Archivo de la etiqueta: Acquaviva

Cervantes. La novela en su laberinto II

alcala2Miguel de Cervantes nació en 1547 en Alcalá de Henares, hijo de un cirujano – entonces categoría inferior de médicos -, que había descendido social y económicamente con respecto a su padre, licenciado en derecho y con cargos relevantes en la administración pública. No hay ninguna prueba de que la familia fuese de origen converso, detalle sin importancia para los convencidos a priori de lo contrario.

Pasó la infancia de un lado a otro debido a los cambios de domicilio impuestos por el padre para eludir las molestias de los acreedores, lo que no le libraría de pasar unos meses en la cárcel por deudas cuando el pequeño Miguel tenía seis años, situación que recuerda la que había de vivir otro gran novelista de tres siglos después.

De sus estudios poco se sabe, solo que no los hizo completos o reglados, debido a la continua trashumancia de la familia. Se supone que estudió en Sevilla y Córdoba. A principios de 1569 consta como alumno en el Estudio de Madrid, dirigido por López de Hoyos, prestigioso humanista de tendencia erasmista, a quien sin duda debe en parte la actitud abierta y tolerante (siempre protegida por una doble capa de ironía y humor), que contrasta con la mentalidad inquisitorial y contrarreformista que, desde finales del siglo XVI, impera en España y en parte de Europa.

A principios de 1569 aparece en Roma, sin que los historiadores se pongan de acuerdo sobre los motivos (algunos suponen problemas con la justicia). El caso es que, a sus dieciocho años, el incipiente poeta que era entonces conoce se maravilla y goza de la vida y la cultura italiana, manjar siempre exquisito para los artistas españoles de la época. Y en Roma sirve al joven Giulio Acquaviva, nombrado cardenal poco después. Pero pronto se traslada a Nápoles, otro paraíso soñado por los artistas ibéricos, donde su vida va a tomar un rumbo inesperado y al parecer contradictorio con sus aficiones.

Aunque no lo es. O no lo era entonces, piénsese en Garcilaso, gran poeta y gran soldado. El caso es que en Nápoles se alistó en los Tercios cuando se preparaba una gran ofensiva contra los turcos, encabezada por España y Venecia.

En la batalla naval de Lepanto, librada en 1571, su actitud fue la propia de un soldado español de la época: valiente más allá de lo necesario (otra vez el recuerdo de Garcilaso de la Vega), con el resultado personal de una herida de arcabuz en el pecho, una mano inutilizada y unas líneas destacadas en su historial para acceder a empleos públicos. Pero siguió participando en acciones militares (Navarino, Túnez, La Goleta) hasta que, a finales de 1575, pertrechado con estupendas cartas de recomendación de don Juan de Austria y de otros oficiales, inicia en Nápoles la navegación de regreso con la esperanza puesta en su nombramiento como capitán.

Cartas, por cierto, que habían de tener una utilidad que no pudo imaginar. Y es que la embarcación en que navegaba fue asaltada por corsarios berberiscos y sus pasajeros, capturados y llevados a Argel. Y aquí lo de la importancia de las cartas, porque, de acuerdo con el protocolo del oficio, lo primero que hicieron los raptores fue clasificar la importancia de los raptados y, a la vista de la documentación que portaba Cervantes, que lo mostraba como especialmente apreciado por señores muy principales, lo consideraron desde el primer momento como una inversión valiosa que hay que preservar con vistas al rescate. Esto explica que, durante los cinco años de cautiverio en Argel, no lo pasara tan mal como otros menos “recomendados”, y que incluso conservara la vida después de cuatro intentos de fuga.

Rescatado gracias a las gestiones de la familia y de los frailes trinitarios, previo pago del precio exigido, Cervantes reestrena libertad a finales de 1580. Desde entonces no deja de escribir, sobre todo comedias, que es el género más de moda, con la esperanza de ganar fama y dinero, pero al mismo tiempo aspira a un empleo oficial que le aporte cierta seguridad. Y obtiene algún nombramiento como comisario real, pero su petición de 1582 de acceder a un puesto en la administración de las Indias es rechazada.

En 1585 publica La Galatea, novela pastoril que le da cierto renombre y que lo sitúa entre los autores “medianos” de la época, situación que apenas variará a lo largo de su vida no obstante el doble éxito de sus últimos años.

Por las mismas fechas se casa con Catalina de Salazar, de 19 años – él tiene 37 -, heredera rural de Esquivias (Toledo), donde la pareja reside durante años, entre idas y venidas de Miguel. Boda que tiene lugar poco después de que a Miguel le naciera una hija (Isabel) de su relación con otra mujer; la niña vivió con su madre hasta que, huérfana a los quince años, fue acogida por la familia Cervantes, concretamente por la hermana Magdalena, y con los Cervantes (mejor, las) vivió en calidad de sirvienta; oficialmente, porque parece que, pese a ese título para cubrir las apariencias, siempre recibió trato de hija. Y como tal la reconoció el padre tiempo después.

Ese “parece que”, inserto en el párrafo anterior, lo considero necesario en todo lo que se refiere al relato de la vida de Cervantes. Porque de él sabemos muchas cosas, por lo que cuenta, por lo que cuentan los otros y por los documentos, pero todas se refieren a sus movimientos, traslados, amistades, relaciones. Mientras que, de verdad, de verdad, poco o nada sabemos de sus sentimientos y afectos. No se sabe, por ejemplo, si su vida matrimonial fue satisfactoria o razonablemente feliz. Por una frase del testamento de la esposa años después de que enviudase parece que sí. Parece. Y ni siquiera su visión del mundo se conoce en verdad, pues resulta muy difícil, sino imposible, descubrirla bajo el brillante juego entre lo convencional y lo irónico en el que se mueve toda su obra. (Continúa)(De Los libros de mi vida. Lista B)

Deja un comentario

Archivado bajo Opus meum