Cada edad de la vida tiene sus prejuicios y sus manías. Conviene, por ello, que desde muy joven vaya uno observando a los mayores a fin de no caer tontamente en unos y otras cuando le llegue la hora.
La hora me ha llegado, pero como siempre he practicado el consejo que acabo de dar, creo que he salido indemne de los más destacados prejuicios y manías propios de la edad.
El principal, considerar que, a lo largo del tiempo vivido, todo en la sociedad y en el mundo se ha ido deteriorando, que todo irá a peor y, en fin, que sin ningún género de dudas “cualquiera tiempo pasado fue mejor”.
No entro en si el contenido de esta idea es verdadero o no, cuestión que corresponde a la filosofía en su eterna lucha entre pensadores optimistas y pesimistas; me refiero al hecho psíquico, es decir, a lo que bulle en la mente del anciano, ajeno, por lo general, a toda disquisición filosófica sobre el tema.
¿Por qué ocurre esto? ¿Por qué piensan así? Simplemente porque confunden el fin de su tiempo, que evidentemente está al caer, con el fin de los tiempos, que quién sabe cuándo y cómo.
Y sin embargo, esta proposición, a todas luces errónea, es defendible desde cierta perspectiva filosófica, y es que, para el individuo, todos los tiempos se contienen en su tiempo, y la extinción de éste supone la extinción de todos, es decir, del mundo. Además, es cierto que siempre hay algo que se acaba.
Fue hace unos años. Estaba leyendo algo de Thomas Mann, un ensayo, creo, cuando de repente me detuve, como sorprendido por una iluminación súbita, y me dije ¿Pero qué haces? ¿Sabes que todo esto ya no interesa nadie? ¿No te das cuenta de que estás solo? ¿que estás atrapado en un mundo que ya no existe? Homero, Cicerón, Dante, Cervantes, Goethe, Tolstoy, el mismo Mann y muchos más son dioses de una religión hoy desaparecida.
El mundo occidental, que fue su patria y el ámbito de su existencia, reniega de ellos; desterró de la enseñanza general el griego y el latíny ha relegado todo lo que huele a sabio humanismo al rincón de los objetos arqueológicos.
El mundo oriental – las potencias del Pacífico asiático – nunca se ha interesado en serio, creo yo, por ese tesoro de Occidente, quizá porque cuenta con su propia cultura tradicional. Y, según dicen, esas potencias están configurando el futuro inminente de la humanidad.
Y yo, adorando a unos dioses que ya casi no existen; que se están desvaneciendo con el mundo que los había engendrado.
Pero seguiré. Porque sé que no desaparecerán del todo hasta que yo mismo no desaparezca.
Hace tiempo que vengo observando que, salvo escasas excepciones, el artista verdadero no da gran importancia a su arte, ni a las cualidades personales que lo hacen posible.
De Shakespeare, puede sospecharse esto con sobrado fundamento, aunque no se encuentre ninguna declaración suya al respecto. De Goethe, basta con recordar aquella frase en que expresa que lo importante es la actividad (“da lo mismo contar lentejas que guisantes”, más o menos), no el objeto en que se aplica. Hoffmann tenía su producción literaria por algo subsidiario, alimenticio. Anton Chejov consideraba lamedicina como su esposa legal y la literatura como su amante (sin que esto implicase una jerarquía en ningún sentido, supongo). Y sospecho que la lista puede ser larga. Gente que no otorga importancia a sus cualidades creativas porque no ha tenido que adquirirlas. Como el rico de nacimiento.
Tolstoy, además de rico de nacimiento y aristócrata emparentado con la familia imperial, andaba sobrado de facultades creativas innatas (quien no crea en esta posibilidad es que no se ha aproximado de verdad a ninguno de los grandes artistas), como empezó a demostrar a los 24 años escribiendo Infancia, y no dejó de hacerlo hasta la última de sus grandes obras de ficción (Resurrección), a los setenta cumplidos; toda una larga carrera de escritor, jalonada de cimas soberbias (Guerra y paz, Ana Karenina, Sonata a Kreutzer,La muerte de Iván Ilich…).
Yo creo que es en Guerra y paz donde de modo más lúcido, brillante e ingenuo (que no quiere decir no elaborado) da rienda suelta a toda su fuerza creadora. La novela consiste en un inmenso tapiz narrativo (con caracterización de unos quinientos personajes), acerca de las vivencias de unos cuantos hombres y mujeres durante el período que se inicia en 1805 y, con eje central en la invasión napoleónica de Rusia, se prolonga hasta 1814.
En Ana Karenina, centrada en la psicología de una mujer y en el ambiente de la alta sociedad rusa, la fuerza creativa es la misma, pero parece que la ingenuidad artística se va perdiendo: ahí está el personaje Levin, trasunto del mismo autor, con sus dilemas existenciales y morales.
¿Qué ha pasado?
Me divertía mirar la existencia en el espejito del arte, pero cuando empecé a buscar el sentido de la vida, cuando sentí la necesidad de vivir mi propia existencia, ese espejito se volvió inútil, superfluo, ridículo, penoso.
Esto ha pasado: que un gran creador, en vez de limitarse a mirar y recrear el mundo, ha dirigido la vista a su interior y ¡oh, sorpresa! ha encontrado más guerra que paz.
No había cumplido los cincuenta años, tenía una buena esposa que le amaba y a la que amaba, unos buenos hijos; su nombre era célebre (acababa de publicar Ana Karenina) y su salud robusta, cuando de repente descubrió, sintió, que la vida era un absurdo, “mi vida era una broma estúpida y malévola que alguien me estaba gastando”.
Y en su lucha por recuperar el sentido, bordeando en ocasiones el suicidio, abjuró de la gente de su clase, dirigió la mirada al pueblo sencillo y a través de él, de su fe, de su confianza innata en la vida, dio con la luz que despejaba todas las tinieblas: Dios, el Dios de la infancia. “Dios es aquello sin lo que no se puede vivir”.
Pero no alcanzó la paz (solo algunos ingenuos o inexpertos en estas cuestiones creen que la conversión a una fe religiosa proporciona de inmediato la tranquilidad). En su obra Confesión (1882) Tolstoy da cuenta detallada del itinerario que le llevó desde la angustia de la nada hasta una fe apenas compartida con nadie.
Desde joven, cuando corazón y visión no estaban obnubilados por las fuertes pasiones que solían agitarlo, le conmovía la tremenda injusticia de que millones de personas arrastrasen una vida paupérrima trabajando para que unos cuantos privilegiados – los de su clase – vivieran con todos los lujos. Pero no fue hasta 1882, pocos años después de su “conversión”, cuando, de repente, la conmoción lo sacudió de forma insoportable.
Aquel año pasaba el invierno en Moscú y quiso colaborar en el censo de población que se estaba elaborando. En el campo, en su residencia habitual, había conocido a infinidad de pobres. Pero aquello que ahora veía era nuevo para él: los miserables de la gran ciudad. Seres perdidos, aniquilados, despojados de las cualidades que hacen de los humildes campesinos depositarios de las virtudes básicas de la humanidad.
Conoció el inframundo de Moscú, habló con muchos de sus habitantes, estuvo en una especie de dormitorio público donde algunos pasaban las gélidas noches amontonados. Y estalló. “Gritaba, lloraba”, cuenta un amigo, “no se puede vivir así – decía entre sollozos – . ¡Esto no puede ser! ¡No puede ser!”.
Esta radicalización de la conciencia social fue paralela al proceso de depuración de la conciencia religiosa. Su fe en Dios se fue desprendiendo de todo el aparato con que, desde la infancia, se le había presentado. Cayeron los dogmas y la teología, y el alborozo con que la Iglesia ortodoxa había recibido la “conversión” del famoso escritor se convirtió en franca hostilidad que culminó con la excomunión en 1901.
Y es que Tolstoy nunca renuncia a la razón; y así, su cristianismo, finalmente depurado, no le exige creer en la divinidad de Jesús ni en la santísima Trinidad; solo en el Dios de amor que anima la naturaleza y exige que todos los seres humanos vivan la compasión universal para salvar el mundo. A su antiguo interés por la educación de los campesinos pobres, se añade una preocupación obsesiva por la emancipación de todos los oprimidos. Tolstoy se convierte en un revolucionario, pero no en un revolucionario al estilo de Marx o de Lenin, sino al modo de aquellos visionarios de la Edad Media que esperaban la llegada del Espíritu Santo, que había de regenerar a la humanidad.
Ya apenas escribe ficción, solo ensayos y consejos morales, que se extienden por el mundo y prenden a veces en almas similares, como en el joven Gandhi. Pero sabe que su ejemplo no es correcto, que su posición es equívoca – rico hablando de pobreza – y siente que ha de dar un paso más.
La esposa y los hijos mayores advierten su “desvarío” con enorme preocupación. (continúa)
León Tolstoy nació en 1828 en Yasnaya Poliana, cerca de Tula, Rusia, en el seno de una familia de la alta nobleza. A los dieciocho meses perdió a la madre; a los nueve años, al padre, casi coincidiendo con el traslado de la familia a Moscú. Como suele suceder en los ambientes en que sobran los medios, su condición de huérfano en nada afectó a la educación y los cuidados que correspondían a los jóvenes de su clase: una abuela y una tía abuela encargaron de él y de sus hermanos.
En 1844, a los 16 años, entra en la universidad de Kazan para estudiar lenguas orientales, posiblemente pensando en una carrera de diplomático, pero no llegan a interesarle lo suficiente. Pasa luego a estudiar derecho, pero, igualmente decepcionado, se dedica a leer por su cuenta y a iniciarse en la inevitable vida estudiantil de aquella época, y de otras: juego, mujeres, alcohol.
En 1847 deja la universidad y, con vagos deseos de regeneración moral, se retira a la casa familiar de Yasnaya Poliana para ocuparse del campo y de los campesinos. Dura poco. Pronto abandona los buenos propósitos por una vida bastante disoluta entre Tula y Moscú.
Luego quiere probar la senda que sigue su hermano militar Nicolás, y en 1851 marcha al Cáucaso para unirse al ejército, en guerra contra los rebeldes chechenos. El ambiente y la historia servirían de base a una novela que había de escribir muchos años después: Hadji Murat. Pero allá mismo, en medio de las hostilidades, concibe y escribe la que sería su primera obra, que alcanzaría amplia repercusión: Infancia (1852), a la que seguirían, poco después, Adolescencia y Juventud, relatos basados en las propias vivencias, a modo de memorias.
En 1855 participa en el sitio de Sebastopol, durante la guerra de Crimea, mientras no deja de escribir, aprovechando las experiencias. Los Relatos de Sebastopol, junto con Los Cosacos, le proporcionan amplia fama de la que no se abstiene de disfrutar.
En efecto, abandona la vida militar, y en 1856-57 pasa una temporada en San Petersburgo, donde participa en los círculos literarios en calidad de autor famoso, junto con Turgueniev, Goncharov y otros. Hasta que, cansado del ambiente literario, que llega a considerar más falso y vacío que el militar, vuelve a su Yasnaya Poliana, de donde muy pronto parte de viaje para visitar Francia, Suiza y Alemania. En esa época, escribe una serie de relatos, entre los que destaca Dos húsares (1856), que anuncian las preocupaciones éticas que habían de embargarle décadas después.
No abandona su interés por la educación de los niños campesinos y por la pedagogía en general y, para conocer teorías y prácticas educativas, viaja de nuevo esta vez a Inglaterra, Alemania, Italia, Francia y Bélgica, y escribe artículos sobre el tema.
En 1862, a los 34 años de edad, toma una decisión que marcará el resto de su vida. Contrae matrimonio con Sofía Behrs, joven de 18 años de una familia de clase media ilustrada. La diferencia de edad y de experiencias no impide que se establezca entre los dos una relación sincera y fuerte, tan fuerte como los caracteres de uno y otro, que con cierta frecuencia colisionan. Pero, por lo menos, los primeros quince años de convivencia fueron en general pacíficos y fructíferos: ella dio a luz trece hijos (solo ocho llegaron a la edad adulta) y colaboró con él en las tareas intelectuales escribiendo al dictado, copiando y volviendo a copiar los textos corregidos una y otra vez; él dio a luz una de las novelas más sólidas de la literatura universal, Guerra y paz (1869), obra monumental impregnada de la fuerza, la energía, la alegría de que goza el escritor en su período de mayor empuje creativo, y en la que los acontecimientos fluyen de una manera natural aparentemente ajenos a cualquier tipo de esquema preconcebido.
A continuación escribe Ana Karenina, donde se insiste más en lo psicológico y lo ético y se anuncian los íntimos conflictos existenciales del autor. De hecho, la finalización de la obra coincide con su primera gran crisis. Crisis que en cierto modo se cierra cuando halla la paz (relativa) en la fe religiosa – una fe grande y no reglamentada -, proceso del que dejó constancia en Confesión (1882).
La segunda crisis le sobrevino a continuación y se podría concretar en esta reflexión: millones de personas son víctimas de una civilización de cuyos beneficios yo disfruto; esto es un pecado continuo en el que yo incurro con mi lujo. Y se pone a escribir con firmeza contra la Iglesia, contra el estado y contra la propiedad privada, porque el mantenimiento de todo ello requiere el uso de la fuerza sobre las personas. Pero no admite la violencia contraria, sino la resistencia pacífica, la desobediencia activa ante los poderes del mundo. ¿Que debemos hacer? (1886) es la expresión fiel de esta segunda crisis. Pero la obra que mejor resume sus últimas convicciones, religiosas y sociales, y que tanto impresionó a Gandhi, es ElReino de Dios está en vosotros (1894).
¿Y el arte? Ante la magnitud de lo que está en juego, el arte, la literatura, carece de importancia, no es más que un medio de comunicación de los sentimientos humanos, piensa. Y sin embargo, no deja de practicarlo, y de manera tan brillante como en la época más creativa. Entre 1884 y 1889 escribe dos novelas de breve extensión, pero de densidad extraordinaria.
La muerte de Iván Ilich (1886) es el retrato de un hombre que solo vive su papel en la sociedad; profesional concienzudo, falto de ideales o incluso de pensamiento, y que en los últimos momentos, cuando la vida se le escapa entre la indiferencia apenas disimulada de la familia, se da cuenta de que en realidad no ha vivido.
Sonata a Kreutzer (1889), estructurada en forma del relato que cuenta un hombre que ha matado a su esposa, constituye un ataque apasionado, furioso, demoledor, del matrimonio tradicional y, sobre todo, del modo de educación y de los usos sociales que convierten a los varones en bestiales bebedores de alcohol, comedores de carne y depredadores sexuales que no conocen más forma de amor que la posesión y los celos.
Pero esas obras son para él solo entretenimiento. O manera de exponer sus ideas de una forma imaginativa, artística, como Resurrección, última de sus novelas de gran envergadura. Y es que la realidad que importa está ahí delante, en el campo y en las ciudades, en las gentes oprimidas por la codicia de los grandes, siempre amparados por el estado y otros poderes. Él viste ropas de campesino, enseña en las mismas escuelas que ha creado y se dedica a trabajos manuales como el de zapatero. Pero piensa que no es suficiente, que mientras viva al abrigo de su riqueza todo suena a falso, como denuncian sus denostadores. Ha de darlo todo a los pobres.
La familia estalla de preocupación. Sofía ve peligrar su futuro y el de los hijos; los hijos varones se unen a la madre y desconfían del sano juicio del padre. Él se siente agobiado, oprimido. Un amanecer abandona la casa y la familia acompañado del médico amigo. Va en busca de un lugar donde pueda ser libremente él. Muere en el camino. Un domingo de otoño de 1910.