Existe en muchos científicos – diría que en la inmensa mayoría – cierta propensión al asombro, incluso al pasmo, ante el hecho de que el universo sea comprensible para la mente humana; de que se puedan formular leyes sobre el comportamiento de la naturaleza, y que funcionen; de que el universo entero se rija por leyes matemáticas arduamente elaboradas por nuestros cerebros más despejados; de que haya, en fin, una perfecta correspondencia entre el objeto mundo y el sujeto mente. La frase que mejor expresa esta actitud se la debemos a Einstein:
Lo más incomprensible del mundo es que sea comprensible.
Y Einstein era un gran científico, capaz de ver lo que los otros no supieron ver – característica ésta esencial del genio – sin renunciar por ello al sentido común. Y ahí es donde falla. Desde el punto de vista de la filosofía, se entiende.
Cierto filósofo sentenció que el sentido común está bien para la cocina (no sabía que llegarían cocineros dispuestos a expulsarlo también de los fogones), pero que nada tiene que hacer en la filosofía.
El sentido común nos dice que los objetos de la naturaleza son, en sí, tal como los vemos, y que están ahí tanto si los vemos como si no. El sentido común hace decir a un famoso divulgador científico que los números y las matemáticas existen tanto si los humanos los conocen como si no.
La filosofía es otra cosa. La filosofía, por lo menos a partir de Kant, pone el acento en el acto mismo de conocer. ¿Y qué significa “conocer” cuando el sistema de relaciones que observamos en el mundo exterior es el mismo que el que el genio matemático elabora en la soledad de su estudio?
¡La matemática! ¿La matemática existe fuera de nosotros? Sí, por lo visto. Pero resulta que es la misma que existe dentro de nosotros…y ahí es donde se produce el asombro del científico.
Pongo fin a estas reflexiones con unas palabras que el amigo Augustbecker nos dejó en cierto foro filosófico:
Tanto asombro en tanto sabio científico solo tiene una explicación, y es el analfabetismo filosófico de que adolecen tales servidores de la ciencia. Para mí, que contemplan la realidad como se contemplaba tres siglos atrás. Siguen en la esfera del realismo ingenuo, como si Kant no hubiese existido. Para ellos, por un lado está el sujeto – el mismo investigador, por ejemplo – y por otro el objeto, el mundo físico o universo o como se quiera llamar. Y entonces, claro, se maravillan de que dos cosas tan ajenas entre sí se entiendan perfectamente o, mejor dicho, que el objeto posea la misma racionalidad que el sujeto. Alguien les habría de decir que esas “dos cosas” no son tan ajenas entre sí, que la una está contenida en la otra y la otra en la una, que lo que el científico conoce no es el universo en sí, sino la representación que de él se forma en su mente, la cual obviamente solo puede representárselo bajo formas racionales. Es triste que personas que saben tanto sepan tan poco.
EGO.- Puedes estás seguro, Alter, que si un día te dedicas en serio a la literatura y alcanzas cierto nombre, algún entrevistador, posiblemente más de uno, dejará caer la inevitable pregunta. “Usted ¿por qué escribe?” O quizá en forma finalista “usted ¿para qué escribe?”. Pero que caerá, seguro.
ALTER.- ¿Quieres decir que ya tengo que empezar a preparar la respuesta?
EGO. – No estaría de más. ¿A ver? Probemos. Tú ¿por qué escribes?
ALTER.- Un momento, un momento. No pretendas liarme. Aquí el escritor eres tú. Y seguro que ya tienes preparada la respuesta. Vamos, suéltala. Tú ¿por qué escribes? O si prefieres ¿para qué escribes?
EGO. – Te recuerdo que yo no soy el sujeto de todas las cuestiones que se plantean aquí. Esto no es una entrevista o reportaje sobre mi persona. Además, se trata de una pregunta que admite cualquier tipo de destinatario, siempre que sea escritor, naturalmente.
ALTER.- Pero las respuestas serán distintas, según el preguntado.
EGO.- ¿Y qué? El problema no está en las respuestas sino en la pregunta. Y es que preguntar a un escritor, de los de verdad, por qué escribe es como preguntar a un niño por qué juega.
ALTER.- ¿Quieres decir que se trata de algo natural, irracional, irreprimible? Pues yo recuerdo haber oído algunas respuestas con razonamientos bien argumentados y muy creíbles.
EGO.- Yo también. Pero tengo la impresión de que esas respuestas son en realidad justificaciones a posteriori de algo que, en sí mismo, ni tiene justificación ni tiene por qué tenerla.
ALTER.- Por ejemplo…
EGO. – Entre las más sensatas oídas o leídas en entrevistas: para crear mundos distintos, porque el real no es suficiente; para ser otro; para luchar contra la muerte; para satisfacer la propia vanidad… y así hasta las más pedestres e inverosímiles, como para hacerse famoso o para hacerse rico.
ALTER.- ¿Y qué tienen de malo esas respuestas? ¿No responden a lo que piensa el escritor en cuestión?
EGO.- Por supuesto, a lo que piensa como justificación o explicación de su actividad. Es lo que te decía antes. Y es que todas esas respuestas no nos informan sobre las razones o causas reales de que una persona se ponga a escribir manejando mundos más o menos reales o imaginarios.
ALTER.-¿Y sabes tú cuáles son esas razones o causas reales?
EGO.- Bueno, aquí hay que distinguir entre la causa eficiente y la final, aristotélicamente hablando. La causa final de la actividad literaria la puede elegir cada cual a su gusto, por ejemplo, entre las que antes he mencionado. Pero la causa eficiente, el porqué, nadie la conoce, ni el propio escritor interpelado, por mucho que pontifique sobre sí mismo, y ni siquiera el crítico o psicólogo que lo estudia; acabo de leer la opinión de un psicólogo sobre las razones de Kafka: escribía para contrariar a su padre. ¿Qué te parece? ¡Asunto zanjado!… ¿Sabes qué te digo? Que en realidad ningún escritor sabe por qué ni para qué escribe, y es que los impulsos básicos que dirigen la trayectoria vital de las personas permanecen siempre fuera del foco de la conciencia.
ALTER.- Me gusta esa frase. Traducida al lenguaje normal, quiere decir que uno no sabe por qué se dedica a escribir, que es su destino y punto, ¿no?
EGO.- Bueno, es otra manera de decirlo.
ALTER.- Ego, ¿tú crees en el destino?
EGO.- No me gusta nada esa manera de preguntar.
ALTER.- Perdona, maestro, he hecho una pregunta como otra cualquiera, educadamente…
EGO.- Disculpa, no va contigo la cosa, sino en general. Me molesta esa manera de preguntar, porque es generadora de confusión. ¿Crees en el destino? ¿Crees en el amor? ¿Crees en la inspiración? ¿Crees en la política? ¿Acaso estamos obligados a contestar con un sí o un no? El destino, el amor, la inspiración, la política, la libertad, la amistad, la educación, la ciencia, el arte, la experiencia, ¿son artículos de fe, son códigos cerrados que hay que aceptar o rechazar de una vez por todas? No he visto mayor absurdo. Y sin embargo, son muchos los que, de buenas a primeras, se apuntan a un sí o a un no sin distingos ni matices.
ALTER.- De acuerdo. De todos modos, me gustaría oír tu opinión sobre el tema que te he propuesto tan groseramente. O sea, si tienes algo que decir sobre eso que se comenta por ahí de que hay una fuerza llamada destino, que guía inexorablemente nuestra vida o sobre eso otro de que no existe tal fuerza y que todo depende de la libre decisión de cada cual.
EGO.- Como circunloquio te ha salido bastante forzado y poco elegante, pero, bueno, aprecio el esfuerzo. Para los antiguos griegos y romanos el destino era una evidencia. No se puede afirmar que “creían” en él: lo tenían ahí. Como no se puede decir que uno cree en el sol. Séneca resume perfectamente esta actitud al hacer suya una sentencia de uno de los antiguos sabios griegos: ducuntvolentem fata, nolentem trahunt, el destino conduce al que quiere y arrastra al que no quiere. En la Edad Media, con el cristianismo, el destino desapareció del horizonte y sus funciones pasaron a ser ejercidas, en parte, por el Dios único. Y digo en parte, porque los teólogos elaboraron un extraño y difícil equilibrio entre la Providencia Divina y el libre albedrío. Más adelante, con la modernidad, se fue insistiendo en la soberana e indeterminada libertad del individuo, tendencia que culminó en el delirio existencialista. Pero, al mismo tiempo, los descubrimientos de la ciencia, al ponerlo todo bajo el mecanismo de la causalidad, abrían la sospecha de si el ser humano no sería un elemento más de la naturaleza sujeto a causas (que él llama motivos) y efectos y, por lo tanto, que todo estaría ya escrito en el código genético con que cada cual se presenta al mundo, de manera que, dadas unas circunstancias concretas y el carácter congénito del individuo, éste no podría tomar otra decisión que la que toma.
ALTER.- Entonces, del libre albedrío, nada de nada.
EGO.- Bueno, siempre hay esperanza para el que la desea. Y así muchos pensadores han encontrado en la física cuántica un nuevo apoyo para reforzar la postura antideterminista, pues el baile incontrolado, imprevisible, de las partículas elementales, el principio de incertidumbre o indeterminación y todo eso corrobora, según ellos, la libertad radical con que se mueve el universo y la conciencia humana.
ALTER.- A ver, a ver si he entendido algo… Libertad radical con que se mueve… pero eso supondría la imposibilidad de establecer leyes y por lo tanto del conocimiento científico.
EGO. – En efecto. Einstein, con su enorme sentido común lo vio muy claro: Dios no juega a los dados.
ALTER.- Ego, no te molestes, pero la conclusión que yo saco de todo esto es que, para ti, bajo una u otra forma, el destino existe.
EGO.- ¿Existe? ¿Qué significa “existe” cuando hablamos de ideas o conceptos? En este campo existe todo lo que se percibe como existente.
ALTER.- Como también el libre albedrío, entonces. Para sus defensores.
EGO.- Por supuesto. El problema que tengo con el concepto de libre albedrío es que no sé qué entienden exactamente por tal sus defensores. ¿El poder de tomar decisiones con desconexión total de lo que constituye el animal humano, desde la carga genética hasta el ambiente en que nace y vive? Eso es algo imposible, a no ser que nos refiramos a alguna especie de ser angélico. Y es curioso que, incluso los más acérrimos defensores del libre albedrío prescinden de su doctrina cuando se trata de enjuiciar a los demás. Por ejemplo, saben muy bien que, en una situación determinada, el individuo tal, dado su carácter, historia y todo lo que conocemos de él, actuará de una forma concreta y no de otra. Solo él, el que enjuicia, se cree capaz de decidir con libertad absoluta…
Hace tiempo que los entendidos decidieron que el genio no existe. Y llamo “entendidos” a aquellas personas que, habilísimas en el olfateo de las tendencias imperantes en las modernidades sucesivas, se expresan siempre de acuerdo con lo que estas dictan. Lo que ingenuamente se llama “genio”, dicen, es solo el producto de las condiciones materiales y del esfuerzo y laboriosidad del individuo, y afirmar otra cosa es retrotraerse a un romanticismo trasnochado, carente de bases científicas.
Pues que digan. Que yo de todos modos pienso divagar un poco sobre lo que, hasta hace no sé cuanto tiempo, se entendía por genio… Y se sigue entendiendo, por supuesto, con total desprecio por parte de la ciudadanía hablante hacia los dictados de la modernidad de turno.
Mozart era un genio, como Victor Hugo, como Einstein. Como bastantes más. Pero no muchos. Las cualidades de esos individuos les permitieron crear su obra de una manera radicalmente original y brillante. ¿Cuáles son esas cualidades? Cedo la palabra al doctor Schopenhauer (traducido por R.R. Aramayo):
Todo conocimiento profundo y hasta la genuina sabiduría radica en la captación objetiva de las cosas… Siempre hay una captación intuitiva en el proceso creativo, donde toda obra de arte genuina y cualquier pensamiento inmortal recibe la chispa de la vida…
…Lo que se denomina el despertar del genio, la hora de la inspiración, el momento del éxtasis, no es otra cosa que la liberación del intelecto, cuando éste queda eximido transitoriamente de su servicio a la voluntad. […] Por contra, en toda reflexión deliberada el intelecto no es libre, dado que la voluntad le guía y le prescribe su tema…
…Esos hombres sumamente raros, cuya verdadera importancia no se cifra en lo personal y lo práctico, sino en lo objetivo y teórico, están en situación de captar lo esencial de las cosas y del mundo, o sea, las verdades más elevadas, así como de reproducirlas en cierto modo y manera…
…La esencia del genio es contraria a la naturaleza, al consistir en que el intelecto, cuyo destino es estar al servicio de la naturaleza, se emancipe de este servicio, para actuar por cuenta propia…
Pero estas citas tienen un problema. Y es que el no conocedor de la filosofía de Schopenhauer puede fácilmente confundirse sobre el significado de algunos de los términos que contienen. Por ejemplo, la intuición, el conocimiento intuitivo que ahí se menciona no tiene nada que ver con lo que coloquialmente se entiende por intuición, que es algo así como adivinación. Para el filósofo la intuición es el conocimiento directo de las cosas, independiente de todo procesamiento racional. Tampoco la “voluntad” es aquí lo que normalmente se entiende por tal, sino la fuerza ciega inconsciente que está en todo y lo mueve todo, manifestación directa de la desconocida “cosa en sí”.
Así, que lo que básicamente distingue al genio es la contemplación distanciada, no interesada, de la realidad, o de la “idea” (otro concepto a aclarar, pero no tengo ahora ni tiempo ni ganas). Esta particularidad es lo que le permite alumbrar obras o ideas geniales, es decir, que los otros no pueden ni imaginar, atrapados como están por sus propios intereses inmediatos, por la “voluntad”. Y es también lo que le hace relativamente incapaz para moverse en la vida práctica, fenómeno que el vulgo señala con el tópico de “sabio distraído” y que el filósofo ejemplifica perfectamente diciendo que el genio es tan apropiado para la vida práctica como un telescopio astronómico para el teatro.
Se ha dicho que hay rasgos que el genio comparte con el loco y con el niño. Paso por alto lo del loco, porque su tratamiento resultaría demasiado complicado para un espacio tan breve y superficial como éste. Pero me detengo un instante en lo del niño.
El genio comparte con el niño la visión desprejuiciada de las cosas, la curiosidad desinteresada, la mirada siempre virgen, naturalmente creativa, tan distinta de la mirada apagada del adulto, que apenas se digna posarse sobre un mundo que considera ya visto y archivado de una vez por todas.
En las Confidencias sobre Goethe de Riemer se menciona que Herder y otros censuraban a Goethe el ser eternamente un niño grande, llevando razón en lo que decían, mas no en utilizarlo como crítica. También de Mozart se dice que siguió siendo un niño toda su vida.
Concluyendo, creo yo que entre una cosa y otra ya podríamos aventurar una definición del genio, que nada tendría que ver con romanticismos trasnochados, aunque sí, lo reconozco, con un sistema filosófico determinado. Pues bien, ahí lo dejo, que cada cual piense lo que quiera, que en esto no puede haber pecado. Diferente si hablásemos de política.