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Mundo, Demonio y Fausto. Nuevas aventuras

mefisto

 

Mefisto se explica:

Estimado público, hace tiempo que os deleité – a los más despiertos de vosotros – con algunas muestras de mi inventiva y de mi arte. Pocos me lo han agradecido, como era de esperar. Y ya no me refiero a los conspicuos exponentes de la industria editorial o a los críticos más o menos eminentes, de quienes ya es sabido que se puede esperar cualquier cosa excepto lo que propiamente cabría esperar. Me refiero a vosotros, a los que formáis la tropa – y sin embargo tan sabios, algunos – de los lectores ávidos, aplicados e inteligentes. Pero no me quejo. El que recibe los beneficios poco suele acordarse del benefactor. Y además yo soy la persona – por llamarme de alguna manera – menos adecuada para presumir de benefactora de nadie.

Para empezar, ha de quedar claro que yo no presumo de mis actos ni de mis intenciones. Mi destino está escrito, como el de cada cual, desde el llamado principio de los tiempos. Así, que aquí no se trata de vanagloriarse ni de alardear de unos méritos que no existen. Aunque quizá sí convendría hacer algunas precisiones para que nadie se llamase a engaño sobre mi personalidad.

Mefistófeles es el nombre que desde antiguo se adjudicó a un diablo menor, es decir, distinto del gran Diablo o Demonio de la teología cristiana. Pero desde hace ya tiempo, se les viene confundiendo a uno y otro. Yo no sé si Goethe tuvo parte de culpa en esto, o si se debe simplemente a la manía moderna de reducir y simplificar. Tanto da. Demos por asumido que Mefistófeles es el Diablo y punto.

Lo que sí ha de quedar claro es que Mefisto – que soy yo – no es exactamente el Diablo (mayor o menor) de la tradición religiosa, sino una especie de demiurgo (o sea, creador menor) que desde hace un tiempo anda perdido por el mundo de las letras, aunque, eso sí, con un enorme parecido al Demonio tradicional o, mejor dicho, al Mefistófeles goethiano, íntimamente emparentado con aquél. Y este parecido es tan acusado que, de hecho, me comporto igual que él (el goethiano, se entiende), salvando las inevitables diferencias debidas a los respectivos temperamentos de sus autores, no sé si me explico.

Bueno, lo que quería decir – y espero decirlo antes de que pierda el hilo definitivamente – es que, visto el éxito presunto de las aventuras que di a internet, he pensado que sería interesante continuar con otras nuevas. Lo malo de este pensamiento es que no funciona por sí sólo, quiero decir que, una vez lo has tenido y comunicado, tienes que ponerlo en práctica.

Bien, no hay que agobiarse. La obra está ahí, aguardándome en el futuro. Sólo se trata de llegar hasta ella. Para empezar, habré de dar con mi socio. Hace tiempo que no sé nada de él. Espero no encontrármelo convertido en una estrella del cine. En serio, me conformaría con que hubiese madurado un poco.

Veremos.

JORNADA PRIMERA

LECCIONES DE FILOSOFÍA  I

Con cierta preocupación, muy comprensible, Mefisto advierte que Fausto flojea ostensiblemente en disciplina tan fundamental. Para corregir el déficit, lo envía al corazón de Europa, donde conocerá a dos lumbreras del género.

 

Fausto, en la cumbre de la montaña a cuyos pies se extiende la gran ciudad y, más allá, el mar. Amanece. El rumor de la urbe que se despierta llega como en sordina. A lo lejos, en el horizonte marino, un sol enorme y rojo pugna por abrirse paso entre las nubes.

FAUSTO.- He aquí la historia de todos los días. Más de un millón de personas despertando de sus sueños para seguir enfrentándose a la tarea de vivir. Pero el nuevo día no habrá de satisfacer ninguno de sus deseos. Suerte tendrán si consiguen mantener la ilusión, la creencia de que algún día llegarán a ser felices o, por lo menos, a disfrutar de un instante al que puedan decir ¡detente! Una vida entera no ha bastado para convencerme de que esto es imposible, de que la felicidad no existe, de que es sólo una quimera creada por la fuerza misteriosa que nos empuja a vivir. No, me niego a resignarme. Y así me veo, vagando por el tiempo y el espacio, asociado a ese engendro infernal que lo promete todo y no da nada… Por cierto, hace tiempo que no lo veo…¿Por dónde debe andar?…

MEFISTO.- (Surgiendo de la bruma matinal) Aquí estoy, a tu lado y a tus órdenes. Pero antes de reanudar nuestras relaciones, si es que tal cosa procede, habrá que aclarar un malentendido, o dos. Paso lo de “engendro infernal” como una concesión poética a la visión tradicional de mi imagen. Pero ¿de dónde has sacado que yo lo prometo todo y no doy nada? Para empezar, yo no te he prometido nada – y me refiero, naturalmente, en el contexto de esta obra – y, en cambio, te he dado mucho más de lo que hubieses conseguido por tus propios medios. ¿Quién hubiese sido capaz de pasearte por toda clase de época y lugares? ¿Con quién hubieses tenido ocasión de conocer a tantas grandes figuras de la historia reciente? ¿Quién te habría llevado, como yo lo he hecho, al estrellato del arte cinematográfico?…

FAUSTO.- Ya puedes decir lo que quieras, pero sigo estando en el mismo punto en que estaba.

MEFISTO.- ¡Esta sí que es buena! ¿Soy yo el responsable de tu inmovilidad? ¿de tu parálisis? Además, en este preciso punto donde te encuentras, en este lugar, quiero decir, nunca habías estado antes.

FAUSTO.- ¿Y qué tiene de particular este lugar?

MEFISTO.- ¿No lo sabes? Ante un panorama como éste el Demonio del Evangelio dijo al Jesús de la misma historia: Haec omnia tibi dabo si cadens adoraveris me. De ahí el nombre.

FAUSTO. – ¿Qué nombre?

MEFISTO.- El de este lugar. Tibidabo. Tibi dabo, ¿captas? Te daré. “Todo esto te daré si, prostrado, me adorares.”

FAUSTO.- ¿Y se lo dijo en latín?

MEFISTO.- No, seguro que no. Por aquellas latitudes aún no estaban suficientemente globalizados. Pero sí cuando se difundió el mensaje.

FAUSTO.- ¿Qué mensaje?

MEFISTO.- El Evangelio… Oye, socio, todo esto es muy extraño. No creo que mi misión en este mundo, ni en el otro, sea la de dar clases de religión. Pero, claro, lo que pasa es que tu ignorancia es tan extensa que… no sé cómo se compagina eso con tu supuesta sed insaciable de conocimiento.

FAUSTO. – El conocimiento que me interesa es el que ayuda a entender y gozar la vida.

MEFISTO.- Pareja imposible, te lo advierto. La vida, o se la entiende o se la goza. De todos modos te he de decir que ese conocimiento utilitario nunca te enseñará nada que no sea el funcionamiento de una máquina. El verdadero conocimiento, el que de verdad libera, es el que no busca nada fuera de sí mismo, el conocimiento desinteresado y gratuito. Mira, desde hace mucho tiempo, de hecho desde que empezó nuestra relación, he venido observando, cada vez más alarmado, que tu ignorancia filosófica es descomunal. Puedes presumir de científico, de astrólogo, incluso de nigromante, pero no presumas de filósofo si no quieres hacer el ridículo.

FAUSTO.- Bien, ya que has sacado el tema, te confesaré una cosa: que la filosofía siempre me ha parecido el producto de un exceso de imaginación. Para eso está el arte, la poesía, que eleva el ánimo sin engañarse ni engañar a nadie.

MEFISTO.- Algo hay de cierto en eso. De todos modos, un reciclaje a tiempo nunca va mal. Así que voy a ponerte en contacto con algún filósofo de acreditada solvencia para que repases las primeras letras..

FAUSTO. – ¿Clases de filosofía a estas alturas?…Bien. ¿Cuándo? ¿Dónde?

MEFISTO. – (señalando abajo la ciudad). No aquí, naturalmente, sino en tu misma patria. ¿Cuándo? No ahora, por supuesto (crudo lo tendría, el pobre) sino en el siglo XIX. ¡En marcha!

(CONTINÚA)

(De Mundo, Demonio y Fausto. Nuevas aventuras)

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Lecciones de filosofía II

Frankfurt del Main. 1858. Es mediodía de un día soleado de otoño. Fausto camina entre los puestos del mercado instalados en la gran plaza. Se detiene ante uno que tiene expuestos libros viejos. Se fija en un título: Historia del doctor Johann Faustus. Lo toma para hojearlo.

LIBRERO.- (con tono seco) Tenga cuidado. Es muy antiguo y muy valioso.

FAUSTO.- Lo conozco. Hace tiempo que tuve en mis manos un ejemplar aún más antiguo que éste.

LIBRERO.- Imposible. No hay ninguna edición más antigua.

FAUSTO.- No, ahora no.

LIBRERO. – Bueno, ¿le interesa o no? O deje ya de manosearlo.

FAUSTO.- No, no me interesa. Conozco la historia… demasiado bien.

LIBRERO. – Demasiado bien…Vaya con el sabio.

FAUSTO.- Y además, ahí no está completa… Porque la historia continua.

LIBRERO.- Ésa es una buena noticia. Así, dice usted que la historia continua. Dígame, ¿qué le ocurre después al pobre hombre? Cuente, cuente.

FAUSTO.- De pobre, nada. Ocurre que no se resigna a perder. Que, aunque su socio infernal es incapaz de darle nada de lo prometido, él no abandona. Insiste e insiste porque sabe que el mensaje que anida tanto en su interior más profundo como en las más lejanas estrellas hablan de una felicidad que se puede alcanzar.

LIBRERO.- ¿Y cómo le va en estos momentos? ¿Se ve ya próximo a esa felicidad presentida?

FAUSTO.- La verdad es que no. De momento, su socio infernal le ha enviado a aprender filosofía.

LIBRERO.- Eso de “socio infernal” me parece de muy mal gusto.

FAUSTO.- ¿Cómo dice?

LIBRERO-MEFISTO.- De muy mal gusto, ya te lo dije, incluso como licencia poética.

FAUSTO.- ¿Tú aquí? ¿Se puede saber qué juego es éste?

MEFISTO. – Estoy cumpliendo el penoso deber de recordarte tu obligación. Eres como un niño al que hay que llevar continuamente de la mano. Mira, allí, al otro lado de la plaza está el Hotel Inglaterra. Si te demoras unos minutos más te ocuparán el puesto que te he reservado en la mesa del huésped, al lado del maestro. ¡Espabila, hombre!

Salón comedor del Hotel Inglaterra. La table d’hôte (en el sentido propio o francés del término) está ya rodeada de comensales esperando el primer plato. Fausto ve un sitio vacío y va a ocuparlo. Saluda a los comensales próximos y se sienta. Observa con disimulo a un lado y otro. A su derecha, un oficial del ejército, no mayor de treinta años. A su izquierda, un hombre de unos setenta años, de aspecto muy pulido, calvicie incipiente, largas patillas y ojos azules de mirada viva y penetrante. Un camarero empieza a servir la sopa. El hombre de setenta años, llamado Arthur, la engulle rápidamente. Luego, se dirige al oficial..

ARTHUR.- ¿Ha visto, teniente? Tenemos comensal nuevo. (a Fausto) No tengo el gusto de conocerle, señor. ¿Con qué nombre debo dirigirme a usted? El mío es Arthur. Si estuviésemos en un país civilizado como Inglaterra, alguien ya nos habría presentado. Pero, qué le vamos a hacer, esto es Alemania, y algunos hasta están orgullosos…

FAUSTO.- Mi nombre es Johann, y acabo de llegar a Frankfurt.

TENIENTE.- ¿Piensa quedarse a vivir aquí? ¿A qué se dedica?

ARTHUR- ¿Ve lo que le decía, Johann? Haciendo preguntas íntimas a quien ni siquiera se conoce. En fin, un ejemplo de la típica grosería alemana.

TENIENTE.- No creo que sea usted la persona más indicada para sermonear contra la grosería, doctor

ARTHUR. – No confunda las cosas, teniente. (a Fausto) Los hay que no distinguen entre la sinceridad entre iguales y las normas básicas de la buena educación.

FAUSTO. – No se preocupe. No me importa responder. Soy científico, y pienso estar aquí sólo el tiempo necesario para aclarar algunos aspectos relacionados con una investigación que estoy llevando a cabo.

ARTHUR. – ¡Científico, qué interesante!

TENIENTE . (a Fausto) Nuestro amigo es filósofo, y bastante famoso, por cierto. Pero si no lo sabía, no se preocupe. Él mismo le informará con todo lujo de detalles.

ARTHUR. – Teniente, haga el favor de no interrumpir cuando hablo con el caballero. (a Fausto) ¿Y cuál es el campo de sus investigaciones?

FAUSTO.- La naturaleza, la vida, la muerte…

ARTHUR. – ¡Magnífico! La biología es una de las ciencias fundamentales, quizá, junto con la física, la vía más rápida y segura hacia la verdadera filosofía. ¿Conoce usted mi obra La voluntad en la naturaleza?

TENIENTE.- (como para sí mismo) Se lo dije…

FAUSTO. – Soy muy ignorante en cuestiones de filosofía…

Un comensal próximo, comerciante en viaje de negocios, se dirige al Teniente.

COMERCIANTE.- Parece que nuestro sabio ha encontrado otro párvulo con quien desfogarse.

TENIENTE.- Sí, el último todavía se debe estar ordenando las ideas.

ARTHUR.- Haga como yo, Johann, como si no los oyese. Si queremos hablar con calma de cosas serias habremos de buscar otro lugar. Aquí sólo se sabe hablar de caballos y de mujeres.

FAUSTO.- No son temas despreciables…

ARTHUR.- Por supuesto que no…siempre que no se hable de los caballos como si fuesen mujeres y de las mujeres como si fuesen caballos. (le da una tarjeta) Le espero hoy en mi casa a las seis en punto. (mirando al plato que le acaban de servir) Y ahora ocupémonos de esta carne con su salsa roja, que promete mucho, la verdad.

Sala del apartamento del doctor Arthur Schopenhauer. Austeramente decorada, destacan un sofá, un sillón sin estilo definido, una mesa de trabajo con unos folios y unos libros, ordenadamente dispuestos. Al final de la sala se abre un espacio, que parece ocupado por una gran librería. En la pared sobre el sofá, un retrato de Goethe sexagenario.

ARTHUR.- (señalando al retrato) ¿Qué le parece? Me lo regaló él mismo. Fuimos grandes amigos.

FAUSTO.- Sólo por esa mirada se adivina el genio. Pero yo me pregunto ¿le sirvió de algo? ¿Consiguió en la vida lo que iba buscando?

ARTHUR.- Consiguió todo lo que se puede conseguir. Cierto que en el plano de la comprensión teórica se quedó un poco corto, pero nadie puede ser perfecto. Él era un poeta… el más alto poeta de la vida que nunca ha existido.

FAUSTO.- Pero, insisto, ¿de qué le sirvió? Ahora está muerto y, para él mismo, es como si nunca hubiese existido. ¿Hay derecho a eso? ¡Es injusto, totalmente injusto!

ARTHUR.- Habla usted como un adolescente impetuoso e irreflexivo. Comprender el misterio de la existencia requiere tener los sentidos muy despiertos y, sobre todo, gran capacidad para relacionar y reflexionar. Los exabruptos y los ayes no sirven para nada.

FAUSTO.- ¿Acaso ha comprendido usted el misterio de la existencia?

ARTHUR.- Yo he comprendido y he explicado todo lo que se puede comprender y explicar. Pero, llegado a cierto punto, ya no hay más explicación posible. O quizá sí la hay, pero debe de ser de tal naturaleza que, aunque un ser sobrehumano se esforzase por comunicárnosla, no entenderíamos nada, de eso estoy seguro. Lo que usted debería hacer, Johann, es leerse mi obra fundamental El mundo como voluntad y representación. Ahí encontrará todo lo que se puede saber. El resto es silencio.

FAUSTO. – ¿Silencio? Resignación, querrá decir. Pero yo no me resigno. Mi carácter me impide aceptar la humillación y la derrota.

ARTHUR.- ¿De qué humillación y de qué derrota me está hablando, hombre? Comprender la naturaleza y el mecanismo del universo, hallar la fórmula para destruir las falsas ideas que una fuerza interior absurda y ciega nos hace concebir, descubrir en fin la vana ilusión que es la existencia, y sin embargo, mientras se vive, hacerlo con la mayor sabiduría posible, pensando en evitar el dolor antes que en gozar de un placer siempre tramposo… ¿a todo eso lo llama usted humillación y derrota?… ¿Le apetece un café? Supongo que también le puedo ofrecer té, si lo prefiere.

FAUSTO.- Café ya me va bien, gracias.

Arthur sale de la sala, y vuelve a los dos minutos.

ARTHUR.- Tenemos suerte. Está la señora Schnepp, mi asistente. Ella se cuida de todo…. Mire Johann, yo estoy llegando al final de mi vida, una vida que ha sido bastante dura, es cierto, pero que también me ha proporcionado más satisfacciones que las que cualquier ser humano puede esperar. Porque le digo una cosa, y escúcheme bien, si supiésemos prescindir de las solicitudes del deseo, de las urgencias de una voluntad subterránea que continuamente nos engaña para que nos lancemos en pos de metas ilusorias, si supiésemos hacerlo, la vida no sería un mal lugar. Dedicados al conocimiento desinteresado, a la contemplación, agotaríamos plácidamente el tiempo que nos ha sido concedido.

FAUSTO.- Eso del conocimiento desinteresado me lo ha mencionado hace poco un conocido mío. Pero no acabo de entenderlo. Conocer y actuar son para mí dos aspectos de lo mismo.

ARTHUR.- Eso es una ilusión, amigo, una ilusión, nacida de la ignorancia y la soberbia del ser humano. En la naturaleza todo, absolutamente todo, incluido lo que llamamos materia inerte, ha estado actuando y actúa sin cesar, y sin embargo el conocimiento no ha aparecido hasta hace poco con el hombre. Y ahí está el gran peligro, porque si el conocimiento se aplica a la acción para intentar satisfacer los deseos de esa voluntad subterránea de que le he hablado, estamos perdidos, ya no habrá manera de escapar de la eterna rueda. En cambio, si se limita a la contemplación desinteresada, se le revelará la futilidad de todo y la forma segura de liberarse.

Aparece la señora Schnepp y se dirige a Arthur.

SCHNEPP. – Doctor, está aquí Karl.

ARTHUR.- ¿Cómo que está aquí Karl? ¿Quién le ha llamado? ¡Que se vaya! ¡No quiero verlo! No tenemos nada que decirnos.

SCHNEPP.- Pero, doctor. Me ha dicho…

ARTHUR.- Y yo le digo que se vaya.

(CONTINÚA)

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Lecciones de filosofía III

Irrumpe en la sala un hombre de mediana edad, de complexión fuerte aunque no alto, y con barba abundante que empieza a ser canosa.

KARL. – Buenas tardes, Arthur. Quiero decir algo.

ARTHUR.- No, ya nos lo hemos dicho todo. ¡Largo!

KARL.- No es por usted que he venido, naturalmente, sino por el señor.

FAUSTO.- ¿Por mí?…Bueno, por mí no hay problema. ¿Es usted también filósofo?

ARTHUR.- Es la negación misma de la filosofía.

KARL.- Sí, de la filosofía tal como se ha entendido hasta ahora, o sea, como un entretenimiento de gente desocupada que se dedica a imaginar el mundo, interpretar, dicen ellos. Y no se dan cuenta de que ése es un ejercicio inútil y engañoso, porque toda interpretación estará determinada por el lugar que ocupa el “intérprete” en las relaciones de las fuerzas de producción. Y es que ya no se trata de interpretar, señores, sino de transformar, de transformar el mundo.

ARTHUR.- (a Fausto). ¿Ve? No es un filósofo, ¡es un ingeniero! (a Karl) ¡Transformar el mundo! ¿Qué mundo? Su ingenuidad no deja de asombrarme, Karl. Usted es de los que se imaginan que las cosas son exactamente lo que parecen y que el sujeto, que está fuera, puede manejarlas a su antojo. Y que el objeto está ahí delante, y que seguiría estando aunque no hubiese sujeto… Pero señor mío, ¿se ha enterado de la existencia de un tal Kant? No sabe que ese realismo ingenuo es hoy absolutamente inaceptable… excepto para los profesores universitarios que cobran del estado, por…

FAUSTO.- Perdone que le interrumpa, doctor. De todos modos me gustaría saber qué es lo que entiende el señor Karl…

KARL. – Marx, Karl Marx.

FAUSTO. – Karl Marx, por transformar el mundo.

ARTHUR.- No hay nada que entender. Es pura basura socialista.

KARL.- ¿Basura? Mi método es la conclusión necesaria de lo que los buenos pensadores de todos los tiempos han venido preparando, desde Aristóteles hasta el mismo Hegel… sí, Hegel, y no ponga esa cara. Hegel nos ha proporcionado el instrumento que él mismo no supo manejar: la dialéctica histórica.

ARTHUR.- ¡Por todos los demonios! (a Fausto) ¿Cómo quiere que polemice con alguien que dice haber aprendido de Hegel? (a Karl). Mire, hágame un favor: váyase, señor Marx, repito, váyase, señor Marx, y no vuelva a aparecer por aquí.

KARL.- Me voy, claro que me voy, pero no sin antes cumplir con mi misión. (a Fausto) Mire, señor… como se llame, he venido sólo para advertirle: todo lo que oiga de boca de ese anciano no tiene nada que ver con la realidad objetiva del mundo; es pura ideología.

FAUSTO.- ¿Ideología?

KARL.- Sí, ideología, una construcción teórica que no se corresponde con la realidad que dice interpretar, sino que responde a los intereses de clase del “ideólogo”, un artefacto presuntamente neutral o científico, pero que en realidad está destinado a justificar y mantener la supremacía de la clase burguesa dominante. Y lo más triste es que esos ideólogos ni siquiera son conscientes de su papel, y es que el hecho de pertenecer a la clase dominante determina su conciencia de presuntos pensadores. Es decir, creen interpretar el mundo cuando no hacen otra cosa que justificar y apuntalar el actual modelo de relaciones de producción, basado en la explotación del hombre por el hombre.

FAUSTO.- No sé si le he entendido bien…

ARTHUR. – No se preocupe, Johann. Nadie puede entender a un discípulo de Hegel.

KARL.- Oigame, Johann. Cuando hablo de transformar el mundo, me refiero a sustituir las actuales relaciones de las fuerzas productivas, basadas en la explotación de los asalariados, en la acumulación de plusvalía, en la alienación de la persona, que ve cómo el producto de su trabajo, de su actividad de ser humano, va a engrosar las arcas del capital…

ARTHUR.- Acabe y váyase por favor.

KARL. – Sustituir esta sociedad brutal, en la que tanto explotadores como explotados no pueden desarrollarse como las personas que deberían ser, por una sociedad sin clases, de seres humanos libres y felices, porque finalmente se habrá eliminado la fuente de todos los conflictos y ni siquiera será necesario el gobierno de los hombres sino sólo la administración de las cosas..

ARTHUR.- ¡Una sociedad sin clases, ja! Usted se imagina que solucionando las desigualdades económicas se alcanzaría la paz perpetua. ¡Cuánta ingenuidad! ¿No ha pensado que los pastores que nos habrían de conducir a esa sociedad sin clases pueden ser tan fieros y crueles como los lobos, quiero decir, como cualquier hombre normal con poder? Usted no tiene en cuenta la condición humana.

KARL.- No importa lo que yo tenga en cuenta. Lo único que importa es la marcha progresiva e imparable de la historia.

ARTHUR.- ¡La historia! ¡Ja!…La historia…

Se abre la puerta y aparece una mujer, joven, esbelta, elegante. Va vestida de negro, excepto por el blanco cuello plisado, que asoma por el vestido. Todos se quedan como petrificados; ella misma duda un momento en hablar.

ELISABET.- Perdón… no sabía…

ARTHUR.- ¡Elisabet! No, hoy no es día…Pero no importa, pase, por favor.

ELISABET.- Es que… creo que me dejé aquí el cincel. Es mi preferido, no puedo hacer nada sin él.

KARL. – (a Fausto en voz baja) ¿Que se dejó qué?

FAUSTO.- El cincel.

KARL.- ¿Qué es un cincel?

ARTHUR.- (que los ha oído) Señor portavoz de la clase trabajadora, veo que su ignorancia sobre el arte es de dimensiones cósmicas. Un cincel es un instrumento para transformar el mundo. Ja, ja, eso es, para transformar el mundo… Se toma el mundo inerte de un pedazo de piedra y con un cincel manejado por unas manos expertas y delicadas como las de la señorita Ney, la piedra se transforma en una obra de arte. Y ahora, permítanme que les presente: aquí, el señor Johann… científico y el señor Karl Marx, ingeniero; aquí, la señorita Elisabet Ney, escultora y, no obstante su edad, una de las más grandes artistas en su género.

ELISABET.- Encantada de conocerlos… Pero, no les entretengo más. Sólo he venido a buscar el cincel.

KARL.- ¡Qué gracia, cin-cel, CIN-CEL!

ARTHUR. – La verdad, es que yo no he visto por aquí ningún cincel.

FAUSTO.- ¿Dónde estará el cincel?

ELISABET.- No puedo trabajar sin él.

KARL.- Pues busquemos el cincel.

Un poco de canto, a modo de musical

ARTHUR. – Oh, Elisabet, criatura,

más dulce que la miel,

ha perdido su cincel.

KARL.- (en un aparte)Y Arthur, el misógino,

ha perdido su papel.

FAUSTO.- Por el cielo y por la tierra

hay que buscar el cincel.

ARTHUR- No puede vivir sin él.

ELISABET.- No, no puedo vivir sin el.

Con él de la masa arranco

la materia innecesaria,

para dar forma a la vida

en el fondo adormecida

TODOS.- ¡No puede vivir sin él!

FAUSTO.- Oh, poderoso cincel,

que a lo informe forma das

que a lo inerte das la vida

para la eternidad.

¡No puedo vivir sin él!

ARTHUR Y KARL.- ¡Ella, ella

no puede vivir sin él!

FAUSTO.- Yo tampoco, yo tampoco…

Fuera todas las razones

que nos pierden y confunden,

y viva sólo la acción.

Abajo la metafísica,

la dialéctica y la lógica,

abajo la ontología,

la epistemología

y la gnoseología,

abajo la propedéutica,

la hermenéutica y mayéutica

y viva sólo el cincel.

ARTHUR Y KARL. – ¡No pueden vivir sin él!

Se abre la puerta de golpe. Silencio absoluto. Aparece un hombre, vestido con un largo guardapolvo y con un pequeño paquete en la mano.

ARTHUR.- ¿Y usted quién es?

LIBRERO-MEFISTO. – El librero, le traigo el libro que me encargó.

ARTHUR.- Cierto, hace días que lo esperaba. A ver… (toma el paquete, arranca el envoltorio y contempla la portada del libro, mientras Karl, con disimulo, también la mira) ¿Qué mira usted?

KARL.- No, nada, sólo quería ver el título.

ARTHUR.- Pues vea y lea.

KARL.- (lee) “El invierno del puercoespín”.

ARTHUR.- ¿Qué le parece?

KARL.- Bah, pura ideología…

MEFISTO.- (serio y con autoridad) A ver, señores, señorita…¿Qué es todo este guirigay? Habrá que poner un poco de orden aquí.

ARTHUR.- ¿Cómo dice? ¿Usted quién es para…?

MEFISTO.- Sí, ya sé que apenas soy nadie, doctor Schopenhauer, pero debe reconocer que tampoco ninguno de los presentes es gran cosa.

ARTHUR.- Cómo se atreve… No lo dirá por mí, ni por la señorita Ney…

MEFISTO.- No, no lo digo por nadie en concreto, no se preocupe. Pero mire a mi socio, por ejemplo, (a Fausto) ¿Qué? ¿Qué has estado haciendo por aquí? ¿Has sacado algo en claro?

FAUSTO.- ¿En claro? ¿En claro?…No, claro que no… Sólo razones, argumentos, palabras, palabras.

MEFISTO.- Me temo que no tienes remedio. Has de saber que toda la sabiduría está edificada con palabras, que te lo digan, si no, estas dos lumbreras de la filosofía.

ARTHUR.- No me gusta su tono, señor librero… y veo que ya se conocen… Todo esto me suena a trampa, a conspiración…

MEFISTO.- No sea tan mal pensado, doctor. Es verdad que Johann y yo nos conocemos de hace mucho tiempo, es verdad que yo le instado a que viniese a aquí a aprender un poco y también es verdad que, aprovechando que Marx no andaba lejos, le he sugerido que se uniese al equipo docente…

KARL.- Sólo un pequeño favor de unos minutos, que conste.

MEFISTO. – Pero está claro que ha sido un fracaso…y mejor no averiguar responsabilidades. (a Fausto) Bueno, pero algo positivo habrás sacado de esta velada, ¿no? por pequeño que sea.

FAUSTO.- ¿Positivo? Sí, y no pequeño, sino grandioso: la visión de Elisabet y su fervor por el cincel.

MEFISTO.- (resignado) Vale, nos vamos. No hay nada más que hacer aquí.

ELISABET.- Yo también me voy. Adiós, doctor, hasta mañana.

ARTHUR.- Sí, Elisabet, mañana tenemos sesión. ¿Habrá resuelto lo del cincel?

MEFISTO.- A propósito, subiendo por la escalera me he encontrado esto. (Del bolsillo del guardapolvo saca una pequeña herramienta y la muestra). ¿Es de alguien?

TODOS.- ¡El cincel! ¡No podía vivir sin él!

Elisabet se acerca a Mefisto y, después de recibir el cincel, lo abraza emocionada.

ELISABET.- Señor librero, es usted un ángel.

MEFISTO.- Bueno, no exactamente…

Fausto y Mefisto caminan por la calle, en la oscuridad apenas rasgada por la tenue luz de algunas farolas de gas.

FAUSTO. – Entonces… ¡Se han quedado los dos solos!

MEFISTO.- Sí, ¿qué pasa?

FAUSTO.- Pero…¡se matarán!

MEFISTO.- Qué cosas dices.

FAUSTO.- Tú no has visto cómo se hablaban, cómo se enfrentaban, estaban a punto de llegar a las manos.

MEFISTO.- Nada de eso, socio… Y te digo más: en el fondo, se necesitan.

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Mundo, Demonio y Fausto (Escena de la Jornada Primera, entrega cuatro)

Casa de Catherine. Una amplia sala con chimenea y sofás bajos. A un lado, una escalera que lleva a la planta superior. Suena una música suave: una canción francesa de los años 50. En un sofá en semicírculo, Fausto y Mefisto está sentados en un lado; en el otro Jean-Paul y Catherine. Se oye el chirrido de una puerta. Por la escalera empieza a descender lentamente un hombre, de unos 60 años, con melena hasta los hombros y en batín; lleva los ojos vendados con un pañuelo verde. Todos lo miran. Tras descender unos escalones, el hombre se detiene y habla:

DENEUVE.- Catherine, ¿hay alguien ahí?

CATHERINE.- Sí, papá. Estoy con Jean-Paul y unos amigos.

DENEUVE.- Amigos, ¿de quién?

CATHERINE.- Míos, papá.

FAUSTO.- (a Catherine) Quizá será mejor que nos presentes.

CATHERINE.- Baja, papá, que te presentaré a mis amigos.

Deneuve desciende lentamente y va a situarse en el centro geométrico del semicírculo, donde permanece de pie.

DENEUVE.- Es hermosa la inocencia, pero nos deja indefensos ante el mal. ¿Dónde están tus amigos?

CATHERINE.- Si te quitas la venda, los verás.

DENEUVE.- No puedo, sabes muy bien que no puedo.

FAUSTO.- ¿Alguna afección ocular? Si quiere, puedo examinarlo, soy doctor en medicina.

JEAN-PAUL.- Ve mejor que todos nosotros juntos.

FAUSTO.- ¿Entonces?

JEAN-PAUL.- Siempre va así.

CATHERINE.- Dice que la visión del mundo le hace daño.

MEFISTO.- (He aquí un hombre sensible. Que se aparten los poetas y cuantos presumen de espíritu delicado.)

FAUSTO.- Pero señor…

CATHERINE.- Deneuve, Albert Deneuve.

FAUSTO.- Pero señor Deneuve, la visión es la puerta más segura al conocimiento de la realidad. Si renuncia a ella, los fantasmas interiores le devorarán.

DENEUVE.- La realidad me hace daño. La belleza de las formas me hiere; la fealdad me desgarra. El mundo es un lugar a la vez terrible y maravilloso. No puedo moverme en él sin que mis nervios se retuerzan o se encabriten. La contemplación de una flor altera el ritmo de mi corazón de una manera insoportable. La salida del sol por el horizonte provoca en mis ojos torrentes de lágrimas. La última vez que vi el rostro bellísimo de mi hija sufrí un síncope. Toda la belleza y la fealdad del mundo suman para mí un infierno. Mis ojos carecen del filtro que suele proteger a los hombres de los efectos de la visión pura. Si fuese posible cerrarme del todo…Porque no hay fantasmas interiores. Los fantasmas vienen de fuera.

MEFISTO.- Muy bien, señor Deneuve. Pero, eliminada la visión, le queda el oído. ¿Qué piensa hacer con el oído, con los sonidos?

DENEUVE.- Esa voz, esa voz… Catherine, ¿quién es este hombre?

CATHERINE.- Es el doctor Sabatini, papá, catedrático de ética de la universidad de Lucerna.

DENEUVE.- Sabat…Sabat…Lucer…Lucer… ¡Es el Mal! ¡Has dejado entrar el Mal en esta casa! ¡Condenación! Estamos condenados, condenados. Dios mío, apiádate de nosotros.

FAUSTO.- Será mejor que nos vayamos.

JEAN-PAUL.- Por favor, no lo toméis en serio. De vez en cuando tiene estos arranques, pero es inofensivo.

CATHERINE.- ¡Más que inofensivo! Mi padre es la bondad en persona. Aunque la vida sea para él un martirio, es incapaz de causar el menor daño. Su sensibilidad enfermiza hace que…a veces…(de pronto, se levanta y se dirige a Fausto) Enrique, ¿qué me has dicho antes del doctor Sabatini?

FAUSTO.- ¿Antes?

CATHERINE.- Has dicho algo terrible de él.

MEFISTO.- Calma, calma. Todo el mundo tranquilo. No hay que ponerse nervioso. Todo esto no es más que un malentendido. (se levanta y habla dirigiéndose a Deneuve, que permanece inmóvil, aunque algo tembloroso). Usted, señor Deneuve, basándose en el tono de mi voz, que sin duda le debe traer recuerdos ingratos, y en las letras de mi nombre, con las que ha jugado un poquito a la cábala, cosa que se puede hacer con cualquier nombre de cualquier idioma, se lo aseguro, basándose en sólo eso ha sacado la conclusión de que yo soy un ser diabólico, quizá el mismo Diablo. Pues bien, señor mío, nada más alejado de la realidad, como ahora mismo le voy a demostrar. Primero, mi voz es la adecuada y pertinente a estas horas de la madrugada después de haber tomado varias copas en la taberna de Deux-aspects, donde por cierto se produjo un incidente que sin duda también tuvo su efecto en mis cuerdas vocales. Segundo, yo no me llamo Sabatini; éste es en realidad el nombre de un novelista italiano de principios de siglo XX, que suelo utilizar en mis desplazamientos al extranjero por razones que no vienen a cuento. Tercero, como han demostrado todos los filósofos y el noventa y pico por ciento de los teólogos (católicos incluidos) el Diablo no sólo no existe sino que nunca ha existido. Y cuarto, el mal no es ninguna potencia terrible la inicial de cuyo nombre haya de escribirse en mayúscula; el mal, señor mío, es sólo la manifestación de la miseria intelectual humana. Yo lo llamo chapuza.

DENEUVE.- Yo no entiendo de teologías ni chapuzas. Me dejo llevar por mis impresiones. Y te aseguro, Satán, que mis impresiones no engañan.

MEFISTO.- ¿Nunca?

DENEUVE.- Casi nunca.

MEFISTO.- (Enhorabuena, empieza el descenso a la tierra de los hombres)

CATHERINE.- Todo esto es muy raro…¿Quién es usted en realidad, señor Sabatini? Acaba de decir que ése no es su verdadero nombre.

MEFISTO.- En efecto, pero no veo que sea motivo suficiente para que dejemos de tutearnos.

CATHERINE.- Es posible que usted llegue a convencer a mi padre, pero…

DENEUVE.- Déjalo, hija. Hoy he tenido un sueño muy extraño…

CATHERINE.- Pero a mí no me convencerá de que usted oculta algo, algo muy siniestro. Y le recuerdo que ésta es nuestra casa. Así que…

FAUSTO.- Así que nos vamos…Lo siento.

CATHERINE.- Yo también lo siento, Enrique…Jean-Paul, quédate con mi padre. Yo los acompaño.

Salen Catherine, Fausto y, detrás, Mefisto. En el camino por el jardín hacia la verja de salida, Mefisto se va quedando cada vez más rezagado, mientras Catherine y Fausto conversan ajenos a todo. De pronto, Mefisto se detiene y vuelve a la casa..

MEFISTO.- Jean-Paul, dice Catherine que llames a un taxi para nosotros.

JEAN-PAUL.- Okey, pero a estas horas…ya veremos.

Jean-Paul se va a un rincón de la sala y descuelga el teléfono, con el que intentará, de momento sin éxito, llamar a un taxi

DENEUVE.- ¿Tú otra vez? Te advierto que te conozco, y que no podrás nada contra mí. ¡Vade retro!

MEFISTO.- No nos pongamos melodramáticos, señor Deneuve, Usted está confundido. Creo que ya lo he demostrado sobradamente. Pero se obstina en no creerme y en hacer sufrir a su hija.

DENEUVE.- ¿Que yo hago sufrir a mi hija?

MEFISTO.- Si, señor, ¿no lo ha visto? Ella, que pensaba pasar una velada agradable con nosotros, se ha visto obligada a expulsar a sus invitados, ¿le parece bonito? Usted es muy sensible, muy bueno, muy muy… pero quizá no se da cuenta de que esa manera tan especial de ser no hace más que causar sufrimientos a los demás. ¿Tan importante se cree que le resulta inconcebible aceptar el estilo de vida acordado por la sociedad? Vuelva a la realidad, hombre, a la vida de verdad, donde los hombres se pisan y se piden perdón y no pasa nada, donde se pueden comprar tantas cosas, donde se pueden disfrutar de tantos avances técnicos, donde se puede gozar de tantas maravillas. ¿Ha conducido alguna vez un coche último modelo a doscientos por hora? Si no lo ha hecho, no sabe lo que es gozar. ¿Ha sentido la emoción de animar a su equipo en un partido de fútbol? ¡Qué colorido en las gradas! ¡Qué emoción en las voces! ¡Qué talento en los insultos! ¿Ha disfrutado de los miles de programas que ofrece la televisión, sobre todos esos tan apasionantes donde hombres y mujeres reales desnudan sus pequeñas almas para edificación del pueblo espectador?

DENEUVE.- La televisión…sí…recuerdo.

MEFISTO.- ¿Ha gozado de los placeres de la comida y la bebida como corresponde a un hombre civilizado? ¿Se ha sumergido en los placeres del sexo hasta sentirse el cuerpo vacío y la garganta reseca? ¿Puedo servirme una copa?

DENEUVE.- Ahí, detrás suyo.

Mefisto llena dos vasos de whisky y le da uno a Deneuve.

MEFISTO.- Beba conmigo, hombre, y reduzca el volumen de sensibilidad de sus nervios. El mundo no es terrible ni fantástico, como usted dice. Lo cierto es que, si uno sabe vivirla, la vida es sencilla, acogedora, cálida, como ese licor que ahora está bebiendo.

DENEUVE.- (saboreando la bebida) Hum…qué calorcillo.

MEFISTO.- Muy bien, señor Deneuve. Usted va por la vida con una venda en los ojos, pero muy pronto se le caerá la venda y… (se le cae la venda) (¿ya?)…Y qué me dice.

DENEUVE.- (mirando, asombrado, el rostro de Mefisto) ¡Veo! ¡Veo!

MEFISTO.- ¿Qué ve?

DENEUVE.- El rostro de un hombre.

MEFISTO.- ¿Y cómo es?

DENEUVE.- Anguloso, enérgico, con gran personalidad, ojos negros y mirada profunda.

MEFISTO.- Y no es terrible ni fantástico.

DENEUVE.- No, yo diría que es interesante, muy interesante.

MEFISTO.- Pues ha de saber, señor mío, que este rostro tan interesante es el de un hombre que sí sabe disfrutar de todo eso que le he dicho; un hombre de verdad, con los pies firmemente anclados en tierra y que sabe extraerle a la vida todo su jugo.

DENEUVE.- La vida…la televisión…sí, recuerdo.

Entra Catherine, seguida de Fausto.

CATHERINE.- (a Mefisto) ¿Qué hace usted aquí? (mirando a Deneuve, asombrada) ¡Papá! ¿Y la venda?

DENEUVE.- Sí, hija, se me ha caído la venda.

CATHERINE.- ¿Estás bien?

DENEUVE.- Muy bien, muy bien. Qué mundo tan extraño, hoy eres una cosa y mañana otra. Veo, hija, veo. ¡Qué vestido tan bonito llevas! ¿Dónde lo has comprado?

CATHERINE.- Papá…estoy confundida…no sé si esto es bueno o es…

MEFISTO.- ¿A qué vienen ahora esos remilgos? Tu padre está curado.

CATHERINE.- ¿Estás bien, papá? No sé…te veo… raro. Quizá es que no estoy acostumbrada.

MEFISTO.- No es necesario que me lo agradezcas. Ahora sí que nos vamos.

Suena el claxon de un coche.

JEAN-PAUL.- El taxi, ya está aquí el taxi.

CATHERINE.- Acuéstate, papá. Debe haber sido muy duro para ti.

DENEUVE.- Catherine, hija mía, quiero…quiero…ver la televisión.

CATHERINE.- Pero ¿qué dices? Sabes muy bien que hace años que no hay tele en esta casa.

DENEUVE.- Catherine, creo que hablo claro: quiero ver la tele…

CATHERINE.- Papá, tú no estás bien.

MEFISTO.- (a Fausto) Aquí ya no hacemos nada. Saliendo. Nos despedimos a la francesa.

Fausto y Mefisto salen sin decir nada. Suben al taxi. Cuando éste arranca se sigue oyendo la voz fuerte y algo histérica de Deneuve, que repite rítmicamente la misma frase.

VOZ DE DENEUVE.- Quiero ver la tele, quiero ver la tele…

FAUSTO.- Imagino que ésta ha sido tu buena acción de hoy.

MEFISTO.- No ha estado mal. En el fondo, soy un benefactor de la humanidad. ¿Qué sería de la sociedad humana si se permitiese que cada cual se apartase del rebaño a su libre antojo?

FAUSTO.- Pobre Deneuve.

VOZ DE DENEUVE.- (que se va perdiendo en la lejanía) Quiero ver la tele, quiero ver la tele…    

(De Mundo, Demonio y Fausto)

Ver capítulo completo: https://es.scribd.com/doc/29093564/Mundo-Demonio-y-Fausto-4

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Mundo, Demonio y Fausto (escena del acto 1)

Salida del cine. Es de noche y cae una lluvia fina. Fausto y Marga van caminado, despacio, junto a la cola que espera entrar a la siguiente sesión. Un mendigo, de cara tiznada y barba negra va pidiendo limosna, cojea un poco.

MARGA.- Es una película muy triste. Si lo llego a saber…¿Te ha gustado?

FAUSTO.- Sí, y me ha causado una gran impresión. Es como un teatro mágico en el que se puede representar todo, hasta los sueños.

MARGA.- ¿Qué dices? No tiene nada de teatral. Hay mucha acción.

FAUSTO.- Sí, y qué modo tan maravilloso de representar la acción.

MARGA.- ¿Y por qué crees que él se suicida? ¿Por ella?

FAUSTO.- No exactamente. Todos los suicidios tienen la misma causa: que no hay vida por delante. A veces, llega un momento en que la fuente de la vida se seca, y entonces uno se muere o se suicida, tanto da.

MARGA.- ¿La fuente de la vida? Eso me lo tendrás que explicar en términos científicos…mañana, por supuesto… Mira qué pena, casi no puede andar, si tengo una moneda…

FAUSTO.- No le des nada, no le mires.

MARGA.- Pobre, ¿por qué dices eso?

FAUSTO.- Tú eres muy compasiva, y ser compasivo es como estar siempre al borde del abismo. Infinidad de brazos tratan de atraparte para arrastrarte a las profundidades.

MENDIGO-MEFISTO.- Una limosna. (a Fausto) No me espantes a la chiquilla, que está muy buena por cierto. Y contigo tengo que hablar. Una limosna

MARGA.- Tenga.

MENDIGO-MEFISTO.- Gracias, que haya suerte. (a Fausto) Y tú a ver si dejas de pasearte como un colegial, por no decir como un imbécil (se va).

MARGA.- ¿Qué te ha dicho?

FAUSTO.- Nada. Una grosería.

MARGA.- ¿Sí? La verdad es que es bastante repulsivo. Cuando le he dado la moneda le he tocado sin querer la mano y ha sido como si una corriente eléctrica me sacudiese de arriba abajo. Da mucho miedo. Es como un monstruo.

FAUSTO.-Te lo advertí. El universo está lleno de monstruos, y ése es de los principales.

MARGA.- Qué cosas dices. Como si lo conocieses de toda la vida. Hablas de una manera tan extraña. Me gustaría conocerte a fondo. Hace sólo tres días que trabajamos juntos y, la verdad, me tienes atrapada. ¿Quieres venir a casa? Hoy estoy sola.

FAUSTO.- (Si tiras tú de la rienda, pierdo yo toda mi fuerza). Vamos.

ESPÍRITU DE LOS TIEMPOS.-

Entra sin temor en nuestra esfera,

olvida para siempre

los antiguos cánones.

Un mundo nuevo, veraz, ilimitado

tienes ante ti, aunque también,

algo más soso.

Fausto y Margarita en la cama, desnudos; ella fuma un cigarrilo.

MARGA.- Siempre que lo hago, sobre todo después de hacerlo, tengo una sensación extraña. Me parece que soy otra persona.

FAUSTO.- Es todo tan extraño, y sin embargo tan fácil, tan sencillo, tan plano. Apenas he tenido tiempo de… Es como si antes de tocar el fruto, ya me lo hubiese comido.

MARGA.- ¿Quieres decir que no te ha gustado? ¿que no he estado a la altura?

FAUSTO.- ¿A la altura de qué? Mira, Marga, hay un sentimiento, un sentimiento muy poderoso que se llama amor, o pasión o deseo o como quieras llamarlo. Es un sentimiento que lleva fatalmente al acto. Pero rara vez el acto lleva al sentimiento.

MARGA.- ¿Quieres decir que primero nos teníamos que haber enamorado? ¿Y quién te dice que yo no lo estoy?

FAUSTO.- Me sorprendes. Últimamente no dejo de sorprenderme. Me sorprendes tú, me sorprende este mundo, me sorprende la tranquilidad con que la gente va a ninguna parte. Antes, un tiempo circular lo abarcaba todo, el calendario anunciaba las penas y las alegrías de los hombres, fijaba las fiestas públicas y las épocas de duelo; el pueblo, dentro de un espacio limitado, se sentía protegido por sus dioses y sacerdotes. Algunos sabios se apartaban del rebaño para lanzarse a empresas llenas de peligros en pos de altas realizaciones, incluso al precio de su vida, o de su alma, como en algún caso que yo sé. Hoy es como si todo el pueblo fuese sabio, pero sin sabiduría. No tienen dioses, no tienen sacerdotes, pero tampoco emprenden aventuras heroicas. Caminan mansamente hacia ninguna parte procurando no desentonar del balido general. ¿Qué espera este mundo? ¿Qué busca? ¿Qué pretende? ¿Cómo puede sobrevivir así? Su insensibilidad a la realidad divina me espanta. Parece que, por haber dejado de creer en el Dios de las estampitas, no pueden creer en otra cosa que en lo que tocan, en lo que imaginan que tocan.

MARGA.- Estás muy filosófico. Me lo explicas mañana…Tengo un sueño…

Margarita se queda dormida. Se abre el armario ropero y aparece Mefistófeles, todavía en forma de mendigo.

MEFISTO.- Parece que el señor no está satisfecho.

FAUSTO.- Francamente, no.

MEFISTO.- Parece que el señor echa de menos ciertas incertidumbres y sobresaltos: el asedio, la conquista, la rendición, la caída de la inocencia. Creía que, para el señor, todo eso eran penalidades necesarias impuestas por la sociedad. Pero veo que no, veo que era parte sustancial del placer. Si no hay asedio, si no hay conquista, si no hay derrota y humillación del contrario, no hay placer. ¿No es así, mi viejo pervertido?

FAUSTO.- Quizás ocurre que sólo tengo joven el cuerpo, que a mi espíritu centenario le es imposible entusiasmarse por una jovencita.

MEFISTO.- Para esos menesteres el cuerpo basta, te lo aseguro. Ahora mismo, no he visto que hicieses funcionar otra cosa.

FAUSTO.- ¿Has estado mirando?

MEFISTO.- No lo puedo evitar. Me gusta el espectáculo. Un hombre y una mujer en trance amoroso es una llamada a la perpetuación de la especie humana, y eso me conviene.

FAUSTO.- (Mirando a Margarita cómo duerme) Y reconozco que es muy bella.

MEFISTO.- (Se sienta a la otra orilla de la cama. Margarita, dormida y desnuda, queda entre los dos) Digamos que es monilla. Te revelaré un secreto: la belleza de la mujer no existe; es sólo un prejuicio de los hombres, un prejuicio instintivo y cósmicamente necesario. A una mujer no la deseas porque sea bella; te parece bella porque la deseas.

FAUSTO.- Esa filosofía, ¿es nueva?

MEFISTO.- Qué va. Más de cien años. Schopenhauer.

FAUSTO.- ¿Quién?

MEFISTO.- Schopenhauer, un compatriota tuyo. Muy interesante, te lo recomiendo. Dice verdades como puños, y por un pelo no da con el secreto de la vida y del universo. Pero apenas se le ha entendido, y hoy está prácticamente olvidado. En estos tiempos la verdad sólo puede pronunciarse una vez; a la segunda, te dicen “eso está superado”.

FAUSTO.- Mira cómo se agita. Está soñando. Diría que tiene horribles pesadillas.

MEFISTO.- No precisamente.

FAUSTO.- No hay duda. Es tu proximidad lo que el provoca horribles visiones.

MEFISTO.- Sí, mi proximidad, pero no pesadillas.

FAUSTO.- ¿Sabes lo que sueña?

MEFISTO.- Por supuesto. Sueña conmigo, es decir, con un mendigo horrible y asqueroso que la ha arrastrado por la fuerza hasta aquí. El mendigo se ha quitado la áspera cuerda que le servía de cinto y la ha atado por las muñecas a los barrotes del cabezal. Ahora pasa su barba rasposa, lentamente, por la superficie de su cuerpo, sus pelos hirsutos son como púas de erizo que van rasgando la fina piel en busca de los lugares más íntimos.

FAUSTO.- ¡Es horrible!

MEFISTO.- ¿Qué dices? Está a punto de estallar de placer. Si la despierto ahora, recogerás los beneficios.

FAUSTO.- Déjame ya, por favor. Hoy me eres especialmente odioso. Yo siempre trato de aspirar a lo alto, por los medios que sea, lo reconozco, y tú te complaces en mostrarme lo más bajo.

MEFISTO.- Yo te muestro lo que hay. Y no me eches a mí a culpa. No os he inventado yo. Así que no lo olvides: por muy arriba que asciendas seguirás pegado a tu culo. ( De Mundo, Demonio y Fausto)                   Ver Acto completo:

https://es.scribd.com/doc/26143427/Mundo-Demonio-y-Fausto-1

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El enemigo

MEFISTO.- … Si dices “crear un imperio”, la tarea parece abrumadora, lo reconozco. Pero si dices “crear un enemigo”, la cosa se simplifica mucho. Un imperio requiere soldados, armas, propaganda, dinero, mucho dinero…Un enemigo no requiere necesariamente todo eso. Basta con que sepa hacerse percibir como enemigo. En realidad, ni siquiera es necesario que exista. Mírame a mí: desde hace veinte siglos el Enemigo por excelencia soy yo, y sin embargo hace ya tiempo que la ciencia y la filosofía dictaminaron que nunca he existido.

(De Mundo, Demonio y Fausto)       Ver el capítulo completo:  

http://es.scribd.com/doc/27646203/Mundo-Demonio-y-Fausto-2

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