Dicen que un libro puede cambiarle a uno la vida. No sé. Depende de cuál es el libro y de quién es el uno. Pero, milagros aparte, es cierto que el libro oportuno leído en el momento oportuno puede ser decisivo en la evolución intelectual-espiritual de una persona.
Pero no solo un libro. Hay muchos incidentes en la vida que pueden provocar un cambio de rumbo o, por lo menos, una súbita profundización de nuestra consideración del mundo o, más aún, una instantánea y pasajera iluminación del abismo que nos sostiene. Una amistad, un maestro que nos abre puertas insospechadas, una pasión que nos descubre fugaces paraísos interiores, una frase que pone en cuestión la hasta entonces sólida visión del mundo. Y de frase va la cosa.
Es menos que una frase. Son cinco palabras que apenas forman un enunciado:
LA LOCURA DE LA VERDAD
Cualquiera puede verlas. Cualquiera que se de un paseo por la Rambla del Poble Nou de Barcelona y, poco antes de llegar al mar, dirija la vista a la izquierda. Sobre una pared de ladrillo de un viejo edificio, verá un extraño grafiti de aire surrealista, pero de aquel tipo de surrealismo directo y punzante, que se remonta al Bosco…aunque no voy a describirlo ahora, porque conozco mis limitaciones en este género literario y más vale la imagen en sí que mil palabras mías intentando describirla. Aquí está:
Ignoro quién quién tuvo la idea de poner ahí la frase, y si la inventó o la encontró entre las páginas de un poema o de un tratado filosófico, y de qué manera la entendió y qué efecto pretendió que causara, y si va en relación con las figuras que más abajo se quitan las respectivas máscaras o es una propuesta independiente del resto de la escena, un aserto sapiencial como el que figuraba en el templo de Apolo de Delfos (“conócete a ti mismo”). No sé nada de todo eso. Solo sé que, al leerla, se dispararon en mí multitud de reflexiones incontroladas.
Recordé lo que el apóstol Pablo escribía a los corintios diciéndoles que la cruz de Jesús era un escándalo, una locura, para el mundo. Y al mismo Jesús guardando silencio a la pregunta de Pilatos acerca de la verdad, y proclamando por otro lado que la verdad es él mismo (“yo soy el camino, la verdad y la vida”), cuya carne hemos de comer y cuya sangre hemos de beber si queremos vivir eternamente. La locura.
También recordé a algunos de aquellos pensadores que, reacios a comulgar con el vacío optimismo oficial, han puesto el dedo en la llaga de lo evidente, desde Schopenhauer hasta Cioran, pasando por Leopardi y Mainländer: la vida es sufrimiento inútil y lo mejor sería no haber nacido.
¿Es ésta la verdad? ¿O lo es la del profeta al que hay que devorar? Locura en todo caso. Porque las demás propuestas son tan inconsistentes, que se caen por su propia falta de peso.
Y a lo que iba al principio. Me gustaría poder imaginarme en plena juventud, descubriendo esa frase y sintiendo que el cerebro me va a estallar. Y es que ahora es diferente. Han pasado tantos años, tantas vivencias, tantas lecturas, tantas reflexiones, que el sentido de la frase ya no puede sorprenderme.
Solo me sorprende verla ahí, en un grafiti sobre la pared de ladrillo de un viejo edificio, en la Rambla del Poble Nou de Barcelona, muy cerca del mar.
Un mar tan azul como solo puede serlo el Mediterráneo. De locura.