Archivo mensual: noviembre 2013

Giovanni Papini o la aventura interior II

historia de cristoSorprendentemente, o no, esa luz fue la de Cristo. Hacia el final de la Gran Guerra, Papini se convirtió al catolicismo y, a partir de ahí, empezó a escribir… como escribía antes. Quiero decir que la fuerza incontenible de su verbo, la imaginación desbordada, el inconformismo, el recurso al humor negro y al sarcasmo se mantuvieron vigentes. La única diferencia, creo yo, es que, en el Papini de antes de la conversión, al final de todo eso estaba la nada, mientras que en el de después, al final está Cristo.

Gog es su obra más celebrada. En ella, un millonario excéntrico, entre divagaciones y entrevistas ficticias a ciertos personajes, reales o no, traza un cuadro tan agudo como desesperanzador del mundo contemporáneo. En el mismo sentido sigue El libro negro.

De El libro negro precisamente recuerdo dos relatos tan vivamente que ni siquiera me es necesario releerlos, después de tantos años, para dar cuenta de ellos. De uno me impactó la fuerza humana y poética; del otro, la radicalidad de un nihilismo que la presunta conversión no había conseguido suavizar.

La conversión del Papa es una especie de leyenda medieval. De niño, Aureliano presencia la muerte en la hoguera de su padre, condenado por herejía, y se promete vengarlo de la manera más cruel posible. Ocultando su origen y revestido de ortodoxia y humildad, entra en un convento y empieza una carrera eclesiástica sin mácula. Lentamente va ascendiendo, obispo, cardenal, hasta que, en atención a su manifiesta sabiduría y santidad, el cónclave lo designa Papa. Todo está saliendo como lo había planeado. La noche de Navidad tendrá lugar su proclamación, se dirigirá al pueblo reunido en la plaza de San Pedro y ante la gente sencilla y los sabios doctores de la Iglesia declarará alto, muy alto, que Cristo no es Dios, porque Dios nunca ha existido.

Va a hablar. Entonces ve a la multitud reunida en la plaza, oye los cantos, las plegarias, las lágrimas de emoción y felicidad de quienes contemplan al representante de Dios en la tierra, de ese Cristo nacido en un pesebre y que es el consuelo de los pobres y de los perseguidos. Un escalofrío le sacude, tiemblan todos sus miembros; de pronto, una dulzura infinita inunda su alma limpiándola de todo rastro de odio y de rencor. Se dirige a la multitud y habla de Cristo, de Dios hecho hombre nacido en Belén, de su madre María, de los pastores…

En La interrogante del monje el narrador (Gog) desea pasar unos días en un monasterio de clausura, donde es acogido. En la primera y única noche que duerme en la celda, una figura siniestra le despierta en pleno sueño. Es uno de los monjes, de rostro desencajado y ojos de loco. Quiere saber. Dice que a todos los forasteros que pasan por ahí les pregunta lo mismo: ¿todo lo que enseña nuestra religión es verdadero, totalmente verdadero? Porque, prosigue, si no fuese así, habría desperdiciado mi vida, habría renunciado a los placeres terrenales por una quimera, por una fantasía, por algo que no existe. Gog, después de decirle que no puede responder con exactitud a su pregunta, le da la única respuesta que está a su alcance y que además considera la única verdadera: que el mundo hace pagar un precio altísimo por los pocos momentos de placer imaginario, que una vida libre de desilusiones y amarguras es en sí misma un gran premio aun cuando no existiera nada después de la muerte, que en cualquier caso su elección ha sido la mejor.

Papini escribió otras obras tan famosas como las citadas. Entre ellas, Historia de Cristo, Dante vivo y El juicio final, que también leí, y Cartas del papa Celestino VI a los hombres y El diablo, que no he leído. Pero con el fin de la segunda guerra mundial su fama, que ya estaba en decadencia, se eclipsó por completo. A ello contribuyó por una parte, los cambios en los gustos y tendencias en la literatura y el pensamiento y, por otra, su adhesión al fascismo…

¿Papini fascista? ¿Pirandello fascista? ¿Cómo se explica? No sé. Bueno, un poco se explica mirando el asunto no con los ojos de ahora sino con los de entonces. Ahora, ese adjetivo se utiliza como mero insulto para descalificar al oponente. En la Italia de los años veinte y treinta designaba un régimen político con un importante respaldo popular que prometía paz, justicia y progreso a los ciudadanos (además de la resurrección de pasados imperiales). De más difícil explicación – desde el punto de vista ético-político – es la actitud de tantos escritores, intelectuales y artistas españoles, cobijados bajo un régimen mucho más sanguinario e impopular, liquidado el cual, no fueron molestados por nadie.

Pero en el momento de mi descubrimiento papiniano yo nada sabía de todo eso (además de que aún faltaban veinte años para la liquidación del régimen de Franco). En realidad, apenas sabía nada de nada. Fue precisamente aquel descubrimiento el que me reveló toda mi ignorancia, me arrancó del patio del colegio y me mostró las vías infinitas del pensamiento y de la imaginación sin límites.

(De Los libros de mi vida)  

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Giovanni Papini o la aventura interior I

A los diecisiete años de edad uno puede haber corrido medio planeta viviendo toda clase de aventuras exteriores con sus correlatos interiores, o puede no haberse movido de casa y conocer el mundo solo por lo que cuentan los padres, los maestros, los compañeros y los libros. Yo era de estos últimos.

Es verdad que la eclosión de la pubertad, con sus dudas y problemas – que en aquella época y sociedad uno apenas se atrevía a comentar con los mayores – había derribado en parte el mundo confortable del niño; derribo que ya había sido anunciado por la irrupción del enamoramiento, ocurrida hacia los diez años, todavía en plena ignorancia de lo sexual. Pero, a pesar de tan serios anuncios, el marco se mantenía intacto.

El mundo estaba hecho de una vez por todas y tenía una sola dimensión. Había que obedecer, estudiar, no hablar en clase, jugar en los ratos autorizados, creer en todo aquello que te explicaban en el colegio, incluidas las bondades del cristianísimo Franco, para ser el día de mañana un hombre de provecho, es decir, continuador del negocio de papá o profesional de prestigio (abogado, médico, arquitecto, etc).

En ésas estaba yo cuando irrumpió Papini. No sé cómo llegó el libro a mis manos. Para el adolescente encerrado en el mundo cuadriculado que acabo de mencionar, el título no podía ser más sugestivo e inquietante: Palabras y sangre. Y el contenido o, al menos, el efecto que me produjo era, no sé cómo definirlo… como una descarga continua de fusilería.

Hasta cierto punto yo ya estaba familiarizado con los relatos extraordinarios, sobre todo gracias a Allan Poe, pero aquello era totalmente nuevo para mí. Porque no se trataba de historias, como las del americano, que, por horrorosas e impresionantes que fueran, apenas rompían el límite de la aventura exterior, sino que éstas, las de Papini, parecían en verdad escritas con la propia sangre por alguien que estaba dispuesto a llevar pensamiento y emoción hasta más allá de lo posible.

El hombre que carga con la maldición de que todo lo que desea se cumple al momento; el que se constituye en propiedad de otro para que éste asuma, por él, las enfadosas decisiones de la vida; el que se condena a encierro perpetuo por sus crímenes no descubiertos, porque no espera ni cree en la justicia de los hombres; los que intercambian sus almas; el que inexplicablemente provoca la muerte de las personas que le aman; el que se pierde a sí mismo en una fiesta de Carnaval… Son algunas de las historias que dejan en el ánimo del lector – al menos, del lector que yo era – la clara sensación de que el argumento es solo el pretexto, la capa que cubre algo terrible que solo por un instante se manifiesta, como el relámpago en la noche oscura.

En la última de las citadas, por ejemplo, nos cuenta del caso del hombre que asiste a una fiesta de Carnaval, en la que, como está acordado, todos llevan el mismo disfraz de arlequín. En un momento de la confusión general se encuentra en una gran sala, presidida por un enorme espejo situado en lo alto, en compañía de multitud de arlequines idénticos a él. Quiere verse en el espejo, pero no lo consigue, no se encuentra: todos son iguales, todos se mueven igual, no hay manera de que pueda distinguirse. Se ha perdido. Desesperado, emprende un viaje en busca de sí mismo. Pregunta a vecinos, consulta a un médico, a un abogado a un policía. Nadie le entiende. Pero él sabe que se ha perdido y que su angustia le matará si no consigue encontrarse pronto. Finalmente, en la oficina de objetos perdidos encuentra un traje de arlequin sucio y arrugado. Lo coge, va corriendo hasta su casa, se lo pone, se mira en el espejo. Y entonces sí, sabe que es él. Ya se ha encontrado. Pero tiene miedo. Miedo de volverse a perder. Aterrorizado, se encierra en su habitación con el disfraz puesto, decidido a no quitárselo nunca más.

Papini es un escritor con una gran fuerza y una gran profundidad. Pero esa profundidad no se refiere a unas ideas o conceptos determinados, sino que está en su misma fuerza, en esa manera al mismo tiempo directa y poética de desnudar al ser humano y abandonarlo ante las últimas cuestiones…que quizá no tienen respuesta.

Nació en Florencia en 1881. De familia humilde, sintió siempre una vocación irresistible por el pensamiento y las letras. Ejerció de maestro y de bibliotecario. Dedicado al periodismo ilustrado, fue cofundador o colaborador de varias revistas de contenido literario-filosófico, entre ellas Leonardo, La voce y Lacerba, en las que empezó a publicar algunos de sus relatos y fue perfilando sus posiciones filosófico-estéticas, caracterizadas por una actitud inconformista, antiburguesa y nihilista. En su primera obra narrativa, Un hombre acabado, dicen algunos que el pensador anda buscando una luz nueva. (continúa)

(De Los libros de mi vida)

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Autoplagio

No sé si está permitido o no, si es de buena educación o no, si puede considerarse un fraude o no: el caso es que me he plagiado a mí mismo. En la última entrada de Los libros de mi vida, dedicada a Julio Verne y las aventuras infantiles, los párrafos dedicados a los juegos de guerra están fielmente traducidos de un artículo en catalán que publiqué en el Diari de Sant Cugat.

Sí, lo confieso. Y sin propósito de enmienda, porque confieso también que estoy a punto de plagiarme de nuevo en el capítulo que ahora voy escribiendo, y que pienso seguir haciéndolo recurriendo en determinados momentos a los párrafos oportunos de mis obras, publicadas o no. Y sin avisar, ni identificar la fuente. Como excepción, esta vez y para los lectores en catalán facilito el artículo que fue objeto de este primer autoplagio confeso.

                           LES GUERRES DE VALLDOREIX

No les trobareu a cap llibre d’història, ni a cap crònica local, i tanmateix van succeir. A la primera meitat de la dècada dels anys cinquanta del segle passat hi havia a Valldoreix un regne molt poderós. Les relacions entre el rei i la reina, però, no eren molt bones. Fins que acabaren en ruptura, no només del matrimoni sinó també del regne, el qual es va escindir en dos, donant així origen a un seguit de guerres que romanen en la memòria de tots aquells que les varen fruir.

Però què t’empatolles ara? Es pot saber de què parles?”, diu l’August.

M’oblidava de dir que els protagonistes i subjectes d’aquells regnes i d’aquelles guerres érem canalla, infants d’entre nou i catorze anys que havíem organitzat un món paral·lel al de la història i el cinema dels grans. Era aquell un món emocionant, fascinant, màgic. No hi faltava de res: les armes (inofensius projectils i espases de fusta), les lleis, la moneda, les batalles a camp obert, els setges dels castells, les corredisses, els empresonaments, les fugides, els tractats de pau, les traïcions, els espies, les execucions, i fins i tot les relacions dels fets, que escrivia un cronista de dotze anys i que malauradament sembla que s’han perdut.

Para, para! Et sembla bé fer l’apologia dels jocs de guerra? No és molt educatiu tot això. Què en deia la pedagogia de l’època?”

Si he de dir la veritat, no tinc ni idea del que deia la pedagogia d’aquella època, ni la d’aquesta. El que sé és que aquestes preocupacions no eren a l’ambient. El joc era el joc i a ningú amb un dit de seny se li acudia confondre’l amb la realitat. I encara menys als infants.

Però aquests jocs poden contribuir a desenvolupar actituds violentes, agresives, diuen”.

Això és una bestiesa, dic. I ho dic amb coneixement de causa. El nombrós grup d’amic que ens reuníem els estius gaudíem com a boixos jugant a guerres. I cap ni un d’aquells petits, avui ben grans, no ha desenvolupat tendències violentes o bel·licistes. Tots som perfectament pacifistes. O, si més no, pacífics. I el mateix puc dir de la generació següent, la del meu fill i nebots, amants de petis dels jocs de guerra i avui que no els esmentin el Bush. El joc és un art i els infants són els artistes més grans del món. Saben crear la ficció, saben representar-hi el seu paper com a perfectes actors i saben treure’s la màscara i deixar-la a banda quan s’ha d’interrompre la batalla perquè és l’hora del berenar. No tinc records més feliços que els d’aquells jocs infantils. L’art, amb tot el seu poderós efecte catàrtic, el creàvem i el consumíem nosaltres mateixos. Vull dir que nosaltres i només nosaltres érem els autors i els protagonistes dels nostres jocs. Podran dir el mateix els infants d’avui?

Antonio Priante      Diari de Sant Cugat, 22 de febrer de 2008

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Julio Verne o la aventura exterior II

…la época de la vida en que los niños felices disfrutan, en el campo, de la libertad y la aventura en un ejercicio continuo de imaginación aplicada.

No era precisamente el campo, pero se le parecía mucho. Se llamaba – se llama, aunque ya no es lo mismo – Valldoreix. Era una urbanización (“ciudad-jardín” se la calificaba a veces pomposamente) nacida en los años veinte y treinta del pasado siglo como lugar de veraneo de barceloneses de clase media. Hoy, absorbida de hecho por la capital, de la que dista unos 15 kilómetros, es zona de primera residencia de gente de clase un poco más alta, quiero decir, más adinerada. Durante los largos veranos de principios de la década de los cincuenta fue el territorio del incesante ejercicio de la imaginación infantil aplicada.

La actividad principal eran las guerras. Niños de entre 9 y 14 años habíamos organizado un mundo paralelo al de los libros, tebeos y películas de aventuras. Un mundo emocionante, fascinante, mágico. En él no faltaba nada: las armas (inofensivos proyectiles y espadas de madera), la moneda, las batallas a campo abierto, los asedios de fortalezas, las carreras, las detenciones, las huídas, los tratados de paz, las traiciones, los espías, las ejecuciones y hasta la relación de los hechos, que escribía un niño de doce años, ese niño que, siendo el segundo del reino que con mano de hierro dirigía su hermano mayor, no podía evitar estar enamorado de la reina enemiga. Sin traicionar nunca la lealtad debida, por supuesto.

¡Juegos de armas y guerras! ¡Desastre de educación! Dirá el pedagogo de turno de hoy día. Lo que decía el de entonces, no lo sé. Lo único que sé al respecto es que estas preocupaciones no estaban en el ambiente. El juego era el juego, y a nadie con dos dedos de frente (mucho menos a los propios niños) se le ocurría confundirlo con la realidad.

El juego es un arte y los niños son los artistas más grandes del mundo. Saben crear la ficción, saben representar su papel como perfectos actores y saben quitarse la máscara y dejarla a un lado cuando se ha de interrumpir la batalla porque es la hora de la merienda. No guardo recuerdos más felices que los de aquellos juegos infantiles. El arte, con su poderoso efecto catártico, lo creábamos y lo consumíamos nosotros mismos. Quiero decir que nosotros y solo nosotros éramos los autores y los protagonistas de nuestros juegos. ¿Podrán decir lo mismo los niños de hoy?…

¿Y Verne? Ah, sí, Verne. En eso estábamos. Bien, he de confesar que Julio Verne nunca me cayó muy bien. Comparado con la mayoría de los escritores antes citados, siempre me pareció bastante insípido, salvando Miguel Strogoff, por supuesto. Nada que ver con las interesantísimas aventuras de Los tres mosqueteros, o con el exótico encanto de Kim de la India, o con el emocionante y triste destino de El último mohicano. Pero, no sé por qué, fue el autor del que más ejemplares cayeron en mis manos, lo que le ha valido, como antes he apuntado, el dudoso honor de encabezar este capítulo.

Jules Verne fue un señor francés, muy señor y muy francés. Nacido en una familia de juristas y militares, desde muy joven manifestó un gran interés por la geografía y por la ciencia en general. También se inclinó por la literatura, poesía incluida, y muy jovencito logró que se representase una pieza de teatro suya, que obtuvo cierta resonancia, gracias, más que a su calidad intrínseca, que ignoro, a sus contactos con personajes como los Dumas, es decir, gracias a una de las consabidas ventajas con que los señores siempre han ido por el mundo (“relaciones”, se las llama). Más adelante, empezaría a destacar por méritos propios con su abundante producción novelística.

A pesar de la descripción de los escenarios exóticos que encontramos en sus novelas Verne no fue un gran viajero. En varias ocasiones se paseó por el norte de Europa y también por el Mediterráneo, pero apenas salió del continente, que yo sepa. Encerrado en su estudio, le bastaban los libros de geografía, de ciencia y sobre todo una imaginación fecunda pero controlada para construir las aventuras que encandilarían a sus lectores y las “fantasías” que asombrarían a los científicos del futuro por lo relativamente acertado de sus predicciones.

El caso del escritor de aventuras y viajes que nunca se ha alejado de su casa no es nada raro. Piénsese en Emilio Salgari, por ejemplo, que, encadenado a su mesa de escribir, ofreció al mundo los lances más fantásticos en los escenarios de las tierras más lejanas.

Este hecho constituye un rotundo mentís a la idea vulgar de que, para escribir, hay que “haber vivido”. Idea que se revela absolutamente falsa, si tenemos en cuenta la obra y la vida de la mayoría de los grandes escritores. Para contar historias, al escritor le basta con leer, informarse e imaginar; no le es necesario vivirlas. Siempre, claro está, que estemos hablando de la aventura exterior.

Porque hay otra clase de aventura que sí requiere, para narrarla, la previa experiencia propia. Una experiencia en profundidad que no necesita de la geografía ni de la historia. Solo de cierta levedad de espíritu para poder navegar por los espacios infinitos de la conciencia personal y universal. Es lo que yo llamo la aventura interior.

(De Los libros de mi vida)

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Julio Verne o la aventura exterior I

Cuando digo Verne (y “Julio”, que era como entonces se decía por aquí) no quiero decir solo Verne, sino también Alejandro Dumas, Robert Louis Stevenson, Paul Feval, Mark Twain, Walter Scott, Fenimore Cooper, Ruyard Kipling, H. Rider Haggard, Rafael Sabatini, Anthony Hope, Henryk Sienkiewicz y alguno más. Es decir, todos aquellos autores que alimentan la imaginación infantil y adolescente durante los años que van desde el despertar a la lectura que significa De Amicis hasta el despertar del “sueño dogmático” que significa Papini. Y no es que Verne fuera mi autor preferido de aquellos años, pero sí el que más leí, en atención a lo cual figura aquí como representante de aquella fantástica tropa de fabuladores.

Intentando recordar lo que de él leí, he logrado reunir ocho títulos (seguro que hay algunos más). Y rastreando luego por el fondo de mi memoria en el contenido de esas obras, he llegado a una curiosa conclusión, que lo que me atraía de Verne no era su cualidad más encomiada de anticipador científico, de pionero de la literatura de ciencia-ficción, sino su habilidad de narrador de aventuras. Es decir, que yo ponía La vuelta al mundo en ochenta días por encima de De la Tierra a la Luna o, sin duda alguna, Miguel Strogoff por encima de El continente misterioso.

No sé si en todos los adolescentes es o ha sido siempre igual, pero en mi caso el tipo de aventuras que prefería era el que representa Miguel Strogoff. Un hombre que tiene una misión que cumplir y que la lleva a cabo arrostrando toda clase de peligros, compaginando los sentimientos personales con la lealtad debida, sin que en ningún momento se pueda decir – pese a lo tremendo de las situaciones- que incurra en traición o cobardía.

Otro héroe de audacia y tenacidad invencibles era Edmundo Dantès, el Conde de Montecristo, protagonista de la novela de Dumas. Muy distinto de Strogoff, por cierto. Y es que, así como el héroe ruso ostenta una psicología plana – normal en todos los personajes de Verne – la del francés tiene cierta profundidad, con recovecos apreciables. Y nada ejemplares, todo hay que decirlo. Para empezar, el motor de todas sus intrigas y acciones es el rencor o, dicho más claro, el deseo de venganza, en cuyo cumplimiento no se ahorra ciertas dosis de crueldad. Pero el lector adolescente – al menos, el que yo era – es muy compresivo y, pensando en todas las maldades que había sufrido el pobre Dantès, no le parecían mal los castigos que astutamente urdía contra los malvados.

En realidad, lo más deslumbrante de las dos novelas citadas era el interés de la intriga. Una intriga también lineal, aunque con algunas sorpresas, en el caso del héroe ruso y mucho más elaborada, como un mecanismo de relojería, en el caso del francés. Otra novela aventurera de sorpresas, disfraces y coups de théâtre era El juramento de Lagardère, de Paul Feval, donde un extraño personaje resulta no ser el que parece ser sino el audaz protagonista dispuesto a impartir justicia.

(La figura del “justiciero” era recurrente en muchas de aquellas novelas, figura que compartiría con el mundo del cine y del cómic con personajes como El Zorro y El Coyote, Superman, Batman y un larguísimo etcétera.)

Pero hay otra clase de aventuras que no se basa en el difícil y accidentado cumplimiento de una misión, ni en en el complicado montaje de una venganza digna de un dios, ni en la voluntad de impartir justicia o defender a los débiles. Hay una clase de aventura que consiste nada más que en la aventura, es decir, en un suceder y experimentar libre y gratuito, algo de lo que solo los niños, libres y en el campo, pueden gozar.                                                 

Estoy pensando en Tom Sawyer, por supuesto, y en su amigo Huckleberry Finn, deliciosas creaciones de Mark Twain. Conservo perfectamente el aroma, la música, de aquellas novelas entrañables, pero el contenido se me ha perdido casi todo por los agujeros de la memoria. Recuerdo sí, un niño relativamente travieso que vive al cuidado de una tía, y su amigo Huck, de condición social más baja, que le acompaña y en parte le instruye en sus escapadas y aventuras y un “malo” siniestro (¿Indio Jim?) y algunos momentos de auténtico peligro en unas cuevas, y también los juegos de piratas en una pequeña isla del gran río… pero la escena que mejor guardo en la memoria (culpa en parte de la versión cinematográfica) es aquella en que los niños, que han desaparecido y han sido dados por muertos, se introducen en su propio funeral y se emocionan hasta las lágrimas ante los cantos y muestras de dolor por los pobres niños difuntos que son ellos mismos.

Que el psicólogo de turno me contradiga si no es verdad, pero yo creo que una de las fantasías recurrentes de la infancia y la adolescencia es esta que consiste en desaparecer de entre los tuyos para poder observar, primero, si alguien ha advertido tu desaparición y ha dado la voz de alarma y comprobar luego el efecto que esa desaparición está causando. Y no solo en niños y adolescentes. Estoy seguro de que la fantasía en cuestión tiene su espacio en la mente de todo suicida. Pero no mentemos el diablo antes de tiempo. Estamos en la época de la vida en que los niños felices disfrutan, en el campo, de la libertad y la aventura en un ejercicio continuo de imaginación aplicada. (Continuará)

(De Los libros de mi vida)

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