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Duración. Tiempo

Dejando aparte los aspectos físico-químicos, lo más característico de la vida es la duración. Es decir, el hecho de que consiste en una sucesión de instantes que se van produciendo sin interrupción y siempre en el mismo sentido, sin que haya posibilidad alguna de que la marcha, la sucesión, se invierta de manera que el mañana pueda darse antes que el hoy.duración reloj

La duración es lo propio del tiempo. Decimos que algo dura porque prolonga su ser a lo largo del tiempo. Pero ¿qué es el tiempo? El tiempo es una de esas cosas que – como la vida misma – a primera vista nos parece de lo más natural, porque siempre hemos convivido con ello. El problema surge cuando uno se pone a descifrarlo. Es lo que le pasaba a san Agustín, que decía que sabía muy bien lo que era el tiempo, pero que, cuando se lo quería explicar a alguien, ya no lo sabía.

Con el tiempo suceden cosas extrañas. Lo más extraño es que sus partes son etéreas e inaprensibles. Porque, a ver, ¿dónde está el futuro? ¿qué se ha hecho del pasado? Y lo peor ¿en qué consiste el presente? ¿Cuándo se vive?, que decía Oblomov, el personaje de la novela de Goncharov. Porque el instante presente es un no ser entre el pasado y el futuro. Y consumimos toda la vida esperando algo que, si se produce, en un instante ya es pasado. O sea que todo ocurre entre la expectativa y el recuerdo. Y en medio, ese huidizo o inexistente presente, que es nada menos que el núcleo de la vida: lo más natural del mundo (!).

(De Postales filosóficas: la serie)

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El misterio de la injusticia

No pienso ahora en la injusticia social, que nada tiene de misteriosa, pues más bien depende de las estructuras económicas vigentes en la sociedad, sino en otro tipo de injusticia mucho más próxima al individuo, y tan misteriosa que, no obstante practicarla continuamente, lo normal es que ni siquiera la notemos (diferente cuando la practican los demás).

El señor Y es un alto cargo de una gran empresa y tiene varios subordinados directos a sus órdenes. A los empleados A, B y C  los valora muy bien, a pesar de que suelen cometer el mismo número de errores que los demás. A los empleados D y F  no les perdona una, y es inútil que se esfuercen en realizar su trabajo a la perfección: nunca serán gratos a los ojos del jefe.

Este tipo de injusticia se da en todos los ámbitos de las relaciones humanas. También en las de parentesco. Ahí está el padre que prefiere a uno de sus hijos, por más esfuerzos que hagan los otros para complacerle, asunto que se remonta al bíblico Jacob frente a José y sus hermanos, y aún más atrás, como luego se verá.

También el amor, si no es universal, es radicalmente injusto. ¿Por qué se ama a una persona en vez de a otra, aun cuando ésta otra tenga más méritos y mejor comportamiento? Y no se diga que esta es una cuestión banal o superficial. El enamorado no correspondido y que ve el lugar al que aspira ocupado por otra persona, quizá insignificante, sabe muy bien de lo que hablo.

Pero no solo los seres humanos son sujetos de esta injusticia que acompaña la mayoría de sus actos al margen de toda razón. También los dioses. Por supuesto, los griegos, tan humanos ellos que no podían carecer de la humana cualidad de la injusticia. Ahí tenemos al mismo Zeus, tan injusto como lascivo. Pero también, cosa que puede parecer sorprendente, el Dios único del judeo-cristianismo nos da muestras suficientes de arbitrariedad e injusticia desde las páginas de la Biblia.

No quiero perderme por hondas disquisiciones teológicas, es más, me declaro de antemano refutado por los sesudos teólogos que no compartirán mi impresión. Porque de impresiones se trata.                                                                                                                                                                                                                                       

En el Génesis, primer libro de la Biblia, Jehová se muestra encantado con las ofrendas de Abel, mientras que manifiesta su disgusto ante las de Caín, con lo que se desencadena la tragedia que otra actitud quizá hubiese evitado.

Con distintos matices, más estrictos en el segundo caso, tanto san Agustín como Calvino defienden la idea de que, desde toda la eternidad, Dios ya conoce a los que ha de salvar. Esta teoría de la predestinación divina surge de unas líneas que san Pablo escribió en su Epístola a los Romanos:

Pues a los que antes conoció, también los predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos; y a los que predestinó, a esos también los llamó; y a los que llamó, a esos también los justificó, y a los que justificó a esos también los glorificó.

(nam quos praescivit et praedestinavit conformes fieri imaginis Filii eius ut sit ipse primogenitus in multis fratribus
 quos autem praedestinavit hos et vocavit et quos vocavit hos et iustificavit quos autem iustificavit illos et glorificavit)

O sea, que Dios elige a los que se han de salvar y deja, tan injustamente, que los demás se pierdan.

En resumen, parece que la injusticia a que me refiero es un fenómeno omnipresente así en la tierra como en el cielo. Claro está que el filósofo o teólogo de turno dirá que lo que ocurre es que yo no entiendo nada. Y en esto le daré la razón.

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Qué es el tiempo

Naturalmente, no voy a responder a esta pregunta. Ni siquiera pienso tratar el tema de una manera más o menos tangencial o humorística como cabría esperar de un blog como este. O quizá sí.

El caso es que uno no puede menos que quedar fascinado ante la magnitud de la cuestión. Las reflexiones modernas sobre el tiempo las inició san Agustín con el famoso pistoletazo de salida: ”Quid ergo est tempus? Si nemo ex me quaerat, scio; si quaerente explicare velim, nescio” O sea, que, si nadie se lo pregunta, sabe qué es el tiempo, pero si quiere explicarlo a alguien, ya no lo sabe.

Entonces, lo mejor sería no preguntar y no intentar explicar. Pero esto – no indagar, no querer saber – es algo imposible para la naturaleza humana. Solo determinada clase de personas lo consigue: la gente práctica.

La gente práctica utiliza las cosas sin preguntarse sobre ellas. Es la mejor manera de vivir, lo reconozco. En esto no hay como los simples animales, que van directos a lo que su instinto les demanda sin preguntarse sobre razones y fundamentos

También los científicos de siglos pasados eran gente práctica. Utilizaban el tiempo y el espacio sin preocuparse demasiado por saber qué eran tales cosas. Daban por hecho que el tiempo y el espacio estaban ahí delante, como la cafetera o la pipa… Hasta que llegó Kant y encendió la luz, a su manera. El tiempo no es algo objetivo que permita su conocimiento empírico, dijo, el tiempo es una forma a priori de nuestra sensibilidad.

Schopenhauer, cuya manera de explicar era mucho más clara – y cortés con el lector – que la de su predecesor, enseñó que el tiempo es una función del intelecto, es decir, que es instrumento congénito de nuestra modo de conocer, que no es algo que esté ahí afuera, sino que lo llevamos dentro. Dicho a mi manera: nosotros no estamos en el tiempo; es el tiempo lo que está en nosotros.

Este modo de ver las cosas tiene la ventaja de responder a una de las preguntas clásicas de la filosofía y de la física. El tiempo ¿es infinito? ¿o tuvo un principio y tendrá un final? Ni lo uno ni lo otro.

El tiempo aparece y desaparece con el sujeto cognoscente, es decir, con cada uno de nosotros. Esto casi lo vio el mismo Agustín cuando afirmaba que antes de la Creación el tiempo no existía. Faltaba solo un paso – que él no podía dar – para descubrir que, antes de la aparición del sujeto cognoscente, ni siquiera la Creación existía.

No sé si me explico.

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