Archivo mensual: marzo 2014

Henry Miller o la pasión de escribir II

 

Pero lo que sigue – La crucifixión rosada, formada por Sexus, Plexus y Nexus – es la tragedia cotidiana del protagonista, debatiéndose entre las venturas y desventuras de las relaciones personales y el íntimo deseo de autorrealización: el amor, los engaños, los celos, los intentos denodados de escribir y de publicar, la galería de personajes que entran y salen de escena, cada cual con su carga de oscuridad y frustración. Pero aquí el gran protagonista no aparece ya como el gigante del sexo de sus obras anteriores, sino más bien como víctima ingenua de la mujer – mundana, práctica, evasiva – y de otros aspectos de la llamada “realidad de la vida”, impermeable a toda visión o empeño poético. Y al convertir el sufrimiento en escritura descubre, asombrado, que ese sufrimiento no es tal, que es un poco fingido, un poco en broma, una crucifixión sí, pero una crucifixión rosada. Materia literaria. “Con una mujer solo se pueden hacer tres cosas: amarla, sufrirla o convertirla en literatura,” escribe.

Después de esta trilogía novelística en busca de su particular tiempo perdido, Miller se decanta por algo parecido al ensayo, literario, ideológico y vital, con elementos en algunos casos de ficción en una proporción que sólo él podría explicarnos. Ahí están El coloso de Marusi, impresiones sobre su breve estancia en Grecia, Pesadilla de aire acondicionado, visión demoledora de los Estados Unidos a su regreso (1940), Los libros en mi vida, La sabiduría del corazón, El ojo cosmológico, Big Sur y las naranjas de Hierónymus Bosch, leídas todas, como las antes comentadas, durante aquel año vigésimoquinto de mi vida, siempre en ediciones argentinas (excepto El coloso), además de Primavera Negra, que pertenece al período anterior.

Henry Valentine Miller nace en Nueva York en 1891, hijo de una familia de origen alemán. Asiste a la escuela solo unos meses, hace todo tipo de trabajos para subsistir, incluido el de empleado de la sastrería de su padre. Lee mucho, sobre todo en bibliotecas públicas, escribe, escribe sin parar e intenta publicar algunos de sus relatos sin éxito. Sus relaciones amorosas no son nada tranquilas. En 1930, tras la prolongada pasión que, trasfigurada literariamente, nos describe en La crucifixión rosada, rompe con todo y marcha a Europa con la intención de ir a España. Pero se queda en París, donde permanecerá nueve años.

Los principios del escritor pobre y desconocido son muy duros. Pronto, gracias a ciertas almas capaces de ver lo que hay en él, entre ellas Anaïs Nin (hay una ilustrativa correspondencia entre ambos), consigue publicar, en inglés y y francés, Trópico de Cáncer, novela que merece los elogios de Jean Giono y de Lawrence Durrell, entre otros. La publicación de Primavera Negra y Trópico de Capricornio consolidan su prestigio de escritor.

No en su país, donde sus primeras obras son prohibidas por obscenas. Para levantar esa prohibición, hecho que no tuvo lugar hasta 1961, influyó la circunstancia de que, acabada la segunda guerra mundial, muchos de los soldados americanos que volvían a casa desde Europa llevasen en sus mochilas libros del compatriota proscrito, propiciando de ese modo que el público en general tuviese acceso a sus obras.

En 1939 pasa unos meses en Grecia invitado por Durrell, hasta que el estallido de la guerra le mueve a volver a América. Ahí, antes de fijar residencia, recorre todo el país en automóvil, viaje que le proporciona una visión amarga y profundamente negativa del auténtico “modo de vida” americano (Pesadilla de aire acondicionado). Finalmente, a los cincuenta años cumplidos, se establece en la costa de California, en la zona que había de ser considerada el principal foco originario de la cultura beatnik y hippy, en la que él mismo tuvo gran influencia.

Se casa alguna vez más, tiene por lo menos un hijo, y pinta, sobre todo acuarelas, frente al océano infinito. Muere a los 88 años.

Hay escritores en los que vida y obra corren paralelas, como es inevitable, pero apenas intercomunicadas. Pensemos en Balzac o Dumas, o en otros tantos ocupados en vidas totalmente ajenas. Y otros en los que la obra viene a ser la forma artística que adopta la vida propia, de manera que ambas se presentan como inseparables. Es el caso de Goethe, por ejemplo. Y de Henry Miller. Situar juntos a Goethe y Miller puede parecer absurdo y hasta disparatado. Sus biografías discurren por galaxias muy apartadas entre sí, y sus obras respectivas apenas muestran algún punto de contacto. Y sin embargo, para mí, algo tienen en común. Ambos son astros luminosos – uno más que otro -, pero lejanos, muy lejanos… Aunque, pensándolo bien, no hay tanta diferencia entre los dos. O entre los tres. Dice Miller:

Al simplificar nuestra vida todo adquiere un significado hasta entonces desconocido. Cuando estamos de acuerdo con nosotros mismos la brizna de hierba más insignificante asume su lugar adecuado en el universo.

Diría que esto lo suscriben también los otros dos.

(De Los libros de mi vida)

 

			

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Henry Miller o la pasión de escribir I

 

En el otoño de 1964 cumplía yo veinticinco años. Hacía dos que había terminado la carrera, y desde entonces me había dedicado a casi nada: acabar el servicio militar obligatorio (especial para universitarios: solo los veranos), ejercer de profesor-ayudante en la cátedra de derecho político, iniciar y romper un noviazgo, empezar a traducir y a informar libros para editoriales… Con el primer dinero que cobré por una traducción, pasé unos días en París. Solo. Vi películas que en España no se podían ver, me pateé el Barrio Latino y un poco más, compré algunos libros, hablé con algunos exiliados españoles en la barra de algún bar, no encontré a la persona con quien pensaba contactar (en la editorial El Ruedo Ibérico), y regresé tan solo como me había ido.

Lo de “casi nada” no significa que algunas de las actividades mencionadas no tengan su valor intrínseco; significa que no eran nada para mí comparadas con lo único que de verdad me importaba: escribir. Pero tenía la sensación de que el caso estaba ya cerrado. El que no ha escrito algo de valor a los veinticinco años, me decía, es que no sirve para el oficio. Porque yo escribía, y mucho. Pero nada se concretaba, nada tomaba forma, todo eran hojas sueltas que, como a tales, se las llevaba el viento.

Una noche, después de la partida de ajedrez y de las divagaciones habituales alrededor de los dos puntos fijos de siempre (hay que cambiar la sociedad, qué será de nuestras vidas), mi amigo mencionó un autor para mí desconocido; un cuñado suyo, residente en Venezuela, le había hablado de un escritor norteamericano increíble. Se llamaba Henry Miller y estaba prohibido en España.

Lo de la prohibición era fácilmente superable, al menos en Barcelona. Varias librerías, en sus disimulados trasteros, tenían siempre ejemplares disponibles de muchas de las obras contenidas en todos los Índices eclesiásticos y políticos. Más difícil de superar era el hecho de encontrarme ante unas páginas repletas de pornografía y de todas las miserias y locuras de la existencia humana. Pero no me arredró la primera impresión, porque enseguida vi que el espíritu estaba allá mismo: una fuerza incontenible abriéndose paso entre el sinsentido, escupiendo sobre todo lo mezquino, lo soberbio y lo severo para hallar la única paz posible, la que se esconde en el fondo del universo y de uno mismo.

Lo primero que leí fue Trópico de Cáncer. El protagonista – claramente el mismo Miller – tiene cuarenta años. Finalmente, tal como soñara, ha roto por completo con toda su vida anterior. Está en París sin nada a la vista y nada en los bolsillos, provisto solo de su firme determinación de escribir, de aflorar desde sí mismo. Ya en las primeras páginas nos dice

No tengo dinero, ni recursos, ni esperanzas. Soy el hombre más feliz del mundo.

Y unas líneas más abajo:

Esto no es un libro en el sentido corriente de la palabra. No, esto es un insulto prolongado, un escupitajo en la cara del Arte, una patada en el trasero de Dios, del Hombre, del Destino, del Tiempo, del Amor, de la Belleza… de lo que quieras. Voy a cantar para ti, quizá un poco fuera de tono, pero cantaré. Cantaré mientras tu la palmas, bailaré sobre tu sucio cadáver…

Trópico de cáncer es un final y a la vez un principio. Es el final de la vida absurda, no querida, impuesta por la inercia de la sociedad, final que tiene lugar con su decisión de echarlo todo a rodar y de largarse a otro mundo a escribir. Y es el principio de la vida nueva, en la escena de París, que incluye la recuperación artística de la vida vieja para quedar al fin libre y desnudo ante la verdad.

La novela se presenta como autobiográfica, y sin duda lo es, si le restamos cierta dosis de exageración (no solo sexual) y otros afeites propios del arte. Por sus páginas, donde narra los primeros tiempos de su estancia en París, pasan toda suerte de tipos extravagantes, grotescos, increíbles. Las escenas de sexo, mecánico, compulsivo, sin atisbo alguno de sentimiento humano, se suceden continuamente. No hay ni una pizca de compasión o simpatía, ni un intento de comprensión del caos en que vive inmerso. Una especie de alegría feroz recorre el relato. Y al final, todo el lirismo que uno intuye soterrado aflora en el sentimiento que Miller experimenta en la contemplación del lento curso del Sena:

El sol se pone. Siento este río fluir a través de mí. Su pasado, su anciana tierra, el clima cambiante. Las colinas que lo ciñen mansamente; su curso está fijo.

En Trópico de Capricornio se repiten muchas características de su obra anterior, si bien se refiere más a su pasado americano. La novela está estructurada como un continuo ir y volver del presente al pasado, trufado de reflexiones personales correspondientes al momento en que escribe. De los recuerdos de sus varios trabajos antes de la ruptura definitiva, destacan los de su actuación en una empresa de mensajería, donde, entre otras cosas, se dedica a contratar y despedir personal de acuerdo, en principio, con las normas de la empresa; normas que halla un placer especial en boicotear. La novela culmina con la aparición de Mona (June, que había de ser su segunda esposa), que parece anunciar una vida plena de amor y realizaciones. (continuará)

 (De Los libros de mi vida)

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Goethe, un día como hoy hace 182 años

De nuevo llama a su secretario y, ayudado por él y por el criado, se levanta de su butaca.

¿A cuánto estamos?”

A 22, Excelencia.”

Entonces ha empezado ya la primavera y nos podremos reponer pronto”.

Dan las nueve. Se sienta nuevamente en la butaca, junto a su cama, y, después de haber dedicado a la lucha de la vida ocho decenios, dedica a la lucha con la muerte una mañana; cae finalmente en un sueño ligero durante el cual sueña hablando. Sus amigos oyen:

¡Qué hermosa cabeza de mujer!… Con bucles negros…¡qué espléndidos colores… sobre un fondo sombrío!…”

Luego dice:

Pero abran las persianas, que entre más luz…”

Y después:

Federico, dame esa carpeta que está ahí con los dibujos…no, el libro no, la carpeta…”; – y como no la encuentran, añade – : “Entonces habrá sido una aparición…”

A las diez pide un poco de vino. Luego, deja de hablar. Pero aún mira una vez a Odilia, y he aquí las últimas palabras de Goethe:

Ven, hijita, dame la patita.”

Mas el espíritu aún no se había apagado, pues – medio dormido ya – empezó con el dedo corazón de la mano derecha a trazar signos en el aire, hasta que la mano fue cayendo lentamente… Se creyó reconocer en el primero la letra W. 

Después, se arrellanó cómodamente en su butaca y desapareció a la misma hora en que había nacido: cerca del mediodía…

 

(De Goethe. Historia de un hombre, por Emil Ludwig. Traducción, Ricardo Baeza. Editorial Juventud S.A. Barcelona, 1932)

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El misterio de Ovidio II

Se dice que unos amigos de Ovidio, que lo eran también de Germánico, organizaron en casa del poeta una sesión de adivinación esotérica para averiguar si su candidato sería finalmente el elegido. Alguien dio el soplo. Augusto, encolerizado por lo que consideró una conspiración, un atentado contra su poder absoluto, decidió cortar por lo sano. Pero ¿qué hacer? Si castigaba a los principales culpables, descubriendo el auténtico motivo del castigo, pondría de manifiesto la existencia de una importante oposición a sus designios, con el peligro de que, al airearse, esta se propagase como el fuego. Ovidio le dio la solución. Quiero decir que la presencia del poeta en el escenario del “delito” le sirvió para diseñar un plan de castigo realmente astuto.

Para él, el odiado poeta, cantor de amores libidinosos y denostador de hecho de su programa de regeneración moral, merecía la pena, cualquiera que hubiese sido su participación en el acto subversivo. Los otros también, por supuesto. Pero en este caso, más efectivo que un castigo, que podía sacar a la luz pública el motivo verdadero, cosa que Augusto temía por encima de todo, sería el escarmiento en cabeza ajena. En adelante sabrían muy bien a qué atenerse y además no podrían hablar ni una palabra del asunto sin de alguna manera inculparse. Oficiosamente se castigaba a Ovidio por la inmoralidad de sus poemas. Nadie tenía que buscar otra razón. No sabemos si la cosa coló o no entre la sociedad romana. Porque estaba el detalle, ciertamente extraño, de que aquellos poemas “inmorales” llevaban por lo menos ocho años circulando por salones y bibliotecas sin que nadie hubiese molestado para nada al célebre y admirado autor.

Tampoco el poeta castigado tenía opción alguna a la defensa, no ya jurídica, que era de hecho imposible, sino moral. Él mismo da entender en algún punto de su obra del exilio que, si revelase la realidad del error, Augusto se sentiría aún más ofendido. Así que, visto lo que se daba, se comprende muy bien el silencio del poeta.

La hipótesis que acabo de exponer no me ha venido de la nada. Está basada en una idea de Carcopino. Creo que es la más lógica y comprensible de cuantas he tenido noticia, incluyendo las que apuntan a supuestas relaciones con Julia, la hija disoluta de Augusto, o al conocimiento casual por parte del poeta de alguna intimidad inconfesable del César o de su esposa Livia, que son las más extendidas. También hay alguna un poco – o un mucho – extravagante, de esas que parecen lanzadas para llamar la atención sobre la persona del lanzador. La que, entre todas éstas, se lleva la palma es la formulada por J.J. Hartmann en 1923.

Según este erudito, el exilio de Ovidio nunca existió. Es pura ficción, que el poeta tramó para proporcionarse el tema de sus últimas obras (Tristes, Pónticas y Contra Ibis). O sea, que no hubo rayo jupiterino ni destierro al fin del mundo; que Ovidio seguía tan ricamente en su villa romana mientras imaginaba que se moría de frío y de terror en un inhóspito lugar de la costa del mar Negro. Es una lástima que el tal Hartmann fuese prácticamente contemporáneo de Oscar Wilde, porque, de no ser así, quizá nos hubiese regalado también la ingeniosa teoría de que la condena y la prisión de Wilde nunca existieron, de que fue todo pura ficción para justificar sus obras De profundis y Balada de la cárcel de Reading. Aunque también podría ser que el inexistente fuese el tal Hartmann, es decir, que este investigador hubiese sido imaginado en 1985 por el también investigador Fitton Brown para dar éste mayor autoridad a su propia teoría sobre la inexistencia del exilio ovidiano… Pero no sigamos por este camino y dejemos en paz a los eruditos con sus inocentes fantasías y querellas.

(De Ovidio y Wilde, dos vidas paralelas)

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El misterio de Ovidio I

Corría el año 8 de nuestra era. Publio Ovidio Nasón tenía cincuenta; era un hombre feliz. Muy feliz. La fama le señalaba como el gran poeta de moda. Todos los salones estaban abiertos para él. Amaba a su tercera esposa y era fielmente correspondido. Cultivaba encantado las notables capacidades intelectuales de la hija que le diera su anterior esposa. Acababa de coronar su gran Metamorfosis y ya iba a someterla al juicio de su selecto círculo habitual, antes de publicarla. Fue en ese momento cuando le alcanzó el rayo de Júpiter, la orden de relegatio (destierro sin pérdida de bienes ni de ciudadanía) dictada por Augusto, que le obligaba a salir de Roma y a residir en Tomis, a orillas del mar Negro. ¿Por qué?

El intento de responder a esta pregunta ha generado ríos de tinta, que diría un escritor poco imaginativo, como quizá es el caso. Numerosos estudiosos de todas las latitudes han empleado tiempo, esfuerzo y a veces fantasía en el empeño de descifrar el enigma. Todo inútil. Y es que parece que la respuesta exacta se quedará oculta en una de tantas nubes oscuras e impenetrables que adornan el cielo de la historia, hasta que quizá, algún día, venga un poeta para alzarnos el telón de la escena verdadera. Algo así intentó Vintila Horia con su novela Dios ha nacido en el exilio, pero se quedó en un bello intento, anacrónicamente edulcorado con propaganda cristiana, por cierto.

No hay ningún documento o testimonio de la época que arroje un poco de luz sobre el asunto. Sólo las palabras que el propio Ovidio va dejando aquí y allá en su obra posterior al destierro, y que no aclaran lo fundamental. Las causas de su desgracia, nos dice en repetidas ocasiones, fueron carmen et error. Carmen es el poema, es decir, la obra poética licenciosa que le atrajo las iras de Augusto. Es verdad que, con solo esto, ya tenía el poeta preparada su sentencia. Pero faltaba la rúbrica. Y la rúbrica fue aquel hecho misterioso, quiero decir, desconocido tal vez para siempre, que el propio afectado designa con el nombre de error. Las hipótesis son variadas y, algunas, hasta disparatadas. Y dado que también tengo yo derecho a decir la mía e incluso a disparatar, ahí va mi propuesta.

Es evidente que el error debió de consistir en algo muy grave para que mereciese un castigo tan severo. Pero ¿de qué naturaleza? Respuesta fácil: política. Y es que, para un autócrata, lo único que reviste auténtica gravedad es lo que se relaciona con sus prerrogativas y su permanencia en el poder. Y adelantándome a ciertas objeciones que se me podrían oponer, he de recordar que Augusto no era un Nerón o un Calígula, para quienes la maldad no iba sólo asociada al mantenimiento del poder sino que era además expresión de unas mentes débiles y desequilibradas. Por el contrario, Augusto era un dechado de fortaleza y de equilibrio, así que, repito, lo único realmente grave para él era lo que podía atentar contra su poder. Pero esto nos lleva a una conclusión sorprendente: que Ovidio, el suave y risueño vate de las penas y alegrías del amor, el artista delicado y visceralmente apolítico, conspiraba contra el César. Más que sorprendente, es increíble.

Por aquellos años tenía lugar una sorda lucha en los aledaños del poder – frase manida, pero que se ajusta perfectamente al caso. Augusto no contaba con un sucesor claro. No tenía hijos varones propios, y tampoco existía en Roma ley o tradición alguna que impusiese una sucesión familiar. Los candidatos naturales eran dos: Germánico, de la familia Julia, casado con una nieta de Augusto y que se había de revelar como uno de los mayores genios militares de la historia romana (y padre de Calígula) y Tiberio, de la familia Claudia, hijo del anterior matrimonio de la esposa de Augusto, Livia. Naturalmente, la influencia de la esposa pesaba mucho, así que Tiberio se hallaba en mejor posición que el oponente. Tanto que parece que Augusto ya lo tenía designado in mente. Pero los del círculo de Germánico no perdían la esperanza. (continuará)

(De Ovidio y Wilde, dos vidas paralelas)

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Idus de Marzo (contado por Cicerón)

Lo primero que hice la mañana de los Idus de marzo fue repasar el informe que había elaborado sobre el caso Dolabela. Introduje algunas modificaciones. Después de desayunar, recibí a los amigos que habían venido a saludarme y luego, poco antes de la hora cuarta, salimos juntos en dirección al Teatro de Pompeyo. El cielo estaba despejado. Soplaba un vientecillo frío y seco. Por las inmediaciones del Teatro apenas había movimiento. En el podio, estaban preparando el trípode para el sacrificio aruspicial.

Así que entré en la Sala, vi a Marco Bruto, Casio y Casca. Casca miraba hacia afuera, los otros dos hablaban en voz baja. En aquel mismo momento Lena se les acercaba y se unía a la conversación. En cuanto me vieron, enmudecieron los tres. Nos saludamos, pero apenas me detuve. Había visto a Dolabela más al interior y me dirigí hacia él. [……….]

De repente, el rostro de Dolabela cambió de expresión:

  • ¿Has visto? Mira a Bruto, y a Casio. Mira, mira.

Los miré un instante.

  • Sí, se comportan de un modo extraño.

  • Están pálidos, nerviosos. Mira, no paran de ir de un lado a otro y de hablar en voz baja. Pero ¿qué ocurre? – dijo Dolabela visiblemente preocupado.

Entonces oímos las aclamaciones de la multitud.

  • Ya están aquí – dije-. Van a sacrificar. Tranquilo, Dolabela. Dentro de unos momentos se habrá resuelto tu asunto.

  • No es eso lo que más me preocupa ahora.

Cuando César hubo llegado a su presencia, Espurina sacrificó la víctima. No encontró el corazón.

  • Deberías aplazar la sesión, César. El pronóstico no puede ser peor.

  • Lo mismo me ocurrió en Hispania, y volví vencedor .

  • Pero recuerda que precisamente en Corduba estuviste a punto de perder la vida.

  • Sí, pero aún la conservo.

  • ¿Sacrifico de nuevo?

  • No, déjalo. No voy a ser más considerado con las tripas de una bestia que con los consejos de mi esposa. Entremos ya.

Pero, justo ante el umbral, Lena le tomó del brazó y le murmuró unas palabras al oído. César se detuvo. Indicó a los demás que fuesen entrando, y permaneció con Lena, hablando los dos a media voz. Antonio y Trebonio se habían quedado atrás: parecían comentar un asunto grave, mientras observaban cómo Espurina recogía el material del sacrificio.

 Desde el interior, ciertos senadores no apartan la vista de lo que ocurre en la entrada.

CASIO: ¿Qué hace Lena?

BRUTO: No lo sé, pero no me gusta nada.

CASIO: Mira cómo le habla confidencialmente, y cómo César sonríe. Mira, mira con qué atención le escucha ahora César. ¿Crees que Lena sería capaz?

BRUTO: No, no lo creo.

CASIO: Pero ¿y si lo es? ¿Y si nos descubre? ¿Qué hacemos?

BRUTO: Si no da tiempo a dar el golpe, me mato aquí mismo.

CASIO: Mira, César vuelve a sonreir, ahora ríen los dos. Parece que Lena le da las gracias. Ya entran. Lena se ve muy tranquilo y sonriente, y César también. No pasa nada, no pasa nada. Todo va bien. ¿Y Antonio?

BRUTO: Afuera. Trebonio lo entretiene, tal como estaba previsto.

CASIO: Bien, todo va bien.

Con paso lento y majestuoso, César cruza el círculo de senadores que, en actitud deferente, le aguardan de pie. Detrás de él acuden los rezagados. Solo faltan Antonio y Trebonio.

Antes de que llegue a su asiento, Címber le corta el paso.

CÍMBER: César, acuérdate de mi hermano.

CÉSAR: ¿Qué le ocurre a tu hermano?

CÍMBER: Prometiste que antes de marchar a Oriente verías su caso.

CÉSAR: No es este el momento.

Lo aparta y sigue avanzando. Va a sentarse. Címber lo agarra del brazo. Varios senadores se acercan, lo rodean; algunos, Casca entre ellos, por detrás del asiento.

CÍMBER: Ten piedad de mi hermano, César.

CASIO: Perdónale, César.

LIGARIO: Sé clemente, César.

CÉSAR: He dicho que no es este el momento.

Címber lo agarra de la toga, junto al cuello, y tira con fuerza.

CÉSAR: ¡Esto es violencia!

Mientras el cónsul intenta desasirse de Címber, Casca, que está detrás, alza el puñal y lo baja con fuerza. Pero, debido al movimiento de César, le da en la cara. Se revuelve el agredido y hunde el estilete en el brazo del agresor, momento en que la espada de Casio le hiere en el costado izquierdo. Todos los que se habían acercado, y otros que se les unen, sacan espadas y puñales. Un golpe, otro golpe, otro, otro… César da vueltas. Sus ojos piden auxilio, quizá buscan una mirada amiga. El movimiento traslatorio de víctima y verdugos los lleva hasta la gran estatua de Pompeyo. César se apoya en su base. Más espadas, más puñales. Ve acercarse a Marco Bruto con la espada en la mano. Cae. Ya no se mueve.

Los que nada sabían preguntan, se exclaman, marchan casi todos. Los conjurados deliberan mientras, de reojo, observan el cadáver próximo. ¿Y Antonio? Alguien lo ha visto: ha entrado en el momento crítico y ha desaparecido. No se sabe cómo responderá el pueblo. Hay que presentar la acción como lo que es: una gesta heroica en beneficio de todos. Una delegación irá a hablar con Antonio y Lépido, mientras el resto permanecerá en sus casas.

No veo a Dolabela. Decido marchar. Cuando salgo, Bruto me indica por señas que ya hablaremos. Me cruzo con un grupo de esclavos que entran decididos. Ya en la calle, me adelantan corriendo. Portan en una litera el cuerpo de un hombre. Le cuelga el brazo derecho, la mano va golpeando en tierra. El fuerte viento levanta nubes de polvo.

(De La encina de Mario)

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Fedor Dostoyevski o los sótanos del yo II

A diferencia de Crimen y castigo, Los hermanos Karamazov no está centrada en un personaje y un hecho, sino que desarrolla el entramado vital de toda una familia. El padre, Fedor, libertino, cínico, egoísta, cruel. El hijo mayor, Dmitri, sensual, orgulloso y cruel, pero también generoso y hasta capaz de sacrificio. El hermano Iván, culto, intelectual, refinado, ateo, pero necesitado de fe. El hermano pequeño, Alexey, o Aliosha, bondadoso, místico, que se limita a espectador y testigo del drama familiar (parece que había de ser el personaje central de una continuación que el autor no llegó a escribir). Y está además Smerdiakov, criado de la casa e hijo ilegítimo de Fedor, aparente retrasado mental, epiléptico, que alberga un inmenso odio al padre. Por amo y por padre. En realidad, todos menos Aliosha por diferentes motivos odian al padre.

La enemistad entre Dmitri y el padre – de caracteres similares – es evidente. Iván, que lo odia con la misma fuerza, no la manifiesta tan abiertamente, pero inculca el veneno en la débil mente de Smerdiakov, hasta que éste, interpretando correctamente las insidias – para sorpresa del insidioso – , mata al padre y luego se ahorca.

Del asesinato se culpa y condena a Dmitri, que había voceado su enemistad con el padre e incluso le había amenazado de muerte. Y Dmitri, aunque inocente del crimen, acepta el castigo porque se sabe culpable de la intención. “¿Quién no ha deseado matar al padre?” se pregunta no recuerdo si el mismo Dmitri u otro personaje. Detalle que también recogerá Freud para la construcción de sus originales teorías.

Si la idea principal de Crimen y castigo es, creo yo, el sentimiento de culpa y la necesidad inconsciente de castigo y expiación, la de Los hermanos Karamazov se concentra en la proposición que formula el intelectual Iván: “Si Dios no existe, todo está permitido”.

¿Es esto cierto? se preguntaba el lector de veintitantos años. Depende, se contesta el escritor de setentaitantos. Para los que creen que, si no hay Dios, todo está permitido es absolutamente cierto.

Fedor Dostoyevski nació en Moscú, Rusia, en 1821. El padre era médico del Hospital de Pobres de la ciudad y en ese triste ambiente tuvo que vivir los primeros años. Luego, la familia adquirirá una finca rústica – siervos incluidos -, y el desarrollo del pequeño Fedor tendrá lugar en plena naturaleza. A los trece años entra en el internado de Chernak, donde el trato con ciertos educadores excelentes despierta en él el interés por la literatura. A sus dieciséis años muere la madre, dulce y espiritual – al contrario que el padre, déspota y cruel – y un año después Fedor ingresa en la Escuela de Ingenieros Militares de San Petersburgo. Terminada la instrucción, trabaja como ingeniero-dibujante hasta que, a los pocos años, abandona la carrera militar, absorbido por la creación de su primera obra. Mientras, en 1839 muere el padre a manos de unos siervos humillados y ofendidos, muerte que creará en Fedor un sentimiento de culpabilidad por secretamente deseada.

Publicada en 1846, su primera novela, Las pobres gentes, tuvo un éxito inesperado. El mismo Belinski, gran pope de la crítica literaria, la puso por las nubes. Sin embargo, las tres obras que le siguieron, entre ellas El doble, solo cosecharon críticas negativas, también de Belinski.

Sus relaciones con el círculo Petrashevski (grupo de personas opuestas al régimen político y social, de diversas tendencias) le llevó a la cárcel y al destierro en Siberia, donde pasó ocho años, la mitad como condenado en Omsk, experiencia de la que sugiría La casa de los muertos, y los cuatro años restantes como soldado raso en Semipalatinsk, donde conoce a María Isaeva, con la que se casa. La lectura y profundización de los Evangelios, único libro permitido en el penal, produce en él una conmoción, acentuando su lado místico, religioso y compasivo en detrimento del social y revolucionario, llegando incluso a aceptar la autoridad del zar como personificación del alma rusa, opuesta al estilo de la moderna civilización europea.

En 1859 vuelve a San Petersburgo y dos años después publica La casa de los muertos, con la que recupera su prestigio de gran escritor que, con pequeños altibajos, mantendrá toda la vida.

La década de los sesenta será al mismo tiempo agitada y productiva. Con su hermano Mijail funda y dirige dos revistas literarias sucesivamente, publica Humillados y ofendidos y Memorias del subsuelo; inicia una obsesiva relación con la joven Apolinaria Suslova, que en nada favorece su delicada salud (sufre de epilepsia desde adolescente), con la que viaja por Europa, en cuyos casinos se entrega a su otra pasión autodestructiva: el juego; mueren la esposa y el hermano Mijail; vuelve a viajar con Suslova (en Alemania empieza a escribir Crimen y castigo). Obligado a escribir sin descanso para pagar las deudas de la familia de su hermano, tiene que recurrir a dictar a una ayudante, Ana Snitkina, con la que finalmente se casa, matrimonio que le aportará cierta estabilidad y sosiego durante el resto de la vida. Aunque, todavía en 1867, vuelve a Occidente perseguido por los acreedores y juega a la ruleta, perdiéndolo todo… mientras escribe El idiota y la mayor parte de Los demonios.

Entre 1873 y 1874 dirige la revista conservadora El ciudadano. Los dos años siguientes los dedica a la publicación, por entregas, de Diario de un escritor. Entre 1879 y 1880 escribe y publica también por entregas en revistas (recurso habitual en el siglo XIX y parte del XX) Los hermanos Karamazov, que corona triunfalmente su carrera de escritor. Muere en 1881, celebrado como el más grande representante de la literatura rusa.

El hecho de que, en medio de las tremendas dificultades (materiales, sociales, anímicas, de salud) que sufrió a lo largo de toda la vida, Dostoyevski hubiese creado tantas obras extraordinarias nos ilustra muy bien sobre la fuerza insuperable del artista, del escritor verdadero, totalmente embargado por el impulso creador. No importa que su ideario, su visión del mundo, fuese confusa o contradictoria. Quizá incluso tiene sus ventajas. De él escribió André Gide:

Conservador, pero no tradicionalista, zarista, pero demócrata, liberal, pero no progresista, Dostoyevski sigue siendo alguien del cual no sabe uno cómo servirse. En él siempre se encuentra algo con que desagradar a cada partido.

No está mal.

(De Los libros de mi vida)

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Fedor Dostoyevski o los sótanos del yo I

No sé cómo llegó a mis manos. Era grueso, de tapas duras y negras. Alguien lo había introducido en casa, donde la mayoría de libros eran comunes. El caso es que hace mucho tiempo que perdí de vista el ejemplar. Lo empecé a leer con el mismo interés con que acometía cualquier lectura que imaginaba prometedora. Yo tendría poco más de veinte años y recuerdo que, ya avanzada la historia, pensé que aquella era la novela más interesante, profunda y bien construida que había leído en mi vida. Corta en años, sí, pero larga en lecturas. Título, Crimen y castigo. Autor, Fedor Dostoyevski.

Rodion Raskólnikov es un joven estudiante. Alto, flaco, nervioso, enfermizo, pobre. Ni siquiera tiene dinero para proseguir sus estudios. Su madre apenas tiene para alimentarse y la hermana ha de trabajar de sirvienta, sufriendo las humillaciones y abusos habituales en el oficio. El joven vive en una habitación miserable que hace tiempo que no paga. Su cabeza, febril y mal alimentada, es un hervidero de ideas.

Vive en el barrio una anciana mujer que se dedica a la usura. Pero ¿por qué y para qué vive? se pregunta Raskólnikov. Es una mujer despreciable, malvada y, más que inútil, dañina. Si desapareciese, la humanidad se libraría de unos de sus peores ejemplares. Y con el dinero que sin duda tiene acumulado, él podría continuar sus estudios, remediar la triste situación de madre y hermana y dedicarse a hacer el bien, compensando con creces el supuesto mal causado.

Decidido. Un solo golpe será suficiente. Se suprime una alimaña para ayudar a las buenas personas que sufren… Sí, pero ¿y la ley? ¿Y la conciencia? Bah, no nos dejemos engañar. Eso no está hecho para todos. La historia ha demostrado sobradamente que hay dos tipos de seres humanos: los que forman el rebaño, que han nacido para obedecer y acatar las leyes, y los elegidos, que están por encima de las leyes, que ellos mismos cambian cuando se ha de dar un nuevo impulso a las sociedades. Los elegidos saben que, precisamente en bien de la humanidad, a veces hay que obrar en contra de lo que en su momento establece la ley del rebaño; que, si hay víctimas, no habrán de pesar sobre su conciencia, pues la conciencia del elegido es amplia y universal, como la de la tierra misma con sus sismos y sus catástrofes. Napoleón envió a millones de personas a la muerte y nunca tuvo un problema de conciencia. Era uno de los elegidos. Mahoma cambió las fronteras de medio mundo sin ahorrar sangre y sufrimientos, y esto nunca le creó un problema de conciencia. Era uno de los elegidos. Y aún más, si un Newton, por ejemplo, si uno de los benefactores directos de la humanidad, hubiese precisado acabar con vidas humanas para llevar a cabo su obra, lo podría haber hecho con toda justicia…

Lo curioso de estas argumentaciones de Raskólnikov es que, omitiendo toda relación con el asesinato de la vieja, las desarrolla ante el juez de instrucción encargado de investigar el crimen. Y es que, ante una pregunta del juez sobre un artículo que había publicado en una revista, expone gustoso – y cuidadoso también, en lo que puede – toda su teoría. Es decir, que el criminal va dando pistas motu propio sobre su crimen. ¿Cómo se entiende?

Ocurre que hay ciertos aspectos que Raskólnikov no ha contemplado al planear el crimen. Ha previsto los detalles de la ejecución, las medidas a adoptar para ocultar su autoría y eludir la acción de la justicia. Y aunque en todo esto surgen imprevistos y comete errores, lo más grave no se refiere a la ejecución material del hecho en sí, lo realmente grave, lo que Raskólnikov no pudo prever y que se revelará como esencial para arruinar todo el invento, es que, una vez cometido el crimen, él ya no será el mismo.

El ser humano – y esto ya son divagaciones mías, y quizá también del protagonista, no recuerdo bien – no es una máquina que debidamente manipulada da los resultados previstos, de una manera exacta y necesaria, sin que su esencia se altere en absoluto. La pistola que dispara una bala, sigue siendo la misma arma de antes de disparar. La persona que actúa contra el núcleo de lo que lleva adentro, ya no puede ser la misma después del acto. Al modificar el mundo exterior en ese sentido, su mundo interior se modifica. Ya no se reconoce.

Esto lo advierte Raskólnikov con angustia y terror en su actitud ante madre y hermana. Estas personas, que le eran tan queridas, a partir del crimen se le tornan insoportables; no puede verlas, huye de ellas. Y también, entre otros aspectos menores, en sus relaciones con el juez.

A lo largo de muchas páginas se desarrolla un diálogo entre criminal e investigador, que no dudo en calificar como uno de los más brillantes de la literatura universal. No solo constituye un ejemplo admirable de penetración psicológica, en el que pronto habían de beber los psicólogos profesionales, como el mismo Freud, sino que inaugura un género – el de la novela policíaca psicológica – con una maestría creo que insuperable.

Aunque narrada toda la novela desde el punto de vista del autor omnisciente, no hay duda de que el enfoque principal es el de Raskólnikov – el autor empezó una versión narrada en primera persona, que abandonó por la definitiva -, por lo que solo conocemos de verdad sus propias impresiones, hecho que contribuye a dar mayor interés, mayor suspense, a los diálogos entre ambos. En efecto, Raskólnikov no sabe si el juez lo considera culpable, a veces cree que sí, a veces que no. Y también el lector ignora lo que piensa el juez, solo sabe lo que dice, muy al contrario de lo que ocurre con Raskólnikov, del que continuamente tenemos noticia de las vacilaciones y pensamientos secretos – “no debía haber dicho esto”, “¿por qué me he puesto ahora nervioso?.”, etc – con que acompaña su exhibición de aparente seguridad y de poderío intelectual.

Finalmente, cuando parece que el juez ve clara la culpabilidad de Raskólnikov, surge un extraño personaje que se inculpa – he de advertir que, desde cierto punto de vista, todos los personajes de Dostoyevski son extraños -, con lo que queda asegurada la impunidad del verdadero asesino. Pero la cosa no puede acabar ahí. Todos los esfuerzos inconscientes que, desde los sótanos de la personalidad, pugnan por alcanzar el castigo no pueden quedar en nada. De manera que, incitado por su querida Sonia – prostituta y santa -, Raskólnikov confiesa el crimen.

Ya condenado en Siberia, aún necesitará un tiempo para desprenderse de sus errores teóricos y, gracias a Sonia, para comprender que no son las ideas la sustancia de la vida verdadera sino la compasión y el amor, según el ejemplo de Jesucristo. Con lo cual, del magnífico personaje llamado Raskólnikov no queda nada. Desaparece. Es lo que tienen las conversiones repentinas. (continúa)

(De Los libros de mi vida)

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