lo político y social no suele practicar el diálogo, sino el adoctrinamiento con vistas al triunfo necesario e inevitable de la verdad única. Su convicción nace de un sentimiento íntimo, de naturaleza mística que, o bien puede mantener en una semiprivacidad, dando lugar a la figura del santo (porejemplo, San PaulinodeNola), o bien puede intentar imponerla por cualquier medio, opción ésta que suele generar desastres.
Tercernivel. La novela consiste en la exploración y exposición de la dualidad del alma humana, por una parte apegada a la tierra y edificando sobre base sólida el edificio de racionalidad, orden y belleza que constituye la firme estructura de toda civilización; por otra, aspirando a desentrañar directamente el misterio del universo por una especie de intuición mística, despreciando métodos y fases.
Esta dualidad se halla presente en mayor o menor medida en el alma de todo ser humano, y algunos escritores se han complacido en encarnarla, separadamente, en ciertos personajes opuestos entre sí (piénsese en el dúo Settembrini-Naphta de La montaña mágica de Thomas Mann, por ejemplo).
Dualidad del alma que forzosamente se da también en el autor de la novela, quien, parafraseando la ocurrencia de Flaubert, puede concluir y de hecho concluye afirmando con toda verdad que La ciudady el reino… soy yo.
Todo intento de novela histórica centrada en personajes que existieron como personas reales tiene un problema principal: decidir qué cantidad de rigor histórico y qué cantidad de fabulación novelesca ha de contener.
En ocasiones hay poco que decidir: cuando los datos históricos son prácticamente inexistentes, la fabulación novelesca se impone de manera necesaria. Pensemos en el posible personaje novelesco de Homero. Dado que del poeta en cuestión no se sabe nada – ni siquiera es seguro que haya existido –, todo lo habrá de poner la imaginación, la pura fabulación.
En el extremo opuesto, tenemos a Cicerón, por ejemplo, autor de tantas cartas sobre el mundo en que se hallaba inmerso y sobre sí mismo, objeto de tantos testimonios de sus contemporáneos, que la fabulación habrá de verse por fuerza condicionada por los datos históricos incontestables.
Los dos coprotagonistas de La ciudad y el reino, donde todos los personajes se corresponden con personas que existieron en la realidad (con la excepción de Emiliano Dexter, nieto inventado del obispo Paciano), constituyen un buen ejemplo de cómo se debe (o se puede) conjugar el rigor histórico con la fabulación novelesca dentro del plan ideal de la obra que, lo reconozca o no, alberga siempre el autor.
Del Paulino histórico se sabe poco. Y todo lo que se sabe – de primera mano, quiero decir – está en las referencias de algunos de los contemporáneos con quienes se carteaba – Agustín, Ambrosio, Jerónimo, Sulpicio Severo, Ausonio y pocos más -, en sus obras literarias – poemas a San Félix, sobre todo-, y en el contenido de sus propias cartas, sobre todo de las dirigidas a Ausonio. De todo ello se deduce una personalidad reflexiva, tranquila, agitada a veces por transportes místicos, que no llegan a alterar su natural sosiego; amable, bondadosa y, aunque cristiano auténtico, en lo cultural pertrechado con toda la ciencia y la sabiduría de la Antigüedad.
Sobre esta base, no muy extensa, edifiqué el Paulino de mi novela, para lo cual me bastó reforzar un poco el talante místico y añadir esa especie de angustia existencialista que le adjudico para antes de la conversión, y que creo que no le va nada mal.
Del Ausonio histórico se sabe quizá más que de Paulino, pero en el fondo mucho menos. Fue profesor de gramática y retórica (de literatura, diríamos hoy) durante muchos años, luego preceptor del heredero de Valentiniano I y, elevado su alumno a la dignidad imperial, ocupó cargos de suma importancia en la maquinaria político-administrativa del Imperio. Escribió mucho, pero al decir de los críticos, siempre tocando los temas por la superficie y con una calidad muy desigual. En todo caso, su ingenio y habilidad con la pluma son indiscutibles. Un ejemplo es el CentónNupcial, composición poética construida a base de hemistiquios tomados de La Eneida en la que se describe una noche de bodas sin ahorro de ningún detalle erótico. Su obra más conseguida es sin duda el Mosela, largo poema descriptivo dedicado al río del mismo nombre.
Personalmente parece que fue, además de hábil escritor, honrado, un poco vanidoso, amigo del poder y del orden justos y algo sentimental. Y sobre todo reacio a plantear cuestiones más o menos profundas, hasta el extremo de que no se sabe con certeza hasta qué punto había asumido el cristianismo que oficialmente profesaba. Lo único claro en este aspecto es que, en sus obras y en sus cartas, destaca siempre una evidente nostalgia por el viejo mundo tutelado por los dioses que habían hecho grande a Roma.
Para llenar cierto vacío de esa personalidad, evidente si la comparamos con la más definida de Paulino, se me ocurrió corregirla o completarla con la de otro gran poeta de varios siglos después. Desde mi particular punto de visita, éste no podía ser otro que Goethe. Comparten los dos una visión del mundo esencialmente poética, una afición no disimulada por el orden, la aristocracia y el poder, una biografía siempre ascendente hasta alcanzar la vasta meseta de los últimos años. Solo faltaba añadir a Ausonio esa especie de filosofía panteísta manifiesta en el de Frankfurt, es decir, algo de la sustancia intelectual de la que aparentemente carecía el de Burdeos.
Hecho. Si el resultado es satisfactorio o no, habrá de decirlo el lector.
Todo escritor tiene en su interior un almacén de datos (algunos, ignorados por él mismo) que, a medida que escribe, van apareciendo, trasluciéndose, en la superficie de la obra. Algunos escritores tiran con plena conciencia de ellos; otros dejan que se asomen sin apenas darse cuenta, y el lector no muy enterado tiene que esperar a que llegue el crítico agudo para que sean desenterrados e iluminados.
Yo, lamento decirlo, soy de los primeros. Es decir, de los que con plena conciencia aceptan la memoria de lo leído, para ir vistiendo su escritura. Lo lamento, porque queda más bien, parece más profundo y resulta más misterioso que las fuentes permanezcan enterradas quizá para siempre.
Lo mío no tiene nada de misterioso – al menos, en apariencia. Se resuelve solo con que el lector muy leído vaya descubriendo los remotos orígenes de tal frase o idea.
Pero ocurre que, por muy leído que sea el lector, es imposible que su memoria lectora coincida con la del escritor de turno, que en este caso soy yo. Así que, a la espera de los críticos y comentaristas avezados, que hasta es posible que me descubran datos sorprendentes sobre mí mismo, cosa que suele suceder, he decidido emplearme en la humilde y casi mecánica tarea de descubrir y explicar el origen de ciertas frases y pensamientos que jalonan la obra.
Así que tomo un ejemplar de mi novela La ciudad y el reino, publicada por Editorial Páramo en noviembre de 2020, y procedo:
1
Si te apartas de la sociedad perderás la noción de la norma. Y tu obra solo será el resoplido de una bestia o la ensoñación de un dios.(pág. 13)
ARISTÓTELES lo había dejado bien claro: El hombre solitario es o una bestia o un dios.
2
…la filosofía no es más que un género literario… (pág. 30)
Creo que fue BORGES quien alumbró esta idea, pero no recuerdo la frase exacta ni sé (ni importa mucho) la manera de encontrarla.
3
…los pobres muertos y los pobres heridos estaban tendidos allí, y el sol se ponía magníficamente detrás de Maguntiacum. (pág. 37)
En 1792 GOETHE acompañó a su soberano Carlos Augusto en la campaña militar que emprendieron los ejércitos de varios estados alemanes contra la Francia revolucionaria. Entre mayo y agosto de 1793 participó en al asedio de Mainz (la antigua Maguntiacum), ocupada por los franceses. En su relato Campaña de Francia del año 1792 se contienen unas palabras asombrosamente parecidas, si no idénticas, a las de la novela, arriba trascritas.
4
¿La nada, dices? ¿Qué nada? Solo existe la nada para el que nada sabe crear. (pág. 40)
Este es un pensamiento de GOETHE que nunca he sabido ubicar en su obra. Quizá solo existe en mi memoria, como síntesis de su actitud frente al nihilismo.
5
La naturaleza se presenta tan hermosa, contemplada con la paz de Cristo en el alma, que uno siente la tentación de preguntarse qué más nos puede ofrecer el Señor en la otra vida. (pág. 42)
Si el món ja és tan formós, Senyor, si es mira
amb la pau vostra a dintre de l’ull nostre,
què més ens podeu dâ en una altra vida?
Estos versos de JOAN MARAGALL, en lengua catalana, a veces tan poética, son sin duda la fuente de inspiración del texto de la novela transcrito arriba.
6
Ahora las puertas de mi casa están abiertas día y noche, y cualquiera puede entrar para lo que desee. Porque finalmente he comprendido que “el otro” no es nunca un intruso, sino que es siempre el mensajero de Dios. Y hay que estar muy atento para recibir y entender todos los mensajes del Señor. (pág. 45)
La misma idea alienta en las palabras de KAFKA, dirigidas a su entrevistador Janouch, que teme ser visitante inoportuno:
Considerar molesta a una visita no prevista es señal infalible de debilidad, es una huida de lo no previsto. Se oculta uno en la así llamada existencia privada porque le faltan las fuerzas para entendérselas con el mundo… Es una retirada. La vida es sobre todo un estar-con-las-cosas, un diálogo. No se debe eludir. Puede usted, siempre y cuando quiera, venir a verme.
7
Lo importante es realizar una actividad continuada y eficaz (pág. 54)
Frase, creo que poco literal, de GOETHE, para quien, corrigiendo la Biblia, “en el principo fue la Acción”.
8
Nuestros anhelos no son sino presentimiento de nuestras facultades. (pág. 63).
Idea, otra vez de GOETHE, que, para mí, constituye el ejemplo máximo del optimismo goethiano.
9
Es verdad que se advierte cierta fuerza y sinceridad, pero esas cualidades, por sí solas, no hacen una obra de arte. Eso que has escrito es una manera de palpar los sentimientos, de señalar la realidad. Pero decir ¡qué bello es eso! o ¡cuánto sufro! no tiene nada que ver con la creaciónartística. (pág. 103)
Son palabras del Ausonio de la novela, dirigidas a un alumno suyo que le sometía sus escritos para obtener la aprobación.
En las ConversacionesconKafka, de Gustav Janouch, el entrevistador somete al juicio del entrevistado unos escritos propios. La respuesta de KAFKA es la siguiente:
Estotodavíanoesarte. Este exteriorizar las impresiones y los sentimientos es, en realidad, una forma de palpar temerosamente el mundo…
Reflexiones, en uno y otro caso, aplicables a tanto aspirante a artista que piensa – como los románticos ingenuos – que todo consiste en expresar los propios sentimientos.
10
No hay que afrontar los problemas, hay que dejar que se disuelvan. (pág. 131)
Frase, creo que literal, de un ensayo de HENRY MILLER.
11
El sermón de Vigilancio en la misa de Navidad de Barcino (pág. 135 y ss.) no tiene nada que ver en su contenido con el del jesuita Arnall del Retrato del artista adolescente, de Joyce. Coincide con él en dos aspectos: que lo pronuncia un clérigo católico y que pretende ser un calco, en su forma e intención, de un sermón católico auténtico.
12
Una biblioteca no es un cementerio, como alguien dijo, sino un vivero. (pág. 145)ĺ
Ese “alguien” pensé que era CORTÁZAR, pero más tarde creí recordar mejor que lo de “cementerio”, lo aplicó el autor citado al Diccionario, no a la Biblioteca.
13
...fue la biblioteca,
cementerio o vivero, según mires,
Universo absoluto, según Borio, (pág. 146)
Es notorio que quien sí identificó biblioteca con universo fue BORGES, al que aquí se alude como Borio, bibliotecario alejandrino que nunca existió.
14
Es preferible cometer una injusticia que tolerar un desorden. Porque el desorden es fuente no de una, sino de mil injusticias. (pág. 154)
Cita de GOETHE, de cuya literalidad no respondo, famosa por su utilización por todos aquellos que desean resaltar el talante reaccionario de su autor, los cuales, curiosamente, omiten siempre la segunda parte.
15
Como poeta, soy politeísta; como pensador, soy panteísta; como ser moral, soy cristiano. (pág. 157)
El mismo GOETHE, definiéndose. Creo recordar – y no me apetece ir a comprobar – que el original, en lugar de “pensador”, dice “científico”, pero éste término no le va mucho a un escritor del siglo IV como Ausonio.
16
El dolor es consustancial a esa fuerza ciega que es la vida, esa fuerza que continuamente se propaga y multiplica sin orden ni medida, que no busca más que su propia perpetuación. (pág. 167)
Está claro que el que aquí habla por boca del Emiliano de la novela es el mismísimo SCHOPENHAUER.
17
Cristo, al final de los tiempos, recuperará no solo nuestros cuerpos y nuestras almas, sino también todo cuanto hemos sido y sentido y soñado. Nada se pierde, querido Ausonio. Yo tampoco pierdo Barcino. En mis sueños me acompañará y en el último día se salvará con todo.
Creencia o esperanza consoladora que el Paulino de la novela comparte con el jesuita y científico TEILHARD DE CHARDIN de muchos siglos después:cuando el universo alcance el Punto Omega de la evolución, todo lo que existe se volverá uno con la divinidad.
FIN (y que así sea)
NOTA. Los autores citados o utilizados conscientemente en la novela son Goethe, en primer y destacado lugar, Kafka,Joan Maragall, Schopenhauer, Borges, Cortázar, Henry Miller, James Joyce, Teilhardde Chardin y Aristóteles. Los citados o utilizados inconscientemente – que, con seguridad, los hay – no los conoceré yo hasta que no venga alguien a descubrírmelos.
El 2 de noviembre, Día de Difuntos según la Iglesia católica y las tradiciones populares de muchos países, día en que, según dicen, los muertos pueden aparecerse a los vivos para saldar asuntos pendientes, me parece muy adecuado para reflexionar sobre la muerte, ese acontecimiento tan importante y decisivo en nuestras vidas. A tal efecto he pensado enlazar aquí algunas de mis reflexiones particulares que han ido apareciendo en mi blog. Nada del otro mundo.
ALTER.- Ego, ¿sabes que hace más de seis años de la última vez que nos vimos? ¿que el último de nuestros diálogos se publicó en el Blog en junio de 2015?
EGO. – Bueno, y qué. Estaríamos dedicados a otras cosas, ¿no crees?
ALTER. – Sí, pero es que, cuando lo he comprobado… no me lo creía. ¡Me parece que fue ayer! ¡Qué manera de pasar el tiempo!
EGO.- No, Alter, eso no es verdad.
ALTER.- ¿Cómo que no es verdad? ¿Qué es lo que no es verdad?
EGO.- Que el tiempo pase. De hecho, el tiempo no existe. O, dicho de otra manera, el tiempo somos nosotros.
ALTER.- Vaya, se anuncia otra pirueta dialéctica o filosófica, ¿no? Así, que el tiempo somos nosotros. Y eso, en qué sentido, ¿se puede saber?
EGO.- No, no se trata de una pirueta, ni de una de esas paradojas filosóficas, tan ilustrativas a veces. Se trata de que reflexionemos un poco. Lo que llamamos “tiempo” no tiene entidad en sí mismo. Es simplemente el nombre que damos al proceso de descomposición de los entes perecederos. Si en el universo no existiesen objetos perecederos, tampoco podría existir el concepto “tiempo”, porque nada pasaría. O sea, que el tiempo no es algo objetivo y ajeno que nos lleva o arrastra en su recorrido. En el aspecto más subjetivo, el tiempo no es más que el nombre que damos al proceso de descomposición de nuestro cuerpo. Y también el nombre que se da al proceso de degradación del universo entero, eso que ciertos físicos detectaron y bautizaron con el nombre de entropía. Resumiendo, lo que llamamos tiempo es la medida del movimiento. Si no hay movimiento, sea individual o universal, no hay tiempo.
ALTER.- Muy bien, muy bonito. Pero no creas que no había pensado yo por mi cuenta algo así como eso que dices. Pero también creo que el idioma del sentido común tiene sus derechos. Y que es lícito decir que el tiempo pasa para nosotros.
EGO.- Por supuesto que es lícito. No seré yo quien se oponga al uso del sermo vulgaris, necesario para entenderse en sociedad. Y por cierto, me encanta esa frase: el idioma del sentido común tiene sus derechos. Claro que sí. Y no solo tiene sus derechos sino que, si te apartas demasiado de él, perderás la comunicación con el mundo. Solo en determinados campos nos está permitido apartarnos del sentido común, aunque sin perderlo nunca de vista: en el arte, en la ciencia, y en la filosofía de raíz científica. Si no fuese así seguiríamos pensando que la tierra es plana, bueno, algunos lo siguen pensando; no comprenden ni les interesa comprender que, en mucho casos, la ciencia va rectificando el sentido común.
ALTER.- Y si no me equivoco, el ejemplo que antes has puesto sobre el tiempo pertenece al mundo de la ciencia o al de la filosofía de raíz científica, ¿no?
EGO. – Eso es. En cambio, si nos situamos fuera de los tres campos citados y elucubramos al margen del sentido común los resultados pueden ser…delirantes.
ALTER.- Un ejemplo.
EGO.- Pongamos el campo de la literatura.
ALTER.- Que es el nuestro, ¿no?
EGO.- Un crítico literario puede hacer con la obra de un escritor lo que se le antoje; y con la literatura entera. Y si su propuesta se sitúa dentro de la ola imperante de la moda, nadie le pedirá explicaciones.
ALTER.- Un ejemplo.
EGO.- ¿Has oído hablar de La muerte del autor?
ALTER.- ¿Qué autor?
EGO.- No, hombre, no. Me refiero a cierta teoría literaria que se puso de moda a finales de la década de los 60 del siglo pasado.
ALTER. – Ah, ya. El estructuralismo y esas cosas. Confieso que en realidad no sé nada de eso. En cierta ocasión quise enterarme, pero no pasé del intento.
EGO.- Se comprende. Yo también quise enterarme. Era joven y creía que mi deber como aprendiz de intelectual era estar siempre al día. El resultado fue… lo que te explico ahora siguiendo el hilo de las frases emblemáticas que, en el intento, se me quedaron grabadas en la memoria. Creo que todas pertenecen al ensayo La muerte del autor, de Roland Barthes, publicado en 1967. Veamos:
Cuando comienza la escritura, la voz pierde su origen y el autor entra en su propia muerte.
Esta frase resume toda la teoría que se contiene en el ensayo citado. Viene a decir que la escritura, una vez plasmada, adquiere entidad propia, con plena independencia de las intenciones del autor, quien a estos efectos desaparece.
ALTER. – Bueno, creo que eso ya se había dicho muchas veces: que la obra, una vez sacada al mundo, no depende de la voluntad del autor…
EGO.- En efecto, que constituye una entidad autónoma y que en relación a ella el autor es solo un comentarista más, aunque hay que reconocer que mejor situado que el resto. Pero lo llamativo de la frase, además de que, como has dicho, no hace sino repetir algo ya sabido, es la pompa y teatralidad de su enunciado. Y es que eso de que “el autor entra en su propia muerte” contiene una importante carga dramática. Otra:
El autor es un personaje moderno, fruto de la ideología capitalista.
Si es así, me pregunto de dónde sacarían los medievales cultos a sus autores preferidos (Aristóteles, Ovidio, Virgilio, Séneca, etc.), no existiendo todavía un capitalismo ni la ideología correspondiente que los hubiese fructificado. A mí, y que el dios de los estructuralistas me perdone, la frase me parece una concesión – mal hallada – al pensamiento marxista imperante en la época. Es como cuando, en épocas de sexo dominante en las artes (que sigue siendo la nuestra), se introducía una escena de sexo explícito en la película o en la novela, aunque no viniese a cuento.
ALTER. – Tributos que se pagaban al pensamiento imperante, ¿no?
EGO.- Bueno, eso de “pensamiento” quizá sea excesivo aplicado a la época actual. Más bien le va lo de “moda” . Pero sí, se pagaban y se pagan, aunque el imperante vaya cambiando; ahora sería la llamada perspectiva de género, la conservación del planeta (cosa siempre necesaria, por otra parte), el culto a lo etnicista e identitario… Pero sigamos.
Un texto está constituido por un espacio de múltiples dimensiones en el que se concuerdan y se contrastan diversas escrituras, y donde ninguna de las cuales es la original. El texto es un tejido de citas provenientes de los 1000 focos de la cultura.
El autor nos da aquí otra muestra de pedantería gala para decirnos lo que, de una u otra manera, ya se nos había dicho de pequeñitos: que solo Dios puede crear de la nada, que las “creaciones” humanas solo son un pastiche hecho con los materiales ya existentes…
ALTER.- ¿Solo? Y perdona que te interrumpa, pero ¿no crees…?
EGO.- Perdona que interrumpa yo tu descortés interrupción. Mira, la originalidad es cuestión de grado, porque todo, absolutamente todo, utiliza o se apoya en algo ya existente. Además, la originalidad no tiene ningún valor estético en sí misma, eso lo sabían bien los antiguos griegos y romanos.
ALTER.- Entonces, ¿qué es lo que distingue y otorga valor a una obra nueva?
EGO.- El alma.
ALTER.- Metafísico estáis.
EGO.- “Es que no como”, contesta Rocinante, ¿no? En serio, ¿quieres que te repita las argumentaciones que expuse en algunos de nuestros diálogos de hace años?
ALTER.- Por mí, encantado. Aunque las recuerdo bien, como si fuese ayer…
EGO.- Mira, yo creo que, aunque edificada con medios materiales, la obra de arte es una construcción espiritual, como el mismo individuo humano. Una obra artística no es el resultado de la suma mecánica de los elementos que la componen. Tiene un alma, que es la expresión de su totalidad, y solo captando la obra en su totalidad, de una manera, diría, intuitiva, puede descubrirse esa alma. Por eso creo que la labor de críticos y expertos literarios de diseccionar y analizar los componentes materiales de la obra es totalmente irrelevante. Si la obra no posee un alma no será después de todo más que un artefacto peor o mejor ajustado en todas sus partes, nada que merezca el nombre de obra de arte. Y es que el alma de la que yo hablo no se revela en la mesa de operaciones. Ni la artística ni la humana.
ALTER.- Un estructuralista no aprobaría eso.
EGO.- Por supuesto que no. Los estructuralistas y sus herederos, tratan, o pretenden tratar, la obra, el texto, como si fuese un objeto de la ciencia, y el que se acerca a una obra de arte con los instrumentos de la ciencia no se encuentra con una obra de arte, sino con un objeto de la ciencia.
ALTER.- ¿Y se puede saber cómo les ha ido a esos estudiosos “científicos” de la literatura?
EGO.- Algunos persisten, por supuesto, pero sus originales hallazgos ya no deslumbran a nadie, sobre todo desde el varapalo que recibieron de los científicos auténticos Sokal y Bricmont en Imposturas intelectuales, consulta Wikipedia. Además, en un mundo como el nuestro, curado de todos los espantos posibles, el arte de épater le bourgeois ha perdido todo sentido.
ALTER. – ¿Crees que en el fondo a todo lo que aspiraban era a épater le bourgeois? Por cierto, ¿cuál es el significado exacto de esa expresión?
EGO.- Hombre, no creo que solo pretendiesen eso. Pero está claro que formaba parte del aparato de sus novedosas teorías. En cuanto a la traducción, exacta no la hay. Los idiomas son en realidad intraducibles. Cada idioma tiene una historia detrás que no es compartida por los otros, lo que le hace único y radicalmente intransferible. En el siglo XIX, con Baudelaire y otros, los artistas franceses se inventaron el juego de épater (despatarrar, asombrar, escandalizar) al buen burgués, y ahí los tenemos todavía, con su vicio a cuestas.
ALTER.- ¿Tú crees que lo de épater es un vicio específicamente francés?
EGO.- No lo dudes. Ya nuestros abuelos y bisabuelos sabían muy bien – en muchos casos por experiencia propia – que todos los vicios vienen de París. Pero, bueno, creo que ya hemos dedicado demasiado tiempo a un fenómeno tan pasajero y prescindible como…Como todo lo que dicta la moda, cuando la moda ha pasado.
ALTER.- Devorada por el tiempo.
EGO. – En efecto, tempus edax rerum, donde el tiempo es un ente real que va devorando las cosas. Te gusta así, ¿no?
ALTER. – Me encanta. Creo que ahí Ovidio da con la imagen perfecta.
No siempre el efecto sigue inmediatamente a la causa. Unas veces el tiempo que transcurre entre la acción causante y el efecto necesario es imperceptible, como cuando se aprieta el gatillo de un arma de fuego o se pulsa una tecla. Otras, es preciso un espacio de tiempo de amplitud variable para que el efecto se manifieste. En este sentido, conozco la historia de un efecto tan retardado que tuvo que transcurrir toda una vida para manifestarse. Y se produjo en mi ámbito familiar.
En mi familia no éramos abstemios (tampoco alcohólicos). El padre no perdía ocasión de ponderar las virtudes del vino bebido con moderación; la madre alardeaba de no probar el agua (“para las ranas”); vivió 90 años. Y, no obstante, uno y otra estaban siempre atentos a que los cuatro pequeños no sobrepasásemos la norma.
En ocasiones, en determinadas festividades o celebraciones, se bebía champagne, lo que hoy llamaríamos cava. Los niños, también. Y si alguien, pariente o invitado, observaba que quizás aquella bebida no era apropiada para gente tan menuda, nunca faltaba la respuesta del padre:
Es una bebida muy sana, piensa que hasta a los moribundos se les puede dar champagne. ¿No lo sabías?Pues sí, a los moribundos se les puede dar champagne.
De hecho, cada vez que la deliciosa y saludable bebida aparecía en la mesa, no faltaba el comentario del padre, dirigido a nosotros los pequeños, en los mismos términos de siempre.
¿Sabíais que el champagne es tan sano que puede darse incluso a los moribundos? Sí, fijaos si será sano que hasta a los moribundos les dan champagne si lo piden.
Y nosotros asentíamos obedientes y bebíamos encantados bajo la bendición del padre sabio.
Pasó el tiempo, el padre murió, el champagne se convirtió en cava, los niños que éramos en los ancianos que somos, la memoria en melancolía.
Cierto día, ya en mi década de los setenta, no sé por qué razón me hallaba solo ante una copa de champagne, contemplando las alegres burbujitas de la bebida, cuando de pronto oí con toda nitidez la voz clara y segura de mi padre:
Fijaos si será bueno el champagne que se puede dar de beber a los moribundos.
Emocionado, me volví a repetir la frase una y otra vez, con todas las ligeras variantes que creía recordar. Y en esa operación estaba cuando, de pronto, sentí como si un violento resplandor iluminase toda la estancia.
¡Claro! ¡Es cierto! me dije cuando la luz llegó a iluminar la zona correspondiente del cerebro. Al moribundo se le puede dar champagne y cualquier otra cosa porque, por definición, de todos modos se muere.
Era una broma, una genial ironía que nadie, que yo sepa, había sabido captar. Y han tenido que pasar setenta años para que yo diese con la clave. ¿Yo? ¿Solo yo? No es posible. Lo consultaré con los hermanos.
Y de pronto, un pensamiento raro, una duda más que extraña bloqueó en la mente cualquier otra reflexión: ¿Era en realidad una broma? ¿Era en realidad una ironía? ¿No estaría hablando mi padre de buena fe? ¿No le habría pasado alguien la “broma”, que él habría tomado como indiscutible realidad? Imposible saberlo. Y pienso que la verdad permanecerá escondida para siempre.
Sí, para siempre oculta en la recóndita región de los secretos de familia, allá donde crecen las novelas.
¿Nadie ha de hablar ahora? ¿Nadie ha de acusarme? ¿Nadie ha de venir a remover de nuevo los rescoldos de mi existencia? ¿Para qué he sido entonces devuelto a esta tiniebla? ¿Acaso ha terminado el juicio? ¿Cómo es que he sido abandonado aquí, entre la vida y la gran Luz? ¿Se han apagado ya todas las voces de la vida?
“De ti depende, Dante”
“¿De mí?…¡Beatriz, santa Beatriz! Ya no esperaba oir tu voz. Has venido para ayudarme, para acompañarme, para salvarme. Así se cumple el sueño de mi vida, el que legué al mundo, esculpido en millares de versos, que forman el mas grande poema nunca escrito… Háblame, Beatriz… ¿No dices nada?… ¿Qué ocurre? ¿He de permanecer de nuevo en la oscuridad y el silencio después de haber oído dos palabras tuyas? Háblame, Beatriz, te lo suplico”.
“¿Qué he de decir, Dante?”
“Alabado sea Dios, porque has hablado. Pero quizá no te he entendido. Yo, pobre pecador, ¿he de dictarte lo que has de decir?”
“Siempre ha sido así”.
“¿Siempre?…”
“Desde tus primeras canciones y baladas, que reuniste en el librito que llamaste La vida nueva, hasta el canto treinta de tu Paraíso, cuantas veces he hablado ha sido con palabras que tú ponías en mi boca.”
“Sí, comprendo…soy poeta… pero en nuestra juventud tuvimos alguna conversación sin que yo pusiera las palabras en tus labios, y ahora mismo…”
“Ahora mismo, ¿qué? ¿De dónde salen estas palabras mías? Eres poeta, sí, y como poeta has inventado un mundo, un extraño mundo que se inaugura con el primer soneto de Lavida nueva, en el que sueñas que la personificación del amor me tiene en sus brazos, mientras con la mano me da a comer tu corazón. ¿Qué es eso, Dante? ¿Cómo hay que llamarlo?”
“Es… alegoría… fantasía…”
“Fantasía, sí. Toda tu obra es fantasía.”
“Toda obra poética es fantasía.”
“Sí, pero tu vida también lo es.”
“¿Es eso un reproche, Beatriz? ¿De qué me has de acusar ahora? ¿No se agotaron tus acusaciones en nuestro encuentro a la entrada del Paraíso? ¿No derramé ya entonces suficientes lágrimas para borrar todos mis errores pasados? ¿No quedé absuelto de todos los pecados para ser digno de contemplar la maravillosa visión?”
“Me estás dando la razón, Dante. Todo eso de que hablas pertenece a la obra, no a la vida.”
“Es cierto, pero también es verdad que la obra es la manera más auténtica y honda de entender y sentir la vida.”
“Luego no haces distinción entre vida y arte.”
“Apenas.”
“Y sin embargo, Dante, no eres capaz de llegar a las últimas consecuencias, de aceptar y reconocer todo eso que tus actos y tu vida entera proclaman.”
“¿Reconocer…?”
“Que eres tú quien pone las palabras en mis labios, que eres tú quien ha dado forma a mi persona”.
“Es verdad que siempre has habitado y crecido en la parte más honda de mi alma…pero yo te tomé de una niña, de una joven llamada Bice Portinari.”
“Igual que el dormido oye un ruido leve y sueña con una procesión de tambores”.
“Pero la realidad de la vida no es un sueño: el esfuerzo cotidiano por mantenerse en pie y con dignidad, el trabajo continuo por dominar las artes y las ciencias, por desentrañar la maquinaria del universo, las luchas ciudadanas, los amores, inocentes o perversos, el vino, tantas veces amargo, de la amistad. Todo eso es real y sentido. Guido Cavalcanti…”
“No hace falta que menciones a tu amigo. No ha de venir.”
“He polemizado con él en esta oscuridad…”
“¿Con él? ¿Estás seguro de que era él? ¿Cuántas cosas sabía ese Guido que no podía saber porque la muerte se lo había llevado antes, como el contenido de toda tu obra? No, Dante, no has polemizado con Guido.”
“No te entiendo, ¿con quién entonces he estado hablando y disputando?”
“Contigo, sólo contigo. Lo mismo que cuando te explicabas a Angelo o cuando te excusabas ante Gemma.”
“¿Conmigo? Pero ellos hablaban con razones propias, y sus palabras me herían o conmovían, ¿cómo podría ser yo el autor de todo eso?”
“Como lo eres en los sueños. ¿No sueles encontrar en ellos a personas extrañas u hostiles? Y, sin embargo, ¿quién es el único autor de tus sueños?”
“¿Yo…?
“Sí, Dante, en esta oscuridad no ha habido más voces que las que han salido de ti mismo. Pero no sólo en esta oscuridad. También antes, en la escena luminosa de la vida, eras tú quien creaba los personajes y les dictaba las palabras. No sólo a mi persona, a Beatriz, has dado forma. Tu mente ha creado una gran obra, que no se limita a los versos que escribiste. Dante, eres tú el creador del mundo en el que vives. De ti ha surgido todo, como cuando sueñas. Pero ahora has de despertar.”
A continuación, el texto de las razones que di en Facebook de la selección y publicación de estos nueve fragmentos:
Entre el 13 y el 14 de septiembre de 1321 Dante Alighieri, uno de los más grandes poetas que ha dado la humanidad, murió en Ravenna, donde vivía la última etapa de su exilio, forzado, hacía veinte años, por el triunfo de los enemigos políticos en su Florencia natal. Por aquí, apenas se ha conmemorado o dicho nada al respecto. Yo, hace unos años, escribí una novela dentro del estilo que he venido cultivando (Catulo, Cicerón, Schopenhauer, Larra, Petronio). Se titula La alta fantasía (Dante Alighieri) y no se ha publicado. La verdad es que no he puesto especial empeño en su publicación. Ahora me arrepiento. Pienso que, a mi edad, una de las cosas que me consolaría de tener que dejar este mundo sería ver publicada (y leída lo más posible) la obra citada. Y he pensado que, desde algunas redes sociales como ésta, quizá podría llegar mi especie de reclamo a algún editor interesado y valiente. Con este fin, a partir del día 6 de septiembre, publico aquí, mediante enlaces a mi Blog, ciertos fragmentos de la novela, que he seleccionado yo mismo; por orden de aparición en la obra, pero no seguidos, sino salteados.