CONVERSACIONES CON PETRONIO I

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Finalmente me recibió. Al mediodía. Un criado me acompañó hasta la entrada del gabinete de estudio. En el suelo, a modo de bienvenida, un mosaico reluciente dibujaba la palabra SALVE.

En cuanto me vio, Petronio despidió a los dos muchachos que parecían ultimar algún detalle de su tocado, y me indicó que me aproximase. Estaba de pie. Era un poco más alto que yo, de facciones distinguidas, ojos grises, ni grueso ni flaco, algo nervudo, cabello negro y corto.

-Así, que tú eres Lucio Antonio, el sobrino de Silio Itálico.

-Sí, señor -contesté.

-No me llames señor. Es una moda que no soporto. ¿Acaso eres mi esclavo? Ya tenemos un señor. Es suficiente, ¿no te parece?

No supe qué decir. La alusión a César Nerón me desconcertó. Sabía que Petronio gozaba de la máxima confianza de Nerón. Y sin embargo, en sus palabras creí advertir cierta ironía.

-Bien, tú dirás -insitió Petronio, quizá incómodo ante mi mutismo-. La carta de tu tío no me ha permitido hacerme una idea clara del motivo de tu visita. Hay personas, y no lo digo en especial por Silio, que escriben tan bien, que gozan tanto de la música de sus palabras, que se olvidan de lo que tienen que decir.

-Si existe alguna confusión en esto -me apresuré a aclarar-, no la pongas en la cuenta de mi tío, sino en en la mía propia.

-No se trata de echar las culpas a nadie. Silio es un amigo excelente. Lástima que nos veamos tan poco. Pero eso tiene su lado bueno. En contra de la opinión más corriente, yo creo que la distancia fortalece la amistad. La verdad es que nada le podría reprochar a Silio. Nada excepto dos cosas. La indecencia que en estos tiempos representa su austeridad de vida, y su admiración inmoderada por Virgilio. Nada se ha de practicar de forma inmoderada. Y la admiración, menos que nada.

Parecía toda una advertencia. Inútil. Porque con sólo ver y oir a la persona, había comprendido que la admiración desmedida que en la lejanía había cultivado, estaba más que justificada.

-Entonces, permíteme que te explique…

-Pero, ven, siéntate -me interrumpió, y a una señal suya, el criado que permanecía junto a la entrada se acercó y, tomando una jarra de una mesita próxima, llenó dos copas de agua y nos las entregó-. Nada mejor que un trago de agua fresca después de levantarse. Bien, tú quizá hace rato que te has levantado. Pero, no creas, también yo he madrugado, a mi manera. Y es que esta noche ha sido especialmente aburrida. Sólo te diré que me he acostado antes de amanecer. Pero, habla, habla. Seguro que son más interesantes tus virtudes que mis vicios.

No pude menos que sonrojarme.

-Nací en Nápoles, hace veintiún años. Allá he pasado toda mi vida. He estudiado desde que tengo uso de razón, y sigo estudiando. Sobre todo las letras. He tenido varios maestros, unos peores que otros.

-Ya entiendo. Y a pesar de eso, no te has desanimado.

-No, no me he desanimado. Pero casi. Los ejercicios de retórica me parecían cada vez más absurdos. De vez en cuando, intentaba por mi parte algo diferente, pero sin excepción era condenado por maestros y condiscípulos.

-¿Hasta que?…

-Hasta que cayó en mis manos un libro excepcional, una historia increíble, de tan verídica, escrita en un estilo perfecto, es decir, en un estilo que se va adaptando a los hechos y a los personajes como la piel a cada uno de los pliegues de nuestro cuerpo.

-¿Y cómo se titula esa maravilla?

Satiricón.

Petronio apuró la copa, que al instante recogió el criado; me miró fijamente y una amplia sonrisa iluminó su rostro.

-¿Y qué tiene eso que ver con tu visita?

-Quería conocer al autor.

-¿El autor de Satiricón? Nadie lo conoce.

-Todos afirman que es Tito Petronio Níger.

-No creas lo que dicen todos. Ni creas lo que dice uno solo.

-¿Qué he de creer entonces?

-Sólo lo que veas y lo que toques, y lo que tu propio juicio te indique.

-Mi juicio me indica que el autor de esa obra maestra sólo puedes ser tú.

En su rostro, de repente ensombrecido, creí advertir un gesto de contrariedad. Me había equivocado. Mi precipitación, mi falta de tacto, podían tener consecuencias irreparables para mí. Después de caminar unos pasos en dirección a la puerta, se volvió hacia mí, que, resignado, estaba ya de pie, dispuesto para despedirme. Su rostro sonreía de nuevo.

-Siéntate.

Él también se sentó.

-¿Hace tiempo que estás en Roma? -preguntó.

-Menos de un mes.

-¿Y cómo la has encontrado?

-Magnífica, soberbia. Nunca me la hubiese imaginado así. Y menos, después del incendio. Viniendo desde el Quirinal, he visto cómo terminan de construir hileras de bloques de pisos perfectamente alineados.

-Sí, aún no hace un año del gran incendio y, ya ves, nadie lo diría. Sólo la febril actividad constructora delata que algo debió de ocurrir. Lo cierto es que el incendio ha resultado beneficioso para la ciudad. De repente, todos se han sentido parte de algo común, todos han colaborado al máximo, empezando por el mismo César, que desde el primer momento se ha preocupado de dar acogida a las víctimas y de que se aceleren los trabajos de reconstrucción.

-Se ha dicho muchas cosas a propósito del incendio…

-Todas falsas.

Petronio me miró inquisitivamente y, ante mi silencio, prosiguió.

-¿Qué cosas?

-Lo que todo el mundo dice. Que si el incendio fue provocado, que si los mismos vigilantes del fuego lanzaban teas encendidas, que si algunos soldados impedían que se apagase…Pero no lo creo. Además, los culpables ya fueron descubiertos y castigados.

-¿Y eso lo crees?

-Las autoridades así lo decidieron. ¿Cuál pudo ser, si no, la causa del fuego?

-La causa del fuego…¡Por favor! Si vivieses en Roma, sabrías que aquí, día sí día no, se declara un incendio, normalmente sin graves consecuencias, excepto para los afectados, claro. No hay que buscar causas extrañas. Cada una de las inumerables casas y casuchas de la ciudad contiene la chispa que podría pegar fuego a toda Italia. Lo extraño es que no se produzcan con más frecuencia catástrofes como aquella. Y eso es lo que pretenden evitar las nuevas normas de construcción.

-Pero hubo unos acusados, unos culpables que fueron durísimamente castigados.

-El pueblo siempre exige culpables, y el poder siempre ha de satisfacer las exigencias del pueblo.

-¿También las irracionales?

-Sobre todo las irracionales. Las otras se pueden tratar de muy diversas maneras, si no conviene satisfacerlas.

Estaba desconcertado. No sabía si sus palabras correspondían fielmente a su pensamiento, o si constituían un juego brillante que enmascaraba otras ideas. Sentía la necesidad de indagar en esa dirección.

-Pero, esos culpables, o falsos culpables, ¿quiénes son?

-Extranjeros, esclavos y algunos romanos de baja estofa…Parece que forman una hermandad más o menos criminal, de origen judío, creo. Aunque últimamente se ha sabido de algún ciudadano ilustre que se ha unido a la secta, la esposa de un amigo mío, por ejemplo…Lo que me ha hecho pensar que quizá no sea nada criminal. Conozco muy bien a Plaucia.

-¿Y qué buscan? ¿Qué quieren?

-No lo sé. Dicen que tienen por dios a un hombre que murió crucificado…Pero no en los tiempos olímpicos, ni en los tiempos heróicos, no. Nada menos que bajo el mandato de César Tiberio, es decir, hace unos treinta años. ¿Te imaginas? ¡Un dios viviendo en nuestros tiempos!

-Es increíble, sí. La divinidad no puede surgir en la historia, sino antes de la historia, fuera de la historia. En el mito.

-Veo que lo entiendes muy bien. Pero tampoco hemos de exagerar. Recuerda a nuestros césares divinizados. De todos modos, seguro que eres un estudiante muy aprovechado. Haces bien en evitar a los profesores de nuestro tiempo. Se han quedado con la cáscara de las cosas y han dejado escapar toda la sustancia. Ahora, debes aprender por ti mismo.

-Siempre es necesario un maestro. Al menos a mi edad.

-No lo creas. A tu edad yo ya había recorrido medio mundo, y hacía tiempo que había prescindido de los maestros.

-La comunicación con un hombre más sabio es siempre provechosa -insistí.

-No lo dudo. Pero, ¿cómo se le encuentra? Es fácil encontrar hombres que sepan más que uno, pero que sean más sabios, sabios en el sentido antiguo de la palabra…eso es mucho más difícil. Y con el tiempo llegará el momento en que te será imposible.

-Yo me conformaría con que tú, según tu criterio y conveniencia, me concedieses algunos ratos de conversación.

-¿Para qué?

-Para aprender y conocerte.

-¿Crees que soy sabio?

-Creo que me puedes dar todo lo que mis maestros me han negado hasta ahora.

-Reconozco que tus palabras me halagan. Por otra parte, no hay nada tan placentero como tratar del arte y de la vida con un joven de tus condiciones. Y no soy de los que saben despreciar placeres. Pero ahora debo marchar. Puedes volver mañana.

En cuanto llegué a casa, me puse a escribir. Y en todo lo que dejé escrito no faltaba ni sobraba una palabra de la conversación mantenida con Tito Petronio Níger aquel día, calendas de abril del año 818 de la fundación de la ciudad.

(CONTINÚA)

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