Y Julia Mark, niña de trece años, de quien nuestro músico se enamora como un loco. Durante el día le da clases de música y canto, como a otras hijas de las familias principales, y mantiene, en lo posible, largas conversaciones con ella. Por la noche, la obsesión llena de garabatos su diario íntimo, y de frases como gritos, algunas escritas con caracteres griegos para evitar los celos de la esposa. El idilio – unidireccional, pues ella no se entera de nada hasta el estallido final – dura hasta aquel día de tres años después en que se presenta el pretendiente oficial de la joven. Hoffmann reacciona como un demente, protagoniza una escena deplorable y se despide de Bamberg. Pero siempre conservará a Julia. En el corazón y en las notas cifradas del diario secreto. La sombra de la amada también estará presente en algunos de sus relatos.
Y mientras sigue persiguiendo la gloria musical, además de reseñas de conciertos empieza a escribir relatos que enseguida publica Kunz y alcanzan el favor inmediato del público: El caballero Gluck, el primero, al que sigue un volumen de cuentos fantásticos (Fantasías a la manera de Callot), prologados nada menos que por Jean-Paul.
Pero él es músico – insiste – y aquellas historias son puro entretenimiento para sacar a pasear a sus fantasmas y para allegarse ingresos que por otro lado no llegan. Y como músico, pasa dos años entre Dresde y Leipzig, componiendo, dirigiendo y estrenando cuando puede y sufriendo los desastres de la guerra, que le alcanzan de pleno en Dresde, donde en mayo de 1813 presencia la llegada de Napoleón. Precisamente en esta ciudad y mientras silban las granadas a su alrededor concibe y escribe una de sus obras más brillantes y originales: El caldero de oro, donde realidad y fantasía se combinan con la misma naturalidad que las personalidades de algunos de sus personajes, como Lindhorst, archivero y salamandra al mismo tiempo.
La cumbre de su carrera musical – no tan alta como él había soñado – se sitúa en agosto de 1816 con el estreno de la ópera Ondina, sobre un cuento de la Motte-Fouqué, con libreto de este mismo.
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En cuanto a la carrera jurídica, otra contrariedad se produce hacia el final de su vida. De nuevo la lealtad, pero no solo al estado prusiano sino a la propia conciencia, lo enfrenta esta vez a los que quieren convertirlo en un simple peón de la lucha del poder contra los “demagogos”, como son llamados los que se oponen a la política reaccionaria implantada por la Santa Alianza. Hasta que su mayor enemigo, el jefe de policía Kamptz, ridiculizado como el personaje Knarrpanti del relato Maese Pulga, consigue que se la abra un expediente… que la muerte se encargará de cerrar.
Consumido por las enfermedades, ósea, hepática y otras, pasa los últimos días escribiendo o dictando
La mañana del 25 de junio de 1822, su mujer, la siempre fiel Mischa, le oye decir estas palabras: “También hay que pensar en Dios” (Man muss doch auch an Gott denken). Poco después muere.
Y yo me pregunto: ¿puede alguien ser a la vez músico excelente, escritor fascinante, pintor, caricaturista chispeante y jurista honrado y competente, además de bebedor impenitente? Y me respondo: sí, pero solo si se llama Ernst Theodor Wilhelm (o Amadeus) Hoffmann y ha nacido en Königsberg en 1776.