Una novela moderna

Hace tiempo que no leo novelas. No por una razón concreta. Es una costumbre impuesta por la costumbre. Quiero decir que no obedece a un propósito consciente. Solo que, un buen día, me di cuenta de que en mis lecturas ya no figuraban novelas.

Preciso: no leo novelas contemporáneas, y menos aún novelas contemporáneas de autores españoles.

Hay excepciones, como es natural. Una norma sin excepciones es un engendro monstruoso que ni siquiera puede tenerse en pie, y está comprobado que, a veces, lo mejor de las normas son las excepciones.

Hace unos años incurrí en una de esas excepciones. Me habían hablado tanto y tan bien de cierto escritor español de moda que no pude resistir la tentación de leerlo. El resultado fue: un interés sostenido al principio, que se fue transformando en un cansancio infinito.

Ahora mismo, hace unos días, he incurrido en otra excepción. Se trata de una novela que he llamado moderna con calificativo quizás impropio. Y es que “moderno/a” es un adjetivo que, aunque quiere expresar lo contrario, siempre sabe a antiguo, “nada más antiguo que lo que ayer mismo era moderno”, dice no sé quién. El autor es un escritor español muy bregado en las técnicas literarias, en las que es maestro en el sentido literal de la palabra. Y eso se nota. Ya lo creo que se nota.

La escritura, clara, precisa, avanza desde el primer momento con la seguridad de la máquina bien ajustada. Una familia norteamericana llega a Italia con un motivo luctuoso… El autor es español, pero el narrador-protagonista es americano (estadounidense, se dice desde hace no mucho tiempo), aunque en nada se notaría la circunstancia ibérica de la autoría si no la delatase precisamente esa querencia, común a tantos creadores europeos, por los productos más típicos de Hollywood. Las breves escenas del matrimonio yanqui, con hija en este caso, en un hotel de Europa le traen a uno el vago pero persistente recuerdo de algunas películas americanas de diversos géneros.

Y no se agota ahí la influencia cinematográfica. El lector, o al menos el lector que soy yo, no puede leerla sin sentirse sumergido en el mundo de las películas. El ritmo, la intriga, los fundidos en negro atrás y adelante sin previo aviso, (lo que puede descolocar al lector desprevenido, pero no por cierto al lector curtido, que advertirá en todo ello signos claros de maestría),  además del evidente contenido filosófico-existencial del drama, hacen de esta novela una obra muy estimable, una obra maestra, diría.

Y conste que lo de la influencia cinematográfica no es un reproche – nada digo como reproche, sino todo como curiosa observación. En toda la historia de la cultura las diversas ramas del arte se han ido influyendo, copiando, intercambiando rasgos, modos, conceptos. La escultura, la arquitectura, la música, la poesía, la novela, el teatro, el cine, han ido creciendo y desarrollándose gracias, entre o tras cosas, a la influencia intensiva de unas sobre otras. Por eso, decir que una novela como la novela en cuestión no habría podido existir si previamente no hubiese existido el cine no es un reproche sino la constatación de un hecho que en nada merma la calidad de la obra.

La calidad de la obra es evidente. Esto se palpa con la lectura de las primeras líneas y se afianza y fortalece a medida que el relato avanza. El narrador-protagonista, hombre entrado en años, que fue reportero en Europa tiempo atrás, va alternando las vivencias del presente en Italia con la familia, ya eventualmente rota, con los recuerdos de su pasado en América y, sobre todo, con los de sus antiguas experiencias europeas.

Allá mismo, en una pequeña ciudad situada entre el mundo itálico y el eslavo quedó atrapado por el nacimiento del fenómeno que, poco después, había de devorar a media Europa. Destacado por su periódico para entrevistar a la figura clave de aquellos años y lugares, se siente poco a poco magnetizado, absorbido por la fuerza nueva, joven y avasalladora que había de barrer lo podrido y levantar la nueva patria.

En el recuerdo de aquellos meses apenas se reconoce: libre de la moral aprendida y abducido por el culto viril y pagano de la fuerza y la violencia. Y es testigo – aunque apenas medita sobre el hecho – del extraño maridaje entre el decadentismo exquisito del líder y poeta y el zafio salvajismo de los fieles que lo arropan. (Por cierto, he encontrado algún testimonio gráfico espeluznante sobre el fenómeno).


El joven periodista llega incluso a participar en una acción brutal colectiva, hecho que recuerda con incredulidad y asombro. Pero cuando la fascinación y el deseo le impulsan a tocar un fruto prohibido, la maquinaria represora y cruel  del «nuevo estado», hecho todo de fanfarrias y cloacas, que lo tenía vigilado desde el principio, se pone en movimiento.

El lector asiste entonces a un admirable despliegue de suspense y terror, vibrante y efectivo  incluso para un lector tan poco ingenuo como el que esto escribe.

Pero el desenlace no se ha de producir  cuando se cierran los recuerdos, el enigma no se ha de descifrar hasta el tiempo presente del viejo reportero. Es entonces cuando se despeja la última incógnita.

La novela tiene muchas virtudes, lo he dicho y lo repito, pero quizás adolece de un defecto. Un defecto, por llamarlo así, que no sería tan evidente si las virtudes aludidas  no fuesen tan clamorosas.

Y es que, siempre, el seguimiento de un intriga perfecta hace concebir la esperanza de un desenlace a la altura.

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