A veces dudo que los hombres sean seres inteligentes. Y me pregunto qué es lo que empuja a tanto ilustre personaje a cometer las estupideces que no cometería un niño. ¿Es realmente el afán de poder tan fuerte en algunas personas que llega a nublarles la vista y todos los sentidos? Parece que sí. Yo, que he ejercido parcelas de poder con el mismo cuidado y entrega que he dedicado a la actividad profesoral o literaria, no he podido nunca comprender cómo, en lo que se relaciona con el poder, cualquier desalmado, necio o ignorante puede entrar a saco en esos dominios y desbaratar todo lo que espíritus inteligentes y preparados han ido edificando con paciencia y cordura. A nadie se le ocurre hacerse pasar por un gran profesor, si no lo es; o por un hombre de letras, si es analfabeto. Pero cualquiera, desde el soldado menos despierto, como Arbogasto, hasta el profesor más mediocre, como Eugenio, se cree capacitado para la dificilísima tarea de mandar y organizar. ¿Cuál es la sustancia del poder, capaz de obrar tales prodigios? Quizá esta pregunta no nos lleve a ninguna parte; quizá la clave del asunto haya que buscarla en otra dirección: en la falta de sustancia de cuantos, sin merecerlo, aspiran al poder; en la vaciedad de esas personas que, no consiguiendo llamar nuestra atención por ningún mérito propio, pretenden subirse a lo más alto para, por la fuerza, exigirnos adoración. Siempre acaban mal. Pero, mientras duran, pueden realizar una obra devastadora.