Estimado público, hace tiempo que os deleité – a los más despiertos de vosotros – con algunas muestras de mi inventiva y de mi arte. Pocos me lo han agradecido, como era de esperar. Y ya no me refiero a los conspicuos exponentes de la industria editorial o a los críticos más o menos eminentes, de quienes ya es sabido que se puede esperar cualquier cosa excepto lo que propiamente cabría esperar. Me refiero a vosotros, a los que formáis la tropa – y sin embargo tan sabios, algunos – de los lectores ávidos, aplicados e inteligentes. Pero no me quejo. El que recibe los beneficios poco suele acordarse del benefactor. Y además yo soy la persona – por llamarme de alguna manera – menos adecuada para presumir de benefactora de nadie.
Para empezar, ha de quedar claro que yo no presumo de mis actos ni de mis intenciones. Mi destino está escrito, como el de cada cual, desde el llamado principio de los tiempos. Así, que aquí no se trata de vanagloriarse ni de alardear de unos méritos que no existen. Aunque quizá sí convendría hacer algunas precisiones para que nadie se llamase a engaño sobre mi personalidad.
Mefistófeles es el nombre que desde antiguo se adjudicó a un diablo menor, es decir, distinto del gran Diablo o Demonio de la teología cristiana. Pero desde hace ya tiempo, se les viene confundiendo a uno y otro. Yo no sé si Goethe tuvo parte de culpa en esto, o si se debe simplemente a la manía moderna de reducir y simplificar. Tanto da. Demos por asumido que Mefistófeles es el Diablo y punto.
Lo que sí ha de quedar claro es que Mefisto – que soy yo – no es exactamente el Diablo (mayor o menor) de la tradición religiosa, sino una especie de demiurgo (o sea, creador menor) que desde hace un tiempo anda perdido por el mundo de las letras, aunque, eso sí, con un enorme parecido al Demonio tradicional o, mejor dicho, al Mefistófeles goethiano, íntimamente emparentado con aquél. Y este parecido es tan acusado que, de hecho, me comporto igual que él (el goethiano, se entiende), salvando las inevitables diferencias debidas a los respectivos temperamentos de sus autores, no sé si me explico.
Bueno, lo que quería decir – y espero decirlo antes de que pierda el hilo definitivamente – es que, visto el éxito presunto de las aventuras que di a internet, he pensado que sería interesante continuar con otras nuevas. Lo malo de este pensamiento es que no funciona por sí sólo, quiero decir que, una vez lo has tenido y comunicado, tienes que ponerlo en práctica.
Bien, no hay que agobiarse. La obra está ahí, aguardándome en el futuro. Sólo se trata de llegar hasta ella. Para empezar, habré de dar con mi socio. Hace tiempo que no sé nada de él. Espero no encontrármelo convertido en una estrella del cine. En serio, me conformaría con que hubiese madurado un poco.
Veremos.
JORNADA PRIMERA
LECCIONES DE FILOSOFÍA I
Con cierta preocupación, muy comprensible, Mefisto advierte que Fausto flojea ostensiblemente en disciplina tan fundamental. Para corregir el déficit, lo envía al corazón de Europa, donde conocerá a dos lumbreras del género.
Fausto, en la cumbre de la montaña a cuyos pies se extiende la gran ciudad y, más allá, el mar. Amanece. El rumor de la urbe que se despierta llega como en sordina. A lo lejos, en el horizonte marino, un sol enorme y rojo pugna por abrirse paso entre las nubes.
FAUSTO.- He aquí la historia de todos los días. Más de un millón de personas despertando de sus sueños para seguir enfrentándose a la tarea de vivir. Pero el nuevo día no habrá de satisfacer ninguno de sus deseos. Suerte tendrán si consiguen mantener la ilusión, la creencia de que algún día llegarán a ser felices o, por lo menos, a disfrutar de un instante al que puedan decir ¡detente! Una vida entera no ha bastado para convencerme de que esto es imposible, de que la felicidad no existe, de que es sólo una quimera creada por la fuerza misteriosa que nos empuja a vivir. No, me niego a resignarme. Y así me veo, vagando por el tiempo y el espacio, asociado a ese engendro infernal que lo promete todo y no da nada… Por cierto, hace tiempo que no lo veo…¿Por dónde debe andar?…
MEFISTO.- (Surgiendo de la bruma matinal) Aquí estoy, a tu lado y a tus órdenes. Pero antes de reanudar nuestras relaciones, si es que tal cosa procede, habrá que aclarar un malentendido, o dos. Paso lo de “engendro infernal” como una concesión poética a la visión tradicional de mi imagen. Pero ¿de dónde has sacado que yo lo prometo todo y no doy nada? Para empezar, yo no te he prometido nada – y me refiero, naturalmente, en el contexto de esta obra – y, en cambio, te he dado mucho más de lo que hubieses conseguido por tus propios medios. ¿Quién hubiese sido capaz de pasearte por toda clase de época y lugares? ¿Con quién hubieses tenido ocasión de conocer a tantas grandes figuras de la historia reciente? ¿Quién te habría llevado, como yo lo he hecho, al estrellato del arte cinematográfico?…
FAUSTO.- Ya puedes decir lo que quieras, pero sigo estando en el mismo punto en que estaba.
MEFISTO.- ¡Esta sí que es buena! ¿Soy yo el responsable de tu inmovilidad? ¿de tu parálisis? Además, en este preciso punto donde te encuentras, en este lugar, quiero decir, nunca habías estado antes.
FAUSTO.- ¿Y qué tiene de particular este lugar?
MEFISTO.- ¿No lo sabes? Ante un panorama como éste el Demonio del Evangelio dijo al Jesús de la misma historia: Haec omnia tibi dabo si cadens adoraveris me. De ahí el nombre.
FAUSTO. – ¿Qué nombre?
MEFISTO.- El de este lugar. Tibidabo. Tibi dabo, ¿captas? Te daré. “Todo esto te daré si, prostrado, me adorares.”
FAUSTO.- ¿Y se lo dijo en latín?
MEFISTO.- No, seguro que no. Por aquellas latitudes aún no estaban suficientemente globalizados. Pero sí cuando se difundió el mensaje.
FAUSTO.- ¿Qué mensaje?
MEFISTO.- El Evangelio… Oye, socio, todo esto es muy extraño. No creo que mi misión en este mundo, ni en el otro, sea la de dar clases de religión. Pero, claro, lo que pasa es que tu ignorancia es tan extensa que… no sé cómo se compagina eso con tu supuesta sed insaciable de conocimiento.
FAUSTO. – El conocimiento que me interesa es el que ayuda a entender y gozar la vida.
MEFISTO.- Pareja imposible, te lo advierto. La vida, o se la entiende o se la goza. De todos modos te he de decir que ese conocimiento utilitario nunca te enseñará nada que no sea el funcionamiento de una máquina. El verdadero conocimiento, el que de verdad libera, es el que no busca nada fuera de sí mismo, el conocimiento desinteresado y gratuito. Mira, desde hace mucho tiempo, de hecho desde que empezó nuestra relación, he venido observando, cada vez más alarmado, que tu ignorancia filosófica es descomunal. Puedes presumir de científico, de astrólogo, incluso de nigromante, pero no presumas de filósofo si no quieres hacer el ridículo.
FAUSTO.- Bien, ya que has sacado el tema, te confesaré una cosa: que la filosofía siempre me ha parecido el producto de un exceso de imaginación. Para eso está el arte, la poesía, que eleva el ánimo sin engañarse ni engañar a nadie.
MEFISTO.- Algo hay de cierto en eso. De todos modos, un reciclaje a tiempo nunca va mal. Así que voy a ponerte en contacto con algún filósofo de acreditada solvencia para que repases las primeras letras..
FAUSTO. – ¿Clases de filosofía a estas alturas?…Bien. ¿Cuándo? ¿Dónde?
MEFISTO. – (señalando abajo la ciudad). No aquí, naturalmente, sino en tu misma patria. ¿Cuándo? No ahora, por supuesto (crudo lo tendría, el pobre) sino en el siglo XIX. ¡En marcha!
Frankfurt del Main. 1858. Es mediodía de un día soleado de otoño. Fausto camina entre los puestos del mercado instalados en la gran plaza. Se detiene ante uno que tiene expuestos libros viejos. Se fija en un título: Historia del doctor Johann Faustus. Lo toma para hojearlo.
LIBRERO.- (con tono seco) Tenga cuidado. Es muy antiguo y muy valioso.
FAUSTO.- Lo conozco. Hace tiempo que tuve en mis manos un ejemplar aún más antiguo que éste.
LIBRERO.- Imposible. No hay ninguna edición más antigua.
FAUSTO.- No, ahora no.
LIBRERO. – Bueno, ¿le interesa o no? O deje ya de manosearlo.
FAUSTO.- No, no me interesa. Conozco la historia… demasiado bien.
LIBRERO. – Demasiado bien…Vaya con el sabio.
FAUSTO.- Y además, ahí no está completa… Porque la historia continua.
LIBRERO.- Ésa es una buena noticia. Así, dice usted que la historia continua. Dígame, ¿qué le ocurre después al pobre hombre? Cuente, cuente.
FAUSTO.- De pobre, nada. Ocurre que no se resigna a perder. Que, aunque su socio infernal es incapaz de darle nada de lo prometido, él no abandona. Insiste e insiste porque sabe que el mensaje que anida tanto en su interior más profundo como en las más lejanas estrellas hablan de una felicidad que se puede alcanzar.
LIBRERO.- ¿Y cómo le va en estos momentos? ¿Se ve ya próximo a esa felicidad presentida?
FAUSTO.- La verdad es que no. De momento, su socio infernal le ha enviado a aprender filosofía.
LIBRERO.- Eso de “socio infernal” me parece de muy mal gusto.
FAUSTO.- ¿Cómo dice?
LIBRERO-MEFISTO.- De muy mal gusto, ya te lo dije, incluso como licencia poética.
FAUSTO.- ¿Tú aquí? ¿Se puede saber qué juego es éste?
MEFISTO. – Estoy cumpliendo el penoso deber de recordarte tu obligación. Eres como un niño al que hay que llevar continuamente de la mano. Mira, allí, al otro lado de la plaza está el Hotel Inglaterra. Si te demoras unos minutos más te ocuparán el puesto que te he reservado en la mesa del huésped, al lado del maestro. ¡Espabila, hombre!
Salón comedor del Hotel Inglaterra. La table d’hôte (en el sentido propio o francés del término) está ya rodeada de comensales esperando el primer plato. Fausto ve un sitio vacío y va a ocuparlo. Saluda a los comensales próximos y se sienta. Observa con disimulo a un lado y otro. A su derecha, un oficial del ejército, no mayor de treinta años. A su izquierda, un hombre de unos setenta años, de aspecto muy pulido, calvicie incipiente, largas patillas y ojos azules de mirada viva y penetrante.Un camarero empieza a servir la sopa. El hombre de setenta años, llamado Arthur, la engulle rápidamente. Luego, se dirige al oficial..
ARTHUR.- ¿Ha visto, teniente? Tenemos comensal nuevo. (a Fausto) No tengo el gusto de conocerle, señor. ¿Con qué nombre debo dirigirme a usted? El mío es Arthur. Si estuviésemos en un país civilizado como Inglaterra, alguien ya nos habría presentado. Pero, qué le vamos a hacer, esto es Alemania, y algunos hasta están orgullosos…
FAUSTO.- Mi nombre es Johann, y acabo de llegar a Frankfurt.
TENIENTE.- ¿Piensa quedarse a vivir aquí? ¿A qué se dedica?
ARTHUR- ¿Ve lo que le decía, Johann? Haciendo preguntas íntimas a quien ni siquiera se conoce. En fin, un ejemplo de la típica grosería alemana.
TENIENTE.- No creo que sea usted la persona más indicada para sermonear contra la grosería, doctor
ARTHUR. – No confunda las cosas, teniente. (a Fausto) Los hay que no distinguen entre la sinceridad entre iguales y las normas básicas de la buena educación.
FAUSTO. – No se preocupe. No me importa responder. Soy científico, y pienso estar aquí sólo el tiempo necesario para aclarar algunos aspectos relacionados con una investigación que estoy llevando a cabo.
ARTHUR. – ¡Científico, qué interesante!
TENIENTE . (a Fausto) Nuestro amigo es filósofo, y bastante famoso, por cierto. Pero si no lo sabía, no se preocupe. Él mismo le informará con todo lujo de detalles.
ARTHUR. – Teniente, haga el favor de no interrumpir cuando hablo con el caballero. (a Fausto) ¿Y cuál es el campo de sus investigaciones?
FAUSTO.- La naturaleza, la vida, la muerte…
ARTHUR. – ¡Magnífico! La biología es una de las ciencias fundamentales, quizá, junto con la física, la vía más rápida y segura hacia la verdadera filosofía. ¿Conoce usted mi obra La voluntad en la naturaleza?
TENIENTE.- (como para sí mismo) Se lo dije…
FAUSTO. – Soy muy ignorante en cuestiones de filosofía…
Un comensal próximo, comerciante en viaje de negocios, se dirige al Teniente.
COMERCIANTE.- Parece que nuestro sabio ha encontrado otro párvulo con quien desfogarse.
TENIENTE.- Sí, el último todavía se debe estar ordenando las ideas.
ARTHUR.- Haga como yo, Johann, como si no los oyese. Si queremos hablar con calma de cosas serias habremos de buscar otro lugar. Aquí sólo se sabe hablar de caballos y de mujeres.
FAUSTO.- No son temas despreciables…
ARTHUR.- Por supuesto que no…siempre que no se hable de los caballos como si fuesen mujeres y de las mujeres como si fuesen caballos. (le da una tarjeta) Le espero hoy en mi casa a las seis en punto. (mirando al plato que le acaban de servir) Y ahora ocupémonos de esta carne con su salsa roja, que promete mucho, la verdad.
Sala del apartamento del doctor Arthur Schopenhauer. Austeramente decorada, destacan un sofá, un sillón sin estilo definido, una mesa de trabajo con unos folios y unos libros, ordenadamente dispuestos. Al final de la sala se abre un espacio, que parece ocupado por una gran librería. En la pared sobre el sofá, un retrato de Goethe sexagenario.
ARTHUR.- (señalando al retrato) ¿Qué le parece? Me lo regaló él mismo. Fuimos grandes amigos.
FAUSTO.- Sólo por esa mirada se adivina el genio. Pero yo me pregunto ¿le sirvió de algo? ¿Consiguió en la vida lo que iba buscando?
ARTHUR.- Consiguió todo lo que se puede conseguir. Cierto que en el plano de la comprensión teórica se quedó un poco corto, pero nadie puede ser perfecto. Él era un poeta… el más alto poeta de la vida que nunca ha existido.
FAUSTO.- Pero, insisto, ¿de qué le sirvió? Ahora está muerto y, para él mismo, es como si nunca hubiese existido. ¿Hay derecho a eso? ¡Es injusto, totalmente injusto!
ARTHUR.- Habla usted como un adolescente impetuoso e irreflexivo. Comprender el misterio de la existencia requiere tener los sentidos muy despiertos y, sobre todo, gran capacidad para relacionar y reflexionar. Los exabruptos y los ayes no sirven para nada.
FAUSTO.- ¿Acaso ha comprendido usted el misterio de la existencia?
ARTHUR.- Yo he comprendido y he explicado todo lo que se puede comprender y explicar. Pero, llegado a cierto punto, ya no hay más explicación posible. O quizá sí la hay, pero debe de ser de tal naturaleza que, aunque un ser sobrehumano se esforzase por comunicárnosla, no entenderíamos nada, de eso estoy seguro. Lo que usted debería hacer, Johann, es leerse mi obra fundamental El mundo como voluntad y representación. Ahí encontrará todo lo que se puede saber. El resto es silencio.
FAUSTO. – ¿Silencio? Resignación, querrá decir. Pero yo no me resigno. Mi carácter me impide aceptar la humillación y la derrota.
ARTHUR.- ¿De qué humillación y de qué derrota me está hablando, hombre? Comprender la naturaleza y el mecanismo del universo, hallar la fórmula para destruir las falsas ideas que una fuerza interior absurda y ciega nos hace concebir, descubrir en fin la vana ilusión que es la existencia, y sin embargo, mientras se vive, hacerlo con la mayor sabiduría posible, pensando en evitar el dolor antes que en gozar de un placer siempre tramposo… ¿a todo eso lo llama usted humillación y derrota?… ¿Le apetece un café? Supongo que también le puedo ofrecer té, si lo prefiere.
FAUSTO.- Café ya me va bien, gracias.
Arthur sale de la sala, y vuelve a los dos minutos.
ARTHUR.- Tenemos suerte. Está la señora Schnepp, mi asistente. Ella se cuida de todo…. Mire Johann, yo estoy llegando al final de mi vida, una vida que ha sido bastante dura, es cierto, pero que también me ha proporcionado más satisfacciones que las que cualquier ser humano puede esperar. Porque le digo una cosa, y escúcheme bien, si supiésemos prescindir de las solicitudes del deseo, de las urgencias de una voluntad subterránea que continuamente nos engaña para que nos lancemos en pos de metas ilusorias, si supiésemos hacerlo, la vida no sería un mal lugar. Dedicados al conocimiento desinteresado, a la contemplación, agotaríamos plácidamente el tiempo que nos ha sido concedido.
FAUSTO.- Eso del conocimiento desinteresado me lo ha mencionado hace poco un conocido mío. Pero no acabo de entenderlo. Conocer y actuar son para mí dos aspectos de lo mismo.
ARTHUR.- Eso es una ilusión, amigo, una ilusión, nacida de la ignorancia y la soberbia del ser humano. En la naturaleza todo, absolutamente todo, incluido lo que llamamos materia inerte, ha estado actuando y actúa sin cesar, y sin embargo el conocimiento no ha aparecido hasta hace poco con el hombre. Y ahí está el gran peligro, porque si el conocimiento se aplica a la acción para intentar satisfacer los deseos de esa voluntad subterránea de que le he hablado, estamos perdidos, ya no habrá manera de escapar de la eterna rueda. En cambio, si se limita a la contemplación desinteresada, se le revelará la futilidad de todo y la forma segura de liberarse.
Aparece la señora Schnepp y se dirige a Arthur.
SCHNEPP. – Doctor, está aquí Karl.
ARTHUR.- ¿Cómo que está aquí Karl? ¿Quién le ha llamado? ¡Que se vaya! ¡No quiero verlo! No tenemos nada que decirnos.
Irrumpe en la sala un hombre de mediana edad, de complexión fuerte aunque no alto, y con barba abundante que empieza a ser canosa.
KARL. – Buenas tardes, Arthur. Quiero decir algo.
ARTHUR.- No, ya nos lo hemos dicho todo. ¡Largo!
KARL.- No es por usted que he venido, naturalmente, sino por el señor.
FAUSTO.- ¿Por mí?…Bueno, por mí no hay problema. ¿Es usted también filósofo?
ARTHUR.- Es la negación misma de la filosofía.
KARL.- Sí, de la filosofía tal como se ha entendido hasta ahora, o sea, como un entretenimiento de gente desocupada que se dedica a imaginar el mundo, interpretar, dicen ellos. Y no se dan cuenta de que ése es un ejercicio inútil y engañoso, porque toda interpretación estará determinada por el lugar que ocupa el “intérprete” en las relaciones de las fuerzas de producción. Y es que ya no se trata de interpretar, señores, sino de transformar, de transformar el mundo.
ARTHUR.- (a Fausto). ¿Ve? No es un filósofo, ¡es un ingeniero! (a Karl) ¡Transformar el mundo! ¿Qué mundo? Su ingenuidad no deja de asombrarme, Karl. Usted es de los que se imaginan que las cosas son exactamente lo que parecen y que el sujeto, que está fuera, puede manejarlas a su antojo. Y que el objeto está ahí delante, y que seguiría estando aunque no hubiese sujeto… Pero señor mío, ¿se ha enterado de la existencia de un tal Kant? No sabe que ese realismo ingenuo es hoy absolutamente inaceptable… excepto para los profesores universitarios que cobran del estado, por…
FAUSTO.- Perdone que le interrumpa, doctor. De todos modos me gustaría saber qué es lo que entiende el señor Karl…
KARL. – Marx, Karl Marx.
FAUSTO. – Karl Marx, por transformar el mundo.
ARTHUR.- No hay nada que entender. Es pura basura socialista.
KARL.- ¿Basura? Mi método es la conclusión necesaria de lo que los buenos pensadores de todos los tiempos han venido preparando, desde Aristóteles hasta el mismo Hegel… sí, Hegel, y no ponga esa cara. Hegel nos ha proporcionado el instrumento que él mismo no supo manejar: la dialéctica histórica.
ARTHUR.- ¡Por todos los demonios! (a Fausto) ¿Cómo quiere que polemice con alguien que dice haber aprendido de Hegel? (a Karl). Mire, hágame un favor: váyase, señor Marx, repito, váyase, señor Marx, y no vuelva a aparecer por aquí.
KARL.- Me voy, claro que me voy, pero no sin antes cumplir con mi misión. (a Fausto) Mire, señor… como se llame, he venido sólo para advertirle: todo lo que oiga de boca de ese anciano no tiene nada que ver con la realidad objetiva del mundo; es pura ideología.
FAUSTO.- ¿Ideología?
KARL.- Sí, ideología, una construcción teórica que no se corresponde con la realidad que dice interpretar, sino que responde a los intereses de clase del “ideólogo”, un artefacto presuntamente neutral o científico, pero que en realidad está destinado a justificar y mantener la supremacía de la clase burguesa dominante. Y lo más triste es que esos ideólogos ni siquiera son conscientes de su papel, y es que el hecho de pertenecer a la clase dominante determina su conciencia de presuntos pensadores. Es decir, creen interpretar el mundo cuando no hacen otra cosa que justificar y apuntalar el actual modelo de relaciones de producción, basado en la explotación del hombre por el hombre.
FAUSTO.- No sé si le he entendido bien…
ARTHUR. – No se preocupe, Johann. Nadie puede entender a un discípulo de Hegel.
KARL.- Oigame, Johann. Cuando hablo de transformar el mundo, me refiero a sustituir las actuales relaciones de las fuerzas productivas, basadas en la explotación de los asalariados, en la acumulación de plusvalía, en la alienación de la persona, que ve cómo el producto de su trabajo, de su actividad de ser humano, va a engrosar las arcas del capital…
ARTHUR.- Acabe y váyase por favor.
KARL. – Sustituir esta sociedad brutal, en la que tanto explotadores como explotados no pueden desarrollarse como las personas que deberían ser, por una sociedad sin clases, de seres humanos libres y felices, porque finalmente se habrá eliminado la fuente de todos los conflictos y ni siquiera será necesario el gobierno de los hombres sino sólo la administración de las cosas..
ARTHUR.- ¡Una sociedad sin clases, ja! Usted se imagina que solucionando las desigualdades económicas se alcanzaría la paz perpetua. ¡Cuánta ingenuidad! ¿No ha pensado que los pastores que nos habrían de conducir a esa sociedad sin clases pueden ser tan fieros y crueles como los lobos, quiero decir, como cualquier hombre normal con poder? Usted no tiene en cuenta la condición humana.
KARL.- No importa lo que yo tenga en cuenta. Lo único que importa es la marcha progresiva e imparable de la historia.
ARTHUR.- ¡La historia! ¡Ja!…La historia…
Se abre la puerta y aparece una mujer, joven, esbelta, elegante. Va vestida de negro, excepto por el blanco cuello plisado, que asoma por el vestido. Todos se quedan como petrificados; ella misma duda un momento en hablar.
ELISABET.- Perdón… no sabía…
ARTHUR.- ¡Elisabet! No, hoy no es día…Pero no importa, pase, por favor.
ELISABET.- Es que… creo que me dejé aquí el cincel. Es mi preferido, no puedo hacer nada sin él.
KARL. – (a Fausto en voz baja) ¿Que se dejó qué?
FAUSTO.- El cincel.
KARL.- ¿Qué es un cincel?
ARTHUR.- (que los ha oído) Señor portavoz de la clase trabajadora, veo que su ignorancia sobre el arte es de dimensiones cósmicas. Un cincel es un instrumento para transformar el mundo. Ja, ja, eso es, para transformar el mundo… Se toma el mundo inerte de un pedazo de piedra y con un cincel manejado por unas manos expertas y delicadas como las de la señorita Ney, la piedra se transforma en una obra de arte. Y ahora, permítanme que les presente: aquí, el señor Johann… científico y el señor Karl Marx, ingeniero; aquí, la señorita Elisabet Ney, escultora y, no obstante su edad, una de las más grandes artistas en su género.
ELISABET.- Encantada de conocerlos… Pero, no les entretengo más. Sólo he venido a buscar el cincel.
KARL.- ¡Qué gracia, cin-cel, CIN-CEL!
ARTHUR. – La verdad, es que yo no he visto por aquí ningún cincel.
FAUSTO.- ¿Dónde estará el cincel?
ELISABET.- No puedo trabajar sin él.
KARL.- Pues busquemos el cincel.
Un poco de canto, a modo de musical
ARTHUR. – Oh, Elisabet, criatura,
más dulce que la miel,
ha perdido su cincel.
KARL.- (en un aparte)Y Arthur, el misógino,
ha perdido su papel.
FAUSTO.- Por el cielo y por la tierra
hay que buscar el cincel.
ARTHUR- No puede vivir sin él.
ELISABET.- No, no puedo vivir sin el.
Con él de la masa arranco
la materia innecesaria,
para dar forma a la vida
en el fondo adormecida
TODOS.- ¡No puede vivir sin él!
FAUSTO.- Oh, poderoso cincel,
que a lo informe forma das
que a lo inerte das la vida
para la eternidad.
¡No puedo vivir sin él!
ARTHUR Y KARL.- ¡Ella, ella
no puede vivir sin él!
FAUSTO.- Yo tampoco, yo tampoco…
Fuera todas las razones
que nos pierden y confunden,
y viva sólo la acción.
Abajo la metafísica,
la dialéctica y la lógica,
abajo la ontología,
la epistemología
y la gnoseología,
abajo la propedéutica,
la hermenéutica y mayéutica
y viva sólo el cincel.
ARTHUR Y KARL. – ¡No pueden vivir sin él!
Se abre la puerta de golpe. Silencio absoluto. Aparece un hombre, vestido con un largo guardapolvo y con un pequeño paquete en la mano.
ARTHUR.- ¿Y usted quién es?
LIBRERO-MEFISTO. – El librero, le traigo el libro que me encargó.
ARTHUR.- Cierto, hace días que lo esperaba. A ver… (toma el paquete, arranca el envoltorio y contempla la portada del libro, mientras Karl, con disimulo, también la mira) ¿Qué mira usted?
KARL.- No, nada, sólo quería ver el título.
ARTHUR.- Pues vea y lea.
KARL.- (lee) “El invierno del puercoespín”.
ARTHUR.- ¿Qué le parece?
KARL.- Bah, pura ideología…
MEFISTO.- (serio y con autoridad) A ver, señores, señorita…¿Qué es todo este guirigay? Habrá que poner un poco de orden aquí.
ARTHUR.- ¿Cómo dice? ¿Usted quién es para…?
MEFISTO.- Sí, ya sé que apenas soy nadie, doctor Schopenhauer, pero debe reconocer que tampoco ninguno de los presentes es gran cosa.
ARTHUR.- Cómo se atreve… No lo dirá por mí, ni por la señorita Ney…
MEFISTO.- No, no lo digo por nadie en concreto, no se preocupe. Pero mire a mi socio, por ejemplo, (a Fausto) ¿Qué? ¿Qué has estado haciendo por aquí? ¿Has sacado algo en claro?
FAUSTO.- ¿En claro? ¿En claro?…No, claro que no… Sólo razones, argumentos, palabras, palabras.
MEFISTO.- Me temo que no tienes remedio. Has de saber que toda la sabiduría está edificada con palabras, que te lo digan, si no, estas dos lumbreras de la filosofía.
ARTHUR.- No me gusta su tono, señor librero… y veo que ya se conocen… Todo esto me suena a trampa, a conspiración…
MEFISTO.- No sea tan mal pensado, doctor. Es verdad que Johann y yo nos conocemos de hace mucho tiempo, es verdad que yo le instado a que viniese a aquí a aprender un poco y también es verdad que, aprovechando que Marx no andaba lejos, le he sugerido que se uniese al equipo docente…
KARL.- Sólo un pequeño favor de unos minutos, que conste.
MEFISTO. – Pero está claro que ha sido un fracaso…y mejor no averiguar responsabilidades. (a Fausto) Bueno, pero algo positivo habrás sacado de esta velada, ¿no? por pequeño que sea.
FAUSTO.- ¿Positivo? Sí, y no pequeño, sino grandioso: la visión de Elisabet y su fervor por el cincel.
MEFISTO.- (resignado) Vale, nos vamos. No hay nada más que hacer aquí.
ELISABET.- Yo también me voy. Adiós, doctor, hasta mañana.
ARTHUR.- Sí, Elisabet, mañana tenemos sesión. ¿Habrá resuelto lo del cincel?
MEFISTO.- A propósito, subiendo por la escalera me he encontrado esto. (Del bolsillo del guardapolvo saca una pequeña herramienta y la muestra). ¿Es de alguien?
TODOS.- ¡El cincel! ¡No podía vivir sin él!
Elisabet se acerca a Mefisto y, después de recibir el cincel, lo abraza emocionada.
ELISABET.- Señor librero, es usted un ángel.
MEFISTO.- Bueno, no exactamente…
Fausto y Mefisto caminan por la calle, en la oscuridad apenas rasgada por la tenue luz de algunas farolas de gas.
FAUSTO. – Entonces… ¡Se han quedado los dos solos!
MEFISTO.- Sí, ¿qué pasa?
FAUSTO.- Pero…¡se matarán!
MEFISTO.- Qué cosas dices.
FAUSTO.- Tú no has visto cómo se hablaban, cómo se enfrentaban, estaban a punto de llegar a las manos.
MEFISTO.- Nada de eso, socio… Y te digo más: en el fondo, se necesitan.
Noche. Casa de Margot -inmenso loft- en el Barrio Latino. Concurrencia de personas de todo tipo, principalmente artistas, intelectuales y gente de nuevas y novísimas profesiones. Deambulan o permanecen de pie hablando en pequeños grupos. Luz tenue. Música suave, sincopada. Las altas paredes, tachonadas de pequeños televisores funcionando. En unos se ven documentales sobre animales exóticos y más bien viscosos; en otros, diferentes momentos de El corazón amargo de la ciudad. Ante uno de éstos Fausto mira atento:
Entre la pantalla y Fausto se interpone Catherine.
CATHERINE.- ¿Te interesa mucho?
FAUSTO.- Era el objeto de la conferencia ¿no?
CATHERINE.- ¿Y qué conclusiones sacas?
FAUSTO.- No sé. Esta extraña mezcolanza que advierto en todas partes entre lo riguroso y lo banal me confunde, me desconcierta.
Se acerca el doctor Kerenski, que ha oído las últimas palabras de Fausto.
KERENSKI.- Es el signo de nuestro tiempo: profundidad sobre banalidad. ¿Ha leído usted mi ensayo Indagaciones sobre una viruta?
FAUSTO.- No, lo siento.
KERENSKI.- No lo sienta, hombre. Y no hay que olvidar el otro aspecto, el otro signo de nuestro tiempo: banalidad sobre profundidad. ¿Ha leído usted mi ensayo Desmontando el ser en seis días?
FAUSTO.- No, lo siento.
KERENSKI.- ¿Pero qué carajo lee usted, buen hombre?
FAUSTO.- Estoy leyendo las aventuras del caballero don Quijote.
Kerenski retrocede y se pierde entre la multitud. De un grupo próximo destaca una voz de mujer.
LOCALIZADORA (DE ESCENARIOS).- Hace tiempo que lo veníamos diciendo mis hermanas y yo. ¿Por qué nadie nos hizo caso?
DESLOCALIZADOR (DE EMPRESAS).- Demasiadas hermanas para un mismo evento. Tendrías que haberlo previsto.
CONECTOR DE SINERGIAS.- Suerte que Margot está siempre en todo. ¿Quién no ama a Margot?
EVENTISTA.- Es el ángel de la transgresión, la copiloto de la recta final. ¿Quién no ama a Margot?
LANDARTISTA.- Se transgrede respetando, se respeta transgrediendo.
CONECTOR DE SINERGIAS.- Transgredir es conocer, destruir es crear…
LOCALIZADORA.- ¡Lo que faltaba! Yo hablaba de mis hermanas.
DESLOCALIZADOR (a Conector de Sinergias).- Alguien debiera advertirla…
CONECTOR DE SINERGIAS.- Es una mujer muy emotiva, hay que comprender.
DESLOCALIZADOR.- Por cierto, eso de la recta final…
EVENTISTA.- Una metáfora, sólo una metáfora…espero. ¡Mirad! ¡Ahí viene!
Desde el lejano fondo de la sala, deslizándose suavemente sobre patines de ruedas, avanza Margot.
CORO DE INTERIORISTAS
Rompiendo rojos y azules,
sesgando planos y rectas,
la videncia de Margot
centellea, centellea.
CORO DE DJS
Ecualiza los talones,
sorprendiza la mixtura,
su son es todo los sones,
Margot de las exposuras.
CORO DE LANDARTISTAS
Ocre rojo bermellón,
aire lluvia tierra gris,
otra mañana del mundo,
Margot reina de París.
Otra patinadora avanza en dirección contraria (18 años, estética okupa, pequeña mochila al hombro). Al quedar frente a frente, las dos patinadoras empiezan a trazar círculos y espirales mientras se hablan.
MARGOT.- Tiempo que no te veo, Iris, hija.
IRIS.- He llegado de Bhután.
MARGOT.- ¿Diste a los monjes mi obsequio?
IRIS.- Bien obsequiados están.
MARGOT.- ¿Dónde vas con tanta prisa?
IRIS.- Peligra la okupación, llevo víveres y aliento a los compas que resisten. Hoy la pasma atacará.
MARGOT.- Dadles leña. Dadles leña. Abajo la represión.
CORO GENERAL
Abajo la represión
del inmundo polizonte,
del burócrata casposo,
del espeso oficinista
con su sello y con su tinta,
con su sello y con su tinta
y su tampón.
Viva la libertad
de los amos de la noche
de los magos de la nada,
del artista estilitista,
del caviar eventista,
del caviar eventista
y su esturión.
Iris se va. Fausto y Catherine se van desplazando entre la concurrencia.
FAUSTO.- A lo largo de mi vida, más diversa y extensa de lo que puedes imaginar, he estado en lugares muy extraños, tanto en el norte como en el sur (incluido algún aquelarre), pero nunca había visto reunión tan curiosa como ésta. ¿Conoces a toda esta gente?
CATHERINE.- A algunos.
FAUSTO.- ¿Qué son? ¿Qué pretenden? ¿Qué es lo que les une?
CATHERINE.- Haces unas preguntas muy extrañas. Todo el mundo es lo que es más lo que quiere aparentar.
FAUSTO.- Sí, pero lo que me gustaría averiguar es si buscan algo en común o si los ha reunido el azar.
CATHERINE.- Lo que te gustaría averiguar es el secreto de la sociedad humana, nada menos.
FAUSTO.- El secreto de la sociedad humana lo conozco bien. Sólo hay tres fuerzas que obligan a los seres humanos a ligarse entre sí: la necesidad, el interés o el amor.
CATHERINE.- Juzga tú mismo.
FAUSTO.- Supongamos que en este caso es el interés…
Topan con el doctor Kerenski.
KERENSKI.- Quería decirle, caballero, que sus intereses son bastante extemporáneos. Hasta en el modesto barrio de Buenos Aires de donde procedo florece el árbol del posmodernismo. Y usted, ¿de dónde procede, si se puede saber?
FAUSTO.- Del corazón de la vieja Europa.
KERENSKI.- ¿Judío también, por casualidad?
FAUSTO.- No. Pagano con túnica cristiana.
KERENSKI.- No le he visto bien la túnica…Y eso de pagano, ¿en qué consiste?
FAUSTO.- En obedecer a las fuerzas de la naturaleza y en doblegarlas obedeciéndolas.
KERENSKI.- Ah, ya, el progreso. Se ha demostrado que el progreso no existe, que fue un invento de la modernidad para desviar la atención.
FAUSTO.- Desviar la atención, ¿de qué?
Interviene el doctor Magritte, que pasaba por ahí.
MAGRITTE.- De qué va a ser, hombre. De la imparable disolución del yo, que entonces se iniciaba.
FAUSTO.- Y esa disolución, ¿continúa?
MAGRITTE.- Imparablemente.
FAUSTO.- ¿Y tendrá éxito?
MAGRITTE.- Total.
KERENSKI.- De hecho, el yo ya no existe. Ha sido sustituido por la multiplicidad anárquica de las particularidades surgidas de la fragmentación del sujeto.
FAUSTO.- Pero, yo, yo…
MAGRITE.- No sea ingenuo, hombre. Ese yo que usted pronuncia es sólo un soplo de voz sin relación alguna con la realidad.
De pronto, se impone la voz potente de un hombre (gurú Comar), que habla en medio del grupo vecino.
COMAR.- Las jerarquías que gobiernan el departamento elemental de los naranjos son las mismas que gobiernan todos los movimientos económicos y monetarios de la especie humana. Pero yo os digo que, cuando las criaturas de los naranjos nos tienen sometidos a pruebas, podemos salir triunfantes con la magia elemental de los granados…
KERENSKI. – No le presten atención. Conozco bien al gurú Comar, que por cierto no se llama así. Crecimos en el mismo barrio.
FAUSTO.- ¿Tiene algún sentido lo que dice?
KERENSKI.- Por supuesto, pero incurre en un error muy grave…
MAGRITTE.- Mentar la economía.
CATHERINE.- Pues a mí me ha parecido lo único real que…
MAGRITTE.- Que la economía es real nadie lo discute.
Interviene el Deslocalizador, que pasaba por ahí.
DESLOCALIZADOR.- En efecto, pero no se puede mezclar espíritu y economía. Economía y espíritu son mundos radicalmente diferentes.
MAGRITTE.- Ese fue el gran error de Marx.
KERENSKI.- Error que todos los intelectuales habíamos advertido desde el principio.
MAGRITTE.- Por eso, hoy se puede decir, sin faltar a la verdad, que en Europa nunca ha habido un sólo marxista.
CATHERINE.- Perdone, pero en la Universidad de Deux-aspects, donde yo he estudiado…
MAGRITTE.- Conozco la Universidad de Deux-aspects, muchacha, y sé lo que puede dar de sí. Hay gloriosas excepciones, claro, como tu padre y el doctor Dupêcher.
Irrumpe el Eventista, muy excitado.
EVENTISTA.- ¿Es verdad lo que dicen? ¿Que viene? ¿Que ya está aquí?
MAGRITTE.- ¿Quién viene? ¿Quién está aquí? Y tranquilízate, muchacho.
EVENTISTA.- Él, el…no puedo creerlo.
El Eventista se va corriendo a interrogar a otros grupos.
FAUSTO.- ¿Se espera a alguna visita importante?
KERENSKI.- ¿Qué significa importante? Todas y cada una de las personas que estamos aquí somos…importantes, como usted dice. (a Magritte) No sé a quién se puede referir…Como no sea…
MAGRITTE.- ¿Estás pensando lo mismo que yo?
KERENSKI.- Sí, pero me extrañaría mucho. Yo no le he visto nunca.
MAGRITTE.- En realidad nadie le ha visto.
KERENSKI.- Y sin embargo, su fama es absoluta.
MAGRITTE.- Todos quisieran parecerse a él.
FAUSTO.- Perdonen que insista, pero de sus palabras deduzco que se trata de una personalidad muy destacada que ha anunciado su presencia.
Kerenski y Magritte cambian miradas y sonrisas cómplices y burlonas.
KERENSKI.- Yo no creo que “personalidad muy destacada” sea la mejor manera de definirle.
MAGRITTE.- Y tampoco suele anunciar nada. Simplemente, expone.
KERENSKI.- Eso es, no anuncia, sino que denuncia; no propone, sino que expone, o más ajustado sería decir que descompone. Es el modelo ideal del arte de nuestros días.
FAUSTO.- Entonces, se trata de un artista…
MAGRITTE.- Si quiere llamarlo así…
Magritte y Kerenski son atraídos por lo que se habla en el grupo vecino, momento que aprovecha Catherine para tomar del brazo a Fausto y alejarse con él unos pasos.
CATHERINE.- No deberías seguirles el juego. Intentan burlarse de ti.
FAUSTO.- Burlarse de mí, ¿cómo?
CATHERINE.- Se dan cuenta de que no eres de su mundo…Es algo estúpido, lo sé…pero no me gusta verte en esta situación. A veces me pareces tan ingenuo, tan indefenso…
FAUSTO.- ¿Cuál es su mundo? ¿Eres tú de su mundo?
CATHERINE.- No sé… supongo que sí… es inevitable. Pero al principio, era todo tan distinto… Crecí en un ambiente donde todo aspiraba a la coherencia, donde todo tenía o podía tener una explicación racional, donde el triunfo era fruto exclusivo del esfuerzo y nada que valiese la pena podía ser fruto del azar. Pero de repente, o poco a poco, ya no recuerdo, el panorama cambió radicalmente, el mundo dejó de ser racional para convertirse en una olla de grillos de palabras vacías. Todo sirve, todo vale lo mismo, no hay mayor o menor sustancia, sino mayor o menor resonancia. No sé si me entiendes…
FAUSTO.- Perfectamente. Y te diré una cosa: que mi curiosidad infatigable no advierte en ese mundo, en este mundo que ahora nos rodea, nada, absolutamente nada que parezca del menor interés. De buena gana me iría ahora mismo, aunque…confieso que me gustaría descifrar antes el curioso enigma del personaje anunciado. ¿Lo conoces tú? ¿Sabes a quién se refieren?
CATHERINE.- Sí, creo que sé a quién se refieren…No, no lo conozco, en realidad nadie lo conoce…pero todos se mueren por imitarle.
FAUSTO.- ¿Puedes decirme ya de quién se trata?
CATHERINE.- No, si eso alimenta tu pizca de curiosidad y sirve para retenerte aquí…
FAUSTO.- Mira, esos parecen muy excitados. Quizá saben algo.
Fausto y Catherine se acercan al grupo.
DJ.- Lo más más que yo recuerdo lo viví en Liverpool, en la discoteca Pull-up. Veinte djs y un cuarteto de cuerda…
BROCKER.- El cine es un arte muerto. Su deuda es enorme, al teatro, a la novela, a la fotografía, al circo…nunca podrá…
LOCALIZADORA.- Un arte que da cobijo a lo transgresivo no puede…
LANDARTISTA.- Lo más más que yo recuerdo lo viví en el oeste de Canadá: toda una montaña envuelta en papel satinado, esquiada arriba y abajo por figuritas de Lladró.
CONSULTOR.- El texto es el cáncer del teatro. Mientras no se extirpe el texto el teatro será un muerto viviente, incapaz de romper…
MUERTO VIVIENTE.- Yo, que he pasado todas las fronteras, os aseguro que en el polvo blanco está el principio y el fin de todas las cosas. ¡Al Diablo con las autoridades sanitarias!
FUMADOR ANTIGUO.- Cada vez que miro mi paquete de tabaco puedo leer mi futuro. ¡Ya paso de tarot!
TAROTISTA.- Sexo, drogas y rockandroll son arcanos de otro tiempo. ¿Cómo transgredir la transgresión?
CHAMAN.- El círculo se cierra. Invoquemos al poder que rompe el poder que rompe los poderes.
Fausto y Catherine se apartan del grupo.
FAUSTO.- Nada, parece que no hay indicios.
CATHERINE.- Yo creo que sí vendrá. Tengo la sensación de que el ambiente está preparado.
FAUSTO.- ¿En qué lo notas?
CATHERINE.- No sé…esa excitación difusa, esos continuos y extraños movimientos de la gente, esa manera de hablar, como si cada cual hubiese de pronunciar su sentencia definitiva…¿No sientes tú algo especial? ¿No sientes nada?
FAUSTO.- Siento sed. Tenía entendido que en este tipo de reuniones se tomaba algo.
CATHERINE.- Por supuesto.
FAUSTO.- Pues por aquí no he visto nada.
CATHERINE.- Pues yo antes he visto un camarero.
FAUSTO.- ¿Un camarero?
CATHERINE.- Sí, parece raro en un sitio como éste. Pero lo he visto. Llevaba una chaqueta roja y una gran bandeja vacía que movía con soltura.
Fausto ríe de manera incontenible. Se acercan Kerenski y Magritte.
KERENSKI.- Al menos hay alguien que se lo pasa realmente bien.
MAGRITTE.- Qué quieres que te diga… yo sólo veo un reflejo nervioso claramente ante-posmoderno.
KERENSKI.- No digo que no…(mirando a Fausto con cierta admiración o envidia) (¡Huevudo el tipo!).
Se alejan los dos.
FAUSTO.- ¡Ja, ja, ja!…..Ya tengo la solución del enigma.
CATHERINE.- ¿Del personaje? Pero si tú no puedes conocerlo…
FAUSTO.- ¿Que no? Antes de que todos estos monos y papagayos viniesen al mundo él ya tenía pensado el evento.
Un sonido estridente y alargado, de sirena de fábrica antigua, se impone sobre el rumor general. A continuación, una voz, femenina pero metalizada, se difunde por todo el espacio: Margot, sobre sus patines y con un altavoz de mano, va anunciando el evento mientras se desliza entre la concurrencia.
MARGOT.- ¡El Gran Transgresor! ¡Ha llegado el Gran Transgresor! Reuníos todos. Un espectáculo único, irrepetible en la historia ético-estética de la humanidad. ¡El Gran Transgresor! ¡Está con nosotros el Gran Transgresor!…
La luz se hace aún más tenue. La multitud se mueve nerviosamente de un lado a otro, formando oleadas que se entrecruzan. Apenas hay palabras. Como suaves murmullos, se oye de vez en cuando: “es cierto”, “está aquí”, “no lo puedo creer”, “dónde, dónde”. De repente, unos potentes focos iluminan el centro de la sala. La música, sincopada, va subiendo de volumen. Todos pretenden acercarse a la zona iluminada. Empujones, codazos, pisotones, algún insulto. Fausto y Catherine no se mueven de donde están, no lejos del centro iluminado.
CATHERINE.- Casi da miedo.
FAUSTO.- ¿Miedo dices?
CATHERINE.- Enrique, dime la verdad, ¿tú lo conoces? ¿Conoces al Gran Transgresor?
FAUSTO.- Mucho tiempo hace que lo conozco, aunque no por ese nombre, que por cierto no le va nada mal. Y tú…
Aumenta el volumen de la música, de modo que las palabras se hacen inaudibles. Una figura humana, sostenida por una plataforma, emerge lentamente bajo la luz de los focos. Una amplia capucha le oculta casi todo el rostro, y una larga capa le cubre todo el cuerpo hasta los pies. Alcanzada la altura de un palmo sobre las cabezas más altas, la plataforma se detiene. La figura humana, o sea, el Gran Transgresor, alza los brazos. La histeria se desata: gritos, silbidos, aullidos. El Gran Transgresor pide calma y silencio con las manos abiertas. Se hace el silencio. Baja el volumen de la música. Cesa por completo. Silencio total. El Gran Transgresor recoge con las manos los faldones de la capa y se la arremanga, quedándose desnudo de cintura para abajo. El panorama que ofrece es a la vez natural y contundente. Un largo escalofrío recorre las epidermis de la concurrencia. El Gran Transgresor se pone en cuclillas, el codo apoyado en la rodilla y el puño en la frente, como sumido en profunda meditación. El Gran Transgresor empieza a defecar. Sigue defecando hasta formar deposiciones de tamaño considerable. Conmoción entre el público: gritos, silbidos, aullidos, algún desmayo. El Gran Transgresor se endereza, recorre con la mirada la concurrencia hasta que descubre a Fausto y Catherine. Sonríe maliciosamente.
GRAN TRANSGRESOR-MEFISTO.- No sé a qué tanto alboroto. Si ya lo decía el sabio (mira las deposiciones): TODO LO QUE BUSCAS ESTÁ DENTRO DE TI.
FAUSTO.- …una sucesión de experiencias inútiles. Todo pasa, nada queda, y al final te mueres tan desnudo como naciste. Hay que ser de una manera muy especial, hay que estar hecho de pura carne mítica para poder mantenerse en el propio papel, pese a los reveses y a las burlas de la fortuna. “Un instante al que pueda decir: detente”…je, palabras, palabras…pero no debo hablar así. He de seguir adelante, adelante, como el buey que es arrastrado por los cuernos de su destino. Sin mi destino no soy nadie, no soy nada. Apuremos pues la jarra de cerveza y…¡esa chica!
Fausto se levanta. La joven, que va pasando entre las mesas como buscando a alguien, le ve y se dirige hacia él. Se miran, se abrazan. Se sientan.
FAUSTO.- ¡Increíble! ¡Tú aquí! No me hubiese atrevido a soñarlo.
CATHERINE.- ¿Y tú? ¿Qué ha sido de tu vida en todo este tiempo? ¿Vives en París?
FAUSTO.- No…bueno, sí…una temporada.
CATHERINE.- ¿Y tu amigo…aquel tipo tan raro?
FAUSTO.- Lo veo poco últimamente. No hace mucho me lo encontré en España. Pero enseguida nos perdimos de vista.
CATHERINE.- A veces pienso que mi padre tenía razón: que era el mismo Diablo.
FAUSTO.- No exageres…¿Cómo está tu padre?
CATHERINE.- Ha cambiado mucho. No le conocerías.
FAUSTO.- ¿Para bien?
CATHERINE.- Yo diría que para mal. No sé si la intención de tu amigo el Diablo era buena o no. Pero, desde luego, el resultado no ha podido ser peor.
FAUSTO.- ¿Sufre mucho?
CATHERINE.- ¿Quién? ¿Mi padre? No, qué va. Parece el hombre más feliz del mundo.
FAUSTO.- Entonces, de qué te quejas. Recobró la vista y es feliz. ¿Qué más quieres?
CATHERINE.- Las cosas no son así de simples, Enrique, y tú lo sabes tan bien o mejor que yo. En fin, tú mismo podrás juzgar: he quedado aquí con él. Si no tienes prisa…
FAUSTO.- Tengo todo el tiempo del mundo.
CATHERINE.- Me ha citado aquí para presentarme a su novia…sí, a sus sesenta y tres años dice que se va a casar… y para que los acompañe a la conferencia que va a dar dentro de una hora en el Club de la Prensa. ¿Te interesa?
Le muestra un programa
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EL CLUB DE LA PRENSA DE PARÍS
Le invita a la conferencia que pronunciará el
Doctor ALBERT DENEUVE
Catedrático de Semidiótica Mediática de la Universidad de Deux-aspects
“Estructura paratextual de la serie televisiva El corazón amargo de la ciudad“
Día 15 de abril de 2004, a las 18,30 horas
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FAUSTO.- Sí, puede ser interesante. Es un mundo que desconozco por completo.
CATHERINE.- Mira. Ahí están.
Aparecen Deneuve y Margot (55 años, vestida de 18). Presentaciones.
CATHERINE.- ¿No te acuerdas de Enrique, papá, el amigo de…?
DENEUVE.- Sí, sí. Gran hombre su amigo, qué personalidad, qué carácter…le debo mucho a…nunca consigo recordar el nombre.
FAUSTO.- El nombre…
CATHERINE.- Se supone que Sabatini ¿no?
MARGOT.- Yo conocí a un Sabatini. Era el maestro de armas del marqués de Montfleury. Pero la verdad …(risita contenida)…la verdad es que tenía una estocada muy floja.
DENEUVE.- Ah, la juventud. No sabes lo feliz que soy, hija (toma la mano de Margot).
MARGOT.- La buena gente damos lo que tenemos. Yo tenía un caniche marrón y se lo di al profesor Melbourne; el profesor Melbourne tenía una pluma azul y se la dio al aduanero López; el aduanero López tenía un florete corto y se lo dio a maese Sabatini…
FAUSTO.- Y supongo que maese Sabatini le daría el florete corto al marqués de Montfleury.
MARGOT.- Síiii…y con una estocada preciosa. Eres genial, Enrique. Vienes a la conferencia ¿no?
Sala de conferencias del Club de Prensa. Lleno total. Sentados en la primera fila, Fausto, Catherine y Margot. Últimos minutos de la intervención de Deneuve.
DENEUVE.- …y es que en todo estudio paratextual, confrontado con el tsunami virtual de la exhaustividad de una producción pletórica, se plantea la cuestión metodológica de la relación de la muestra tomada con el campo investigado. Entonces, una vez realizada esta ectoplasmatización del corpus, el análisis puede reducirse a parangones entre paratextualidad y tradición oral más que a determinar la pertinencia estructural de cada rasgo, vista la eventual homología de ambos sistemas. Lo que de nuevo nos lleva a la parataxis del principio: que la modernidad se define por la producción estética serial. Gracias.
Aplausos. Se levanta un joven con gafas.
JOVEN CON GAFAS.- ¿Puede decirnos algo de las incidencias cognitivas de la serialización sobre el acto de televidencia?
DENEUVE.- Puedo. El acto de televidencia es la toma de conciencia ecránica del ser en sí presuntamente incognoscible. Es la final domesticación de los anárquicos eones y su conversión en dóciles fotones, que nos revelan la auténtica realidad del ser, necesariamente ecránico…Y diré más: fuera de la pantalla no hay salvación.
HOMBRE CON BARBA.- Profesor Deneuve, ¿se puede afirmar que sólo existe lo que está en los medios?
DENEUVE.- Claro que se puede afirmar, y ahora se lo demuestro: sólo existe lo que está en los medios.
HOMBRE CON BARBA.- ¿Quiere decir que, si estas cámaras y micrófonos no estuviesen aquí, nosotros no existiríamos?
DENEUVE.- Algo así quiero decir, y algún día lo diré con el debido acompañamiento erudito.
JOVEN CON BOINA.- ¿Y la basura, doctor Deneuve?
DENEUVE.- Oh, qué pesadez, qué obsesión. La basura, jovencito, es sólo una fase del proceso universal de reciclaje. La basura de hoy es la libertad de ayer y la kitschnostalgia de mañana.
MUJER CON PAMELA.- ¿Pero nadie ha pensado en cuánta madre huérfana queda por el camino?
DENEUVE.- Las madres son de todos, si me permite decirlo, y no hay que darle tanta importancia al tema…digo yo.
ANCIANO CON PERILLA.- ¿Sabe usted qué hay detrás del sorprendente vuelco que se produce en el capítulo 999 de El corazón amargo de la ciudad?
Deneuve palidece y permanece en silencio. El silencio se va extendiendo por toda la sala como un gas letal. Aparecen cuatro ujieres con máscara, que desde el fondo de la sala van avanzando repartiendo entre los asistentes unas octavillas:
“Ha habido un aviso de bomba
Conserven la calma
Abandonen la sala ordenadamente.”
Concluido el reparto, el público abandona la sala ordenadamente.
Casa de Catherine. Una amplia sala con chimenea y sofás bajos. A un lado, una escalera que lleva a la planta superior. Suena una música suave: una canción francesa de los años 50. En un sofá en semicírculo, Fausto y Mefisto está sentados en un lado; en el otro Jean-Paul y Catherine. Se oye el chirrido de una puerta. Por la escalera empieza a descender lentamente un hombre, de unos 60 años, con melena hasta los hombros y en batín; lleva los ojos vendados con un pañuelo verde. Todos lo miran. Tras descender unos escalones, el hombre se detiene y habla:
DENEUVE.- Catherine, ¿hay alguien ahí?
CATHERINE.- Sí, papá. Estoy con Jean-Paul y unos amigos.
DENEUVE.- Amigos, ¿de quién?
CATHERINE.- Míos, papá.
FAUSTO.- (a Catherine) Quizá será mejor que nos presentes.
CATHERINE.- Baja, papá, que te presentaré a mis amigos.
Deneuve desciende lentamente y va a situarse en el centro geométrico del semicírculo, donde permanece de pie.
DENEUVE.- Es hermosa la inocencia, pero nos deja indefensos ante el mal. ¿Dónde están tus amigos?
CATHERINE.- Si te quitas la venda, los verás.
DENEUVE.- No puedo, sabes muy bien que no puedo.
FAUSTO.- ¿Alguna afección ocular? Si quiere, puedo examinarlo, soy doctor en medicina.
JEAN-PAUL.- Ve mejor que todos nosotros juntos.
FAUSTO.- ¿Entonces?
JEAN-PAUL.- Siempre va así.
CATHERINE.- Dice que la visión del mundo le hace daño.
MEFISTO.- (He aquí un hombre sensible. Que se aparten los poetas y cuantos presumen de espíritu delicado.)
FAUSTO.- Pero señor…
CATHERINE.- Deneuve, Albert Deneuve.
FAUSTO.- Pero señor Deneuve, la visión es la puerta más segura al conocimiento de la realidad. Si renuncia a ella, los fantasmas interiores le devorarán.
DENEUVE.- La realidad me hace daño. La belleza de las formas me hiere; la fealdad me desgarra. El mundo es un lugar a la vez terrible y maravilloso. No puedo moverme en él sin que mis nervios se retuerzan o se encabriten. La contemplación de una flor altera el ritmo de mi corazón de una manera insoportable. La salida del sol por el horizonte provoca en mis ojos torrentes de lágrimas. La última vez que vi el rostro bellísimo de mi hija sufrí un síncope. Toda la belleza y la fealdad del mundo suman para mí un infierno. Mis ojos carecen del filtro que suele proteger a los hombres de los efectos de la visión pura. Si fuese posible cerrarme del todo…Porque no hay fantasmas interiores. Los fantasmas vienen de fuera.
MEFISTO.- Muy bien, señor Deneuve. Pero, eliminada la visión, le queda el oído. ¿Qué piensa hacer con el oído, con los sonidos?
DENEUVE.- Esa voz, esa voz… Catherine, ¿quién es este hombre?
CATHERINE.- Es el doctor Sabatini, papá, catedrático de ética de la universidad de Lucerna.
DENEUVE.- Sabat…Sabat…Lucer…Lucer… ¡Es el Mal! ¡Has dejado entrar el Mal en esta casa! ¡Condenación! Estamos condenados, condenados. Dios mío, apiádate de nosotros.
FAUSTO.- Será mejor que nos vayamos.
JEAN-PAUL.- Por favor, no lo toméis en serio. De vez en cuando tiene estos arranques, pero es inofensivo.
CATHERINE.- ¡Más que inofensivo! Mi padre es la bondad en persona. Aunque la vida sea para él un martirio, es incapaz de causar el menor daño. Su sensibilidad enfermiza hace que…a veces…(de pronto, se levanta y se dirige a Fausto) Enrique, ¿qué me has dicho antes del doctor Sabatini?
FAUSTO.- ¿Antes?
CATHERINE.- Has dicho algo terrible de él.
MEFISTO.- Calma, calma. Todo el mundo tranquilo. No hay que ponerse nervioso. Todo esto no es más que un malentendido. (se levanta y habla dirigiéndose a Deneuve, que permanece inmóvil, aunque algo tembloroso). Usted, señor Deneuve, basándose en el tono de mi voz, que sin duda le debe traer recuerdos ingratos, y en las letras de mi nombre, con las que ha jugado un poquito a la cábala, cosa que se puede hacer con cualquier nombre de cualquier idioma, se lo aseguro, basándose en sólo eso ha sacado la conclusión de que yo soy un ser diabólico, quizá el mismo Diablo. Pues bien, señor mío, nada más alejado de la realidad, como ahora mismo le voy a demostrar. Primero, mi voz es la adecuada y pertinente a estas horas de la madrugada después de haber tomado varias copas en la taberna de Deux-aspects, donde por cierto se produjo un incidente que sin duda también tuvo su efecto en mis cuerdas vocales. Segundo, yo no me llamo Sabatini; éste es en realidad el nombre de un novelista italiano de principios de siglo XX, que suelo utilizar en mis desplazamientos al extranjero por razones que no vienen a cuento. Tercero, como han demostrado todos los filósofos y el noventa y pico por ciento de los teólogos (católicos incluidos) el Diablo no sólo no existe sino que nunca ha existido. Y cuarto, el mal no es ninguna potencia terrible la inicial de cuyo nombre haya de escribirse en mayúscula; el mal, señor mío, es sólo la manifestación de la miseria intelectual humana. Yo lo llamo chapuza.
DENEUVE.- Yo no entiendo de teologías ni chapuzas. Me dejo llevar por mis impresiones. Y te aseguro, Satán, que mis impresiones no engañan.
MEFISTO.- ¿Nunca?
DENEUVE.- Casi nunca.
MEFISTO.- (Enhorabuena, empieza el descenso a la tierra de los hombres)
CATHERINE.- Todo esto es muy raro…¿Quién es usted en realidad, señor Sabatini? Acaba de decir que ése no es su verdadero nombre.
MEFISTO.- En efecto, pero no veo que sea motivo suficiente para que dejemos de tutearnos.
CATHERINE.- Es posible que usted llegue a convencer a mi padre, pero…
DENEUVE.- Déjalo, hija. Hoy he tenido un sueño muy extraño…
CATHERINE.- Pero a mí no me convencerá de que usted oculta algo, algo muy siniestro. Y le recuerdo que ésta es nuestra casa. Así que…
FAUSTO.- Así que nos vamos…Lo siento.
CATHERINE.- Yo también lo siento, Enrique…Jean-Paul, quédate con mi padre. Yo los acompaño.
Salen Catherine, Fausto y, detrás, Mefisto. En el camino por el jardín hacia la verja de salida, Mefisto se va quedando cada vez más rezagado, mientras Catherine y Fausto conversan ajenos a todo. De pronto, Mefisto se detiene y vuelve a la casa..
MEFISTO.- Jean-Paul, dice Catherine que llames a un taxi para nosotros.
JEAN-PAUL.- Okey, pero a estas horas…ya veremos.
Jean-Paul se va a un rincón de la sala y descuelga el teléfono, con el que intentará, de momento sin éxito, llamar a un taxi
DENEUVE.- ¿Tú otra vez? Te advierto que te conozco, y que no podrás nada contra mí. ¡Vade retro!
MEFISTO.- No nos pongamos melodramáticos, señor Deneuve, Usted está confundido. Creo que ya lo he demostrado sobradamente. Pero se obstina en no creerme y en hacer sufrir a su hija.
DENEUVE.- ¿Que yo hago sufrir a mi hija?
MEFISTO.- Si, señor, ¿no lo ha visto? Ella, que pensaba pasar una velada agradable con nosotros, se ha visto obligada a expulsar a sus invitados, ¿le parece bonito? Usted es muy sensible, muy bueno, muy muy… pero quizá no se da cuenta de que esa manera tan especial de ser no hace más que causar sufrimientos a los demás. ¿Tan importante se cree que le resulta inconcebible aceptar el estilo de vida acordado por la sociedad? Vuelva a la realidad, hombre, a la vida de verdad, donde los hombres se pisan y se piden perdón y no pasa nada, donde se pueden comprar tantas cosas, donde se pueden disfrutar de tantos avances técnicos, donde se puede gozar de tantas maravillas. ¿Ha conducido alguna vez un coche último modelo a doscientos por hora? Si no lo ha hecho, no sabe lo que es gozar. ¿Ha sentido la emoción de animar a su equipo en un partido de fútbol? ¡Qué colorido en las gradas! ¡Qué emoción en las voces! ¡Qué talento en los insultos! ¿Ha disfrutado de los miles de programas que ofrece la televisión, sobre todos esos tan apasionantes donde hombres y mujeres reales desnudan sus pequeñas almas para edificación del pueblo espectador?
DENEUVE.- La televisión…sí…recuerdo.
MEFISTO.- ¿Ha gozado de los placeres de la comida y la bebida como corresponde a un hombre civilizado? ¿Se ha sumergido en los placeres del sexo hasta sentirse el cuerpo vacío y la garganta reseca? ¿Puedo servirme una copa?
DENEUVE.- Ahí, detrás suyo.
Mefisto llena dos vasos de whisky y le da uno a Deneuve.
MEFISTO.- Beba conmigo, hombre, y reduzca el volumen de sensibilidad de sus nervios. El mundo no es terrible ni fantástico, como usted dice. Lo cierto es que, si uno sabe vivirla, la vida es sencilla, acogedora, cálida, como ese licor que ahora está bebiendo.
DENEUVE.- (saboreando la bebida) Hum…qué calorcillo.
MEFISTO.- Muy bien, señor Deneuve. Usted va por la vida con una venda en los ojos, pero muy pronto se le caerá la venda y… (se le cae la venda) (¿ya?)…Y qué me dice.
DENEUVE.- (mirando, asombrado, el rostro de Mefisto) ¡Veo! ¡Veo!
MEFISTO.- ¿Qué ve?
DENEUVE.- El rostro de un hombre.
MEFISTO.- ¿Y cómo es?
DENEUVE.- Anguloso, enérgico, con gran personalidad, ojos negros y mirada profunda.
MEFISTO.- Y no es terrible ni fantástico.
DENEUVE.- No, yo diría que es interesante, muy interesante.
MEFISTO.- Pues ha de saber, señor mío, que este rostro tan interesante es el de un hombre que sí sabe disfrutar de todo eso que le he dicho; un hombre de verdad, con los pies firmemente anclados en tierra y que sabe extraerle a la vida todo su jugo.
DENEUVE.- La vida…la televisión…sí, recuerdo.
Entra Catherine, seguida de Fausto.
CATHERINE.- (a Mefisto) ¿Qué hace usted aquí? (mirando a Deneuve, asombrada) ¡Papá! ¿Y la venda?
DENEUVE.- Sí, hija, se me ha caído la venda.
CATHERINE.- ¿Estás bien?
DENEUVE.- Muy bien, muy bien. Qué mundo tan extraño, hoy eres una cosa y mañana otra. Veo, hija, veo. ¡Qué vestido tan bonito llevas! ¿Dónde lo has comprado?
CATHERINE.- Papá…estoy confundida…no sé si esto es bueno o es…
MEFISTO.- ¿A qué vienen ahora esos remilgos? Tu padre está curado.
CATHERINE.- ¿Estás bien, papá? No sé…te veo… raro. Quizá es que no estoy acostumbrada.
MEFISTO.- No es necesario que me lo agradezcas. Ahora sí que nos vamos.
Suena el claxon de un coche.
JEAN-PAUL.- El taxi, ya está aquí el taxi.
CATHERINE.- Acuéstate, papá. Debe haber sido muy duro para ti.
DENEUVE.- Catherine, hija mía, quiero…quiero…ver la televisión.
CATHERINE.- Pero ¿qué dices? Sabes muy bien que hace años que no hay tele en esta casa.
DENEUVE.- Catherine, creo que hablo claro: quiero ver la tele…
CATHERINE.- Papá, tú no estás bien.
MEFISTO.- (a Fausto) Aquí ya no hacemos nada. Saliendo. Nos despedimos a la francesa.
Fausto y Mefisto salen sin decir nada. Suben al taxi. Cuando éste arranca se sigue oyendo la voz fuerte y algo histérica de Deneuve, que repite rítmicamente la misma frase.
VOZ DE DENEUVE.- Quiero ver la tele, quiero ver la tele…
FAUSTO.- Imagino que ésta ha sido tu buena acción de hoy.
MEFISTO.- No ha estado mal. En el fondo, soy un benefactor de la humanidad. ¿Qué sería de la sociedad humana si se permitiese que cada cual se apartase del rebaño a su libre antojo?
FAUSTO.- Pobre Deneuve.
VOZ DE DENEUVE.- (que se va perdiendo en la lejanía) Quiero ver la tele, quiero ver la tele…
Castillo del Barón Vollterr. En una sala rococó, el Barón, la Baronesa y Fausto.
BARÓN.- Un viajero extraviado siempre es bien acogido en nuestra morada.
FAUSTO.- Agradezco vuestra hospitalidad, pero a la medianoche he de reemprender el camino.
BARÓN.- Parece que tenéis mucha prisa. Espero que eso no nos impida disfrutar un ratito de vuestra compañía. Sentaos, por favor. (Los barones se sientan en el sofá, y Fausto en una butaca próxima. A través de la puerta del fondo llega el sonido de risas y música.) Perdonaréis a esa juventud; han organizado un baile de despedida…quizá demasiado ruidoso. Y decidme, vuestro nombre es…
FAUSTO.- Fausto.
BARONESA.- Y vuestra condición u ocupación, si me permitís que sea indiscreta…
FAUSTO.- No es indiscreción por vuestra parte, señora, sino descortesía por la mía no haber correspondido en un primer momento con franqueza y sinceridad a un acogimiento tan caluroso. Señores, soy doctor en ciencias, en teología y en filosofía, y mi único afán es el conocimiento de los secretos de la vida y del Universo.
BARÓN.- La filosofía, la ciencia, por ahí va el futuro de la humanidad. Cada vez está más claro que, por fortuna, los siglos de oscuridad han terminado. Y decidme, vuestro viaje nocturno ¿tiene relación con alguna investigación concreta?
FAUSTO.- Todo viaje es investigación, pero en los nocturnos es cuando se revelan los fenómenos más sorprendentes. Como esta misma noche.
BARÓN.- ¿Un fenómeno sorprendente? ¿Esta misma noche? Contad, doctor, contad. Me apasiona la ciencia, soy un hombre totalmente poseído por el espíritu del siglo.
FAUSTO.- No lejos de aquí, en un claro del bosque, iluminado por la Luna llena, he sido testigo de algo excepcional.
De pronto, se abre la puerta del fondo y entra una muchacha, casi arrastrando por la mano a un joven; ella, con el rostro encendido por la agitación del baile; él, más circunspecto, pero con el brillo de alguna copa de vino en los ojos. Ella se dirige a su acompañante.
OTTI.- Repetid delante de mi padre lo que acabáis de decir, Johann.
JOHANN.- Por Dios, Otti, qué ocurrencia. Disculpad, señor. Le decía a vuestra hija que, a mi regreso de Weimar, que supongo será por la primavera, se podría organizar aquí mismo un baile aún más lucido…Si no tenéis inconveniente.
BARÓN.- ¿Tanto ruido para eso? ¿Dónde está el problema?
OTTI.- El problema está, padre mío, en que si no lo oís de boca de Johann…siempre decís que estas cosas me las invento yo.
BARÓN.- ¡Qué niña eres! Sin ánimo de ofender, me extraña que un caballero como Johann von Goethe te dé tanta importancia.
OTTI.- ¡Qué desagradable! No soy una niña, padre, tengo dieciséis años.
BARÓN.- Y Johann veintiséis, si no me equivoco.
JOHANN.- No os equivocáis…Pero, dispensad (Johann se fija por primera vez enFausto), os hemos interrumpido.
BARÓN.- La verdad es que manteníamos una conversación muy interesante con el doctor Fausto, sobre temas científicos. Tal vez queráis participar.
Johann mira insistentemente a Fausto, que aguanta impasible la mirada.
JOHANN.- ¡Doctor Fausto! Como el de la leyenda.
BARÓN.- ¿Qué leyenda?
FAUSTO.- Se cuentan historias fantásticas y sin sentido de un personaje que tenía mi mismo nombre.
JOHANN.- ¡Fausto! He soñado tantas veces con este nombre…Pero cuando pienso en él, todo lo veo envuelto en una espesa niebla.
FAUSTO.- Despejad esa niebla. Dadle forma y sentido.
BARÓN.- ¿Sabías que, a su edad, este joven es ya una de nuestras glorias literarias?
FAUSTO.- Es fácil saberlo; basta con mirarle a los ojos.
JOHANN.- Así pues, me habéis reconocido.
FAUSTO.- Y vos a mí, ¿no es eso?
JOHANN.- Sí, pero permanecéis en la niebla.
FAUSTO.- Dadme forma y sentido, aunque en ello os vaya toda la vida. Otros también lo intentarán.
JOHANN.- Lo intentaré, sí, lo intentaré…Con permiso.
Johann toma de la mano a Otti y ambos se retiran.
BARÓN.- Un muchacho notable, un gran talento, sin duda. Lástima que su linaje…Perdón, estaba pensando en voz alta. Decíais que esta noche, en un claro del bosque iluminado por la Luna llena habéis visto…
FAUSTO.- Un lobo.
El alegre rostro del Barón se nubla al instante, y el de la Baronesa palidece.
BARÓN.- Un lobo…Hay bastantes por esta región.
FAUSTO.- Fue capturado vivo por unos hombres armados y…
BARÓN.- Esas alimañas acabarían con el ganado.
FAUSTO.- Por ese motivo se les mata, no se les captura vivos.
BARÓN.- ¿Y por qué creéis que lo han capturado vivo?
FAUSTO.- Por lo que pude ver momentos antes. El lobo era un hombre: yo vi cómo se transformaba.
La Baronesa se levanta de repente y abandona la sala entre sollozos.
BARÓN.- ¡Hombre de Dios, qué habéis hecho! Vos, un doctor en filosofía, un hombre de ciencia, y venir aquí con esas patrañas. No salgo de mi asombro.
FAUSTO.- He contado lo que he visto, y siento que haya impresionado tanto a vuestra señora esposa. Y si estoy aquí es porque deseo estudiar y conocer el asunto en toda su extensión y profundidad, porque habéis de saber que también he visto cómo el hombre-lobo era conducido a esta casa.
BARÓN.- Patrañas, no son más que patrañas. Mi esposa no es que esté impresionada, está enferma, muy enferma, envenenada, intoxicada por el oscurantismo y la superstición que, desde el pueblo más bajo, emana su pestilencia en su intento de acabar con las luces. Olvidad este asunto, por favor. Es muy doloroso para nosotros. Os daré una breve explicación y olvidadlo, os lo ruego. Habéis de saber que, además de esa niña que acabáis de ver, tenemos un hijo de veinte años. Hace un tiempo que el muchacho ha cogido la costumbre de desaparecer de casa ciertas noches. Algunos dicen que lo han visto por las tabernas de los pueblos próximos. Aunque no es ésta una explicación muy satisfactoria para un padre, yo la acepto de buen grado, sobre todo teniendo en cuenta la otra, la que ha urdido la ignorancia, el miedo y la superstición y que ya va de boca en boca por toda la comarca, y que, absurdamente, afirma que en las noches de Luna llena, mi hijo…se transforma en lobo.
FAUSTO.- Es cierto, yo lo he visto.
BARÓN.- Patrañas, patrañas. Estamos en 1775, doctor Fausto, parece mentira que podáis dar crédito a esas leyendas. Yo, un hombre de este siglo, de ningún modo puedo aceptar que se den por buenas historias que pertenecen a la noche más oscura de la humanidad. ¿Acaso no sabéis que, ante la clara mirada de la ciencia, las viejas supersticiones han de acabar desvaneciéndose? Parece mentira, insisto, que un hombre como vos pueda sostener semejantes afirmaciones. ¿Habéis leído a Condillac? ¿a Helvetius? ¿a mi primo el Barón d’Holbac? ¿a mi estimado amigo François, llamado Voltaire? Un hombre que hubiese leído a esos filósofos nunca diría lo que vos estáis diciendo.
FAUSTO.- No hablo de filosofías, señor, sino de lo que ven los ojos. Yo he visto cómo ese hombre, que sin duda ha de ser vuestro hijo, se convertía en lobo.
BARÓN.- ¡Por la santa Enciclopedia! Me estáis sacando de quicio. ¡Qué importa lo que ven los ojos! Tanto como lo que cuenta la comadre de la esquina. La Razón es lo único que cuenta, y si la Razón dice que una cosa no puede ser es que no puede ser, y punto. Y conste que no soy obcecado, sino, como veis, razonable y muy razonable. Tanto es así que, para que la cosa quede muy clara desde todos los puntos de vista posibles, en estos momentos, mientras vos y yo estamos hablando, un cirujano llegado de París y un anatomista llegado de Berlín están diseccionando al lobo de marras para demostrar que en su cuerpo no hay punto alguno de conexión con la naturaleza humana.
FAUSTO.- ¡Están matando a vuestro hijo!
BARÓN.- En alguna taberna se estará matando él.
FAUSTO.- ¿Y cómo sabéis que el lobo que tenéis es el animal en cuestión?
BARÓN.- Elemental, doctor Fausto. Porque, siguiendo mis instrucciones, el capataz que dirigía la captura no ha procedido hasta después de asegurarse de que el animal era el que había sufrido la transformación.
FAUSTO.- ¿Entonces?
BARÓN.- Entonces ¿qué? Sois de una obstinación increíble. ¿Cómo podéis insistir en esas patrañas? Lo he dicho y lo volveré a decir las veces que haga falta: estamos en el siglo de la Razón, y cuando la Razón dice que no es que no. Y ahora, idos, doctor Fausto.
Medianoche. Acompañado por el Búho, Fausto se aleja caminando. De pronto, en la torre más alta del castillo aparece el Barón Vollterr, con camisón y gorro de dormir y, muy excitado y entre grandes ademanes, se dirige a Fausto, que ya no puede oirle.
BARÓN.- ¡Sois un tramposo, doctor Fausto! Habéis jugado sucio conmigo, vos o quien sea que haya ideado esto. Me habéis retratado como un racionalista cerril, como un cabeza-cuadrada esclavo de sus esquemas y ciego ante la realidad de la vida. Claro…muy fácil…En una historia donde los demonios se disfrazan y los búhos hablan ¿qué tiene de raro que los hombres se transformen en lobos? En el mundo real quisiera veros yo, no en esta fantasía creada a capricho, sino en la sociedad de seres de carne y hueso, donde no hay diablos acróbatas ni búhos parlanchines. Nos vemos ahí y me enseñáis unos cuantos hombres-lobos ¿os parece? ¿No me respondéis, tramposo? Habéis hecho trampa conmigo, doctor Fausto, vos o quien sea que haya ideado esto. ¡Tramposoooos!…
[El Imperio de Oriente se ha desintegrado; el Imperio de Occidente se ha quedado sin enemigo. El emperador de Occidente contrata a Ideator (Mefisto) y Fost (Fausto) para que le consigan un enemigo que justifique su política imperial. Mefisto da unos consejos a Fausto y lo abandona en un frondoso parque de la capital. ]
Mefisto desaparece. Se acerca, patinando, un joven ejecutivo (Max).
MAX.- Increíble, increíble. Señor, ¿qué hace usted aquí, a estas horas en el Parque?
FAUSTO.- Paseo, y hablo conmigo mismo.
MAX.- ¿Paseo? Error, no reconozco “paseo”. Es usted extranjero ¿no? No sabe lo peligroso que es esto a estas horas.
FAUSTO.- ¿Peligroso? No veo ningún peligro. De hecho, fuera de estos árboles tan hermosos no veo nada ni a nadie. ¿Dónde está el peligro?
MAX.- ¡Usted es el peligro, hombre! A quién se le ocurre. Tendría que estar prohibido.
FAUSTO.- ¿Prohibido? ¿Qué? ¿Pasear?
MAX.- Error, no reconozco, ya se lo he dicho. ¿Qué significa eso?
FAUSTO.- ¿Pasear? Es caminar lentamente, sin rumbo ni destino, al ritmo de pensamientos, que vienen y se van como hojas mecidas por el viento, aquí aspiro el aroma de una flor, allá aparto una piedrecita del camino, mientras el sol de la tarde declina su majestad entre el rojo decorado de las nubes. ¿Nadie pasea aquí?
MAX.- Es usted extranjero, claro. Alemán ¿no? Me caen bien los alemanes. Será mejor que me acompañe. Yo le pondré a salvo. ¡Monte!
Max se agacha para que Fausto pueda montar a horcajadas sobre sus hombros, y emprende veloz carrera. Al salir del Parque se le unen grupos de jóvenes ejecutivos patinadores.
PATINADOR 1.- ¿Qué llevas ahí, Max?
MAX.- Un extranjero loco. Estaba solo en el Parque.
PATINADOR 1.- ¿Solo en el Parque? ¿Y qué hacía?
MAX.- Dice que paseaba.
PATINADOR 1.- Error, no reconozco “paseaba”.
MAX.- Eso mismo le he dicho yo, y me ha dado una explicación muy rara.
PATINADOR 2.- Tráetelo a la fiesta. Será una bomba.
MAX.- En eso pensaba.
PATINADOR 3.- ¿De dónde es?
MAX.- Alemán.
PATINADOR 3.- ¿Nazi?
MAX.- (a Fausto) ¿Eres nazi?
FAUSTO.- Mucho corréis, y no puedo captar vuestras palabras, a parte de que esta cabalgadura es bastante más incómoda que los lomos del viejo Quirón.
MAX.- ¿Lo veis? No se le entiende nada, y eso que apenas tiene acento. (a Fausto) ¿Hace mucho tiempo que vives aquí?
FAUSTO.- Sí, hace mucho tiempo que vivo. Y lo peor, es que el tiempo no aporta nada. La selva de las confusiones se va enredando en vez de desenredarse.
PATINADOR 2.- Te lo he dicho: una bomba. Corramos.
CORO DE PATINADORES.-
Corramos, volemos, saltemos,
¿pasear? no reconocemos.
Skating, jogging, surfing,
el mundo es una pista,
la vida va por ella
sobre ruedas o tablas
o enfundados los pies
en suaves deportivas.
Libertad en las manos
y viento en el cerebro,
skating, jogging, surfing,
corramos, volemos, saltemos,
¿pasear? no reconocemos.
FAUSTO.- ¡Alto! Te lo suplico, no lo resisto más.
Max se detiene, y también los demás patinadores. Fausto descabalga, se sienta en el suelo, y los patinadores también se sientan formando círculo alrededor de él.
FAUSTO.- Es que…no sé adónde me lleváis. Yo tengo una misión.
PATINADORES.- ¿Una misión?
FAUSTO.-Un trabajo.
MAX.- ¿Y cuál es ese trabajo, si puede saberse?
FAUSTO.- No puedo decirlo.
MAX.- ¿Eres espía?
PATINADOR 1- ¿Espía? ¿De quién? ¿De qué país puede ser espía si no hay enemigo?
FAUSTO.- Cierto, no hay enemigo. El Imperio goza de un espléndido período de paz…Pero yo tengo una duda, que a la vez es un temor: ¿puede ser, pregunto, que en algún lugar de este mismo país exista alguien que, quizá sin saberlo, esté incubando en este momento el huevo de un poderoso enemigo, alguien, quiero decir, tan opuesto a las esencias de este Imperio que lleve en su mente el germen de un Imperio contrario?
MAX.- Te explicas como un libro, muchacho, pero yo tampoco soy tonto, y si no te he entendido mal, la respuesta es: sí, lo hay, y más de uno.
PATINADOR 2.- Pero todos están en Nueva York.
PATINADOR 3.- Y son intelectuales.
MAX.- Y judíos.
FAUSTO.- Dadme un nombre, os lo suplico.
MAX.- Woody Allen.
FAUSTO.- ¿Eso es un nombre?
MAX.- Sí, el que merece el representante de la basura neoyorquina.
FAUSTO.- ¿Dónde lo puedo encontrar?
PATINADOR 1.- Donde haya una niña china.
FAUSTO.- No es una gran pista. ¿A qué se dedica?
MAX.- Practica el incesto, toca música de negros y engorda a los psicoanalistas. También hace películas.
FAUSTO.- ¿Cine? Yo he visto una película.
MAX.- Enhorabuena…Esto me empieza a aburrir. Chicos, ¿nos vamos?
Lentamente se aproxima una limousine. Se detiene a unos pasos del grupo. El chófer, uniformado, con gorra de plato y botas de caña alta, desciende, abre una puerta y se queda firme con la gorra sobre la mano. Fausto se incorpora y, ante el asombro de todos, camina hacia el coche. El chófer le hace una señal con la cabeza para que entre, regresa a su puesto y arranca.
FAUSTO.- Creía que había de componérmelas solo.
CHÓFER-MEFISTO.- Y así es. Tú decides y actúas. Yo sólo me ocupo de la intendencia y de la logística…¡A Nueva York! Me encanta esa ciudad. Los que la comparan con el Infierno no saben de lo que hablan.
Nueva York. Apartamento de Woody Allen.
FAUSTO.- Buenas tardes.
WOODY.- Buenas tardes. ¿Qué se le ofrece? Le advierto que tengo de todo…aunque usted no tiene pinta de vendedor.
FAUSTO.- No lo soy. Solo quiero que hablemos de un asunto que a ambos nos interesa.
WOODY.- Eso me dijo una vez un tipo y por poco acabo tocando la pandereta con los hare-krishna.
FAUSTO.- A usted no le gusta este país.
WOODY.- Hombre, reconozco que el agua corriente podría ser de un color menos subido.
FAUSTO.- Usted haría cualquier cosa por destruirlo.
WOODY.- No crea, no soy especialmente violento….Usted tampoco lo es…¿verdad que no lo es?…ejem…le he dejado entrar en mi casa…no le conozco de nada, no sé nada de usted…sólo que es alto…y fuerte, y …ese extraño acento…No pensará hacerme daño, ¿verdad?…Al menos, no me haga sufrir…no soporto sufrir por cosas inevitables, me da mucha rabia, qué quiere que le diga…Oiga, cuando esté distraído, mirando hacia allá, por ejemplo, me da un buen golpe en la cabeza…y que haya suerte, caray.
FAUSTO.- No acabo de entenderle, señor. Es bien cierto que para comunicarse con gente de otro país (y de otra época) no basta con conocer el idioma. ¿Acaso teme que le haga daño?
WOODY.- No, qué va, sólo ha sido una idea, ¡se le ocurren a uno tantas ideas al cabo del día! Mire, si yo no escribiese y no hiciese películas no sé qué haría con los montones de ideas que se me vienen encima todos los días. Tendría que poner una parada en Central Park, supongo. Y ahora volvamos al principio, ¿qué se le ofrece, señor pacífico?
FAUSTO.- Ando en busca de la madriguera donde las fuerzas adversas se hallan en estado de latencia, para desatarlas, organizarlas y empujarlas al gran Enfrentamiento.
WOODY.- Un primo mío también buscaba algo así, pero sólo encontró dos entradas para el zoo.
FAUSTO.- Sigo sin entenderle, señor. Dígame con claridad, se lo suplico, si desea ayudarme en la tarea de configuración del gran Adversario.
WOODY.- Ya sé a quien me recuerda, hombre. A la Muerte, sólo le falta la cara blanca. Una vez la Muerte visitó a un personaje mío. Hizo un pobre papel, por cierto. Perdió jugando al roomy con mi personaje y tuvo que volverse de vacío. Pero lo que más me extrañó es que, en un momento dado, y sin que venga para nada a cuento, le pregunta a mi personaje “¿Ha leído Fausto?” Y mi personaje responde “¿Qué?” y ahí se acaba el tema. Es extraño ¿no?
FAUSTO.- No sabe hasta qué punto. Pero no me ha contestado a mi pregunta.
WOODY.- ¿De si he leído Fausto?
FAUSTO.- No, de si desea ayudarme.
WOODY.- Oiga, la verdad, no me apetece organizar nada –bastante tengo con mi vida- ni me interesan lo más mínimo los adversarios, enemigos y especies parecidas. A usted le han informado mal.
FAUSTO.- ¿No es usted el peor enemigo del sistema de gobierno imperial? ¿No es intelectual? ¿No es judío?
WOODY.- ¡Por el Dios de los rabinos! Ése es Chomsky, Noam Chomsky. Ande, vaya a buscarlo. En alguna Universidad le encontrará, aunque en estos momentos lo más probable es que se esté tomando un café doble con veinticinco ex marines reciclados de vietnamitas. Buenas tardes.
Salida del cine. Es de noche y cae una lluvia fina. Fausto y Marga van caminado, despacio, junto a la cola que espera entrar a la siguiente sesión. Un mendigo, de cara tiznada y barba negra va pidiendo limosna, cojea un poco.
MARGA.- Es una película muy triste. Si lo llego a saber…¿Te ha gustado?
FAUSTO.- Sí, y me ha causado una gran impresión. Es como un teatro mágico en el que se puede representar todo, hasta los sueños.
MARGA.- ¿Qué dices? No tiene nada de teatral. Hay mucha acción.
FAUSTO.- Sí, y qué modo tan maravilloso de representar la acción.
MARGA.- ¿Y por qué crees que él se suicida? ¿Por ella?
FAUSTO.- No exactamente. Todos los suicidios tienen la misma causa: que no hay vida por delante. A veces, llega un momento en que la fuente de la vida se seca, y entonces uno se muere o se suicida, tanto da.
MARGA.- ¿La fuente de la vida? Eso me lo tendrás que explicar en términos científicos…mañana, por supuesto… Mira qué pena, casi no puede andar, si tengo una moneda…
FAUSTO.- No le des nada, no le mires.
MARGA.- Pobre, ¿por qué dices eso?
FAUSTO.- Tú eres muy compasiva, y ser compasivo es como estar siempre al borde del abismo. Infinidad de brazos tratan de atraparte para arrastrarte a las profundidades.
MENDIGO-MEFISTO.- Una limosna. (a Fausto) No me espantes a la chiquilla, que está muy buena por cierto. Y contigo tengo que hablar. Una limosna
MARGA.- Tenga.
MENDIGO-MEFISTO.- Gracias, que haya suerte. (a Fausto) Y tú a ver si dejas de pasearte como un colegial, por no decir como un imbécil (se va).
MARGA.- ¿Qué te ha dicho?
FAUSTO.- Nada. Una grosería.
MARGA.- ¿Sí? La verdad es que es bastante repulsivo. Cuando le he dado la moneda le he tocado sin querer la mano y ha sido como si una corriente eléctrica me sacudiese de arriba abajo. Da mucho miedo. Es como un monstruo.
FAUSTO.-Te lo advertí. El universo está lleno de monstruos, y ése es de los principales.
MARGA.- Qué cosas dices. Como si lo conocieses de toda la vida. Hablas de una manera tan extraña. Me gustaría conocerte a fondo. Hace sólo tres días que trabajamos juntos y, la verdad, me tienes atrapada. ¿Quieres venir a casa? Hoy estoy sola.
FAUSTO.- (Si tiras tú de la rienda, pierdo yo toda mi fuerza). Vamos.
ESPÍRITU DE LOS TIEMPOS.-
Entra sin temor en nuestra esfera,
olvida para siempre
los antiguos cánones.
Un mundo nuevo, veraz, ilimitado
tienes ante ti, aunque también,
algo más soso.
Fausto y Margarita en la cama, desnudos; ella fuma un cigarrilo.
MARGA.- Siempre que lo hago, sobre todo después de hacerlo, tengo una sensación extraña. Me parece que soy otra persona.
FAUSTO.- Es todo tan extraño, y sin embargo tan fácil, tan sencillo, tan plano. Apenas he tenido tiempo de… Es como si antes de tocar el fruto, ya me lo hubiese comido.
MARGA.- ¿Quieres decir que no te ha gustado? ¿que no he estado a la altura?
FAUSTO.- ¿A la altura de qué? Mira, Marga, hay un sentimiento, un sentimiento muy poderoso que se llama amor, o pasión o deseo o como quieras llamarlo. Es un sentimiento que lleva fatalmente al acto. Pero rara vez el acto lleva al sentimiento.
MARGA.- ¿Quieres decir que primero nos teníamos que haber enamorado? ¿Y quién te dice que yo no lo estoy?
FAUSTO.- Me sorprendes. Últimamente no dejo de sorprenderme. Me sorprendes tú, me sorprende este mundo, me sorprende la tranquilidad con que la gente va a ninguna parte. Antes, un tiempo circular lo abarcaba todo, el calendario anunciaba las penas y las alegrías de los hombres, fijaba las fiestas públicas y las épocas de duelo; el pueblo, dentro de un espacio limitado, se sentía protegido por sus dioses y sacerdotes. Algunos sabios se apartaban del rebaño para lanzarse a empresas llenas de peligros en pos de altas realizaciones, incluso al precio de su vida, o de su alma, como en algún caso que yo sé. Hoy es como si todo el pueblo fuese sabio, pero sin sabiduría. No tienen dioses, no tienen sacerdotes, pero tampoco emprenden aventuras heroicas. Caminan mansamente hacia ninguna parte procurando no desentonar del balido general. ¿Qué espera este mundo? ¿Qué busca? ¿Qué pretende? ¿Cómo puede sobrevivir así? Su insensibilidad a la realidad divina me espanta. Parece que, por haber dejado de creer en el Dios de las estampitas, no pueden creer en otra cosa que en lo que tocan, en lo que imaginan que tocan.
MARGA.- Estás muy filosófico. Me lo explicas mañana…Tengo un sueño…
Margarita se queda dormida. Se abre el armario ropero y aparece Mefistófeles, todavía en forma de mendigo.
MEFISTO.- Parece que el señor no está satisfecho.
FAUSTO.- Francamente, no.
MEFISTO.- Parece que el señor echa de menos ciertas incertidumbres y sobresaltos: el asedio, la conquista, la rendición, la caída de la inocencia. Creía que, para el señor, todo eso eran penalidades necesarias impuestas por la sociedad. Pero veo que no, veo que era parte sustancial del placer. Si no hay asedio, si no hay conquista, si no hay derrota y humillación del contrario, no hay placer. ¿No es así, mi viejo pervertido?
FAUSTO.- Quizás ocurre que sólo tengo joven el cuerpo, que a mi espíritu centenario le es imposible entusiasmarse por una jovencita.
MEFISTO.- Para esos menesteres el cuerpo basta, te lo aseguro. Ahora mismo, no he visto que hicieses funcionar otra cosa.
FAUSTO.- ¿Has estado mirando?
MEFISTO.- No lo puedo evitar. Me gusta el espectáculo. Un hombre y una mujer en trance amoroso es una llamada a la perpetuación de la especie humana, y eso me conviene.
FAUSTO.- (Mirando a Margarita cómo duerme) Y reconozco que es muy bella.
MEFISTO.- (Se sienta a la otra orilla de la cama. Margarita, dormida y desnuda, queda entre los dos) Digamos que es monilla. Te revelaré un secreto: la belleza de la mujer no existe; es sólo un prejuicio de los hombres, un prejuicio instintivo y cósmicamente necesario. A una mujer no la deseas porque sea bella; te parece bella porque la deseas.
FAUSTO.- Esa filosofía, ¿es nueva?
MEFISTO.- Qué va. Más de cien años. Schopenhauer.
FAUSTO.- ¿Quién?
MEFISTO.- Schopenhauer, un compatriota tuyo. Muy interesante, te lo recomiendo. Dice verdades como puños, y por un pelo no da con el secreto de la vida y del universo. Pero apenas se le ha entendido, y hoy está prácticamente olvidado. En estos tiempos la verdad sólo puede pronunciarse una vez; a la segunda, te dicen “eso está superado”.
FAUSTO.- Mira cómo se agita. Está soñando. Diría que tiene horribles pesadillas.
MEFISTO.- No precisamente.
FAUSTO.- No hay duda. Es tu proximidad lo que el provoca horribles visiones.
MEFISTO.- Sí, mi proximidad, pero no pesadillas.
FAUSTO.- ¿Sabes lo que sueña?
MEFISTO.- Por supuesto. Sueña conmigo, es decir, con un mendigo horrible y asqueroso que la ha arrastrado por la fuerza hasta aquí. El mendigo se ha quitado la áspera cuerda que le servía de cinto y la ha atado por las muñecas a los barrotes del cabezal. Ahora pasa su barba rasposa, lentamente, por la superficie de su cuerpo, sus pelos hirsutos son como púas de erizo que van rasgando la fina piel en busca de los lugares más íntimos.
FAUSTO.- ¡Es horrible!
MEFISTO.- ¿Qué dices? Está a punto de estallar de placer. Si la despierto ahora, recogerás los beneficios.
FAUSTO.- Déjame ya, por favor. Hoy me eres especialmente odioso. Yo siempre trato de aspirar a lo alto, por los medios que sea, lo reconozco, y tú te complaces en mostrarme lo más bajo.
MEFISTO.- Yo te muestro lo que hay. Y no me eches a mí a culpa. No os he inventado yo. Así que no lo olvides: por muy arriba que asciendas seguirás pegado a tu culo. ( De Mundo, Demonio y Fausto) Ver Acto completo:
Salón comedor del palacio de los Duques. Rodeados de un numeroso servicio, sentados a la mesa: el Duque, la Duquesa, el Secretario, Bernardo, y, frente a frente, el Eclesiástico y Fausto.
DUQUE.- (a Fausto) Sin duda el cielo os ha enviado. Ayer partía el caballero don Quijote, y hoy llega el viajero…¿Fausto, habéis dicho?
FAUSTO.- Fausto, señor, doctor en ciencias, en filosofía y en teología.
ECLESIÁSTICO.- No se necesitan tantos títulos para ser un buen cristiano.
DUQUESA.- (al Eclesiástico) ¿Y quién ha dicho que don Fausto no es buen cristiano?
ECLESIÁSTICO.- (a Fausto) ¿Lo sois?
FAUSTO.- Bueno soy, y cristiano me hicieron en la pila del bautismo.
DUQUESA.- ¿Satisfecho, mosén? Don Fausto, decidme, ¿cómo visten las mujeres en Francia? ¿Es verdad que no usan esta ropilla negra y que los escotes son amplios y bien dibujados?
ECLESIÁSTICO.- Mirad, señora Duquesa, que la curiosidad es la antesala de todos los pecados. ¿A qué andar inquiriendo las costumbres de otros pueblos, cuyos reyes ni siquiera saben contener la peste de la herejía?
FAUSTO.- Señora, no sabría qué responderos a esa pregunta.
BERNARDO.- Casta mirada la vuestra.
FAUSTO.- Más bien distraída. En cambio sí sabría deciros, señora, cómo son los estudiantes y los catedráticos de filosofía y las hijas de los catedráticos y los taxistas.
DUQUE.- ¿Los qué?
FAUSTO.- Los cocheros de carruajes de alquiler, que así se llaman allá. Pero, creedme, no vale la pena; es un mundo nervioso, agitado, rápido, huidizo y vacío, sobre todo vacío. Aquí en cambio se respira la paz y el sosiego que toda alma necesita (de vez en cuando).
DUQUE.- En eso tenéis razón, mucha paz y mucho sosiego, como imagino que debe haber en las tumbas…Menos mal que la visita del caballero don Quijote alegró un poco…
ECLESIÁSTICO.- Disculpadme, señor. Con el respeto debido quiero manifestaros de nuevo mi total oposición al indigno espectáculo que se organizó en esta casa alrededor del sujeto en cuestión.
FAUSTO.- Me gustaría saber quien es ese tal Quijote que tanta polémica levanta.
DUQUE.- Un loco.
BERNARDO.- Un cuerdo, con perdón.
DUQUESA.- Una extraña criatura que se cree caballero andante.
BERNARDO.- Un poeta que vive sus sueños.
FAUSTO.- ¿Un poeta como vos?
BERNARDO.- No, un poeta de verdad. Yo solo escribo versos y aspiro a un premio.
ECLESIÁSTICO.- (dando un golpe en la mesa) Un mentecato, un estúpido, un botarate, un haragán, que se ha inventado un mundo de fantasía para no habérselas con la realidad… la realidad de que es un pobre hombre, un desgraciado, una piltrafa humana, una escoria.
Unos instantes de tenso silencio.
FAUSTO.- ¿Entendéis mucho de realidad, mosén?
ECLESIÁSTICO.- Todo hombre con dos dedos de frente entiende de realidad.
FAUSTO.- Pues os confieso que yo, doctor en filosofía, tengo mis dudas. ¿Qué es la realidad?
ECLESIÁSTICO.- Parece mentira, señor don Fausto, vais a resultar tan majadero como el otro. La realidad es esta mesa que toco, este vino que bebo, esta silla que me aguanta, este palacio que nos alberga, y las tierras que lo sustentan, y los soldados que las defienden, y el rey que nos gobierna, y la Santa Iglesia que nos ampara y nos señala el camino y nos advierte de los peligros…Y todo lo que de eso se aparta o lo niega o es locura o es pecado, o es ambas cosas.
BERNARDO.- ¿Y la poesía? ¿Qué lugar ocupa la poesía entre las cuatro esquinas de ese mundo?
ECLESIÁSTICO.- La poesía sólo es un juego, como el ajedrez; una realidad menor que sólo puede ser tenida en cuenta como entretenimiento y diversión.
DUQUE.- Qué sorpresa, mosén. ¿También entra la diversión en vuestra descripción del mundo?
ECLESIÁSTICO.- Sí, la sana diversión, es decir, siempre que no sea pecado y no ofenda el decoro y la dignidad de la persona…Y ruego a vuestra excelencia que no me haga hablar más, que ya veo por donde va.
FAUSTO.- Debe ser consolador ver la realidad tal como vos la veis; debe ser confortante detenerse ante los límites de lo aparente y decirse: eso es todo. Pero yo no puedo renunciar a ir siempre más allá, un destino inexorable me empuja a traspasar todas las fronteras, a romper todas las murallas, siempre en busca de la realidad última y definitiva que tal vez no sea más que una fantasía. Oídme bien, en mis largos años de investigación y experimentación con los elementos de la tierra he sido testigo de fenómenos prodigiosos. Habéis de saber que, profundizando en el microcosmos y en el microcosmos del microcosmos, se llega a una región fantástica donde los elementos de las cosas se desmenuzan y desmenuzan, donde los átomos ya no son tales sino que se dividen y se subdividen hasta perder toda entidad, y esas no entidades, vacías finalmente de toda sustancia o materia, vagan libres por el espacio sin ley alguna que las contenga…y habéis de saber que, sobre esas fantásticas no entidades se levanta el edificio de lo que juzgamos indiscutible realidad. Sin contar…
ECLESIÁTICO.- Sin duda practicáis la alquimia. Pues os advierto…
FAUSTO.- Sin contar con que nuestros sentidos están hechos como están hechos y sólo pueden percibir lo que pueden percibir, de manera que todo un mundo infinito de realidades ignoradas se les escapa y siempre se les escapará. Teniendo en cuenta todo esto, decidme ¿dónde empieza, dónde acaba, en qué consiste la realidad? ¿No sería lo más discreto empezar por considerarla un sueño de nuestros sentidos para desde ahí lanzarse a su imposible conquista?
BERNARDO.- Un sueño de nuestros sentidos…bella imagen.
ECLESIÁSTICO.- (al Duque) Excelencia, tengo la clara sensación de que el Maligno se cierne sobre nosotros. Ayer, el loco don Quijote; hoy, el herético don Fausto. (a Fausto) Porque no hay duda que en cuanto decís hay herejía. En todo caso, doctores tiene la Iglesia…O mejor, decidme, para zanjar de una vez el caso, ¿creéis que Dios es realidad o, como parece deducirse de vuestras palabras, pensáis que es sólo fantasía?
FAUSTO.- Dios es toda la realidad y yo soy su profeta.
ECLESIÁSTICO.- ¡Herejía! ¿Vos el profeta de Dios? ¡Herejía! (se levanta de la silla y, dirigiéndose al Duque) Con vuestro permiso, voy a retirarme a mi habitación y, con vuestro permiso, voy a redactar un informe para el Santo Oficio.
DUQUE.- (serio y contundente) Con mi permiso, os vais a vuestra habitación; con mi permiso, os encerráis en ella; con mi permiso, recogéis todas vuestras pertenencias sin que se os olvide ni un cilicio ni una disciplina; con mi permiso, abandonáis desde luego el palacio, y con mi permiso, abandonáis también la idea de ese necio informe que, en saliendo de esta casa, lastimaría la fama de mi hospitalidad. Y cuando juzguemos necesario que nos recuerden las enseñanzas de la madre Iglesia, que nunca dejamos de practicar devotamente, nos concertaremos con el obispo para que nos envíe un eclesiástico que, además de las virtudes divinas, practique también las humanas. Au revoire, que dicen en Francia. Y, si sabéis francés, no toméis la expresión al pie de la letra, que yo no tengo ningún deseo de volver a veros.
ECLESIÁSTICO.- (rojo de vergüenza y de ira, emprende la retirada) Es el Maligno, sí, el Diablo se ha apoderado de esta casa. ¡No podrás conmigo, Satanás!
En el momento de volverse hacia la salida, tropieza con un camarero, uniformado de rojo, que lleva una fuente con carne en salsa, y todo el contenido de la fuente se derrama sobre la sotana del eclesiástico.
CAMARERO-MEFISTO. – Perdón. (¿No te enseñaron que no se debe tomar el nombre del Diablo en vano, gilipollas?).
Ríen los Duques, ríen el Secretario y su hijo, ríe Fausto, ríen todos los criados, y a continuación prosigue el banquete entre risas, música y cantos.