LA CIUDAD Y EL REINO
Finales del siglo IV de nuestra era. Desde su retiro de Burdigala (Burdeos), Ausonio, gran poeta y figura pública de las últimas décadas del Imperio romano, escribe a su joven amigo Paulino. Éste le contesta desde Barcino (Barcelona), y se abre entre ambos una larga correspondencia en la que, sobre la base de una inconmovible amistad, se enfrentan dos maneras de ver el mundo radicalmente opuestas. Ausonio es la razón, el orden, la armonía: la ciudad. Paulino es la fe, el entusiasmo, el misticismo: el reino. Ambos cristianos – Ausonio, de conveniencia – se oponen por razones diferentes a los que utilizan la nueva religión para ascender en el poder (Dámaso, Ambrosio…). Y mientras, el imperio romano se descompone sin que se anuncie en el horizonte señal alguna de un orden nuevo.
(Escrita en 1987-88, pese a los informes favorables de los lectores profesionales, ninguna editorial se “atrevió” a publicarla; 32 años después la Editorial Páramo ha asumido el riesgo, publicándola en noviembre de 2020).
Fragmentos:
De una carta de Ausonio:
…el deber fundamental del hombre es siempre el mismo: llegar a ser aquello que en potencia es. Yo, desde niño, soñaba ser escritor, ser un gran poeta, autor de versos como los que me recitaba mi abuelo. En parte, lo he conseguido. Pienso ahora que ese tipo de deseo, si es auténtico y profundo, llega siempre a cumplirse. Porque, en el fondo, nuestros anhelos no son sino presentimiento de nuestras facultades.
Y tú, querido Paulino, ¿no tuviste anhelos idénticos a los míos? ¿No se te estaban cumpliendo como se cumplían los míos? ¿Por qué entonces todo se ha torcido? ¿Por qué has huido de ti mismo? ¿Por qué te desvías de un camino tan claramente trazado? No es a mí, a tu amigo del alma, a quien traicionas. Te traicionas a ti mismo. Has arrasado la clara ciudad que era tu alma para convertirla en un confuso reino sin razón ni orden. Vendes tus bienes y repartes el dinero entre los pobres. Si sólo fuese eso, yo no diría nada. Pero hay algo peor: vendes tu persona por un hipotético reino futuro, regalas tu tiempo, repartes tu vida entre pobre gente que ni te lo agradece ni lo necesita. Te destruyes por nada. Ayudas a tus hermanos, dices. Más los ayudarías con tus obras auténticas. Cada cual tiene que dar lo suyo. Y lo tuyo es el arte. Todo hombre ha de seguir su propia senda. No puede ir prodigándose por ahí, ayudando a desgraciados cuyo miserable destino no logrará variar ni un ápice.
Despierta, Paulino. Vuelve a ti. Vuelve a tu mundo. Vuelve al lado de tu amigo amado, de tu viejo y cansado Ausonio.
Hasta pronto, ¿verdad?
De una carta de Paulino:
Cada vez soy menos lo que era. En cierta ocasión escribiste que siempre hemos de ser lo que hemos sido. No comparto esa idea, querido Ausonio. Tú concibes el desarrollo del ser humano como el de un planta que va desde la semilla, donde todo ya está incluido, hasta el árbol frondoso. Yo en cambio pienso que no hay más semilla que lo que está en la mente de Dios, y que Él puede guiar el camino de la criatura según sus propios planes, a veces con efectos sorprendentes.
Cada vez soy menos lo que era. Me asombra incluso que tenga recuerdos. ¿Qué sentido ha tenido mi vida hasta el momento de la conversión? ¿Para qué tanta pasión, tanta angustia, tanta desesperación? Ahora que he cumplido los cuarenta, pienso a veces en aquel Paulino de entre catorce y veintiséis años y lo veo como un personaje distante, ajeno por completo a lo que ahora soy. Lo veo como un muñeco de trapo, zarandeado sin cesar por fuerzas extrañas; un muñeco con un corazón de fuego que arde inútilmente, mientras desde fuera los demás elogian su mente clara, su serenidad, su equilibrio – tú también, maestro, tú también -, porque no advierten que se está consumiendo por dentro. Sólo una persona me entendió. Pero esa persona ya no existe para mí. Como no existe nada de todo aquello.
Soy sacerdote de Cristo.
Todo lo anterior ha sido un sueño, una alucinación del alma enferma. Ahora me enfrento a mi verdadera vida, a la vida que no tiene fin.