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Anacronía: Ausonio sobre Trump
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Puer-senex. Ausonio y Paulino. Un mundo mediocre. (A.E.P. s.e. 1)
EGO. – Ha pasado tiempo desde entonces.
ALTER. – Once años.
EGO. – ¿Tanto?
ALTER.- Tanto. Tú tienes ahora setenta y cinco y yo cuarenta y dos y estamos en abril de 2015.
EGO. – ¿Quieres decir? No sé, aquí hay algo que no cuadra.
ALTER.- Cuenta tú mismo. En abril de 2004…
EGO.- No, no. Me refiero a otra cosa. Vamos a ver. ¿Qué sentido tienen estos diálogos?
ALTER. – ¿Sentido? ¿Pero de qué hablas? Yo creo que no tienen ningún sentido… como no sea el de pasar un buen rato hablando de literatura y temas relacionados.
EGO.- Sí, pero con cierta coherencia, con una estructura, con un plan, por decirlo de alguna manera, ¿no?
ALTER.- ¿Un plan?
EGO.- Bueno, quizá no es la palabra adecuada… ¿Has oído hablar del tópico literario puer-senex?
ALTER. – Me suena. Niño-anciano, ¿no?
EGO.- Sí. Se suele utilizar en dos sentidos muy diferentes. El que aquí interesa es el que se aplica a la relación de enseñanza o consejo, por una parte, y de aprendizaje, por otra, entre una persona mayor y sabia y otra joven e inexperta, y siempre en el universo de la literatura, o de la cultura, o de la sabiduría en general. En la literatura castellana, por ejemplo, están los casos del Juan Manuel, con su Conde Lucanor, de Cristóbal de Castillejo con algunos de sus Diálogos… por cierto que esta forma del Diálogo que estamos practicando es muy típica del Renacimiento… Bueno, lo que quiero decir es que, si hemos de seguir ejemplificando la relación puer-senex, tú, con cuarenta y dos años, resultas demasiado crecidito.
EGO.- Tener, como máximo, veinticinco.
ALTER.- Pero, ¡si en la etapa anterior ya tenía treinta cumplidos!
EGO.- Bueno, pues lo dejamos en treinta, tampoco está mal. Pero no más.
ALTER.- O sea, que nací en 1985.
EGO.- Eso es. Precisamente el año en que, a mis cuarenta y cinco, empecé a estudiar un poco en serio el mundo de la Roma clásica, lo que, por cierto, me permitió conocer uno de los casos más famosos de relación puer-senex, y no solo literario, sino también histórico, es decir, real. Me refiero a los poetas Ausonio y Paulino.
ALTER.- Confieso mi ignorancia. Así, que ya puedes desplegar toda tu sabiduría.
EGO.- Menos coña. Que yo tenga más conocimientos, en parte por causa de la edad, no me hace más sabio. Supongo que tu ignorancia no te impide saber que no existe una relación directa entre conocimientos y sabiduría.
ALTER.- Por supuesto, maestro. Pero vamos al grano, ¿quiénes eran esos personajes?
EGO.- Pertenecen a finales del siglo IV y principios del V, lo que ya los sitúa fuera de la Roma clásica y dentro del período final de decadencia y disolución del Imperio, los dos nacidos en Burdigala (la
ALTER.- ¿Y él era de los viejos?
EGO.- A ver si me explico. Los “nuevos tiempos” eran los de un cristianismo en fase de ascensión imparable. En las décadas que median entre el decreto de tolerancia de Constantino (313) y el de Teodosio que convirtió el cristianismo en la religión oficial (380), cada vez más cualquiera que deseara figurar en la escena pública había de ser cristiano, o bautizado como tal. El mismo Ausonio se había bautizado, pero su corazón y su mundo intelectual seguían siendo los de un romano antiguo.
EGO. – De hecho era así. Fue una época curiosa en la que las dos corrientes religiosas, la antigua y la nueva, convivieron en un equilibrio inestable, que rápidamente se fue rompiendo a favor de la nueva. No había de pasar mucho tiempo para que los antes perseguidos se convirtiesen en perseguidores.
ALTER. – Ha ocurrido otras veces.
EGO.- Sí.
ALTER.- ¿Y el otro personaje, el joven?
EGO.- Paulino era hijo de una muy buena familia. Fue alumno, discípulo y admirador de Ausonio. Hubo entre los dos una gran amistad, hasta el extremo de que se trataban como padre e hijo y de que Ausonio pensaba en el joven Paulino como su sucesor en la cátedra de Burdigala y en la gloria de las letras. Pero, de repente, Paulino se convirtió al cristianismo, no como muchos, por conveniencia, sino por convicción.
ALTER.- Como tocado por la gracia, como se decía, ¿no?
EGO.- En efecto. Recién convertido, Paulino se fue a Barcino (Barcelona) con su esposa Terasia. Y durante los tres años que pasó allá hubo un intercambio de cartas entre maestro y discípulo, cartas que constituyen una materia prima magnífica para la elaboración de una novela epistolar.
ALTER.- ¿Y se ha escrito esa novela?
EGO.- Sí, pero como si no. En esas cartas, en las auténticas, quiero decir, se nos muestra un Ausonio que, desde la armonía y racionalidad de su mundo clásico, no entiende las excentricidades de
ALTER.- ¿Y como acaba la historia?
EGO.- No acaba. Las relaciones entre ambos se convierten en dos corrientes paralelas que ya no tienen posibilidad de encontrarse. Desde la amistad más firme y sincera y la cortesía más exquisita, cada uno de ellos pretende convencer al otro de que la propia visión del mundo es la correcta. Ninguno lo consigue y cada cual se queda con lo suyo dejando a salvo la amistad. Ausonio murió a edad muy avanzada, consagrado como el mayor poeta de la antigüedad tardía. Paulino, también longevo, fue a parar a Nola, cerca de Nápoles, donde fundó un monasterio y, antes de morir, asombró a los fieles con algunos de aquellos prodigios que los buenos cristianos solían atribuir a los hombres buenos. Finalmente pasó al santoral católico bajo el nombre de san Paulino de Nola…
ALTER.- Estoy pensando una cosa.
EGO.- Eso es bueno.
EGO.- Así es. Y además, yo creo que, por mucho que parezca que toda religión es en sí misma totalitaria y generadora de guerras y represiones, lo que en realidad le presta ese carácter es el afán de dominio que, no sé por qué, se le suele adherir desde un primer momento.
ALTER.- Es verdad, porque así como ha habido guerras de religión, nunca he oído hablar de guerras de filosofía, al menos de filosofía en sentido estricto.
EGO.- Quizá se deba a que la religión tiene que ver con las masas potencialmente manipulables, que es el medio por el que se obtiene poder, mientras que la filosofía, no… la filosofía en sentido estricto… Y eso del “sentido estricto” supongo que lo has utilizado por la misma razón que yo: para dejar aparte el marxismo en su rara condición de filosofía que opera como religión.
ALTER.- Sí, claro, como también sería el nazismo, ¿no?
EGO.- ¿EL nazismo? ¡Ni hablar, pero ni hablar! El nacionalsocialismo no solo no tiene nada de
ALTER.- Vale, vale. No he dicho nada. Lo que sí parece bastante claro es que, si personas como Ausonio y Paulino gobernasen el mundo, la humanidad sería una balsa de aceite.
EGO.- No lo dudo, pero eso nunca ocurrirá. La alta cultura y la verdadera espiritualidad siempre serán mantenidas a raya por los adictos al poder, por los administradores de la mediocridad, que es el fluido vital de las sociedades modernas.
ALTER.- Ego, ¿puedo hacerte una pregunta?
EGO.- Para eso estamos, ¿no?
ALTER.- ¿Qué entiendes por mediocridad? Lo pregunto porque creo que no es la primera vez que utilizas esa palabra para descalificar…
EGO.- Yo no descalifico a nadie, simplemente describo. Etimológicamente el término no tiene nada de negativo, recuerda aquello del aurea mediocritas de Horacio. Modernamente, en el lenguaje vulgar, ha venido a significar aquello que no destaca en ningún aspecto, o sea, las personas o cosas del montón. Pero es verdad que yo utilizo la palabra con una connotación especial.
EGO.- Para mí es mediocre el empresario que tiene por fin único ganar dinero, el profesor que solo está interesado en que los alumnos pasen las pruebas, el político que solo trabaja por el interés del partido, el escritor que aspira en primer término a la fama y el dinero y, en fin, es mediocre la sociedad que se guía en su conjunto por los criterios de esta gente que te he mencionado, o sea, una sociedad como la nuestra, incapaz de reconocer el valor del arte, del intelecto y del espíritu, mientras que adora a esos ídolos vulgares y vacíos que continuamente nos pone ante las narices. ¿Queda claro?
ALTER.- Clarísimo, maestro.
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Ausonio frente a Ambrosio: la antigua sabiduría frente a la nueva…fe.
– Bella imagen.
– Sí lo es – contesté sin desviar la vista de la estatua.
– Pero muy antigua.
– La antigüedad no está reñida con la belleza.
– Puede estar reñida con la verdad.
Le miré. Vestía una larga túnica que le cubría hasta los pies. Una gran cruz le pendía de un amplio collar. Ostentaba una papada enorme, unos ojos pequeños y una apreciable calvicie. No tuve que pensar mucho para identificar al personaje. Como yo no respondiera, prosiguió:
– Y no tiene riendas con que gobernar. Ya no puede correr.
– Le quedan las alas. Puede volar.
– Solo los ángeles del Señor tienen alas.
– ¿Y qué son los dioses, sino ángeles de la divinidad suprema?
Calló. Una mirada fría, dura, penetrante, como yo solo había visto en algunos celosísimos agente públicos, me recorrió de arriba abajo.
– Sé quién eres, Décimo Magno Ausonio. Te conozco por tus obras y por tu fama. Admiro la perfección de tus obras, pero me asombra su vaciedad. Y estas palabras tuyas confirman lo que tu fama propaga: que, aunque cristiano de nombre, eres infiel de corazón y que a espaldas de nuestro Augusto, a quien deberías la máxima lealtad, haces causa común con los enemigos de Cristo.
– Solo un enemigo de Cristo puede comparar los ángeles con los dioses.
– Paciencia, Ambrosio. A los dioses, siempre los hemos tenido con nosotros. Roma creció al amparo de su religión, y a la sombra de esos dioses dominó al mundo. Y cuesta acostumbrarse a una nueva manera de pensar y de hablar. Al fin y al cabo, todo aquello que los hombres adoran debemos considerarlo como un solo y único ser. Todos contemplamos los mismos astros, el cielo nos es común y el mismo Universo nos envuelve. ¿Qué importa entonces la filosofía con que cada uno busca la verdad? A tan gran secreto no se puede llegar por un sólo camino.
– A tan gran secreto, dices, no se puede llegar por un sólo camino. Escucha, Ausonio, y cuando digo Ausonio digo Símaco y digo Pretextato y digo quienquiera que piense como vosotros. Lo que vosotros ignoráis, lo hemos aprendido nosotros de la boca del propio Dios; lo que vosotros buscáis por medio de conjeturas, nosotros lo poseemos con certeza por haberlo aprendido de la sabiduría y de la verdad de Dios. Vuestros métodos no son los nuestros.
– En efecto, y el arte del diálogo, del que suele resultar alguna luz, no se puede practicar con quien ya posee toda la verdad… y nada menos que de boca del propio Dios.
A los pocos días abandoné Mediolanum. No quería participar en una batalla que ya sabía perdida.
(De La ciudad y el reino)
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Schopenhauer o el delito de nacer I
Que Schopenhauer sea o no pesimista depende del punto de vista del observador. Lo que está claro es que representa un giro total en la manera de la filosofía de ver el mundo. Hasta entonces, toda
Pero llegó Schopenhauer y mandó parar. Las cosas no son como nos gustarían que fuesen, dijo. Sino como son. Y aplicando los datos de la ciencia y la propia experiencia de ser viviente, entendió que en el ser del mundo no se aprecia orden divino, ni razón, ni finalidad, ni ninguno de los otros consuelos imaginados por los filósofos “optimistas”. Hay lo que hay: una voluntad de ser poderosa, incontenible, irrefrenable, que alienta por igual en todas las criaturas y elementos del universo, y punto. A esto lo llaman “filosofía irracionalista”.
A partir de aquel momento en que me fue presentado en imagen, empecé a leerle algunas cosas. Poco después de los veinte, quizá a los veintidós, acometí la primera lectura de su obra fundamental, El mundo como voluntad y representación. Quedé deslumbrado ante muchos aspectos de la obra. Pero he de confesar que hasta una segunda lectura, realizada a los treintaitantos, no supe captar y apreciar cabalmente su contenido.
Y no fue hasta dos décadas después, a mis cincuenta y muchos años, cuando de verdad profundicé en el pensamiento y la persona del filósofo hasta el extremo de meterme literalmente en su piel. ¿Cómo fue esto posible? Ahora lo explico.
Todo lo que yo había escrito hasta entonces, y en parte publicado, eran novelas en que el personaje – siempre del mundo de las letras – se expresaba por sí mismo. Pero de las vidas de Ausonio,
Y de pronto, no sé cómo, recuperé mi antiguo interés por Schopenhauer y di el salto de la Roma clásica a la Europa romántica.
El hecho de que el personaje fuera ya plenamente moderno y mucho más documentado que el propio Cicerón parecía complicar la cosa. Tenía delante un hombre vivo, real, no un ser en gran parte imaginado, como Ausonio o Catulo. Y si con ese hombre quería hacer algo serio tenía que sumergirme en él.
Leí de nuevo y a fondo su obra fundamental, además de todos (o casi) sus otros escritos, leí y consulté biografías, sobre todo de contemporáneos o muy próximos, consulté tratados e incluso aprendí algo de filosofía, aunque confieso que con Kant – tan importante para mi filósofo – no pude directamente. Lo puse todo en la misma olla, lo sometí a cocción lenta, pronuncié la palabras mágicas, bebí de la pócima, ¡y me convertí en Arthur Schopenhauer! Quien lo dude que vea el resultado. Se titula El silencio de Goethe a la última noche de Arthur Schopenhauer, y fue publicado por Editorial Cahoba en 2006 [y por Piel de Zapa en 2015]. (continúa)
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La ciudad según Ausonio
Dices que la ciudad es el signo del odio y del miedo, mientras que el reino será el ámbito de la fraternidad. Yo no sé qué podrá ser ese reino que tú y unos cuantos venís soñando, porque nunca ha existido en la tierra, y yo sólo puedo hablar de los reinos y ciudades que realmente han sido. Y según eso, opino.
La ciudad es la razón, la claridad, la medida, los límites, la cordura. Los ciudadanos son personas que discuten proyectos, pactan y toman acuerdos y, como por encima de todo aman la libertad, establecen sistemas políticos que la garanticen (ése, como sabes, fue el origen de nuestro consulado, anual y dual). El reino es el misterio, la oscuridad, la desmesura, la inmensidad, la locura. Los súbditos se arrastran ante sus reyes y no tienen más proyecto que el que se les impone desde arriba.
Me dirás que no es ése el reino de que hablas. Lo concedo. Pero ocurre que yo sólo puedo hablar de lo que conozco, y ese reino tuyo nunca ha sido conocido ni creo que lo sea en este mundo. Lo que sí sé es que, hablando tanto de él, lo único que se consigue es que se entierre definitivamente el genio de la ciudad y que el espíritu de los reinos que todos conocemos se imponga cada vez más, acabando con los últimos vestigios de razón y libertad.
( De La ciudad y el reino)
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