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Kleist y la mediocridad que gobierna el mundo

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No hay en la vida ninguna situación tan mala que no pueda empeorar. El año 1811 no se presentó con buenas perspectivas. Por una serie de coincidencias, sus buenos amigos y amigas desaparecieron del horizonte, la revista berlinesa dio los últimos estertores a manos de la censura, la necesidad de sobrevivir le impulsó a mendigar la readmisión en el ejército, pero, antes de que ésta y otras súplicas similares encaminadas a obtener un empleo tuviesen respuesta, lo peor abrió sus negras fauces.

En septiembre visitó a su familia en Frankfurt del Oder. Allí tuvo que oir de sus dos hermanas lo que no quería decirse a sí mismo: eres un fracasado, Heinrich, no sirves para nada; has desaprovechado todas las oportunidades que has tenido de prosperar en el ejército o en la administración, y total, ¿para qué? Tus escritos no interesan a nadie; no tienes sentido de la responsabilidad, ni contigo ni con tu familia; has conseguido que nos avergoncemos de ti, Heinrich, eres un inútil, un fracasado.

Llamar a una persona, a cualquier persona, “inútil” o “fracasado” siempre es un crimen. Pero dirigir estos calificativos a un hombre que está gestando una de las grandes maravillas de la literatura universal, a un hombre que guarda en su interior un mundo infinitamente más rico que el de sus acusadores, eso es…una blasfemia, un sacrilegio. Es el triunfo – temporal, es cierto, pero a veces asesino – de lo mediocre y mezquino sobre lo excelso y luminoso. Hay que tener una fortaleza muy especial para superarlo. Y Kleist no tenía esa clase de fortaleza.

Entonces fue dando forma a la vaga idea que, ya hacía tiempo, le andaba rondando: acabar con todo, terminar. Pero no quería partir sólo. Al final, encontró lo que buscaba: un alma sensible y también desesperada. Se llamaba Henriette Vogel, estaba casada, no era bella y sufría un cáncer incurable. La tarde del 20 de noviembre de 1811, Heinrich von Kleist, de treinta y cuatro años, y Henriette Vogel, de treinta y uno, se alojaron en una posada cerca de Postdam, a orillas del Wannsee, donde pasaron la noche. No entregados al amor, por cierto, sino cantando canciones y escribiendo cartas de despedida.

Cuenta Adam Müller que, a la mañana siguiente, salieron a dar un paseo y se hicieron servir unas tazas de café al lado mismo del lago. Poco después se oyeron unas detonaciones. Kleist había disparado a Henriette en el pecho, y después a sí mismo en la boca.

No estaban enamorados. No fue un suicidio romántico en el sentido trivial del término. Y quizá tampoco en su sentido propio. Eran criaturas condenadas, a las que la vida negaba el derecho de continuar. Desahuciadas. Ella, por la enfermedad del cuerpo; él, por la enfermedad del alma, pero sobre todo, por la infinita mediocridad que gobierna el mundo.

(De Del suicidio considerado como una de las bellas artes)

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