Cuando me ronda la idea de la muerte, y ya no como idea sino como sentimiento de algo terrible que ha de suceder, vuelvo a la lectura del texto de Schopenhauer “Sobre la muerte y su relación con el carácter indestructible de nuestro ser en sí” (El mundo como voluntad y representación, volumen II, trad. R.R. Aramayo). Y salgo ligeramente confortado. Y digo “ligeramente” porque siempre quedan pendientes dudas, ambigüedades, puntos oscuros, cosa natural, por otra parte, cuando el autor piensa y se explica con honradez.
Pero en esta ocasión, la lectura del texto mencionado me ha sugerido algo más, algo en lo que no había pensado en las ocasiones anteriores y que ahora se me ha presentado como una evidencia incontestable: Schopenhauer es un creyente. Y no sólo en el sentido de que cree en su propia filosofía, cosa inevitable en cualquier pensador y hasta en cualquier persona, sino en el sentido de que su filosofía, requiere la fe del lector.
A lo largo de toda su obra, mediante un proceso en el que combina la intuición directa del mundo (incluido el propio cuerpo), el estudio de las ciencias de la naturaleza y una aplicación estricta de la racionalidad (¡él, el llamado “irracionalista”!), Schopenhauer llega a construir una visión del mundo en la que éste aparece como una dualidad (que en realidad no es tal, pues se trata de dos aspectos de lo mismo): la cosa en sí, incognoscible excepto en su manifestación como voluntad, y el fenómeno, es decir, el mundo empírico, encuadrado en el tiempo, el espacio y la causalidad y objeto de la ciencia.
Al abordar el tema de la muerte aplica, como es natural, el mismo esquema: el individuo desaparece en cuanto fenómeno, pero permanece como ser en sí. Lo que ocurre es que, en el texto mencionado, la afirmación de esta indestructibilidad del ser en sí que hay detrás del individuo adquiere un tono casi religioso, en el sentido de que se ofrece como consolación de una muerte que no es tal, porque oculta la transcendencia e inmortalidad del ser humano.
Pero ¿de qué ser humano está hablando? No del individuo, porque, según su misma teoría, éste es una apariencia, un fenómeno, y la conciencia individual desaparece junto con el cuerpo que la albergó, permaneciendo sólo la cosa en sí inmutable.
Llegado a éste punto, uno se pregunta, ¿para ése viaje se necesitaban tales alforjas? Cierto que la filosofía de Schopenhauer parece alumbrar zonas de la realidad hasta entonces nunca enfocadas con tanta agudeza, precisión y -creo yo- acierto. Pero también es verdad que fracasa en su intento de ofrecer un consuelo “religioso” a los individuos, pues la transcendencia que anuncia puede no importar en absoluto al individuo concreto, que quisiera perdurar, si no en carne y hueso, al menos en un paraíso como el prometido por el cristianismo. O como fuere (¿no dijo Unamuno que prefería el Infierno a la inexistencia?).
Es decir, que, en mi opinión, el componente consolador de la propuesta del filósofo sólo puede funcionar si el lector, aparte de comprensión, aporta toda la fe necesaria. En realidad se han de seguir tres pasos: primero, entender todo el proceso explicativo de su teoría; segundo, aceptar esta teoría (o doctrina, como él solía llamarla), darla por buena, y tercero, sentir que el “consuelo” que pretendidamente nos aporta es realmente efectivo. Porque uno puede entender y aceptar la “doctrina” schopenhaueriana y no hallar en ella – concretamente en el texto mencionado, escrito con esta intención – el menor consuelo. Y es entonces cuando la fe se revela como necesaria. Y es que nuestro filósofo es un creyente y exige que sus seguidores también lo sean.
De todos modos, los que no tengan la fe suficiente para comulgar con su visión del mundo, siempre podrán gozar de una literatura de primer orden, porque es incuestionable que en su escritura hay belleza. En la forma y, en el texto en cuestión, también en el fondo.
Y al pensar esto, es inevitable que vengan a la memoria aquellas palabras de Machado
Los grandes filósofos son poetas que creen en la realidad de sus poemas.
Recibe el nombre de existencialismo la línea de pensamiento filosófico que floreció en los años 40 y 50 del siglo pasado, si bien con ilustres precursores. Lo curioso del existencialismo es que algunos autores de los considerados sus más claros representantes no se identifican como existencialistas.
Para empezar, los precursores, como Kierkegaard y Unamuno. Pero esto es normal, porque por entonces ni siquiera se había acuñado el término. Tampoco Gabriel Marcel se consideraba existencialista. Y ni siquiera Albert Camus. Y esto sí que es llamativo, porque resulta que a Camus, junto con Sartre, se le tiene como el más alto representante de la literatura y la filosofía existencialista.
Pero antes de abordar el personaje estaría bien recordar qué era (o es), qué significaba (o significa) el existencialismo. Para unos fue solo una moda pasajera; para otros, una revolución del pensamiento de calibre kantiano, quiero decir, de esas que cambian el foco del pensar y dejan al que no se suma completamente descolocado y como fuera de su propio tiempo.
Comoquiera que no soy de los que se apuntan sin más a los unos o a los otros (a riesgo de que me tilden de equidistante o de relativista, cosas al parecer muy feas) he de reconocer que ambas posturas tienen razón.
Que el existencialismo fue una moda es evidente. Una moda que no solo afectó a la filosofía y a la literatura sino también a la música (en especial la canción), al cine, a la indumentaria y a la manera de vivir. Basta recordar los nombres de Édith Piaf y Juliette Gréco y los jerseys de cuello alto doblado y las cavas jazzísticas y humeantes de París.
Como filosofía, lo que no se puede decir es que el existencialismo constituya un sistema de pensamiento cerrado y coherente (cosa que, por otra parte, parece imposible después de Nietzsche). Más bien cabría calificarlo como un cambio de enfoque.
Tradicionalmente, la filosofía intentaba la explicación del mundo, en el que iba incluido el hombre. A finales del siglo XVIII, Kant nos explicó que, además de incluirlo, el mundo está dentro del ser humano, porque resulta que la realidad externa la configuran las facultades de percepción del individuo.
La novedad del existencialismo es que, de hecho, niega al mundo como naturaleza determinante. Lo único que existe, afirma, es el individuo. Lo único que a cada cual importa y, por lo tanto, lo único que debe importar a la filosofía, viene a decir, es el hombre concreto, el individuo de carne y hueso que vive, goza, sufre y sabe que ha de morir. Lo único que de verdad conocemos es la experiencia de la vida, nuestra existencia concreta.
Además, esa existencia no procede de una esencia previa, sino que la precede. El ser humano se crea a sí mismo desde su libertad. En palabras un poco incomprensibles para mí, Sartre sitúa así la cuestión:
No hay naturaleza porque no hay Dios para concebirla. El hombre es el único que no solo es tal como él se concibe, sino tal como él se quiere y como se concibe desde la existencia; el hombre no es otra cosa que lo que él se hace. Este es el primer principio del existencialismo.
La existencia del individuo precede a la esencia.
Camus comparte esta idea. No hay Dios ni orden alguno coherente creador o responsable del ser humano. Éste tiene que hacerse por sí mismo con lo único que posee: la libertad, la facultad terrible de decidir, de elegir el camino que ha de seguir. Y en este camino, enseguida se le muestran tres evidencias insoslayables.
La muerte. Si todo, absolutamente todo, acaba en una muerte absurda (y Camus no podía conocer el punto final de su biografía), ¿que valor tiene la vida? Consideración que lleva a la siguiente evidencia.
El suicidio. Y es que Camus piensa que la cuestión del suicido habría de ser el fundamento de toda la filosofía: establecer si vale la pena o no vivir esta vida y obrar en consecuencia. Una vida, la humana, que no puede soslayar lo absurdo de su realidad.
Lo absurdo es el acorde fundamental de la vivencia humana. Pero no es que el mundo sea en sí mismo absurdo, pues la naturaleza no es absurda; es lo que es y no hay criterio que nos permita corregirla. Tampoco está lo absurdo en el ser humano en sí, que no es más que uno de tantos seres vivos que pueblan la tierra, aunque con una característica especial.
Lo absurdo nace y se manifiesta en el choque entre el irreprimible deseo humano de hallarle una razón, un sentido a la existencia (característica que no poseen los otros animales), y la indiferencia total de la naturaleza ante esta (¿estúpida?) exigencia. Es decir, el mundo es irracional, pero el hombre se siente impelido a buscar un sentido, y ve que no puede hallarlo fuera de sí. En esta contradicción consiste el absurdo camusiano.
La preocupación por el sentimiento de lo absurdo y su posible superación recorre la obra de Camus, principalmente relatos, teatro y ensayo, compartiéndola, en especial en el ensayo y en los artículos periodísticos, con la preocupación por las cuestiones sociales y políticas.
Es en el ensayo filosófico El mito de Sísifo (1942) donde Camús plantea nítidamente el tema del absurdo. Sísifo, personaje de la mitología griega, es castigado por los dioses a acarrear un piedra enorme hasta lo alto de un montículo; llegado a la cima, la piedra regresa rodando al punto de partida, y Sísifo regresa también para cargar de nuevo con la piedra cuesta arriba, en una operación que se repite eternamente. Es sobre todo en los viajes de regreso, cuando Sísifo se da cuenta plena de lo absurdo de su condición (como el obrero, condenado a perpetuidad a realizar trabajos maquinales y que solo en ciertos momentos es consciente de lo absurdo de su destino). Sísifo no puede escapar. ¿Qué hacer?
Responder con dignidad, es decir, con rebeldía. El hombre del absurdo no está atado por una esperanza del porvenir o de una eternidad feliz, como lo estaba el antiguo. Es consciente de su destino. Pero no hay destino que no se venza con el desprecio. Y concluye:
Il faut imaginer Sisyphe hereux (Hay que imaginar a Sísifo feliz).
Imagino que, como hombre de teatro, Luigi Pirandello habría presenciado, o incluso dirigido, muchas audiencias (castings) para la selección de actores. Pero solo a él entre la multitud de hombres de teatro o escritores en general se le había ocurrido realizar audiencias para la selección de los personajes de sus cuentos y novelas, que no habían de encarnarse en un escenario. O así lo afirma en su relato La tragedia de un personaje, escrito en 1911.
Si el genio existe, cosa que muchos niegan dejándolo todo al albur del esfuerzo, la perseverancia, la transpiración, etc., – virtudes de las que no carecía el bobo de Sísifo -, no puede consistir en otra cosa que en la capacidad de descubrir aspectos y relaciones que los adictos a la actividad reglada no pueden de ninguna manera descubrir.
Y con frecuencia esos descubrimientos geniales no son del todo solitarios. En el artículo Pirandello y yo, publicado en 1923 en La Nación, de Buenos Aires, Unamuno escribe:
Es un fenómeno curioso y que se ha dado muchas veces en la historia de la literatura, del arte, de la ciencia o de la filosofía, el que dos espíritus, sin conocerse ni conocer sus sendas obras, sin ponerse en relación el uno con el otro, hayan perseguido un mismo camino y hayan tramado análogas concepciones o llegado a los mismos resultados. Diríase que es algo que flota en el ambiente. O mejor, algo que late en las profundidades de la historia y que busca quien lo revele.
El descubrimiento que realizan simultáneamente Pirandello y Unamuno, desconociéndose entre sí, y que provoca la reflexión del último, consiste en la necesaria y radical autonomía del personaje literario de “ficción”. Cierto que esto ya se apunta en Cervantes, quien en la segunda parte del Quijote sitúa a sus dos protagonistas moviéndose libremente entre los lectores de la primera, pero había de llegar la época de la descomposición del yo, que sigue siendo la nuestra, para que la cosa surgiese de manera clara y brillante, desde “las profundidades de la historia”, de la mano de un italiano y un español (o de un siciliano y un vasco), gente poco dada en principio a las elucubraciones de la filosofía, aunque sí a las verdades del arte.
Hablar de “verdad” a propósito de Pirandello parece una incongruencia, porque nadie como él se ha aplicado tanto en profundizar y mostrar las múltiples facetas (¿identidades?) de los seres humanos, de manera que se le puede considerar uno de los adelantados de cierto relativismo hoy tan denostado.
Pero es el caso que sí existe para él una verdad, algo fijo, inalterable, eterno, frente a la inestable, mudable, incoherente, incomprensible, fugaz, inapresable vida humana. Es el arte.
La vida es un flujo continuo e indistinto y no tiene otra forma fuera de la que le vamos dando nosotros, infinitamente varia y constantemente mudable […] Cada uno crea la propia vida; pero esta creación, desgraciadamente, nunca es libre.
Y es que siempre está sujeta a las necesidades naturales, a los fines prácticos que obligan a renuncias y a los deberes que limitan la libertad.
Solo el arte, cuando es verdadero arte, crea libremente: crea una realidad que tiene sus necesidades, sus leyes, su finalidad en sí misma solamente.
Como en todo artista auténtico, el universo creativo de Pirandello gira en torno a unas pocas ideas, presentes siempre de manera casi obsesiva: la contraposición entre la fluidez e inaprehensibilidad de la vida y la fijeza de la forma artística, la imposibilidad de la comunicación con solo el medio abstracto de las palabras, la idea de que la fantasía humana es el instrumento de que se sirve la naturaleza para proseguir su obra creadora y, la que más a fondo trata en sus obras, la multiplicidad esencial del individuo según sus posibilidades de realización, por una parte, y según la mirada del observador, por otra.
Pirandello, mejor que nadie, ha puesto sobre el papel la terrible angustia del que descubre que su yo imaginado no existe como tal para los demás. En su novela Uno, ninguno y cien mil el protagonista empieza por descubrir que, para su mujer, ni siquiera físicamente es tal como se imagina ser, hasta que llega finalmente a la conclusión de que cada uno de los que le rodean lo ven de distinta manera, de que es tantas personas como miradas se posan en él, de que no es nadie en sí mismo, sino algo que continuamente se crea y se rehace desde fuera.
Pero este individuo casi inexistente, esta no identidad, tampoco puede autoeliminarse, cosa que parecería tan fácil dada su volatilidad esencial. Es lo que se pone de manifiesto en la historia que se narra en la novela El difunto Matías Pascal, en la que el protagonista aprovecha la confusión sobre la identidad de un muerto para iniciar otra vida con otra personalidad. Pero resulta que, sin existencia legal, tampoco puede gozar de existencia física. Y ahí se queda, colgado, entre el no-ser y el ser-imposible.
Pero la obra que más y mejor se adentra en las contradicciones entres ser y parecer, entre realidad y ficción es sin duda Seis personajes en busca de autor. Escritor de cuentos desde muy joven y de algunas novelas, Pirandello entró ya mayor en el mundo del teatro. Y después de escribir y estrenar algunas piezas memorables, en 1921 sorprendió primero a Italia y enseguida al mundo con una obra genial…
Al entrar en la sala el público ve que el telón está alzado y que el escenario no ofrece nada que se parezca a una escenografía; algunos piensan que el espectáculo se ha suspendido o retrasado; unos individuos empiezan a aparecer en escena y a hablar entre ellos, parecen gente de teatro. Entonces ocurre lo increíble, lo imposible, lo escandaloso, lo inaceptable. Seis personas van entrando por el mismo lugar por donde ha entrado el público. Ante la consternación de los espectadores, atraviesan el patio de butacas, hablando y gesticulando de forma grotesca, y se encaran con el que, en el escenario, se dice director de una obra que se está ensayando. ¿Quiénes son esos intrusos? Se pregunta el director y también el público. Son personajes, dice el mayor de ellos, y llevan un drama muy doloroso que desean representar; el autor los ha abandonado y buscan otro que se haga cargo de ellos. Y en la explicación de ese drama y en la interactuación entre los recién llegados, el director y los actores, con la continua confusión entre ficción y realidad, se desarrolla la función.
Pirandello tuvo que salir por la puerta de servicio para evitar los insultos y las agresiones de muchos espectadores. Y es que hoy parece que ya lo hemos visto todo, pero cien años atrás la transgresión inteligente era transgresora de verdad (no esa especie de comedia asumida por unos y otros, que suele darse ahora) y, por tanto, inaceptable para el público normal, es decir, para el consumidor de un arte normalizado. (continúa)
La vida social de Leopardi siguió girando por entero en torno a sus intereses literarios. Los amigos Stella y Giordani le aportaron otras amistades, en especial en Florencia y Bolonia, ciudades en las que residió por breves temporadas. Amistades escasas pero de calidad, como lo demuestra el hecho de que en 1830, habiendo roto definitivamente con la familia y sin recursos económicos, le fuese concedida una asignación mensual por “los amigos de Toscana”. Hecho que aún resulta más chocante si pensamos que era un escritor poco conocido y nada dado a las intrigas de promoción.
Pero no hay duda de que tendría su prestigio, pues fue propuesto y designado diputado de la Asamblea Nacional de Bolonia, ingenuo intento liberal que fue al momento abortado por la bota austriaca.
En 1831 se publican en Florencia los primeros Cantos, que reafirmarán y extenderán su fama de gran poeta. En la misma ciudad conoce a Antonio Ranieri, joven escritor y filósofo napolitano, con el que inicia una firme amistad.
En 1833 viaja con Ranieri a Nápoles, y desde entonces reside en casa del amigo. En el 34 se publica la segunda edición de los Diálogos. En el 36 escribe La ginestra o il fiore del deserto (La retama o la flor del desierto), que será su último poema.
Pero no es que haya decidido abandonar la poesía: es la vida la que ha decidido abandonar al poeta, siempre de salud débil y que nunca se ha hecho ilusiones sobre el valor de la existencia humana, al igual que la humilde flor del desierto que, “más sabia y mucho menos enferma que el hombre, nunca has creído que tus frágiles descendientes por el hado o por ti misma hayan de ser inmortales”.
El tema se lo había inspirado la visión de la retama que crece en la ladera del Vesubio y que podía contemplar desde Torre del Greco, donde se había trasladado con Ranieri y la hermana de éste huyendo del cólera que se había declarado en Nápoles.
Murió poco después, de un edema pulmonar, en la misma ciudad de Nápoles, asistido por los dos Ranieri. Tenía 39 años.
Leopardi nos dejó una obra de rara coherencia. Los temas y la intención de su poesía son en parte los mismos que los de sus obras de pensamiento. Hay cantos dedicados a la patria, nostalgias de tiempos pasados y anhelo de un futuro luminoso (All’Italia, Sopra il monumento di Dante…); a la naturaleza (Alla Primavera, Alla Luna…); autobiográficos (A Silvia, Le Ricordanze…); amorosos (Il primo amore, Aspasia…), y los directamente filosóficos, desde una perspectiva existencial (Amore e Morte, A se stesso,La Ginestra, Canto notturno di un pastore errante dell’Asia…).
El amor, siempre como sentimiento a la vez dulcísimo y torturador, y ajeno a toda posibilidad de realización; los recuerdos de impresiones pasadas, la nostalgia; el tedio, nacido de la intuición de que todos los mundos visibles e invisibles no satisfacen los más profundos anhelos humanos; la nada infinita, descubierta por el tedio; la vanidad, que hace creer al ser humano que es alguien o que será algo, cuando en realidad se halla perdido, ignorado por una Naturaleza que seguirá moviéndose impertérrita cuando la ilusa humanidad haya desparecido. Estos son los temas de la poesía leopardiana.
Es cierto que, así enumerados, pueden producir la impresión de que estamos ante una obra oscura, deprimente. Pero no es menos cierto que la virtud catártica del arte suele producir – y en Leopardi produce sobradamente – la impresión contraria, es decir, la de una especie de augusta serenidad y aceptación. Esto es lo que sin duda advierte Unamuno cuando observa que el pesimismo de Leopardi es algo positivo, que se trata de un “pesimismo trascendente y poético, de un pesimismo creador”.
Como pensador, Leopardi no ha sido tan universalmente apreciado. Papini, por ejemplo, afirma que era “un grandísimo poeta, un artista excelente, pero un razonador mediocre”. Por supuesto que hay que tener en cuenta que el que así opina es un pensador convertido al catolicismo. Pero de todos modos algo hay de cierto en sus palabras. Y es que el pensamiento leopardiano no consiste en un sistema estructurado de ideas; es más bien la expresión inmediata de lo que en el sujeto produce la visión de un mundo, un universo, despojado de las ilusiones con que lo engalana la fantasía humana (supremacía del hombre sobre la naturaleza, inmortalidad del alma, progreso infinito, etc.).
Quizá el que mejor definió la virtud de la poesía leopardiana en el sentido de las palabras antes citadas de Unamuno fue el crítico e historiador de la literatura Francesco De Sanctis:
Leopardi produce el efecto contrario del que se propone. No cree en el progreso y te lo hace desear, no cree en la libertad y te la hace amar. Llama ilusiones al amor, la gloria y la virtud y enciende en tu pecho un deseo incontenible…
De Sanctis, por cierto, fue el primer escritor italiano que se interesó por Schopenhauer y, como no podía ser de otra manera, enseguida estableció una conexión entre el filósofo alemán y el poeta de Recanati, que desarrolló en el ensayo en forma de diálogo Schopenhauer y Leopardi, publicado de 1858.
Y es que el parentesco intelectual entre pensador y poeta es evidente. Solo hay que recordar estos versos
…il brutto poter che, ascoso, a comun danno impera, e l’infinita vanità del tutto
y pensar que todo el empeño del filósofo consistió precisamente en desenmascarar y dar nombre a ese horrible poder que, oculto, para común daño impera.
EGO.- Cada persona tiene su filósofo, lo sepa o no, y la metafísica atea del nuestro corresponde a quienes ni abdican de la razón ni piensan que, con ella, todo ha de ser de color de rosa.
ALTER.- Pero ha llovido mucho desde entonces. ¿Por qué esa fijación en un filósofo de hace siglo y medio? En filosofía, ¿tampoco hay progreso?
EGO.- No hay manera de saberlo. Pero, en realidad, lo que no hay es filosofía.
ALTER.- ¿En siglo y medio? Tú bromeas…
EGO.- Hay porciones. Un poco de estética por aquí, otro de ética por allá, unos tomos de teoría del conocimiento, otros sobre hermenéutica, un curso sobre el lenguaje, otro sobre semiótica en general…
ALTER.- Pero nadie se atreve a dar una visión de conjunto…
EGO.- Esa es la palabra, nadie se atreve. Y es que a algunos no les faltan ganas, pero, después de cien años de hablar de la imposibilidad de un saber total, de la desaparición de la misma totalidad ante la fuerza disgregadora de las particularidades, de la disolución o fragmentación del individuo, de la “anarquía de los átomos”, que subvierte tanto la jerarquía de lo real cuanto el discurso que debiera imponerle un orden…después de aceptar todo eso como artículo de fe del pensar hoy homologable, quién se atreve a montar un sistema, una explicación global del mundo, cosa que ha sido la tarea propia del filósofo hasta mediados del siglo XIX…Schopenhauer y Marx fueron los últimos herederos de la ilustre saga que se inició con Platón y Aristóteles. A partir de Nietzsche se rompen no sólo los esquemas, sino hasta la posibilidad de trazar cualquier esquema global.
ALTER.- Pero esa imposibilidad ¿es cierta o no?
EGO.- En la esfera de la mente, es cierto lo que se tiene por cierto. Y, salvo rarísimas excepciones, todo pensar se acomoda al dogma de la época, por muy “transgresor” que se imagine. Así, que habrá que esperar la llegada de ese genio rarísimo, de la talla de un Kant, quiero decir, para ver si se puede dar la vuelta a la caótica dispersión inaugurada por Nietzsche.
ALTER.- No te cae simpático Nietzsche…
EGO.- No se trata de si…no, no me cae simpático, nada simpático. Verás, para empezar, lo que me ocurre con Nietzsche es que no lo entiendo. No quiero decir que no entienda lo que dice, no, lo que no entiendo es el sentido que pueda tener, para la comprensión del mundo y de mí mismo, el conjunto de lo que dice. En su obra, el pensar riguroso ha sido sustituido por la erupción anárquica de ideas, algunas geniales pero casi todas gratuitas. Su escritura es la de un adolescente en estado de exaltación maníaca. Como poeta, podría pasar. Y es que la locura no está reñida con la poesía, pero sí con la filosofía.
ALTER.- ¿Has pensado que tu diatriba indignará a tanto nietzscheano como corre por ahí?
EGO.- Y qué. También ellos me indignan a mí. Creo firmemente que si Nietzsche no hubiera existido, en el mundo habría menos confusión. Y eso sin tener en cuenta a tanto nazi-tarado que, sin haberlo leído ni por el forro, lo utiliza para justificar sus fechorías. Pero en fin, a lo mejor tienen razón en atribuírselo sin haberlo leído, porque, como decíamos antes, cada persona tiene su filósofo, lo sepa o no.
ALTER.- Ego, me gustaría que hablásemos de literatura…
EGO.- Sí, tienes razón. Ésa era la idea central de estos diálogos…pero, sin olvidar los otros mundos, recuerda. Además, Nietzsche es básicamente literatura. Pero, de acuerdo, yo también prefiero dejarlo.
ALTER.- Creo que ya ha quedado claro lo principal, según tú: que no es un pensador de tu agrado. También en su momento quedó claro qué otro pensador sí es de tu agrado. Y a propósito de esta palabra tan curiosa, “pensador”, es raro ¿no?, recuerdo ahora que, hace una jornadas, apuntaste que, allá hacia el final de tu adolescencia, tres “pensadores” te despertaron de tu sueño dogmático. ¿Estamos ya en condiciones de saber quiénes son?
EGO.- Ningún problema. Son, o mejor dicho, fueron Papini, Séneca y Unamuno.
ALTER.- Curiosa combinación, ¿no? ¿Tienen algo en común?
EGO.- ¿Algo en común? La verdad es que no lo había pensado. A ver… para mí lo que más claramente tienen en común es… que los leí, los descubrí, al mismo tiempo, entre los 17 y los 18 años, primero Papini y a continuación los otros dos. Por lo demás, a parte de que los tres priman la ética sobre la estética y que, para los tres, la operación de pensar es un ejercicio personalísimo, nunca sujeto a autoridades incuestionables, no creo que tengan gran cosa en común.
ALTER.- De Papini apenas sé nada. ¿Fue filósofo?
EGO.- No, “pensador”. En realidad fue un literato, autor de relatos cortos, de biografías muy personales, como las de Cristo y Dante, y de fantasías sobre el mundo contemporáneo y sus fantasmas, como El LibroNegro y Gog. Empezó a escribir hacia el 1900 desde una posición vagamente anarquista, muy del gusto de los transgresores de la época (era el momento de la muerte y ascensión de Nietzsche), luego participó en el movimiento futurista y finalmente se convirtió, o reconvirtió, al catolicismo. Como figura muy respetada, vivió estupendamente los años del fascismo, y murió en 1956, justa e injustamente olvidado.
ALTER.- Así, con esos cuatro trazos, no parece una biografía muy ejemplar, aunque sólo sea por su connivencia con el fascismo.
EGO.- ¿Lo acabas de leer en un artículo periodístico eso de “su connivencia con el fascismo”? Por favor, prescindamos de las frases hechas…y no seamos demasiado estrictos en eso de querer encajar los avatares vitales y profesionales con los de la política del país. O apliquemos la misma vara a todo el mundo. ¿Te has detenido a pensar cuántas celebridades de este país vivieron estupendamente, como figuras muy respetadas, durante los años del franquismo?
ALTER.- Sí, tienes razón, desde Cela, entre los ya muertos, hasta…
EGO.- ¡Por favor, respetemos la norma!
ALTER.- De acuerdo, me callo…. Pero, ¿qué es lo que te atrajo en Papini?
EGO.- La fuerza de su escritura. Me causó un impacto enorme. Por primera vez no estaba leyendo aventuras más o menos interesantes o clásicos más o menos fosilizados, sino algo que parecía escrito con la sangre del propio autor. Palabras y sangre era precisamente el título del conjunto de relatos que me lo descubrieron. Ya con la lectura del primero, Tres de septiembre, se me reveló de repente la posibilidad que el dogma oficial me había ocultado: la posibilidad de que la existencia humana no tenga ningún sentido. Papini es un escritor con una gran fuerza y una gran carga de profundidad. Pero esa profundidad no se refiere a unas ideas o conceptos determinados, sino que está en su misma fuerza, en esa manera al mismo tiempo directa y poética de desnudar al ser humano y abandonarlo ante las últimas cuestiones…que quizá no tienen respuesta.
ALTER.- Pero él sí eligió una respuesta.
EGO.- Podría no haberlo hecho, como no lo hizo al principio, y sin embargo su fuerza fue siempre la misma.
ALTER.- Pasemos a Unamuno.
EGO.- A diferencia de Papini, y de Séneca, Unamuno no fue por mi parte una elección o descubrimiento solitario. Ya estaba en el ambiente. Era el curso 57-58. A punto de irrumpir en el mundo no oficial universitario el marxismo y el existencialismo (como ves, hasta en la heterodoxia íbamos retrasados), lo más anti que corría por ahí era Unamuno y algún otro de la Generación del 98.
ALTER.- ¿Y qué sentido tenían esos autores en esa época?
EGO.- Yo creo que ninguno. Pero cierto falangismo no oficial los había puesto de moda.
ALTER.- ¿Qué relación hubo entre el falangismo y Unamuno?
EGO.- Yo creo que Unamuno, en algunas formulaciones del falangismo, ve reflejadas sus preocupaciones “nacionales” esencialistas. Pero lo que sí es cierto es que el falangismo bebió bastante de la fuente unamuniana. Hasta el extremo de que en la actualidad suelen confundirse algunas citas, como aquello de “me duele España”, que más de una vez he visto atribuido a José Antonio, cuando en realidad fue Unamuno el padre del invento.
ALTER.- Acabó mal con el franquismo, ¿no?
EGO. Acabó casi antes de empezar, y con una dignidad ejemplar, que le redimió de cualquier simpatía precipitada que pudiera haber tenido por el “Alzamiento”. Y su muerte casi inmediata nos impide comprobar que él no hubiera sido de los que vivieron estupendamente bajo el franquismo…Pero todo esto es el contexto de mi descubrimiento. Nada tiene que ver con lo que me atrajo de él.
ALTER.- ¿Y qué fue lo que te atrajo?
EGO.- Su sinceridad. Una sinceridad que consiste en ponerse él mismo como tema, y, a través de todas sus dudas e inquietudes, tratar de llegar al fondo de la cuestión, fondo que, precisamente por su sinceridad y honradez, no llegará nunca a alcanzar. Lo único que a cada cual importa y, por lo tanto, lo único que debe importar a la filosofía, viene a decir, es el hombre concreto, el individuo de carne y hueso que vive, goza, sufre y sabe que ha de morir. Lo único que de verdad conocemos es la experiencia de la vida, nuestra existencia concreta, que se manifiesta como un esfuerzo sostenido por seguir viviendo, por no dejar de ser…Pero, además, Unamuno no es tan “listo” como para echar por la borda la razón y subirse al carro del irracionalismo gratuito, y ahí el problema, ahí el conflicto que se desarrolla a lo largo de toda su obra. Por una parte, su experiencia interior, acorde con un hondo sentimiento religioso, le mantiene en el anhelo ferviente de una vida eterna. Por otra, los datos de la ciencia y el ejercicio de la razón reducen ese anhelo a la categoría de ilusión. Si hubiese sabido prescindir de la razón, como un auténtico irracionalista, no habría habido agonía (lucha) unamuniana; si hubiese sabido prescindir de su anhelo de eternidad, de su sed de fe, como un auténtico racionalista, tampoco. Pero su hambre de eternidad le impedía aceptar un racionalismo reduccionista, y su sano raciocinio le impedía abandonarse ilusamente a la “fe del carbonero”. Esta era su tragedia.
ALTER.- Se le ha considerado un precursor del existencialismo…
EGO.- Con toda justicia. El fue, después de Kierkegaard, quien puso en el centro de la filosofía el individuo en su existir concreto, su angustia de saberse un ser para la muerte. Angustia que, para él, sólo la fe podría apaciguar… pero hacía ya tiempo que la fe había sido inmolada en el altar de la Razón.
ALTER.- ¿Puede decirse de Unamuno que fue un filósofo?
EGO. – No sé. Yo creo que el calificativo que mejor le va es el de pensador.
ALTER.- Por supuesto…Te gusta la palabreja, ¿no?
EGO.- Es la que mejor se acomoda a ciertos casos. Me refiero a esos escritores que no se limitan a la creación estrictamente literaria, artística, sino que además suelen abordar a través de sus ficciones temas considerados del dominio de la filosofía. En Goethe tenemos el ejemplo más claro. ¿Quién osaría decir sin faltar a la verdad que, además de poeta, novelista y científico, Goethe fue filósofo? Y sin embargo, ha sido una de los grandes pensadores de la humanidad.
ALTER.- A Séneca sí que le va el calificativo de filósofo…
EGO.- No lo creas. Has de tener en cuenta que, a diferencia de los griegos, los romanos no se interesaron por la filosofía. De hecho, no produjeron ningún filósofo original. Cicerón no fue más que un divulgador de la filosofía griega, Séneca sólo nos ofrece una ética, tomada de los estoicos (griegos), y otro tanto puede decirse de Marco Aurelio. Y creo que no se podría nombrar ninguno más. Compara esto con la enorme abundancia de la filosofía griega.
ALTER.- Eran gente muy práctica los romanos, ¿no?
EGO.- Sí, con una actitud muy pragmática. Temas tales como de qué está hecho el mundo y qué posición ocupa en él el hombre no les interesaban gran cosa. En cambio, desarrollaron el derecho como instrumento para garantizar el orden social, y de la filosofía sólo cultivaron su aspecto más práctico, es decir, aquel que nos puede ayudar a discernir cómo hemos de actuar: la ética.
ALTER.- Se ha dicho que la ética de Séneca es muy parecida a la cristiana y, por otra parte, es sabido que fue consejero de Nerón, incluso en la época de los grandes excesos de éste. ¿Cómo se compagina lo uno con lo otro?
EGO.- Cómo se compagina la teoría con la práctica, la idea con la vida. Este es el dilema que todos hemos de sufrir y que muy pocos saben resolver. Lo normal es que los ideales o, dicho más modestamente, las buenas intenciones, queden muy malparadas en su confrontación con los imponderables de la vida práctica. Pero hay que reconocer que el de Séneca es, o parece, un caso extremo.
ALTER.- Ensalzaba la pobreza y era poseedor de una inmensa fortuna, ¿no?
EGO.- Eso no sería lo peor. Después de todo, lo que decía era que las riquezas habían de servir al hombre, no el hombre a las riquezas, Reflexión elemental que hoy sigue tan vigente, y desoída, como en su época. Lo peor eran los métodos que, al parecer, utilizaba para acumular riquezas y, por supuesto, sus turbias relaciones con el poder. Como consejero de Nerón parece que, al principio, trató de encauzar al joven emperador de acuerdo con sus propios principios éticos. Pero la cosa no fue fácil. Pronto Nerón empezó a mostrarse como lógicamente se ha de mostrar un adolescente débil de carácter, adulado por todos y que tiene todo el poder. Y sin embargo, Séneca no dejó de figurar a su lado. De hecho, era su ministro principal junto con Afranio Burro. Y a su lado estaba cuando, entre otras fechorías, Nerón hizo matar a su propia madre. ¿Aprobaba Séneca los crímenes del emperador? ¿Aguantaba en su puesto para intentar reprimirle en lo posible? ¿Era un adulador interesado? ¿O un honrado consejero humillado y resignado?
ALTER.- Podía dimitir.
EGO.- No, no podía. Incluso esta decisión había de contar con el beneplácito del tirano…Pero dimitió. Cuando Burro murió, sintiéndose sin fuerzas para luchar contra los que pretendían desalojarle del poder, comunicó al emperador su decisión de abandonar. Nerón no lo aceptó, pero él igualmente se retiró.
ALTER.- Con lo cual firmó su propia sentencia de muerte, ¿no?
EGO.- Bueno, al principio pareció como si Nerón se hubiese olvidado de él. Hasta que, tres años después, el descubrimiento de la conjuración de Pisón llevó al amedrentado emperador a buscar conspiradores bajo las piedras…y entonces se acordó de Séneca y…fin de la historia.
ALTER.- Se puede decir que la dignidad de su muerte le redimió de la ambigüedad de su vida.
EGO.- Sí, se puede decir. Pero, como comprenderás, no es su biografía lo que me atrajo de él.
ALTER.- Lo supongo. ¿Te hago la pregunta? ¿Qué es lo que te atrajo de Séneca?
Es seguro que los que viven la vida como la cosa más natural del mundo juzgan igual de natural la muerte. Y en esto sí que aciertan de pleno. Porque la muerte no tiene ningún misterio. De hecho, ni siquiera existe.
Eso de que la muerte no existe es una especie de broma que cuenta con una larga tradición en la historia de la filosofía. Su inventor fue Epicuro y el invento consiste en apaciguar al temeroso con la fórmula siguiente: no tienes nada que temer, porque cuando tú estás la muerte no está, y cuando la muerte está tú no estás.
A primera vista, perfecto. Es como una ecuación, los términos cuadran y nada queda afuera. Nada, excepto los estremecimientos de la vida.
Y es que las matemáticas no tienen en cuenta para nada la corriente vital. Pertenecen al mundo puro, platónico, de las ideas. Por eso no parecen lo más adecuado para resolver, mediante ecuaciones o lo que sea, cualquier problema existencial.
Que no es adecuado se ha visto a lo largo de toda la historia, plagada de filósofos y de multitud de pensadores anónimos que no han parado de devanarse los sesos y de estremecerse los miembros ante el misterio y el temor (o terror) de la muerte, cuando lo hubiesen tenido tan fácil con solo recurrir a la sentencia epicúrea… si ésta funcionase.
Pero, además, hay algo que no se ha tenido en cuenta. O quizá sí y esta suposición es solo hija de mi ignorancia (tanto da, uno ha de asumir su posible ignorancia si quiere hablar de algo en la vida y en los libros, sobre todo teniendo en cuenta el gran número de personas que no callan sin asumir nada en absoluto). Y es que, cuando uno habla de la muerte, puede referirse a dos hechos muy diferentes: el hecho de morirse y el hecho de estar muerto.
El hecho de estar muerto, por ser una situación estática, inanimada, sí que encaja en la ecuación epicúrea. Y es que al que murió hace mil años, por ejemplo, nada le importa la muerte (ésa que está mientras él no está), y al que ahora vive nada le importa que dentro de mil años esté muerto (él está, mientras que la futura muerte no está), o no debería importarle de la misma manera que no le importa que hace mil años no estuviese vivo.
Muy distinto es el hecho de morirse. Aquí no hay ecuaciones ni matemáticas que valgan. Uno siente, quizá entre insoportables dolores físicos, que se va hundiendo en no sabe qué, en la nada probablemente, que todo lo que es y ha sido va a desaparecer y, con ello, el mundo y el universo entero. ¿Pero cómo yo puedo dejar de ser yo? ¡Imposible! El caso extremo de rebeldía ante la muerte aniquiladora lo tenemos en Unamuno, quien llegó a proclamar que prefería las penas eternas del infierno a desaparecer en absoluto, a dejar de ser él.
Para mí, lo más extraño de todo esto es que todavía se desempolve de vez en cuando la sentencia de Epicuro para asombrar al personal con una pretendida solución ingeniosa de la cuestión, cuando lo que se debería dejar bien claro es que en la muerte no hay cuestión, que la muerte es lo más natural del mundo, dada la existencia – natural o no – de la vida.
ALTER.- ¿Goethe? ¿Goethe contemporáneo de Schopenhauer? Será cosa de mi incultura, pero así, de buenas a primeras, los sitúo en épocas distintas.
EGO.- Es una reacción bastante normal. De hecho, sus biografías se desarrollan en épocas distintas, pues cuando se conocieron y trataron el uno era muy joven y el otro casi un anciano. Fue en Weimar, en 1813. La madre de Schopenhauer pertenecía al círculo de amistades de Goethe, y nuestro filósofo tuvo ocasión no sólo de conocerlo, sino además de colaborar, y discutir, con él sobre la visión y los colores, tema científico que fascinaba a ambos. Goethe leyó y elogió la tesis doctoral de Schopenhauer y reconoció su gran capacidad intelectual. Cuando se publicó El mundo como voluntad y representación, nuestro filósofo se apresuró a enviársela y quedó, impaciente, a la espera del dictamen de su ídolo.
ALTER.- ¿Y?
EGO.- Parece que Goethe leyó algunos capítulos y, desde luego, quedó admirado de la claridad y belleza de su estilo, pero en cuanto el contenido de la obra…nada de nada. Schopenhauer no consiguió arrancarle ni una sola opinión, ni un solo comentario.
ALTER.- No quiso pronunciarse.
EGO.- Lo más seguro es que ni siquiera quiso entrar a fondo en la obra. Eran dos temperamentos tan distintos, con enfoques tan dispares que por fuerza no podían encajar. Pero lo curioso es que Schopenhauer comprendía y aceptaba plenamente el mundo poético de Goethe, mientras que éste, como ya he dicho, rechazó de pleno entrar en el mundo filosófico de aquél. Ambos pensaban lo mismo sobre muchas cosas, en especial sobre el arte…Sí, el problema radicaba en esa diferencia de temperamentos: para Goethe el mundo es un espléndido vaso medio lleno; para Schopenhauer no es más que un triste vaso medio vacío.
ALTER.- Bien, ahora que ya tenemos situado al filósofo, podrías hacer un resumen de su filosofía.
EGO. – Ni lo sueñes. No era esa la idea.
ALTER.- Ah, pero hay una idea…
EGO.- Siempre hay una idea, explícita o implícita, y la nuestra era la de conversar plácidamente sobre literatura y otros mundos, sin pretender entrar en grandes teorías o sistemas de pensamiento, cosa que hay que dejar para obras más sesudas.
ALTER.- Así, que nos hemos de despedir de nuestro amigo Schopenhauer.
EGO.- Nos lo volveremos a encontrar, no te preocupes.
ALTER. Pues propongo, para ese caso, que en adelante evitemos su casi impronunciable y casi inescribible nombre y que aludamos a él con el apelativo de “el Filósofo”, que es como llamaban los escolásticos a Aristóteles.
EGO.- Me parece bien…La diferencia está en que en la Edad Media no había dudas sobre quién era el filósofo por antonomasia, mientras que ahora…
ALTER.- Sigue, sigue…¿Qué pensadores o intelectuales dirías tú que mejor representan, comprenden o lideran el mundo de hoy?
EGO.- No te sabría decir. En realidad, ni siquiera te sé decir qué es el mundo de hoy. Yo tengo una idea global y aproximada de la Edad Media, del Renacimiento, de la Ilustración, incluso de la sociedad burguesa del siglo XIX, pero no te sabría decir qué es eso que nos envuelve y en lo que estamos inmersos. Y no sólo yo. Aquello que te decía del arte es aplicable también a todo lo demás: estoy convencido de que el contemporáneo es incapaz de valorar correctamente la propia época.
ALTER.- Y sin embargo, hay muchos que no se cansan de escribir libros y artículos sobre el mundo de hoy, las tendencias de nuestra sociedad, la globalización…
EGO.- Se equivocan, se equivocan siempre, y cuando aciertan, es por casualidad, como el burro de Iriarte o el vidente de a tanto la llamada. Ninguno de esos sabios supo prever cuándo y cómo se vendría abajo el imperio soviético, y éste es sólo el caso más vistoso de otros muchos que podríamos encontrar.
ALTER.- Bien, pero, dotes adivinatorias aparte, ¿qué pensador o pensadores crees tú que mejor representan el mundo actual?
EGO.- Los hay para varios gustos, pero la verdad es que no representan nada. En los últimos cincuenta años la cotización del intelectual prácticamente se ha hundido. Hubo un tiempo en que significaba mucho, y no sólo para unas minorías. Basta pensar en la España del primer tercio del siglo XX: un país semianalfabeto en el que las verdaderas glorias nacionales, toreros aparte, eran gente como Unamuno, Ortega o Marañón, o en la Francia de Sartre y Camus. Todo eso ha desaparecido. La antigua raza de los intelectuales se extinguió hacia el 68; los que han venido después son sólo curiosas, sino ridículas, mutaciones de sus soberbios antepasados. El alto pensamiento es hoy una función esotérica, reservada a un círculo de iniciados.
ALTER.- Pero, ¿quieres decir que no ha sido siempre así? Yo creo que, aunque en determinados momentos, como en esos que has apuntado, el pensador ha llegado a tener cierta transcendencia social, lo normal, lo habitual en el curso de la historia ha sido lo contrario.
EGO.- Sí, tienes razón, eso ha sido lo habitual a lo largo de casi toda la historia. Y eso, ese muro que separa al sabio de la sociedad, es lo que consiguió romper el Filósofo al ofrecer una filosofía no para especialistas sino para la gente común. Pero el muro se volvió a cerrar enseguida (compara el estilo de Husserl con el del Filósofo), con la agravante de que el rótulo de club exclusivo se empezó a colgar también en las puertas de ciertas artes.
ALTER.- Como la pintura, la escultura…
EGO.- Evidente, pero me referiré a la música. En mi opinión, la llamada “música contemporánea” consiste en una serie de ejercicios matemáticos para disfrute exclusivo de iniciados. Basta comparar el alcance social que tenía en su tiempo (y en el nuestro) la música de Mozart, de Beethoven o de Wagner con el que pueda tener el más popular de los cultivadores de la “música contemporánea” para darse cuenta del enorme cambio que ello representa. Yo creo que lo que entendemos por música clásica se acabó con Stravinsky y los de su generación, y que su posible continuación no hay que buscarla en el callejón sin salida de la “música contemporánea” sino en el desarrollo del jazz y de otras formas musicales de origen popular.
ALTER.- Pues para no entender esta época, como decías hace un momento, te defiendes bastante bien. Quiero decir que no te ahorras opiniones contundentes.
EGO.- No confundamos. Una cosa es señalar determinados rasgos evidentes de nuestro mundo y compararlos con otros de épocas pasadas, y otra muy diferente es poder establecer el mapa social, mental y espiritual de nuestra sociedad con la misma comodidad que podemos hacerlo respecto de la sociedad del imperio romano, por ejemplo.
ALTER.- O sea, que te ratificas en tu declaración de que no entiendes esta época.
EGO.- Claro que no la entiendo, como todo el mundo. La diferencia está en que yo lo reconozco. El gran filósofo Tomás de Aquino no sabía que vivía en la Edad Media, y eso mismo les ocurre, por mucho que disimulen, a Habermas o a Sloterdijk: no pueden saber en qué Edad viven.
ALTER.- Así que toda época está condenada a no entenderse.
EGO.- Más o menos como todo individuo.
ALTER.- Y supongo que eso no tiene solución.
EGO.- Si nos referimos a toda época presente, me temo que no. El individuo sí que cuenta con medios que le aproximen al autoconocimiento.
ALTER.- ¿Qué medios?
EGO.- Hay dos vías: la introspección y la acción. La acción es la más segura, pero su alcance es más limitado. No pasa de descubrirnos las tendencias, el carácter, el campo más adecuado para el propio desarrollo. Es decir, va bien para discernir si uno ha nacido para filósofo o para futbolista. Y sin embargo, tiene buenos valedores. El más destacado, Goethe. Gombrowicz opta también por esta vía cuando, con palabras típicamente goethianas, afirma “¿Quieres saber quién eres? No lo preguntes. Actúa. La acción te definirá y situará”.
ALTER.- A éste es la segunda vez que lo citas, y la verdad es que no sé muy bien quién es. Tiene algo que ver con Argentina, creo. Recuerdo haber hojeado un libro…pero no nos desviemos. Decías que, para el autoconocimiento, la vía de la acción es segura, pero limitada.
EGO.- Sí, y de la vía de la introspección se podría decir exactamente lo contrario, que es insegura y a menudo engañosa, pero que, si se sabe llevar adecuadamente hasta el final, es infalible, aunque de resultados sorprendentes.
ALTER.- ¿Sorprendentes?
EGO.- Sí, porque si empiezas a ahondar en el yo, pronto te das cuenta que se trata de un pozo sin fondo. Ocurre como en la materia de los físicos. De pronto se descubrió que, pese a su nombre, el átomo no era indivisible…y aún no sabemos adónde nos llevará ese ahondamiento en la ya casi inexistente “materia”.
ALTER.- Pero ¿qué crees tú que se encuentra en el fondo del yo?
EGO.- Si hemos de hacer caso de los místicos, que son los únicos competentes en el tema, lo que se encuentra en el fondo del yo es la nada …o el todo, como quieras llamarlo.
ALTER.- Por favor, no está mi cuerpo para místicas. ¿Por qué no me hablas de Gombrowicz? (continuará)
El primer libro que compré y leí de Unamuno fue una colección de artículos periodísticos titulada Visiones y comentarios. Aunque no consta la fecha en que fueron escritos, se ve bien por el contenido que lo fueron durante la República, es decir, en la última década de su vida. Y aunque los temas son muy del momento social y político, no faltan en ellos las profundas divagaciones del filósofo, o del místico. He ido a buscar uno que me impresionó, porque alude a un momento capital en toda vida humana. Lleva por título El día de la infancia y empieza comentando unos versos del poeta catalán Verdaguer:
Ai soledat aimada,
ma companyona un dia,
lo jorn de la infantessa
que no tingué demà…
Porque el niño, apunta Unamuno, en su soledad creadora, vive en infinitud y en eternidad un solo día, y la infancia se acaba cuando llega el otro y el otro día, y se descubre que hay un final. Es cuando el niño descubre la muerte, que uno se muere. Luego, el artículo deriva hacia algún tema de la actualidad política.
También Contra esto y aquello consiste en una recopilación de artículos publicados en la prensa, tres décadas antes, en los que combina comentarios del presente con la visión poética y las reflexiones filosóficas. El problema es que ni conservo el libro ni he de dedicarme ahora a buscarlo. Así que, aunque creo que lo leí casi al mismo tiempo que Visiones y comentarios, no estoy en condiciones de ofrecer ni un solo detalle concreto.
De sus novelas leí cuatro o cinco, pero solo de una de ellas guardo un recuerdo claro. Se titula Niebla y se había publicado en 1914. Es – como todas las de Unamuno – lo que antes se llamaba “una novela de tesis”, es decir, una fábula pensada como ilustración o demostración de una ideología determinada o simplemente de la idea que del mundo tiene el autor. Casi todas las novelas son “de tesis”, pero las mejores son aquellas en que el autor no lo sabe o no se lo ha propuesto. No es este el caso de Unamuno, obviamente, que siempre es muy consciente de lo que quiere demostrar en sus obras de ficción (lo que, a mis ojos, no le hace un gran novelista, que digamos). Pero vayamos a la fábula y a la tesis.
Augusto Pérez es un señorito, rico, abúlico y soñador. O, más que soñador, “encantado”, que decían mis mayores. Un día se enamora (o cree que se enamora) de una joven muy guapa. Muy guapa y muy despierta. A la joven no le hace gracia el muchacho y, primero, se lo dice; luego, picada por los celos, lo acepta. Y después de conseguir un beneficio práctico de él, lo rechaza y se va con otro y con el beneficio. Augusto, más que traicionado o engañado, se siente burlado. Y no lo soporta. Piensa en suicidarse, pero antes decide ir a ver a Don Miguel de Unamuno, del que había leído alguna cosa sobre el suicidio.
Unamuno lo recibe, y el pobre Augusto apenas tiene que contarle nada. Lo sabe todo. Y lo sabe, le dice el escritor, porque él, Augusto, no es un ser vivo sino un personaje de la novela que está escribiendo, un ente de ficción, y ni siquiera puede suicidarse, porque el requisito indispensable para poder suicidarse es…estar vivo. Y cuando le dice que no se preocupe, que ya le matará él, como suelen hacer los autores con los personajes que ya no les sirven, cambia de idea y se revuelve contra el dictado de su creador. ¡Quiere vivir!
-¡Quiero ser yo, ser yo! ¡Quiero vivir! – y le lloraba la voz.
–[…] No puedes vivir más. No sé qué hacer ya de ti. Dios, cuando no sabe qué hacer de nosotros, nos mata.
–[…] ¿Conque no? No quiere usted dejarme ser yo, salir de la niebla, vivir, vivir […] Pues bien…también usted se morirá. ¡Dios dejará de soñarle! […] ¡Se morirá usted y se morirán todos los que lean mi historia, todos sin quedar uno! ¡Entes de ficción como yo!
Y en efecto, el pobre Augusto se muere. Y el pobre Unamuno, unos años después. Y el pobre que escribe esto, quién sabe cuándo. Y el pobre que lo lee también. Y no se sabe si al final quedará alguien para contarlo.
Miguel de Unamuno y Jugo nace en Bilbao en 1864. Cursa la carrera de filosofía y letras en Madrid. En 1891 obtiene la cátedra de griego en la universidad de Salamanca y en 1900, a los 36 años de edad, es nombrado rector de la misma universidad, cargo que ostenta – con algunas interrupciones debidas a imperativos políticos – hasta su jubilación en 1934. Miembro del partido socialista antes del cambio de siglo, pronto se desvincula de toda opción política concreta en aras de una libertad e independencia intelectual insobornables.
Destituido y desterrado a Fuerteventura (Canarias) por la dictadura de Primo de Rivera en 1924, con el advenimiento de la República fue repuesto en su cargo de rector y se convirtió en una de las personalidades más destacadas de la opción republicana, siendo elegido diputado a Cortes por la coalición republicano-socialista (1931). Pero el desencanto llegó muy pronto. En las elecciones siguientes (1933) no volvió a presentarse, sus artículos eran cada vez más críticos con la política republicana y llegó hasta el extremo de ilusionarse con la idea de que el “alzamiento” de 1936 daría a España lo que necesitaba: una de mano de hierro ilustrada para regenerar el país. La prueba de la realidad deshizo enseguida aquella ilusión y, después de acreditar una vez más la honradez y la valentía que en todo momento había mostrado, Dios dejó de soñarle, quiero decir que se murió.
Además de las obras que he citado o aludido también leí Vida de Don Quijote y Sancho, en la que el autor va desgranando sus ideas y obsesiones sobre el hilo de la novela de Cervantes, con aportaciones siempre muy personales o pintorescas. Fue un placer.
Quedaba pendiente la obra más estrictamente filosófica, como La agonía del cristianismo o Del sentimiento trágico de la vida. Y pensaba que algún día me dedicaría a ella. Pero ocurrió que, de pronto, se alzó por el norte un astro luminoso que empezó a disipar las nieblas ibéricas con una luz nunca vista por aquí. Y ya no me acordé más del señor don Miguel de Unamuno. Hasta ahora, para escribir esto.
A diferencia de los antiguos, los modernos nunca le han tenido gran respeto al destino. Esta falta de respeto empieza en el Renacimiento con la convicción creciente de que el ser humano es el centro del Universo, continúa con el pensamiento romántico y burgués con la idea de un progreso infinito dirigido por la misma humanidad y culmina con el existencialismo, el de Sartre, por ejemplo, quien se expresa así: no hay naturaleza porque no hay Dios para concebirla. El hombre es el único que no sólo es tal como él se concibe, sino tal como él se quiere y como se concibe desde la existencia; el hombre no es otra cosa que lo que él se hace. Este es el primer principio del existencialismo.
El existencialismo fue aquel movimiento filosófico-literario que hizo furor en Europa en los años 40 y 50 del pasado siglo. Tuvo sus predecesores, entre los cuales se suele incluir al danés Kierkegaard y al español Unamuno.
Al contrario que Papini y Séneca, Unamuno no fue por mi parte una elección o descubrimiento solitario. Ya estaba en el ambiente. Era el curso 57-58. A punto de irrumpir en el mundo no oficial universitario el marxismo y el existencialismo (como se ve, hasta en la heterodoxia íbamos atrasados), lo más anti que entonces corría por ahí era Unamuno y algún otro de la Generación del 98. Ahora me pregunto qué sentido tenían esos autores en aquella época, y me respondo que ninguno, al menos desde el punto de vista social. Pero cierto falangismo no oficial los había puesto de moda. Y ese era el límite de lo tolerado.
Quizá convenga aquí alguna aclaración para los no familiarizados con nuestra historia reciente. Fundada en 1933, Falange Española fue, en su origen, un partido que seguía el modelo del fascismo italiano. Formó parte de las fuerzas que se alzaron contra la República tres años después. Tras la victoria de los insurrectos, quedó encuadrado en el partido único finalmente denominado Movimiento Nacional, y convertido en mera pieza de la maquinaria del poder del dictador. Y es que, técnicamente hablando, el régimen de Franco no fue un totalitarismo fascista, sino una simple dictadura militar al servicio de la derecha de siempre. Y así, a finales de los cincuenta, cierto falangismo “auténtico” residual sacó a pasear el nombre de Unamuno por los ámbitos universitarios o más o menos intelectuales.
Yo creo que lo único que Unamuno vio en el falangismo fue el reflejo de sus propias preocupaciones “nacionales” esencialistas. Por su parte, el falangismo sí que bebió bastante en la fuente unamuniana. Hasta el extremo de que, en la actualidad suelen confundirse algunas citas, como aquello de “me duele España”, que más de una vez he visto atribuido a José Antonio, cuando en realidad fue Unamuno el padre del invento.
De todos modos, Unamuno nunca fue proclive al fascismo (fajismo, escribía él en su afán filológico), si bien al principio, y por muy breve tiempo, creyó que el “Alzamiento Nacional” era lo que España necesitaba. Pero lo cierto es que, cuando vio de cerca el verdadero rostro de la bestia, el viejo filósofo ya no dudó, sino que le plantó cara con una valentía suicida. Murió casi a continuación.
Detalles estos que apenas se conocían entonces. Así que de ningún modo pudieron influir en mi admiración por Unamuno. Ni falta que hacían. Me bastó captar la profundidad de su pensamiento y la sinceridad de su actitud para quedar totalmente fascinado. Una sinceridad que consiste en ponerse él mismo como tema, y, a través de todas sus dudas e inquietudes, tratar de llegar al fondo de la cuestión, fondo que, precisamente por su sinceridad y honradez, no llegará nunca a alcanzar.
Lo único que a cada cual importa y, por lo tanto, lo único que debe importar a la filosofía, viene a decir, es el hombre concreto, el individuo de carne y hueso que vive, goza, sufre y sabe que ha de morir. Lo único que de verdad conocemos es la experiencia de la vida, nuestra existencia concreta, que se manifiesta como un esfuerzo sostenido por seguir viviendo, por no dejar de ser.
Pero, además, Unamuno no es tan astuto como para echar por la borda la razón y subirse al carro del irracionalismo gratuito, y ahí el problema, ahí el conflicto que se desarrolla a lo largo de toda su obra. Por una parte, su experiencia interior, acorde con un hondo sentimiento religioso, le mantiene en el anhelo ferviente de una vida eterna. Por otra, los datos de la ciencia y el ejercicio de la razón reducen ese anhelo a la categoría de ilusión. Si hubiese sabido prescindir de la razón, como un auténtico irracionalista, no habría habido agonía (lucha) unamuniana; si hubiese sabido prescindir de su anhelo de eternidad, de su sed de fe, como un auténtico racionalista, tampoco. Pero su hambre de eternidad le impedía aceptar un racionalismo reduccionista, y su sano raciocinio le impedía abandonarse ilusamente a la “fe del carbonero”. Esta era su tragedia.
Se le ha considerado un precursor del existencialismo. Y con toda justicia, pues él fue, después de Kierkegaard, quien puso en el centro de la filosofía el individuo en su existir concreto, en su angustia de saberse un ser para la muerte. Angustia que, para él, sólo la fe podría apaciguar… pero hacía ya tiempo que la Fe había sido inmolada en el altar de la Razón. (continúa)