No, no es por la repentina conciencia del tiempo que pasa
inmisericorde, ni por la nostalgia de la infancia y la juventud perdidas, ni por el obligado recuerdo de los que ya no están con nosotros. La melancolía de la Navidad es para mí algo consustancial de las mismas fiestas. Antes, ahora y tal vez siempre.
La mañana soleada, el paseo matutino de los niños con el padre, mientras las mujeres ultiman en casa todo lo necesario. El gran aperitivo, la profusión de vasos, copas, copitas , tacitas y toda suerte de cubiertos sobre la mesa, con impolutos manteles blancos bordados. Y la larga y ancha procesión de manjares, el vino, el champagne (aún no llamado “cava”), los barquillos, el café, los turrones, el jerez, los licores (todo está permitido ese día incluso para los pequeños).
Y mientras los mayores cuentan viejas historias familiares, mil veces oídas, y la tarde es ya noche oscura en el exterior, uno de los hijos, ya adolescente, se derrumba sobre un sillón, ofuscado por la bebida y la calidez del ambiente, quizá soñando con huidas imposibles. Toma una revista que está a su alcance, la hojea con desgana y, de pronto, se detiene en una página. Trata de poesía, de la Navidad y de un gran poeta catalán muerto hace unas décadas. Lee:
Sento el fred de la nit i la simbomba fosca…
El adolescente siente que hay algo mágico en ese lúgubre inicio. Sigue leyendo… y acaba:
Demà posats a taula oblidarem els pobres -i tan pobres com som- Jesús ja serà nat Ens mirarà un moment a l’hora de les postres i després de mirar-nos arrencarà a plorar.
Y es entonces cuando se le muestra al mismo tiempo el misterio de la poesía y la insoportable melancolía de la Navidad. Porque también él, como Jesús, llora ante la irremediable pobreza de los hijos de este mundo.
Las palabras, las frases hechas, no siempre significan lo mismo, ya se sabe. Ni en el espacio ni en el tiempo. Un semiólogo o un gramático – si es que existe esta denominación todavía – podría extenderse sobre el tema ad infinitum. Yo, como no soy ni lo uno ni lo otro, no me extenderé, sino que me limitaré, que es lo que todo escritor debe hacer.
En la biografía de Bettina Brentano escrita por Carmen Bravo-Villasante y publicada en 1957 se dice en cierto punto “Su madre Maximiliane La Roche, a la que Goethe hizo el amor en los años…”. Ante esta frase, el lector actual puede entender fácilmente que los personajes citados tuvieron relaciones sexuales. ¿Cómo, se diría entonces el lector bien informado, doña Carmen, propagandista de los amantes apócrifos? Porque es sabido que ni Goethe era un don Juan, ni hizo otra cosa que pretender a Maximiliane en vistas a un posible futuro matrimonio, que es lo que correctamente habría entendido un lector de la primera mitad del siglo pasado. Por cierto, parece que lo único físico que Goethe consiguió de Maximiliane fueron los ojos, que le robó para ponérselos a la Lotte del Werther, y es que los escritores son muy vampiros.
Dice Wikipedia (Biblia cultural de nuestro siglo): “Hasta mediados del siglo XX, esa expresión estaba reservada para el galanteo”. ¿Cuándo y cómo se produjo el cambio de significado? Por lo general resulta difícil precisar el momento de transición, y es que la evolución suele ser lenta. Pero en este caso parece bastante fácil. Yo creo que se produjo a mediados de la década de 1960. Con ocasión de la guerra de Vietman y la aparición de los modernos movimientos contraculturales (hippies en primer término), se divulgó por todo el mundo el eslogan pacifista Make love not war, emitido e interpretado en el sentido más transgresor posible, es decir, sexual. En este mismo sentido make love pasó en traducción literal al castellano (haz el amor), desplazando al antiguo que, dicho sea de paso, se ha quedado sin denominador normal – ¿quién se atreve a decir hoy “galantear” o “cortejar”? – quizá porque el hecho denominado ha dejado también de existir.
¡Es tan difícil leer un texto sin caer en las trampas que el paso del tiempo va tendiendo a las palabras!
El humor es un invento moderno. Del Barroco, pongamos. Aunque creo que en la Edad Media ya se daban algunos casos. Y me refiero al humor en literatura, por supuesto. Los antiguos no conocían el humor. Cierto que las obras de Aristófanes, Plauto y otros estaban llenas de chistes, sátiras, gracias y chascarrillos, y que los romanos, con su característica mordacidad (acetum),fueron maestros en el lanzamiento de pullas. Es famosa, por ejemplo, la que dedicó el senador Curión a Julio César, bisexual muy activo: el hombre de todas las mujeres y la mujer de todos los hombres (omnium mulierum vir et omnium virorum mulier). Pero todo eso no es el humor tal como ahora se entiende. Eso es ser gracioso, o agudo, cosa que está al alcance de cualquiera que tenga la gracia o agudeza imprescindible.
El humor es algo misterioso. Y siento ponerme acientífico, no es mi estilo, pero es que no encuentro otra manera de decirlo. Casi siempre va acompañado por algunos de esos elementos con los que se le suele confundir. Quiero decir que un escritor dotado de auténtico sentido del humor puede destacar, además, en la ironía, la comicidad, la sátira, la mordacidad, el sarcasmo incluso. Pero nada de eso hace el humor, ni siquiera la suma de todo ello. Entonces, ¿qué es?
El mismo hecho de su modernidad podría ofrecernos una pista. ¿Por qué los antiguos no conocieron el humor? ¿Y por qué sí la comicidad o la ironía, por ejemplo? Pero, primero hay que aclarar que, si nos vamos más atrás en el tiempo, ni siquiera la comicidad se conocía. Pensemos en los textos de la antigua épica y en los fundacionales de las grandes religiones. Cosa seria. Nada de bromas. Las cosas son como digo que son, y punto. Pues bien, ya tenemos una pista.
La supuesta evolución y progreso de la vida consistiría en un proceso de reflexión creciente, es decir, de llegar a verse a uno mismo como reflejado en un espejo. El mundo inorgánico no tiene conciencia. Los animales superiores poseen ya el entendimiento necesario para organizar el cumplimiento de sus fines inmediatos: mantenerse vivos y reproducirse. Pero no se puede decir que tengan conciencia. Porque no la tienen de sí mismos: no se ven vivir.
Todos los indicios señalan que el ser humano es el único que se ve de repente aquí, sabiendo que está aquí y también sabiendo que un día ya no estará. Estas certezas básicas serán el fundamento de la especifidad humana, de aquello que les separa del resto de los animales. Y, como efecto colateral, el lenguaje… ah, y la risa.
¿Quién no ha oído decir que lo que nos diferencia de las bestias es la risa? Pues es cierto. Primero fue una risa tosca, primaria, la carcajada provocada por la súbita aparición de lo contrario del efecto esperado: uno, que está apunto de alcanzar el coco, de pronto se cae del cocotero; grandes risas entre los colegas. (Y aquí convendría advertir que muchos seres humanos no han pasado de este grado de lo risible).
Pero la cosa se va perfecccionando. Y, pasada la época de las terribles certezas (los textos de la épica primitiva y los fundacionales de las religiones), viene la gran eclosión de la risa antigua: las gracias, los chistes, la sátira, la mordacidad, la ironía, ésta ya como preludio de lo que será el verdadero humorismo.
Pero aún no hemos llegado. Porque todo eso se aplica hacia afuera, sobre o contra el otro. El sujeto todavía no ha alcanzado el punto decisivo en el que empieza realmente la reflexión. Todavía no ha alcanzado a verse – él también – como objeto curioso.
No por casualidad el humorismo en literatura surge y se desarrolla al mismo tiempo que la novela. Desde Cervantes, todos los escritores dignos de ser tenidos en cuenta, y desde luego todos los novelistas, han descrito el mundo o sus particulares fantasías con humor. ¿Que a veces no lo parece? Cierto. Pero es porque se tiene del humor una idea muy estrecha. Demasiado festiva. Y el humor puede ser amargo, y triste, y sobre todo melancólico. Pero nunca trata de culpar a nadie (en esto, entre otras cosas, se diferencia de la ironía o la sátira).
El humor es como una segunda alma del escritor. Una alma crítica. Así, mientras la primera alma va montando el relato a base de dar cierta realidad o consistencia a las cosas y personajes, la segunda lo pone todo en duda y de vez en cuando asoma a la página para dedicar una sonrisa compasiva a esa cándida primera alma que se toma tan en serio la idea de las cosas y las personas.
¿Qué resulta de eso? La ambigüedad, elemento básico e imprescindible de toda novela. La novela ha de ser tan ambigua como la vida. Esto, que empezó a funcionar hacia el 1600, es a estas alturas algo irrenunciable. Solo algunos fabricantes de bestsellers pueden ignorarlo. Pero se comprende: escriben para un público compuesto por seres idénticos a nuestros lejanos antepasados; viven (autor y lectores) en la época en que el humor no existía. Felices ellos, que no tienen que acarrear con el peso de una segunda alma, empeñada en criticar y desmontar los artilugios de la primera.
El escritor lúcido de hoy, es decir, el humorista, sabe que ninguna persona es exactamente lo que parece (¡cómo lo van a ser los personajes!), que los acontecimientos de la realidad no guardan la lógica y el sentido que se les tiende dar en la ficción, que todo es fluctuante y relativo. Y sabe también que él mismo es, o puede ser, tan ilógico, sinsentido, fluctuante y relativo como todo lo que a su alrededor se mueve. Y es que el humor bien entendido empieza por uno mismo.