Archivo mensual: febrero 2021

Último paseo de Paulino por las calles de Barcino


[Pocos días antes de su partida hacia Nola, Paulino (el personaje de La ciudad y el reino, por supuesto), con un sentimiento de nostalgia anticipada, relata algunos detalles del que sería su último paseo por la Barcelona de la década final del siglo IV.]

Algunas tardes suelo – debería decir solía – caminar por la ciudad o sus alrededores. Conozco este lugar con la misma precisión con que conozco cada uno de los rincones de mi modesta casa. Uno de mis itinerarios preferidos incluye el recorrido de la vía principal, que atraviesa la ciudad de norte a sur, desde la puerta que mira al monte Ceres hasta la que se abre al mar.

Dada la especial ubicación de Barcino, levantada sobre toda la extensión de un promontorio, al principio hay que caminar cuesta arriba hasta que se llega a la gran plaza. A esas horas el foro tiene un aspecto muy distinto del que ofrece por la mañana, cuando la actividad de vendedores, compradores y tratantes de toda índole le presta un aspecto colorido y dinámico. Por la tarde llenan la plaza gran número de personas desocupadas: grupos de conversadores incansables, individuos solitarios que deambulan o permanecen estáticos, círculos de jóvenes sentados en el suelo, hablando, discutiendo, a veces cantando, niños que alborotan corriendo de un lado a otro entre las figuras impasibles de los mayores.

El antiguo templo de Augusto, situado en un extremo de la plaza, es el lugar preferido de los juegos de los niños, que se esconden y persiguen entre las altas columnas o se desafían a saltar los escalones de acceso al podio. En ninguna otra parte he visto tantos niños, tan activos y a veces tan violentos. Sin distinción de edades, que van desde los cinco hasta los catorce años, se organizan en bandas enemigas y, reproduciendo las gestas (que nunca han conocido) de sus mayores – les basta, Dios mío, pertenecer al género humano homicida – entablan auténticas batallas a pedradas. Hay zonas especialmente peligrosas, como el intervalo que corre junto al tramo norte de la muralla, por donde nadie en su sano juicio se atrevería a transitar a ciertas horas. Aunque los combates decisivos suelen librarse extramuros.

Cruzado el foro, asoma de pronto el mar sobre las murallas, aún lejanas, que cierran la ciudad por el sur. Entonces la calle empieza a descender, al principio suavemente y luego de forma más pronunciada. A medida que avanzo oigo el estrépito de algún portal que se cierra (el artesano ha concluido su tarea), las voces de las vecinas que se hablan de ventana a ventana, y nunca falta la de alguna mujer que a grandes gritos llama a sus pequeños, que no tardarán en llegar, sucios de polvo o barro, con las caras encendidas por el ardor del juego o del combate.

Sigo calle abajo hasta el final y, ya fuera del recinto amurallado, llego hasta los embarcaderos, donde los pescadores cumplen con el ritual necesario de dejarlo todo dispuesto para la próxima jornada. Contemplo un rato el mar plomizo de la tarde e invariablemente pienso que allá, al otro lado, el santo Félix hace tiempo que me espera. Le prometo acudir enseguida. Y antes que las grandes puertas se cierren, cuando el cielo ha perdido su color diurno y enciende sus primeras luces, reemprendo el camino de vuelta.


De  LA CIUDAD Y EL REINO

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Consciencia cristiana versus ingenuidad pagana,

según Paulino de Nola (el personaje de La ciudad y el reino, por supuesto, pág. 64-65)

El mundo ha cambiado, querido Ausonio, y tú no te has dado cuenta. Y no ha cambiado solo porque antes hubiera república y ahora gobierne el emperador; ni ha cambiado solo porque antes los cristianos fuesen perseguidos y ahora estén junto al poder. Ha cambiado porque ha dejado de ser niño. Llegó Cristo, el hijo del hombre, para abrir las puertas a la verdad, para enseñar que la humanidad estaba condenada.

A partir de ahí, querido Ausonio, ya no es posible la inocencia. A partir de ahí ya no es posible aquel hombre feliz, ajeno al problema del mal y del dolor de los otros hombres. De hecho, los que se oponen al cristianismo ya no lo hacen – excepto tú y algún otro nostálgico, como Símaco – desde el terreno de la antigua inocencia. De Manes a Jámblico todos, por extraños y errados caminos, buscan la salvación del hombre, al que saben caído.

Terminó el tiempo de la inocencia olímpica, la edad, para muchos dorada, en que los dioses, representaciones caprichosas de las fuerzas de la naturaleza, jugaban con los hombres y éstos con los dioses y entre sí a los juegos del amor y de la guerra, del placer y del dolor, siempre ajenos al pecado y a la culpa.

Hoy ya no son posibles los juegos inocentes. Hoy sabemos que llevamos el pecado en nuestra carne y en nuestro espíritu, y que sus frutos son el mal, el dolor, la enfermedad, la muerte. Y hoy podemos saber que el mismo Dios se hizo hombre para, por medio de su pasión y muerte, devolvernos a la vida eterna.

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Pero, qué es la ciudad, qué es el reino

Fragmento de una carta de Décimo Magno Ausonio a su amigo Poncio Meropio Paulino. Téngase en cuenta que su  autor no es el Ausonio histórico, sino el personaje de la novela La ciudad y el reino, aunque se parecen mucho. (He comprobado que hay que precisar estas cosas).

Para mí la ciudad es el espacio en que se organiza la razón; es el punto de encuentro de los seres que serían bestias si no se reuniesen para organizarse en sociedad. La ciudad es la forma perfecta de agrupación humana. Cualquiera otra forma de sociedad, creada al margen o por encima de la ciudad, será siempre una forma de barbarie o tiranía. […]

La ciudad es la razón, la claridad, la medida, los límites, la cordura. Los ciudadanos son personas que discuten proyectos, pactan y toman acuerdos y, como por encima de todo aman la libertad, establecen sistemas políticos que la garanticen (ése, como sabes, fue el origen de nuestro consulado, anual y dual). El reino es el misterio, la oscuridad, la desmesura, la inmensidad, la locura. Los súbditos se arrastran ante sus reyes y no tienen más proyecto que el que se les impone desde arriba.

Me dirás que no es ése el reino de que hablas. Lo concedo. Pero ocurre que yo sólo puedo hablar de lo que conozco, y ese reino tuyo nunca ha sido conocido ni creo que lo sea en este mundo. Lo que sí sé es que, hablando tanto de él, lo único que se consigue es que se entierre definitivamente el genio de la ciudad y que el espíritu de los reinos que todos conocemos se imponga cada vez más, acabando con los últimos vestigios de razón y libertad.

(De La ciudad y el reino, págs. 61 y 62)

   

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