Desde hace unas semanas voy colocando en Facebook, y a partir de ahora también en el Blog, unos pequeños fragmentos del libro que recoge las conversaciones que Eckermann tuvo con Goethe durante la última década de la vida del poeta.
El trabajo de selección de los párrafos transcritos me resulta de lo más fácil. Me basta con trasladar aquellas líneas o fragmentos que yo mismo subrayé o señalé en mi primera lectura de la obra, en 1959-60.
Es decir que, si alguien piensa que hay fragmentos interesantes que han quedado fuera (seguro) o que no se da una idea veraz o total del entrevistado, ruego que tenga en cuenta que la selección obedece al criterio de un joven de 19-20 años que vivía y leía a principios de la segunda mitad del siglo pasado. Feliz lectura.
Conserve siempre ese dominio de la realidad, esa visión directa, sencilla y asombrosamente humilde – es la humildad la que hace el milagro -de su Nada que releo y admiro.
(5 octubre 1947)
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Laforet a Sender:
…llevo conmigo la Crónica del Alba y no creo que haya habido una novela más hermosa, más llena de pureza y de encanto y de fuerza en toda la literatura de la posguerra.
(octubre de 1965)
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Sender a Laforet:
Hasta en Nada hay felicidad. Hay una dulce conformidad con la desgracia que solo se le puede ocurrir a una muchacha armoniosa y rebosante de gracias – y de talento (y no diga que son piropos). En eso de decir la verdad soy muy baturro.
(29 enero 1966)
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Sender a Laforet:
Nada es la primera obra maestra realmente femenina que hay en nuestras letras. La Pardo Bazán y otras a veces están bien, pero todas quieren ser grandes hombres.
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Dicen que no hay tiempo, pero el poco que tiene la gente lo dedica a envenenarse la vida.
(4 marzo 1966)
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Laforet a Sender:
No se asombre usted de las malas interpretaciones españolas sobre la obra, las intenciones y hasta la vida de uno. Usted se ha olvidado que vivimos siempre en pequeños reinos de Taifas, y que una persona que no está declaradamente en ninguno de estos reinos belicosos, a la fuerza se la considera como enemiga de todos. O tonta, o malvada, o lo que sea.
(6 mayo 1966)
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Sender a Laforet:
Y como le dije es la primera mujer que escribe sin tratar de imitarnos ni de disfrazarse de “gran hombre”, que es lo que suelen hacer por ahí (Simone de Beauvoir y otros excesos).
(27 mayo 1966)
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Laforet a Sender:
La literatura la inventó el varón y seguimos empleando el mismo enfoque para las cosas. Yo quisiera intentar una traición para dar algo de ese secreto, para que poco a poco vaya dejando de existir esa fuerza de dominio, y hombres y mujeres nos entendamos mejor, sin sometimientos, ni aparentes ni reales, de unos a otros…tiene que llover mucho para eso. Pero, ¿verdad que usted está de acuerdo, en que lo verdaderamente femenino en la situación humana las mujeres no lo hemos dicho, y cuando lo hemos intentado ha sido con lenguaje prestado, que resultaba falso por muy sinceras que quisiéramos ser?
“…mi vida gira en torno a mi obra literaria – buena o mala, que sea, o podría ser. Todo lo demás en la vida tiene un interés secundario para mí: hay cosas que, por supuesto, estimaría tener, y otras que da igual vengan o no vengan. Es necesario que todos los que me tratan se convenzan de que estoy bien así, y que requerir de mí sentimientos, de hecho muy dignos, propios de un hombre ordinario y trivial, es como exigirme tener los ojos azules y el pelo rubio. Y tratarme como si fuera otra persona no es la mejor manera de conservar mi afecto. Mejor tratar así a quien sea así, pero en este caso es “dirigirse a otra persona”, o algo parecido. Me gustas mucho -mucho- Ophelinha. Aprecio mucho -muchísimo- tu carácter y tus sentimientos. Si me caso, no me casaré más que contigo. La cuestión es saber si el matrimonio, el hogar (o como se le quiera llamar) son cosas compatibles con mi vida y pensamientos. Yo lo dudo. Por ahora, y en breve, quiero organizar esta vida mía de pensamiento y trabajo. Si no puedo organizarla, está claro que ni siquiera podría pensar en el matrimonio.”
Ante la proximidad de mi encuentro con Fernando Pessoa, he procedido, como suelo en ocasiones similares, a recoger la información que tengo en casa para luego ampliarla explorando redes internáuticas y bibliotecas. Y me he encontrado con un libro, editado en castellano en 1984,que lleva por título Libro del desasosiego de Bernardo Soares, traducido del original portugués por Ángel Crespo.
Como la mayoría de los míos, el libro contiene muchos subrayados propios. He leído algunas de las frases o párrafos marcados y he pensado que sería una buena introducción, a modo de aperitivo, exponerlos aquí unas semanas antes de que concluya y publique mi consabida entrada en el blog.
Hecho:
La inconsciencia es el fundamento de la vida. El corazón, si pudiese pensar, se pararía.
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Ser pesimista es tomar algo por trágico, y esa actitud es una exageración y una incomodidad.
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El derecho a vivir y a triunfar se conquista hoy con los mismos procedimientos con que se conquista el internamiento en un manicomio: la incapacidad de pensar, la amoralidad y la hiperexcitación.
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Una sola cosa me maravilla más que la estupidez con que la mayoría de los hombres vive su vida: es la inteligencia que hay en esa estupidez.
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Dormía, como si todo el universo fuese una equivocación.
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En verdad, no poseemos más que nuestras sensaciones: en ellas, pues, que no en lo que ellas ven, tenemos que fundamentar la realidad de nuestra vida.
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No es el tedio de la enfermedad del aburrimiento de no tener nada que hacer, sino la enfermedad mayor de sentirse que no vale la pena hacer nada. Y, siendo así, cuanto más hay que hacer, más tedio hay que sentir.
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Es tan difícil describir lo que se siente cuando se siente que realmente se existe.
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La mujer es una buena fuente de sueños. Nunca la toques.
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Si tocas tu sueño, morirá; el objeto tocado ocupará tu sensación.
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Cada uno de nosotros tiende hacia sí mismo con escala en los otros.
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Nuestras mayores tragedias suceden en la idea que nos hacemos de nosotros.
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Es noble ser tímido; ilustre, no saber hacer; grande, no tener habilidad para vivir.
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No sé qué sentido tiene este viaje que he sido forzado a hacer entre una noche y otra noche, en compañía del universo entero.
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La vida nos arroja como una piedra y vamos diciendo por el aire “por aquí me voy moviendo”.
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Solo la debilidad extrema de la imaginación justifica que haya que desplazarse para sentir.
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La mayoría de los hombres vive con espontaneidad una vida ficticia y ajena. La mayoría de la gente es otra gente, dijo Oscar Wilde, y dijo bien.
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La ruina de los ideales clásicos ha hecho de todos artistas imposibles y, por lo tanto, malos artistas. Cuando el criterio del arte era la construcción sólida, la observancia cuidadosa de las reglas, pocos podían intentar ser artistas, y gran parte de estos son muy buenos. Pero cuando el arte pasó a ser tenido como expresión de sentimientos, cada cual podía ser artista porque todos tienen sentimientos.
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La condición esencial para ser un hombre práctico es la ausencia de sensibilidad.
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Manda quien no siente. Vence quien solo piensa en lo que necesita para vencer.
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Poseer es perder. Sentir sin poseer es guardar, porque es extraer la esencia de algo.
En uno de los diálogos entre Ego y Alter, incluidos en este Blog, Ego muestra su desagrado por los críticos literarios profesionales y manifiesta su preferencia por los creadores que ocasionalmente ejercen como críticos. Salva dos excepciones (Albert Béguin y Erich Auerbach), además, quizá, de alguna otra que dice no recordar en ese momento, y da algunos nombres de creadores puntualmente críticos que le encanta leer (Thomas Mann, Stefan Zweig, entre otros).
No hay duda de que Ego no había leído el librito que ha caído en mis manos; de lo contario, lo hubiera puesto en primer lugar. Su título es Stendhal; el autor, Giuseppe Tomasi di Lampedusa; el prologuista y responsable de la versión, Antonio Colinas, publicado en Ediciones Península en 1996.
Tomasi, escritor desconocido en vida, autor de la famosa novela El Gatopardo, se enfrenta a la obra de Stendhal en unas pocas páginas repletas de agudas observaciones y felices descubrimientos. De ello, más que mi comentario o descripción, dará fe una pequeña muestra de citas del librito, según traducción, repito, de Antonio Colinas:
“A través de su Julien Sorel, Stendhal se ha expresado a sí mismo tal como realmente era, con sus ambiciosos deseos. En Fabrizio del Dongo, por el contrario, le ha conferido vida real al hombre que hubiera querido ser: al hombre rico, amado, que él no fue.”
“Su genio para aligerar, para suprimir las redundancias, para “mantenerse en el tema”, roza lo prodigioso. Un ejemplo es universalmente conocido. Cuando Fabrizio, después de innumerables pruebas e intrigas, logra penetrar en la habitación de Clelia, las consecuencias de esta victoria son expresadas en cinco palabras: “Aucune résistance ne fut opposée.” Milagrosa sobriedad que alcanza el más elevado efecto artístico. Pensad en los innumerables adjetivos que hubiera puesto en movimiento Hugo… Pero hay muchos más: Stendhal ha conseguido resumir una noche de amor en un punto y coma”.
“El diálogo de los personajes en Le Rouge et le Noir está empleado con una técnica tan refinada que puede pasar inadvertida a primera vista. Ha desaparecido el defecto de tantos novelistas (entre estos se encuentran algunos de los más notables) de revelar el espíritu de las personas a través de lo que éstas dicen. Esta especie de revelación verbal se halla, de hecho, casi ausente de la vida real. El carácter de la gente lo comprendemos, en la mayor parte de los casos, a través de sus actos, de sus miradas, de sus balbuceos, del nerviosismo de sus dedos, de sus silencios y de su espontánea locuacidad, del color de sus mejillas, del ritmo de su paso: casi nunca a través de sus alocuciones, que son siempre púdicas y descaradas máscaras de su interioridad. Esto lo ha comprendido Stendhal a la perfección: de él no poseemos ningún fragmento de diálogo famoso.”
“De bribones como Julien, los hay a millares en la vida y a decenas en el arte. Pero él es uno de los poquísimos que ha sido descrito con una técnica tal que convierte en luminosa para el lector toda su (por lo demás banal) maldad.”
“Debo decir que, aun sabiendo, aun dándome cuenta de que el relato de la Chartreuse está plagado de horribles intrigas, de continuos temores, de personajes siniestros…aunque mi intelecto está en conocimiento de todas estas razones, cuando leo la Chartreuse las olvido completamente y me siento afectado solamente por una incomparable placidez, que trae consigo serenidad y calma.”
A propósito de esta última cita, recuerdo que hace ya años, sin conocimiento de esta opinión de Tomasi, Ego afirma en uno de sus Diálogos:
“Una obra de arte siempre tiene efectos beneficiosos, y cuando digo siempre quiero decir siempre, y cuando digo obra de arte quiero decir obra de arte. No importa que el asunto sea triste, terrible o “negativo”; el efecto siempre será enriquecedor, ennoblecedor. Aún hoy no me explico la honda y agradable impresión que me produjo la lectura de La Cartuja de Parma, novela más bien melancólica y de final infeliz.”
“La Chartreuse es el más puro milagro del sentimiento y del estilo”.
Con esta frase cierra Tomasi su brevísimo comentario sobre la novela de Stendhal, del que he ofrecido unas pocas muestras.
No hay duda de que algo tienen en común el escritor francés de hace dos siglos y el italiano de hace escasamente uno.
En su prólogo al librito de Tomasi, Antonio Colinas escribe:
Stendhal y Lampedusa pertenecen a esa raza de escritores, fidelísimos a su propia voz, casi secretos en su tiempo…; escritores que van a contracorriente porque al expresar en soledad cuanto sus ánimos sienten no están “a tono” con sus coetáneos, con la literatura que se hace en su tiempo. Ellos viven intensamente, hacen Arte y lo expresan, pero no saben (o no quieren saber) que el gusto literario se guía a su alrededor por criterios de moda, por directrices impuestas.
A finales de julio de 1909 el pueblo de Barcelona se echó a la calle – por “pueblo” quiero decir la gente más desfavorecida de la ciudad. Se llevaban a sus hijos a morir en una guerra colonial que solo podía beneficiar a una reducida casta de privilegiados. Fue un movimiento espontáneo: los sindicatos, que quisieron ponerse al frente, enseguida fueron desbordados. Los más violentos de los alzados arrasaron con todo, levantaron barricadas, quemaron iglesias y se enfrentaron a la fuerza pública. Hasta que intervino el ejército. El balance en vidas humanas: 78 muertos (de ellos, tres militares). Enseguida se buscaron culpables. Enseguida se encontraron. Cinco fueron condenados a muerte: tres que en alguna acción se habrían distinguido, un débil mental y un famoso pedagogo de ideario anarquista.
Ante el inminente fusilamiento, el poeta Joan Maragall escribió un artículo pidiendo templanza y clemencia. El diario en que se había de publicar, La Veu de Catalunya, lo vetó; a su director, Prat de la Riba, no le interesaba indisponerse con el gobierno de Madrid.
A continuación lo reproduzco íntegro en versión castellana. Por él y por el siguiente (L’església cremada), que sí se publicó, Maragall fue tildado por la alta burguesía a la que pertenecía de traidor a su clase. Es lo que tiene juntar la inteligencia con la bondad. Por cierto, el artículo puede herir sensibilidades: es escandalosamente buenista.
La ciudad del perdón
por Joan Maragall i Gorina
(artículo NOpublicado en La Veu de Catalunya en octubre de 1909)
Algunas voces nobles que se han alzado aquí mismo y otras que he oído en otros lugares me han demostrado que en Barcelona hay voluntad de amor. Pero en todas esas voces, así como en algunas menos amorosas, un poco irónicas, que también he oído, late o aparece claramente en uno u otro tono esta pregunta: “¿Y cuál debe ser el objeto de nuestro amor, redentor de la ciudad?”. Yo diría: “Aquel que el corazón os dicte en cada momento”. Y con qué tristeza presiento que más de uno me respondería: “¡Es que en este momento el corazón no me dice nada!”.
¿El corazón no os dice nada, ahora, mientras están fusilando gente en Montjuïc sólo porque en ella se manifestó con más claridad este mal que es el de todos nosotros? ¿El corazón no os dice que vayáis a pedir perdón, de rodillas si es preciso, y los más ofendidos los primeros, por estos hermanos nuestros en desamor que querían derruir por odio esta misma ciudad que nosotros les dejamos abandonada por egoísmo? Estamos en paz, pues. ¿Y ellos deben pagar la pena sólo porque su acción cae dentro de un código; mientras que nuestra acción es tan baja que ya no puede caer en ninguna parte? Id a pedir perdón por ellos a la justicia humana, que será pedirla por vosotros mismos a la divina, ante la cual sois posiblemente más culpables que ellos.
Cómo podéis permanecer así de tranquilos en vuestra casa y en vuestras ocupaciones sabiendo que un día, al sol de la mañana, en lo alto de Montjuïc, sacarán del castillo a un hombre atado, y lo harán pasar ante el cielo y el mundo y el mar, y el puerto que trafica y la ciudad que se levanta indiferente y poco a poco, muy poco a poco, para que no tenga que esperar, lo llevarán a un rincón del foso, y allí cuando sea la hora, aquel hombre, aquella obra magna de Dios en cuerpo y alma, vivo, con todas sus capacidades y sentidos, con este mismo afán de vida que tenéis vosotros se arrodillará de cara al muro, y le meterán cuatro tiros en la cabeza, y él dará un salto y caerá muerto como un conejo…él, que era un hombre tan hombre como vosotros… ¡acaso más que vosotros!
¿Cómo podéis permanecer en vuestra casa, y sentaros a la mesa rodeados de hijos y meteros en la cama con la mujer, y atender vuestros negocios, y que esta visión no se os aparezca y no se atragante el bocado de pan en la garganta, y no se os hiele el beso en los labios y no os impida ocuparos de otra cosa que no sea ésta?
¿Y esto no os despertará el amor? ¿Encima me preguntaréis cuál puede ser su objeto, ahora? ¿Pues qué otro que éste? ¿Cómo podéis pensar en cualquiera otra cosa, en estos momentos? ¿Ni cómo habéis podido dejar pasar tanto tiempo? ¡Y, mientras, ya han muerto así tres hombres, y los que esperan…!
¿No sentís fraternidad hacia estos infelices? No queráis saber qué han hecho: mirad sólo en el fondo de sus ojos; ¡fijaos! Sois vosotros mismos: un hombre como vosotros; con ello basta: capaz de todo vuestro bien y de todo vuestro mal: como vosotros del suyo. A este hombre, yo no digo que se le deje marchar y se le abandone y se le devuelva libre a su odio y a sus fechorías; no, a él, como a nosotros, nos conviene estar presos de una forma u otra, y enderezados aunque sea a golpes de mazo, y amasados todos juntos de nuevo en el amor de la ciudad nueva, aunque sea con gran sufrimiento suyo y nuestro, mientras lo suframos juntos; pero, en vez de eso, ¿matarlo, matarlo fríamente mediante un trámite señalado y una hora fija, como si la justicia humana fuera algo seguro, infalible, definitivo como la muerte que confiere? ¿Qué os parece?
Si hubieseis matado a ese hombre batiéndoos como leones contra él al pie de una barricada o en la puerta de una iglesia, yo no podría haceros ningún reproche, porque en tal combate habríais demostrado vuestro amor hacia algo, exponiendo vuestra vida por vuestro ideal; y por el amor de un ideal y su valentía podemos ser absueltos de muchas cosas. Pero ahora, ¿quién os absuelve? ¿Dónde está vuestro ideal, vuestro amor y vuestro sacrificio? ¿Dónde habéis demostrado vuestro valor? Pues no queráis ser cobardes dos veces. Si entonces vuestro valor debía estar en las armas y no lo tuvisteis, tenedlo al menos ahora en el perdón, ahora es el momento preciso.
Y ya lo veréis: las vidas que habréis salvado os parecerán obra vuestra; y a estos hombres que habréis arrancado de las puertas de la muerte, los amaréis como hijos; y ya no los perderéis nunca más de vista; y allí donde estéis os preocuparéis por ellos y por sus semejantes, y vuestro amor les obligará al amor; y sólo por esta obra de perdón por la que empezaréis, Barcelona comenzará a ser una ciudad. Porque los que vendrán de fuera y se enteren no dirán – ¡que no puedan decir! -: “Éste y aquél fueron salvados y redimidos por éstos o aquéllos, los blancos, los negros o los rojos”; sino que deberán decir: “Barcelona ha pedido y obtenido el perdón de sus condenados a muerte”. Y aunque después haya bombas, Barcelona ya no podrá ser llamada la “ciudad de las bombas”; sino que el renombre os vendrá de otra cosa que es más fuerte que todas las bombas juntas y que todos los odios y que toda la maldad humana: el renombre os vendrá del amor, y Barcelona será llamada : “la ciudad del perdón”, y desde ese mismo instante empezará a ser una ciudad.
Empecemos, pues: al Rey que puede perdonar, a sus Ministros que pueden aconsejarle el perdón, a los jueces que pueden atemperar la justicia con la piedad: ¡Perdón para los condenados a muerte de Barcelona! ¡Caridad para todos! Y sería hermoso que empezasen los más ofendidos.
Ocurre a veces. Estoy fuera de casa, en el campo, o en un parque o paseo arbolado de la ciudad. El día es luminoso; el aire, transparente. El color de las hojas de los árboles, verde intenso u ocre otoñal. Todo lo que siempre me rodea y me acompaña de forma anodina o inadvertida se manifiesta de pronto en su máxima belleza. Un sentimiento de paz, de honda felicidad me embarga…
Entonces de mi cabeza asoman estos versos, guardados ahí desde hace muchos años:
Si el món ja és tan formós, Senyor, si es mira
amb la pau vostra dintre de l’ull nostre
què més ens podreu dâ en una altra vida?…
Son de Joan Maragall, un señor de Barcelona de hacia el 1900, burgués, católico, padre de familia numerosa, abogado, escritor, articulista en la prensa, poeta. Su conservadurismo natural – el que necesariamente implicaba las tres primeras características citadas – no le impidió alzarse como aislada voz humanitaria, y silenciada, frente a los que exigían venganza (justicia, decían) contra los supuestos responsables del levantamiento popular de 1909.
Como escritor, admiraba a Goethe. Veía en él, poeta universal, el referente al que podía asirse una cultura catalana aún en ciernes, todavía falta de un fundamento sólido. Y con él compartía muchas cosas: la pasión por la luz, el impulso hacia un equilibrio clásico que domeñase el fervor anárquico del corazón, la querencia por la poesía de circunstancias como oportuna cosecha de momentos escogidos. Otras, no las compartía. Cristiano convencido, Maragall no podía asumir la visión arreligiosa, pagana, del alemán. Ni entendía, creo yo, cómo éste podía compaginar poesía y actitud científica. En carta un amigo escribe:
Molt he admirat i admiro encara a Goethe; pero cada dia sento més la tara racionalista de tota la seva obra.
Y no obstante, el alma goethiana de Maragall no puede menos que estremecerse ante la belleza terrenal de un día bendecido por la luz más pura. En su Cant espiritual, poema al que pertenecen los versos transcritos al principio, se pregunta ¿es posible que exista un “más allá” más bello que la naturaleza que ahora contemplo y siento? Y, dirigiéndose al Dios personal en el que cree, inquiere ¿con qué otros sentidos me harás ver este cielo azul sobre las montañas y el mar inmenso y el sol que en todas partes brilla? Dame la paz eterna con los sentidos que ahora tengo y no querré más cielo que éste tan azul. Hombre soy y humana es mi medida.
Y así, el poeta Maragall, tan místico y tan cristiano, no pide al Creador fundirse con el Todo ni ascender al Cielo, sino renacer en un mundo tan hermoso como el que en ese momento contempla. Y contemplo.
Hubo un tiempo – pongamos la primera mitad del siglo XX – en que cierto género literario alcanzó tal difusión y protagonismo que no se concebía biblioteca particular alguna sin una nutrida representación del género: la biografía, en especial la de literatos y artistas. Escritores de primera fila se complacían en mostrar al lector las vidas y almas de otros escritores o artistas y de ciertos personajes de la vida pública del pasado. Muchos de aquellos escritores-biógrafos se han sumido en el olvido. Algunos nombres permanecen. Como Stefan Zweig, en lugar destacado, y otros cuyo recuerdo va palideciendo en la memoria literaria común: André Maurois, Romain Rolland, Emil Ludwig… De Emil Ludwig quería hablar.
Yo conocí justo el final de aquel tiempo. En 1958 tenía 18 años y quería ser escritor. Entre otras cosas me interesaba saber cómo era un escritor de verdad. Así que, además de a la lectura de las obras, me aplicaba a investigar la personalidad de los autores. De acuerdo con el gusto de la época, la modesta biblioteca familiar contaba con algunas biografías de famosos. Un buen día tomé el primer volumen de la biografía de Goethe – de quien creo que aún no había leído nada – escrita por un tal Emil Ludwig y traducida en parte por Ricardo Baeza. Quedé fascinado. Fue una revelación absoluta. La magia del biógrafo consiguió que, sin ninguna preparación previa, me sumergiese cómodamente en la época, el mundo, el ambiente y, sobre todo, en la personalidad del biografiado. Y es que buscando plata, encontré oro, quiero decir que, buscando solo un escritor de verdad, di con un hombre de verdad: Goethe.
Con el paso del tiempo, la vida fue dando vueltas, y en medio de todas sus mudanzas solo una cosa permanecía intacta: la manía de escribir. Y sin embargo, hasta hace relativamente poco, es decir, hasta edad bastante avanzada, aquella manía no empezó a dar frutos dignos de ofrecerse al lector (editoriales mediante, que esta es otra historia) sin avergonzarme.
Sin pretenderlo, obedeciendo a un destino que quizá apuntaba ya en mis lecturas juveniles, elegí como tema principal de mis obras la reelaboración novelesca de las vidas y personalidades de grandes escritores. Catulo, Cicerón, Dante, Schopenhauer, Larra… La elección de cada uno de estos nombres tiene su propia historia secreta. Secreta incluso para mí, porque tengo la impresión de que en esas elecciones fue más decisiva mi parte inconsciente que la consciente. En el caso de Schopenhauer, aparte de motivaciones inconscientes, una circunstancia concreta fue decisiva en mi elección. No era el filósofo en principio una persona que me motivase lo suficiente para colocarla en el centro de una ficción, pero un dato biográfico llamó poderosamente mi atención. Es el caso que no sé cómo me enteré de que las vidas de Schopenhauer y Goethe se habían cruzado. Investigué y vi que, no solo habían entrado en contacto brevemente – uno joven y el otro anciano -, sino que el encuentro había marcado de alguna manera la vida del filósofo. Y seguí investigando. Y empecé a escribir. Y el resultado fue El silencio de Goethe o la última noche de Arthur Schopenhauer, que la desaparecida editorial Cahoba publicó en 2006, y que ahora ha reeditado (con el título recortado) la editorial Piel de Zapa, con su característico bien hacer.
A diferencia de la de Schopenhauer, la personalidad de Goethe me era bien conocida desde los lejanos días de la adolescencia, desde aquella lectura fascinante de una biografía, escrita por Emil Ludwig con caracteres mágicos. ¿Ludwig? ¿Pero quién se acuerda hoy de Emil Ludwig?…Yo, naturalmente.
(Publicado en la revista QUÉ LEER, Nº 214, noviembre 2015)
Al mediodía del 28 de agosto de 1749, al sonar la duodécima campanada, vine al mundo en Francfort del Main. La constelación era afortunada: el Sol estaba en el signo de Virgo y culminaba para este día; Júpiter y Venus lo miraban amistosamente y Mercurio sin aversión; Saturno y Marte se comportaban con indiferencia; sólo la Luna, que acababa de alcanzar su plenitud, ejercía el poder de su oposición tanto más cuanto que su hora astral había llegado simultáneamente. Por ese motivo se oponía a mi nacimiento, que no podía tener lugar hasta que dicha hora hubiera transcurrido.(1)
1. Goethe parodia aquí la tradición astrológica de las biografías renacentistas.
(De Poesía y verdad, de J.W. Goethe; traducción y nota de Rosa Sala Rose)
Jaime Gil de Biedma tiene veintiséis años. Una afección pulmonar le obliga a interrumpir su trabajo en Barcelona para pasar unos meses de descanso en la casa familiar de Nava de la Asunción (Segovia). La ajetreada vida de alto ejecutivo en una gran empresa, la vida “disipada” (así se decía entonces) de sexo y alcohol quedan en suspenso. No así la afición a las letras y el contacto – ahora necesariamente epistolar – con los amigos escritores: Carlos Barral, Gabriel Ferrater, Goytisolo, Castellet…
Por el contrario, aprovecha el retiro de Nava para seguir ejercitándose en la escritura. En la poesía, que viene casi sola, y en la prosa, que requiere más trabajo consciente. Con este fin, va escribiendo una especie de Diario, en el que va recogiendo, con afán puramente ensayístico, es decir, de intento, de prueba, las impresiones y pensamientos, de aquellos meses. Y la herramienta se va puliendo, hasta que una mañana luminosa de agosto, en el jardín de la casa, escribe unas líneas que, para muchos, se perderán en el mar del texto:
Desde debajo de unas celindas me estudia un gato negro, incongruente. Parece un resto de noche que han olvidado ahí.
Pero yo pienso que solo un poeta auténtico puede escribir una prosa así.