Es de esta manera, abandonando a los personajes a sí mismos, como se enciende y pone en marcha aquella intuición que permite dar con la verdad ideal, con la verdad del arte.
En el artículo Pirandello y yo, publicado en 1923 en La Nación, de Buenos Aires, Unamuno escribe:
Es un fenómeno curioso y que se ha dado muchas veces en la historia de la literatura,
El descubrimiento que realizan simultáneamente Pirandello y Unamuno, desconociéndose entre sí, y que provoca la reflexión del último, consiste en la necesaria y radical autonomía del personaje literario de “ficción”. Cierto que esto ya se apunta en Cervantes, quien en la segunda parte del Quijote sitúa a sus dos protagonistas moviéndose libremente entre los lectores de la primera, pero había de llegar la época de la descomposición del yo, que sigue siendo la nuestra, para que la cosa surgiese de manera clara y brillante, desde “las profundidades de la historia”, de la mano de un italiano y un español (o de un siciliano y un vasco), gente poco dada en principio a las elucubraciones de la filosofía, aunque sí a las verdades del arte.
Lo que parece claro es que hay diversos tramos en la historia de la cultura en los que, para amplios sectores de la sociedad, el supuesto objeto artístico no es un fantoche creado de una vez por todas por el capricho de un ser humano, sino un ente natural independiente de la acción de un autor.
¿Estaríamos entonces en el camino de regreso a la sociedad preintelectual y semianalfabeta en la que, para el común de los mortales, los objetos que llamamos artísticos estaban ahí, sin necesidad de que hubiese intervenido la acción humana? Algo hay de eso. Esa sociedad, que he denominado preintelectual y semianalfabeta, existió – y no hay duda de que persiste en determinados ambientes -, y estaba formada por individuos de mentes normales, pero ajenas a los extraños mecanismos de la creación caprichosa. Un ejemplo:
“¿Qué lee usted, señorita?” y tomé el libro que ella había dejado. ¡Oh, cielos! Era realmente una obrita mía,… le pregunté con aparente indiferencia qué opinaba del libro.
“¡Ah, mi estimado señor!”, replicó la muchacha. “Es un libro muy gracioso. Al principio uno se hace un poco de lío, pero después es como si se estuviera dentro.”
Para mi no poca sorpresa, me relató la muchacha mi cuento
Entonces debía llegar el golpe de efecto: Con la mirada baja, con una voz comparable por la dulzura a la miel hiblea, con la sonrisa radiante de autor pleno de gozo, le susurré:
“Aquí, dulce criatura, aquí está el autor del libro que tanto la divierte, ante usted, en carne y hueso”.
La muchacha abrió grandes los ojos, y se quedó mirándome muda, con la boca abierta. Interpreté esto como la expresión del inmenso asombro, del alegre susto ante la repentina aparición, entre los geranios, del genio sublime cuya capacidad creativa ha engendrado una obra como esa. Quizá, pensé al ver que la muchacha no cambiaba su expresión, quizá no cree en absoluto en la feliz casualidad que ha traído a su lado al famoso autor de… Procuré entonces probarle por todos los medios que el autor del cuento y yo éramos una y la misma persona, pero era como si se hubiese quedado petrificada, y de sus labios no brotaba más que:
“Mm -ah -o sea que -como”.
Mas, ¡cómo podría describirte lo ultrajado que me sentí en aquel momento! Resulta que a la muchacha no se le había ocurrido jamás que los libros que leía tenían que ser escritos previamente. El concepto de escritor, de poeta, le era absolutamente desconocido…
Este fragmento pertenece al cuento La ventana esquinera de mi primo, escrito por E.T.A. Hoffmann en 1822, pocos meses antes de su muerte. Aun conociendo, como bien conozco, la riqueza y la fuerza imaginativa del autor, yo diría que la anécdota no es solo fruto de la imaginación, sino que él la vivió o la conoció (se la contaron) de cerca. Y es que la sustancia del relato no es de aquellas que pueden surgir de la nada, quiero decir que si no se ha vivido de alguna manera, es imposible concebirla.
De alguna manera la viví yo mismo y mis hermanos, y creo que todos los de nuestra generación, hasta avanzada la adolescencia. Las diferencias son importantes, insisto,
Respetar la autonomía del personaje, dejar que se mueva y hable por sí mismo, reporta enormes beneficios al autor. Soluciona todas las dudas y señala clarísimamente hacia adonde se ha de encaminar la acción. Este procedimiento constituye un ejemplo práctico de la descripción que nos hace el Filósofo del modo necesario de la creación artística: anulando la propia voluntad para que el fruto de lo intuitivamente concebido se despliegue por sí solo. Pero cómo se realiza esto en la práctica, preguntará el lector curioso.
Bien, hay dos casos diferentes que conviene contemplar por separado, y lo centraré todo en la figura del personaje. Son el del personaje histórico y el del personaje ficticio.
El personaje ficticio
A primera vista, parece que el personaje ficticio permite al autor una libertad total. Falso. En nada hay una libertad total. Todo en el universo se halla sutilmente encadenado por una necesidad inflexible – decía más o menos Séneca -, pese a las precipitadas interpretaciones que se suele dar de los fenómenos cuánticos. En cuanto se intuyen los rasgos básicos, esenciales, del personaje, toda su andadura ha de respetarlos necesariamente. Quiero decir que no vale ni el desvío caprichoso ni la experimentación sin sentido.
Uno de los ejemplos más claros de personaje sólido y consistente, no obstante su aparente incoherencia, lo tenemos en don Quijote. En primer término, lo que llama la atención es el modo tan natural y claro en que en él se combinan la locura y la cordura.
En pocas palabras, que en el tratamiento y desarrollo del personaje ficticio se han de respetar los rasgos esenciales que se le han otorgado desde un primer momento o, dicho de otro modo, que, una vez concebido, ha de ser él mismo y por él mismo quien se manifieste, hable y actúe, del mismo modo que el hijo, procreado por los padres, actúa como dueño de su propia vida.
El personaje histórico
El caso del personaje histórico es algo más complicado. Para empezar, se han de sortear las trampas que tiende la praxis de la llamada novela histórica y que la han convertido en un producto pseudo artístico e intelectualmente poco serio; sobre todo el afán de divulgación arqueológica, que poco tiene que ver con la actividad artística, y el sometimiento a los clisés habituales de personajes y ambientes; o su dinamitación, que viene a ser otra cara de lo mismo.
Dicho esto, la diferencia principal que se advierte entre este tipo de personaje y el ficticio, consiste en que, en el histórico, tenemos ya dados los rasgos esenciales de su personalidad (en mayor o menor grado, según el caso), aunque esto no nos libra de la labor de invención y desarrollo, tarea que, como en el otro caso, ha de ser respetuosa con el núcleo del carácter – entre transmitido e intuido – del personaje en cuestión. Y hay otro aspecto, en cierto modo misterioso, que distingue entre sí a los dos tipos de personajes mencionados. Consiste en lo siguiente.
Para el personaje ficticio, basta con que el autor aplique su imaginación, siempre sujeta a la coherencia básica del personaje, como antes he apuntado. Para el personaje histórico hay además otra posibilidad, que en el capítulo anterior ya he mencionado. Se trata de la adivinación.
La adivinación
Este término, que he asignado al fenómeno que paso a describir, quizá no sea el más adecuado, pero no he encontrado otro. El fenómeno o procedimiento en cuestión
En mi obra publicada se pueden encontrar varios ejemplos de lo que la historia no nos ha dicho, pero que mis personajes reviven. Ahí se pueden ver las razones tenidas entre Catulo y Clodia, entre Catulo y César, entre César y Cicerón, entre Larra y Dolores, entre Schopenhauer y Goethe y, en mi obra no publicada, entre Petronio y Séneca, entre Dante y Bonifacio VIII y entre Dante y Beatriz.
Y he de insistir en que esas breves resurrecciones son obra de los mismos personajes, porque si, como ya he dicho, el personaje siempre sabe lo que tiene que decir, si además es histórico, solo tiene que recordar y repetir lo que ya dijo.
Letras y ciencias
Pero el mérito de los personajes no acaba ahí. Y ahora se trata de los ficticios. La historia está llena de nombres de seres, aparentemente creados por literatos, que ocupan un puesto eminente en el ámbito de la cultura universal. Ahí están Ulises, Edipo, Electra, Eneas, Roldán, Tristán, Hamlet, don Quijote, don Juan, Fausto, Raskolnikov, Bovary, Karenina y todos los que faltan. Y no solo en el ámbito de la cultura general sino también
Estoy pensando en Freud, sí. Porque es evidente que algunos de los “hallazgos” del vienés estaban ya en ciertas páginas del ruso Dostoyevski, como el sentimiento de culpabilidad y la necesidad de buscarse el castigo, en la novela Crimen y castigo, y la pulsión de matar al padre, en Los hermanos Karamazov. Además de la ocurrencia de desear a la madre, explícitamente montada sobre el Edipo de la obra de Sófocles. Y también – sin haber en este caso personaje por medio – hallamos la pulsión de muerte freudiana entre las meditaciones de Séneca (libido moriendi).
Sí, el poder de los personajes es inmenso, sean históricos o ficticios. Acojámonos a ellos, como a los dioses que son, para gozar lo más lúcidamente posible de ese mundo de espíritu y cultura que ya se está acabando.