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Schopenhauer, creyente

schop. com

Cuando me ronda la idea de la muerte, y ya no como idea sino como sentimiento de algo terrible que ha de suceder, vuelvo a la lectura del texto de Schopenhauer “Sobre la muerte y su relación con el carácter indestructible de nuestro ser en sí” (El mundo como voluntad y representación, volumen II, trad. R.R. Aramayo). Y salgo ligeramente confortado. Y digo “ligeramente” porque siempre quedan pendientes dudas, ambigüedades, puntos oscuros, cosa natural, por otra parte, cuando el autor piensa y se explica con honradez.

Pero en esta ocasión, la lectura del texto mencionado me ha sugerido algo más, algo en lo que no había pensado en las ocasiones anteriores y que ahora se me ha presentado como una evidencia incontestable: Schopenhauer es un creyente. Y no sólo en el sentido de que cree en su propia filosofía, cosa inevitable en cualquier pensador y hasta en cualquier persona, sino en el sentido de que su filosofía, requiere la fe del lector.

A lo largo de toda su obra, mediante un proceso en el que combina la intuición directa del mundo (incluido el propio cuerpo), el estudio de las ciencias de la naturaleza y una aplicación estricta de la racionalidad (¡él, el llamado “irracionalista”!), Schopenhauer llega a construir una visión del mundo en la que éste aparece como una dualidad (que en realidad no es tal, pues se trata de dos aspectos de lo mismo): la cosa en sí, incognoscible excepto en su manifestación como voluntad, y el fenómeno, es decir, el mundo empírico, encuadrado en el tiempo, el espacio y la causalidad y objeto de la ciencia.

Al abordar el tema de la muerte aplica, como es natural, el mismo esquema: el individuo desaparece en cuanto fenómeno, pero permanece como ser en sí. Lo que ocurre es que, en el texto mencionado, la afirmación de esta indestructibilidad del ser en sí que hay detrás del individuo adquiere un tono casi religioso, en el sentido de que se ofrece como consolación de una muerte que no es tal, porque oculta la transcendencia e inmortalidad del ser humano.

Pero ¿de qué ser humano está hablando? No del individuo, porque, según su misma teoría, éste es una apariencia, un fenómeno, y la conciencia individual desaparece junto con el cuerpo que la albergó, permaneciendo sólo la cosa en sí inmutable.

Llegado a éste punto, uno se pregunta, ¿para ése viaje se necesitaban tales alforjas? Cierto que la filosofía de Schopenhauer parece alumbrar zonas de la realidad hasta entonces nunca enfocadas con tanta agudeza, precisión y -creo yo- acierto. Pero también es verdad que fracasa en su intento de ofrecer un consuelo “religioso” a los individuos, pues la transcendencia que anuncia puede no importar en absoluto al individuo concreto, que quisiera perdurar, si no en carne y hueso, al menos en un paraíso como el prometido por el cristianismo. O como fuere (¿no dijo Unamuno que prefería el Infierno a la inexistencia?).

Es decir, que, en mi opinión, el componente consolador de la propuesta del filósofo sólo puede funcionar si el lector, aparte de comprensión, aporta toda la fe necesaria. En realidad se han de seguir tres pasos: primero, entender todo el proceso explicativo de su teoría; segundo, aceptar esta teoría (o doctrina, como él solía llamarla), darla por buena, y tercero, sentir que el “consuelo” que pretendidamente nos aporta es realmente efectivo. Porque uno puede entender y aceptar la “doctrina” schopenhaueriana y no hallar en ella – concretamente en el texto mencionado, escrito con esta intención – el menor consuelo. Y es entonces cuando la fe se revela como necesaria. Y es que nuestro filósofo es un creyente y exige que sus seguidores también lo sean.

De todos modos, los que no tengan la fe suficiente para comulgar con su visión del mundo, siempre podrán gozar de una literatura de primer orden, porque es incuestionable que en su escritura hay belleza. En la forma y, en el texto en cuestión, también en el fondo.

Y al pensar esto, es inevitable que vengan a la memoria aquellas palabras de Machado

Los grandes filósofos son poetas que creen en la realidad de sus poemas.

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ANTONIO MACHADO. El sol de la infancia I

El poeta – y en esto no se distingue de las demás personas – ve el mundo a través de su mundo. Lo que le distingue de los demás es que sabe explorar y expresar la íntima relación que hay entre el individuo sintiente y la realidad externa. Y expresarla de forma atractiva, o bella, o estremecedora, de esa forma, en fin, que llamamos arte.

Una tarde parda y fría 

de invierno. Los colegiales

estudian. Monotonía

de lluvia tras los cristales.

¿Quién no ha sido colegial? ¿Qué colegial, en clase, no ha seguido el deslizarse de las gotas de lluvia tras los cristales una tarde parda y fría de invierno, mientras estudia o sueña en las lejanas vacaciones?

La primera vez que leí estos versos yo ya no era un niño, y recuerdo que sentí de repente el aroma, la presencia viva de aquellas tardes melancólicas en una escuela rutinaria como la que evoca el poeta.

Pero no fue la suya una infancia triste y melancólica, como puede deducirse de los versos citados, sino más bien luminosa y rica en sensaciones que habían de alimentar buena parte de su poesía.

Nació en Sevilla, y nada menos que en la Palacio de las Dueñas, donde sus padres tenían alquilada una parte como vivienda.

Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,

y un huerto claro donde madura el limonero.

Hasta el traslado de la familia a Madrid a los ocho años de edad su patria fue Andalucía. Más tarde, la vida y la fuerza del pensamiento imperante entre los intelectuales de su generación (llamada “del 98”) le hicieron preterirla a una patria de adopción, Castilla, alma adormecida de una España a la vez amada y odiada.

Aunque Machado nació poeta – como todos los poetas que nacen – parece que no fue hasta los 23 años, con ocasión de un viaje a Sevilla desde Madrid, que compuso un poema, y no publicó por primera vez hasta los veinticinco. Tan tardío tratándose de un poeta, que hay que suponer que escribiría ocultamente (y destruiría) miles de versos inconfesados. Lo que se sabe es que, desde 1899 hasta la fecha de publicación, en 1903, escribe una serie de poemas a los que da en conjunto, y en la primera versión, el título de Soledades. 

Todo poeta, quiera o no, lo es de su tiempo. Y el tiempo literario de finales del siglo XIX y principios del XX, estaba presidido por el simbolismo y el modernismo. La influencia de la poesía de Verlaine, de Rimbaud y de Mallarmé era inevitable y, entre los poetas hispanos, la de Rubén Darío, con quien trató y simpatizó durante dos de sus breves estancias en París.

Pero Antonio no era ni mucho menos unos de esos escritores que se quedan en la forma, que se dedican a manufacturar productos de acuerdo con los vientos de la moda, y cuyos nombres se olvidan con la misma facilidad y rapidez con que se encumbran.

El suyo es un simbolismo o modernismo intimista que remite a Bécker y que sabe expresar las nostalgias, temblores y temores del alma a través de símbolos transparentes.

El agua, o la vida cuando brota o corre; el huerto, la ilusión, sobre todo del recuerdo infantil; las galerías, espacios donde aguardan los recuerdos; el mar, la plenitud del ser despojado de la individualidad; la tarde, el tiempo del declive melancólico de las fuerzas de la vida; el camino, la senda que seguimos hacia el final, pero que solo existe cuando la trazamos al avanzar, como las estelas en la mar. 

En 1907 se publica una refundición, ampliada, del libro con el título Soledades. Galerías. Otros poemas, en la que desaparecen algunas composiciones y se añaden otras. En ella se muestra aún más parco en la utilización de los recursos que imponía la moda; sus versos son menos sonoros, más sobrios, más íntimos. Diríase que el poeta de la interioridad ha alcanzado ya tal plenitud que no puede avanzar más en el mismo sentido.

Campos de Castilla, colección de poemas publicada por primera vez en 1912, año aciago para el autor, representa en cierto modo un cambio de rumbo, un dirigir la mirada, no sólo al mundo del ensueño y del recuerdo, sino también a la realidad que vive y se mueve ante el poeta.

La vieja Castilla, a la que empezó a conocer en 1907, es el escenario central de los poemas. Las tierras, la gente, el paisaje, la soledad de sus campos, el hosco futuro que sobre ella se cierne, como sobre toda España si no se impone un giro salvador y quizá violento (España que alborea / con un hacha en la mano vengadora, / España de la rabia y de la idea).

La obra es un intento de pasar del extremado subjetivismo de Soledades a una mirada objetiva sobre el mundo circundante, que además exige un esfuerzo narrativo. Y así, incluye la historia La tierra de Alvargonzález, episodio rural de dimensiones trágicas. Y hacia el final, una serie de consideraciones – siempre de menor fuerza poética – sobre el triste panorama humano del país (La España de charanga y pandereta… etc.), que solo puede remediar “la España que alborea”.

Pero en ciertos poemas, añadidos en la segunda edición, la obra muestra, intacta, la poderosa fuerza lírica del autor que aquí se nutre de un paisaje asociado al recuerdo, tan vivo como soñado, de la amada Leonor, la esposa-niña desaparecida al tiempo que se publicaba la primera versión de la obra:

Soñé que tú me llevabas…

Sentí tu mano en la mía,

tu mano de compañera,

tu voz de niña en mi oído,

como una campana nueva… 

En Nuevas canciones, publicada en 1924, se impone la vena popular, por una parte, y la reflexiva, por otra. Respecto a esto último, hay que tener en cuenta que al lado del manantial lírico, cuya frescura y hondura es evidente desde los primeros poemas, se iba desarrollando y tomando fuerza una mirada filosófica, que él consideraba amenazadora para la auténtica poesía (en cambio, sus convicciones cívicas, siempre en el sentido laico y progresista, le acompañaron sin conflicto íntimo toda la vida).

Hacia sus treinta años escribe:

Poeta ayer, hoy triste y pobre

filósofo trasnochado,

tengo en monedas de cobre

el oro de ayer cambiado.

Y es esta nueva necesidad de comunicar sus reflexiones, especialmente aquellas que considera demasiado audaces o no muy seguras, la que le lleva a crear los apócrifos (o heterónimos) Abel Martín y Juan de Mairena, los cuales se expresan sin ambages y a menudo con ironía: los grandes filósofos son poetas que creen en la realidad de sus poemas, dice Mairena.

Pero Antonio Machado fue, por encima de todo, un gran poeta hasta el último momento, hasta aquel momento triste y oscuro en el que, por última vez, soñó con el sol de la infancia. (Continúa)

(De Los libros de mi vida. Lista B)

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ANTONIO MACHADO. El sol de la infancia II

Antonio Machado nació en Sevilla en 1875, segundo de seis hermanos, en el seno de una familia ilustrada de clase media. El padre había publicado varios estudios sobre folklore andaluz y gallego; el abuelo, Antonio Machado Núñez, era médico y profesor de ciencias naturales, ambos relacionados con Francisco Giner de los Ríos, director de la Institución Libre de Enseñanza.

El nombramiento del abuelo como profesor de la Universidad Central en 1883, determinó el traslado de toda la familia a Madrid. Allí Antonio realizó sus estudios – en los que nunca fue muy destacado – en dos institutos públicos y también en la Institución Libre de Enseñanza, donde confirmaría el ideario y, sobre todo, el talante liberal y progresista aprendidos en la familia. En 1893 murió el padre y dos años después el abuelo, con lo que la situación económica de los Machado, que nunca había sido boyante, se vio seriamente agravada. 

Junto con su hermano Manuel – con el que estuvo muy unido hasta el extraño pero hasta cierto punto comprensible desvío de éste casi al final – empezó a participar en la bohemia madrileña y se aficionó al teatro, llegando a interpretar algún pequeño papel. La vida material se resolvía como se podía, entre otras cosas colaborando en la preparación de un diccionario.

En 1899 viaja a París, donde Manuel, que le ha precedido y trabaja en la editorial Garnier como traductor, le ofrece un trabajo en la misma editorial. Allí conoce a los escritores Gómez Carrillo y Pío Baroja. El mismo año regresa a Madrid.

A los veinticinco años de edad, su vocación y sus intereses están ya muy claros. El 30 de marzo de 1901, publica por primera vez unos poemas, en la revista Electra.

En abril de 1902 vuelve a París, donde permanece unos pocos meses y entabla una buena amistad con Rubén Darío, maestro de la poesía modernista hispanoamericana. De regreso a Madrid, continúa escribiendo y participando en las tertulias literaria: entre sus amistades se cuentan Juan Ramón Jiménez y Valle-Inclán, con el que viaja unos días a Granada.

En 1903 se publica Soledades, su primer libro de poemas, que cuatro años después saldría de nuevo a la luz refundido y ampliado. Colabora en varias revistas y, en busca de una fuentes de ingresos segura, oposita a cátedra de instituto de francés. La consigue, y en 1907 se incorpora a la cátedra del instituto de bachillerato de Soria, el mismo año que se publica Soledades. Galerías. Otros poemas y que conoce a una niña de 13 años, Leonor Izquierdo, hecho que se puede calificar de central en la vida del hombre y del poeta.

Tras esperar el tiempo necesario para que la novia alcance la edad mínima legalmente exigida, en julio de 1909 se celebra la boda entre Leonor, de 15 años, y Antonio de 34. Pensaban viajar a Barcelona, pero las noticias sobre la revuelta popular (Semana Trágica), hace que cambien el destino por Fuenterrabía.

En 1911, Machado obtiene una subvención de la Junta de Ampliación de Estudios para estudiar filología francesa en París, y allí renueva su amistad con Rubén Darío y asiste a unas clases del filósofo Bergson, que le dejan profundamente impresionado. Y de pronto, Leonor enferma gravemente: tuberculosis. En septiembre regresan a Soria. Al año siguiente, casi al mismo tiempo que se publica Campos de Castilla, muere Leonor (Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería…) y Machado decide abandonar Soria.

Se traslada a Baeza, donde durante siete años enseña gramática francesa en el instituto de bachillerato. Son años de escasa producción poética, de más inclinación a lo filosófico, tiempos en que el oro de ayer, se le está transmutando en monedas de cobre. Incluso estudia por libre filosofía y se licencia en 1918. 

Por estos años, sobre todo a partir de la publicación de sus Poesías Completas en 1917, su prestigio como poeta queda sólidamente asentado. Y también como intelectual, en el ámbito de la llamada Generación del 98. Se trata, personalmente o por carta, con Azorín y Unamuno, entre otros. Pero no será hasta su traslado a Segovia en 1919 cuando, en un ambiente más propicio y con la cercanía de Madrid, podrá intensificar sus contactos con lo más preeminente del la cultura española.

En 1924 se publican Nuevas Canciones. Y una vieja y querida afición se renueva en esta década: el teatro. En colaboración con su hermano Manuel escribe varias obras que obtienen un éxito notable de crítica y público, entre ellas Juan de MañaraLa Lola se va a los Puertos.

A finales de la década se produce en su obra un renacer poético-amoroso que tiene como destinataria la entonces misteriosa Guiomar, cuya identidad quedó despejada años después – señora bien, casada, en busca de poeta delicado que nutra su alma sin comprometerla demasiado.

Y nunca olvida su empeño cívico – mejor llamarlo así que “político” -, siempre del lado de la libertad, la cultura y el progreso social, con el que colaboran, a su manera, los escritos de los “apócrifos” Abel Martín y Juan de Mairena. El momento más feliz en este sentido es el de su participación en el acto de izar la bandera de la República en el ayuntamiento de Segovia el 14 de abril de 1931.

En septiembre del mismo año consigue ser trasladado al Instituto Calderón de la Barca de Madrid. Los años siguientes son para Machado de una gran actividad social e intelectual. En el 32 se estrena la última de las obras teatrales escritas con Manuel (La Duquesa de Benamejí). En el 33 se publica la tercera edición de Poesías Completas. Escribe artículos en El Sol y en Diario de Madrid y protagoniza junto con Manuel las tertulias del café Varela. Y en la primavera de 1936, poco antes de que se produzca la rebelión militar – “Alzamiento Nacional”, según los textos escolares y oficiales de los siguientes cuarenta años – publica Juan de Mairena.

Tras el estallido de la guerra se traslada con su madre y su hermano José y familia a Valencia. No deja de escribir artículos, en especial del tipo de literatura que la situación demanda, y participa en el Congreso Internacional de Escritores en Defensa de la Cultura, al que concurren literatos de la talla de Neruda, Huidobro, André Malraux, Tristan Tzara, W.H. Auden, Octavio Paz, llyá Ehrenburg y un largo etcétera.

Y la guerra continúa. En abril del 38, antes de que los rebeldes alcancen el Mediterráneo y dividan en dos la zona republicana, los Machado, siempre a instancias del gobierno leal, se trasladan a Barcelona, donde, después de una breve estancia en el Hotel Majestic, se les instala en un palacete de la parte alta (Torre Castanyer), confiscado a sus aristocráticos propietarios. En poco menos de un año publica en La Vanguardia 26 artículos.

Pero el avance de las tropas de Franco es imparable. El 22 de enero de 1939, cuatro días antes de la caída de Barcelona, Antonio Machado y familia, con la compañía y ayuda de Joaquín Xirau (filósofo que se exiliaría y desarrollaría su carrera profesional en México), emprenden viaje hacia Francia, entre centenares de miles de fugitivos (refugiados). Tras pasar la frontera el 28 de enero con un sin fin de penalidades (a pie y bajo la lluvia y el frío), se detienen en la localidad costera de Cotlliure.

Acogido en un hotel junto con su familia, Antonio Machado, enfermo de cuerpo y alma, muere el 22 de febrero.

Sin duda los días previos al final fueron luminosos, en el cielo y en el mar. En un bolsillo del abrigo se encontró un papel con una linea escrita…

              estos días azules y este sol de la infancia

(De Los libros de mi vida. Lista B)

 

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La muerte de la novela I

Andan inquietos muchos escritores de diferentes ramas (novelistas, críticos, periodistas, etc.) con el asunto de la posible muerte de la novela. Unos la certifican de todas todas, otros la ven venir con el comprensible terror que toda aproximación de la muerte impone, otros se pierden y nos pierden con matices y distingos que no siempre comprendemos.

El revuelo no resulta nada extraño, porque decretar la muerte de algo es cosa seria. Y a veces rayana en el ridículo. Como el que hizo Nietszche, anunciando a bombo y platillo la muerte de Dios, ¡pero cómo puede morir alguien que no ha nacido!… Bien, reconozco que las cosas no son tan simples, y que el anuncio del filósofo quizá contenía una carga de profundidad muy respetable.

Nunca he sido un gran lector de novelas. Pero algunas de las que he leído me han parecido auténticas maravillas de la imaginación y del arte. Citaré solo a los rusos Tolstoy, Dostoyevski y Goncharov, y al alemán Thomas Mann. Solo pensando en las obras de estos escritores uno puede echarse a llorar ante la posibilidad de que un arte semejante desparezca para siempre. 

Y sin embargo, como antes he apuntado, siempre he tenido cierta prevención ante la novela. No sabía por qué. Hasta que, casualmente, di con una frase de Antonio Machado que me iluminó sobre las posibles razones de mi rechazo. Frase que contiene su dosis de incorrección política, que espero que el lector – y sobre todo la lectora – sabrá disimular.

Lo que hace realmente angustiosa la lectura de algunas novelas, como en general la conversación de las mujeres, es la anécdota boba, el detalle insignificante, el documento crudo, horro de toda elaboración imaginativa, reflexiva, estética. Ese afán de querer contar cosas que ni siquiera son chismes de portería…(continuará)

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