Archivo mensual: octubre 2012

Acosado por Vila-Matas o la venganza del Doctor Jung

Yo solo contaré la historia, poniendo un hecho detrás de otro. Más que nada para tratar de ordenar, y de comprender.

El pasado día 10 de octubre leo en El País Cultura un artículo de Vila-Matas, publicado dos días antes. Me encanta, como todos los suyos (y sin embargo, no he leído ni una de sus novelas). Inspirado por algunas cosas que en el artículo se dicen, y después de ver pasar casualmente a su autor por la calle, el mismo día 10 escribo y publico en este blog una entrada titulada Arte y realidad, donde menciono el curioso avistamiento.

El día 11 aparece un comentario a mi entrada del blog en el que su autor dice que en efecto era él, que había pasado por ahí camino de tal lugar.

Preocupado por no haber leído ningún libro de tan reputado escritor y ante el temor de que, en un nuevo encuentro fortuito, se haya de pasar a las palabras, comento los hechos a un buen amigo, quien, tres día después, me pasa un lote de libros del que resulta ser unos de sus escritores preferidos. Tomo uno al azar para empezar a leer: Dublinesca.

El  día 25 por la mañana publico una entrada titulada Qué es el tiempo, que empieza con una famosa cita de san Agustín. Al mediodía leo en una revista digital un comentario sobre un escritor joven, busco el inicio de una de sus obras y me encuentro con una cita destacada de Vila-Matas. Por la tarde, siguiendo con la lectura de Dublinesca, leo en la página 84 de la edición de Seix Barral:

Tal vez contestaría a la manera de San Agustín cuando le pidieron que dijera qué era el tiempo para él: “Si no me lo preguntan, lo sé, pero si me lo preguntan, no sé explicarlo”.

Vuélvase a consultar la entrada Qué es el tiempo de este blog, publicada unas horas antes, y dígase si el asunto no empieza a ser preocupante.

Y no quiero mencionar otras cosas menos sorprendentes, como el hecho de que, por una diferencia de pocos años, no se cruzaran nuestras infancias respectivas en el colegio de los Maristas del Paseo San Juan, o de que residamos en sendos extremos, aproximadamente, de esa misma calle barcelonesa.

En fin, espero que el reputado escritor no se moleste por estas divagaciones. Y espero también que me agradezca el detalle de que, a pesar de no haber muerto todavía, haya tenido a bien incluirlo en la categoría escritores vivos.

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Qué es el tiempo

Naturalmente, no voy a responder a esta pregunta. Ni siquiera pienso tratar el tema de una manera más o menos tangencial o humorística como cabría esperar de un blog como este. O quizá sí.

El caso es que uno no puede menos que quedar fascinado ante la magnitud de la cuestión. Las reflexiones modernas sobre el tiempo las inició san Agustín con el famoso pistoletazo de salida: ”Quid ergo est tempus? Si nemo ex me quaerat, scio; si quaerente explicare velim, nescio” O sea, que, si nadie se lo pregunta, sabe qué es el tiempo, pero si quiere explicarlo a alguien, ya no lo sabe.

Entonces, lo mejor sería no preguntar y no intentar explicar. Pero esto – no indagar, no querer saber – es algo imposible para la naturaleza humana. Solo determinada clase de personas lo consigue: la gente práctica.

La gente práctica utiliza las cosas sin preguntarse sobre ellas. Es la mejor manera de vivir, lo reconozco. En esto no hay como los simples animales, que van directos a lo que su instinto les demanda sin preguntarse sobre razones y fundamentos

También los científicos de siglos pasados eran gente práctica. Utilizaban el tiempo y el espacio sin preocuparse demasiado por saber qué eran tales cosas. Daban por hecho que el tiempo y el espacio estaban ahí delante, como la cafetera o la pipa… Hasta que llegó Kant y encendió la luz, a su manera. El tiempo no es algo objetivo que permita su conocimiento empírico, dijo, el tiempo es una forma a priori de nuestra sensibilidad.

Schopenhauer, cuya manera de explicar era mucho más clara – y cortés con el lector – que la de su predecesor, enseñó que el tiempo es una función del intelecto, es decir, que es instrumento congénito de nuestra modo de conocer, que no es algo que esté ahí afuera, sino que lo llevamos dentro. Dicho a mi manera: nosotros no estamos en el tiempo; es el tiempo lo que está en nosotros.

Este modo de ver las cosas tiene la ventaja de responder a una de las preguntas clásicas de la filosofía y de la física. El tiempo ¿es infinito? ¿o tuvo un principio y tendrá un final? Ni lo uno ni lo otro.

El tiempo aparece y desaparece con el sujeto cognoscente, es decir, con cada uno de nosotros. Esto casi lo vio el mismo Agustín cuando afirmaba que antes de la Creación el tiempo no existía. Faltaba solo un paso – que él no podía dar – para descubrir que, antes de la aparición del sujeto cognoscente, ni siquiera la Creación existía.

No sé si me explico.

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Schopenhauer recuerda cómo el Romanticismo surgió en su adolescencia

… el mismo Goethe había abierto la puerta de los nuevos tiempos con su Werther, pero fue durante mi adolescencia cuando tuvo lugar la gran revelación, el gran estallido del yo: el romanticismo. La firme serenidad de mármoles y estatuas, la estricta jerarquía de cánones y valores fue barrida por un viento originado en las turbulencias del sujeto. El yo, que hasta entonces estaba contenido en el mundo, miró hacia su interior y con temor y temblor sagrados descubrió que era el mundo el que estaba contenido en él, que el hombre no era una pieza del universo creado, sino el universo una creación del yo infinito. Todas las normas, todas las barreras impuestas por una sociedad ignorante de la profunda realidad del yo debían caer ante la fuerza arrolladora del sentimiento puro, que sólo el verdadero artista podía enarbolar…

Con qué fruición, con qué avidez de llanto y de consuelo me sumergía en las dulces y exaltadas páginas de Wackenroeder y en las tiernas y meditadas de Tieck. No estaba solo. Aquello era la justa correspondencia exterior de mi tormenta interior. El mundo −sus espíritus más preclaros− y yo marchábamos al mismo paso… el romanticismo, sí… luego vendría lo que vino. Aquel movimiento, surgido de la fuerza genuina de unas almas poderosas que rompían las cadenas, fue adoptando las maneras de aquello que decía combatir. El santoral, los ritos, los dogmas, que ahora eran: una Edad Media mitificada hasta el absurdo, un cristianismo reinventado para usos estéticos, un nacionalismo y un populismo cerriles y miopes. Y qué poses, qué atavíos, qué parafernalia la de los románticos de salón; las largas melenas, las barbas y perillas de todos lo tamaños, las ojeras dibujadas, los rostros macilentos. Bastaría con ver a los pintores alemanes que años después había de encontrar en Roma, sus amplios sombreros, sus barbas espesas y sucias, su tabaco pestilente, sus conceptos manoseados de acuerdo con los nuevos cánones, sus cerebros de mosquito.

Y mientras los románticos auténticos morían o enloquecían antes de cumplir los treinta, los otros precisamente a esa edad ingresaban al servicio del Estado o restablecían sus mentes perturbadas con el agua bendita de la Iglesia Católica. Ante este panorama demencial nada tenía de raro que el mismo Goethe pronunciase la sentencia: lo clásico es lo sano, lo romántico es lo enfermo.

Pero de todo eso nada se sabía aún a mis diecisiete años. Yo sólo sabía que sufría y que ciertas almas maravillosas que alumbraban la aventura romántica sufrían conmigo. ¿Y entonces? ¿Qué hacía ese espíritu sensible, ese joven de diecisiete años, cuya furia adolescente se doblaba con la furia de los tiempos, qué hacía en la penumbra de un sórdido almacén anotando cifras y letras en las eternas columnas del debe y el haber?

(De  El silencio de Goethe o la última noche de Arthur Schopenhauer)

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Lo que de verdad importa ni se aprende ni se enseña

En esta zona del mundo donde vivo y desde donde escribo no existe ser más denostado que el político. Hay casi unanimidad en atribuirle las peores cualidades y atributos que puede ostentar un ser humano. Es aprovechado, rastrero, corrupto, hipócrita, avaricioso, venal, hijop…, etc. Parece como si esa categoría de individuo llamado “político” hubiese surgido de la nada y no del mismo caldo de cultivo de la sociedad que así le ataca.

Uno de los motivos mas suaves que se han esgrimido para su descalificación es que “cualquiera puede ser político”; que no se les exige ninguna preparación, ningún estudio reglado para ejercer su función. Cierto. Pero esto, más que como un argumento en contra, podría considerarse como un dato a favor.

No se enseña a ser padre, ni a ser hijo, ni a ser esposo o esposa, ni a ser amante, ni a ser amigo, ni a ser santo. Ni siquiera a ser escritor (pese a las escuelas de escritura, donde te pueden enseñar algunas técnicas, pero no a ser escritor, cosa que nadie enseñó a Cervantes ni a Kafka ni a ninguno de los grandes). No se enseña ninguna de las cosas importantes que en la vida se puede ser o hacer.

Y con esto no quiero decir que dedicarse a la política sea de lo más importante. Aunque quizá lo es. Eso al menos creían los antiguos romanos, quienes consideraban que la gestión de la res publica era la actividad más digna a la que podía dedicarse el ciudadano…hasta que, cansados de la política, se echaron en brazos de aquellos formidables apolíticos apellidados César, quienes sin duda pensaban como Franco (“haga como yo, no se meta en política”).

Con esto no pretendo exculpar a los políticos (los malos, claro, suponiendo que los haya buenos a los ojos de la sociedad) de sus lacras manifiestas; sino solo apuntar que el hecho de que no hayan de obtener el correspondiente título no es algo negativo. Por el contrario, los aproxima al padre, a la madre, al amigo que vela por nosotros.

Y es que, como dejó escrito alguien que, según Borges, casi siempre tenía razón (yo eliminaría el «casi»), “la educación es una cosa admirable, pero es bueno recordar de vez en cuando que nada que valga la pena saber puede ser enseñado”.

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Tempus edax rerum

No és veritat que “cualquiera tiempo pasado fue mejor”. La veritat és que en qualsevol temps passat érem més joves. I la joventut té el valor afegit de l’esperança, és a dir, la idea que hi ha temps per davant, la il·lusió que tot es solucionarà i s’arribarà a una situació feliç. La vellesa no té aquest tresor (aquest miratge), per a ella l’esperança és cada cop més insignificant, fins que arriba a no ser res. El temps va devorant les coses, convertint-les en passades (fantasmes que vagaregen per la ment), i alhora va reduint el futur.

He pensat en tot això tan poc engrescador, contemplant, des de cert punt de Valldoreix, el paisatge que s’obra cap el nord. A l’esquerra, Montserrat; enfront, Sant Llorenç de Munt; a la dreta, un seguit d’aquells simpàtics turons, tres dels quals fan una serra (“com el Vallès no hi ha res”). A llarga distància, tot igual.

El que ha canviat és el territori que es desplega des del punt d’observació fins a aquell últim decorat muntanyenc. On són els bosquets, els rierols, les vinyes, els camps de blat, les cases de pagès? On és tot allò? El temps s’ho ha empassat. És veritat que, al seu lloc, ara hi ha autopistes, hospitals, centres comercials, urbanitzacions, tanatoris, fàbriques, bancs, empreses d’assegurances, hípiques, benzineres, universitats, supermercats, gardens, col·legis, discoteques… Però jo, amb la nostàlgia que correspon a la meva edat, preferia tot allò que ja no hi és.

I a més, tot això, vull dir, el que ara hi és, també s’ho empassarà el temps, si no en cinc dècades, en cinc segles, tant hi fa. És el que vol dir la frase llatina que encapçala l’article. És d’Ovidi, un escriptor romà que primer s’ho va passar molt bé i que després li van anar tan mal dades que esdevingué un poeta trist i melancòlic. Però les seves reflexions sobre les vivències i els sentiments humans són ben encertades.

Sí, el temps ho devora tot. Que cadascú que hagi arribat a certa edat faci inventari de totes les coses, des de les essencials fins a les decoratives, que van omplir la seva vida. I dirà amb l’Ovidi: tempus edax rerum. I potser afegirà: mehercule, quam magnum ventrem! (redéu, quin estómac!)

                                                                                                                                                                        Diari de Sant Cugat, 29 agost 2008

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Arte y realidad

Pese a lo pomposo del título, mi intención es hablar de los mcguffin. Mcguffin es el nombre que dio el cineasta Hitchcock a cierta clase de elemento que, en sus películas, aporta suspense y parece tener una función en el desarrollo de la trama, aunque luego resulta – cuando el espectador ya se ha tragado el suspense – que no tiene nada que ver con la trama.

La reflexión sobre este tema me ha venido a propósito de la lectura de un artículo de Vila-Matas, tan sutil como todos los suyos. Un par de horas después de ocurrírseme, vi al mismo Vila-Matas caminando por la acera sur de la plaza Cataluña, no lejos de donde yo esperaba el autobús. Pero esto, en una ciudad de más de millón y medio de habitantes, no tiene importancia. O quizá sea un mcguffin.

El narrador – sobre todo el de relatos cortos – y el guionista que conscientemente introducen en su historia un aspecto interesante que nada tendrá que ver con la trama están de hecho realizando un esfuerzo titánico por competir con la realidad. Y muy difícil. O más bien imposible. Porque arte y realidad son mundos distintos.

Una novela, por realista que se pretenda, está pensada para producir un efecto determinado. Y un cuento aún más. Y todo lo que en la obra aparece tiene la función que de manera más o menos consciente le ha asignado el autor. Es decir, que el de la obra de arte es un mundo con sentido (porque tiene un creador racional), cosa que es difícil decir del mundo viviente, de la realidad. Precisamente la función del arte consiste -¿entre otras cosas? – en dar sentido o coherencia a lo que aparentemente no lo tiene.

¿Aparentemente? Depende de la mirada del espectador. El observador ingenuo y aplicado verá en la vida real un amasijo de hechos, objetos, sensaciones, colores, historias, detalles que, en su mayoría no guardan relaciones lógicas entre sí ni, presumiblemente, con el destino del observante. Cuando en una novela ocurre algo, suponemos que tendrá cierta relación con el plan del autor. Cuando en la vida real ocurre algo cuesta mucho suponer cualquier cosa.

A no ser que uno se llame Carl Gustav Jung. En este caso, se da al interruptor y un maravilloso mundo de sincronicidades o correspondencias  profundas se enciende ante nosotros con todas sus lucecitas de colores. Todo tiene sentido. Quién sabe.

En todo este asunto solo hay una cosa clara para mí: que alguien que piensa como Jung es alguien que no cree en los mcguffin.

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No todas las opiniones son respetables

Todas las palabras que denotan conceptos adolecen de cierta tendencia al desplazamiento de sentido. A veces, este desplazamiento es tan acusado que una frase o palabra puede a llegar a significar exactamente lo contrario de lo que significaba en su origen. En política, por ejemplo, está claro en el vocablo “popular” que, nacido para denominar el pueblo raso (el que se ha pasado la historia comiendo poco y trabajando mucho), ha venido a designar las opciones políticas más conservadoras.

Otras veces es una idea que, al ir de boca en boca, va perdiendo parte del significado original y, tras las modificaciones verbales pertinentes, llega a expresar una cosa muy distinta.

El derecho a la libertad de expresión es algo hoy incuestionable en las sociedades democráticas, y sin más límite que lo delictivo (la calumnia, la injuria, la incitación al delito). Todo el mundo en esas sociedades respeta o dice respetar el derecho a la libre expresión. Pero lo que se expresa al amparo de ese derecho ¿se ha de respetar también en todo caso? Esto es lo que directamente afirma la frase “todas las opiniones son respetables”.

Proposición falsa, porque, si uno va por el mundo con los oídos abiertos, fácilmente llega a la conclusión de que la mayoría de las opiniones no merecen el menor respeto. Y no digamos ya en el ágora mundial abierto en internet, que a veces se me representa como una extraña prolongación de aquellos casinos de pueblo en los que, entre el humo del tabaco y el ruido de los tacos de billar, todo el mundo pontificaba sobre lo humano y lo divino y solucionaba los más delicados problemas políticos y sociales en un plis plas.

En todo caso, hay que tenerlo claro. Y cuando a uno le digan “oiga, esta es mi opinión, y todas las opiniones son respetables”, hay que contestarle “oiga, lo respetable es la persona opinante y su derecho a opinar, y por eso le he escuchado respetuosamente, y por eso precisamente puedo ahora decirle que lo que usted ha opinado es tan absurdo (disparatado, idiota, criminal, vulgar… colóquese lo que proceda)  que no merece ningún respeto”.
Esta es mi opinión. Perfectamente respetable, espero.

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La ciudad según Ausonio

Dices que la ciudad es el signo del odio y del miedo, mientras que el reino será el ámbito de la fraternidad. Yo no sé qué podrá ser ese reino que tú y unos cuantos venís soñando, porque nunca ha existido en la tierra, y yo sólo puedo hablar de los reinos y ciudades que realmente han sido. Y según eso, opino.

Para mí la ciudad es el espacio en que se organiza la razón; es el punto de encuentro de los seres que serían bestias si no se reuniesen para organizarse en sociedad. La ciudad es la forma perfecta de agrupación humana. Cualquiera otra forma de sociedad, creada al margen o por encima de la ciudad, será siempre una forma de barbarie o tiranía. La ciudad es Atenas, la ciudad es Roma. El reino es Media, el reino es Partia, el reino son los godos. Pero el reino es también el sagrado Imperio romano. Atenas pereció como ciudad porque un poder extraño, el de los macedonios, la absorbió en su reino. Roma perece como ciudad porque el mundo que ha conquistado es tan inmenso que se ha transformado en reino. Reino que devora a la madre que lo alumbró.

La ciudad es la razón, la claridad, la medida, los límites, la cordura. Los ciudadanos son personas que discuten proyectos, pactan y toman acuerdos y, como por encima de todo aman la libertad, establecen sistemas políticos que la garanticen (ése, como sabes, fue el origen de nuestro consulado, anual y dual). El reino es el misterio, la oscuridad, la desmesura, la inmensidad, la locura. Los súbditos se arrastran ante sus reyes y no tienen más proyecto que el que se les impone desde arriba.

Me dirás que no es ése el reino de que hablas. Lo concedo. Pero ocurre que yo sólo puedo hablar de lo que conozco, y ese reino tuyo nunca ha sido conocido ni creo que lo sea en este mundo. Lo que sí sé es que, hablando tanto de él, lo único que se consigue es que se entierre definitivamente el genio de la ciudad y que el espíritu de los reinos que todos conocemos se imponga cada vez más, acabando con los últimos vestigios de razón y libertad.

( De La ciudad y el reino)

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Catón y los dictadores

La historia de Catón es mucho más política que la de Lucrecia. En realidad, es política de principio a fin. Siempre estuvo del lado de los optimates, que formaban la clase conservadora, reacia a cualquier novedad y, en especial, a cualquier intento de ampliación del poder de los populares, los cuales, como su nombre indica (porque entonces los nombres todavía se correspondían con las cosas), eran más favorable a los intereses del pueblo llano, aun traspasando a veces los límites de la legalidad.

En la guerra civil que enfrentó a César, apoyado por los populares, y Pompeyo, hombre de los optimates, Catón estuvo desde un principio con estos, sin vacilación alguna. Ya he dicho que era un hombre inflexible. No como Cicerón, intelectual dubitativo, que no tenía muy claro con qué carta quedarse y que al final siempre elegía la peor para él. Desde el principio, la guerra fue mal para los pompeyanos. Derrotados en Farsalia (Grecia), los restos de su ejército se reagruparon en el norte de África bajo el mando de Catón. Pero la cosa iba de mal en peor.

Aplastados en Tapsos, cerca de Útica, donde tenía Catón su cuartel general, el ilustre jefe vio más claro que nunca que un mundo gobernado por César le resultaría invivible. Y se quitó la vida. Plutarco explica los detalles del suicidio, pero comoquiera que, a diferencia de los de Lucrecia, resultan más bien repugnantes y nada eróticos, prescindo.

Y además, lo característico, lo original del suicidio de Catón no es el procedimiento, sino el motivo. Lo he situado, creo que acertadamente, entre los suicidios romanos cometidos por causa del honor y, sin embargo, alguien puede alegar que, tratándose de un jefe militar acorralado, como Aníbal en Zama, ¿no sería más bien el temor de verse encadenado, humillado y cruelmente ajusticiado el motivo de su artística decisión?                                              

Pues no. Porque resulta que César no era precisamente un caudillo cruel y vengativo, sino un líder político agudo, humano y clemente (aunque también sabía ser cruel e inclemente cuando le convenía), y tenía la costumbre de perdonar a sus enemigos vencidos; mala costumbre, dicen, que se volvió en su contra una trágica mañana de marzo.

Y es que, en cuanto a la actitud de los combatientes, aquella guerra civil en nada se parecía a otras posteriores, por ejemplo, a la española de los años treinta del pasado siglo, y el dictador Julio César, humano, humanista, generoso y clemente, en nada se parecía a los crueles, analfabetos y mezquinos dictadores que había de padecer Europa veinte siglos después. Hay que reconocer que en la categoría “dictadores” no ha habido ningún progreso visible.

                                                    

(De  Del suicidio considerado como una de las bellas artes)

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