Archivo mensual: octubre 2013

Charles Dickens o el prodigio de escribir II

images (62)…lo más importante era la religión, por supuesto. Aunque, si hubiese de hacer una lista de las prioridades de aquellos benditos hermanos, situaría en primer lugar a la Virgen María, sin duda alguna, con lo que representaba de pureza (sexual, claro está), amor a la madre y todo eso que a los psicoanalistas les encanta descifrar; después vendría la religión católica, tal como la entendía el integrismo de gente como aquel cura llamado Sardà i Salvany que, décadas atrás, había escrito un libelo titulado El liberalismo es pecado; después, el acatamiento (sincero o no) de los principios de la Falange Española y el ensalzamiento del caudillo Franco; después, el orden y la disciplina, de aire vagamente militar, y finalmente la enseñanza de las materias escolares, dentro de las cuales la literatura y las artes en general ocupaban un lugar casi inexistente. También se decía que algún hermano profesaba una afición desmedida a los pequeños escolares, pero esto es algo que, no habiendo sido yo ni víctima ni testigo, no debo mencionar.

Lo que sí debo mencionar, y casi se me olvida, es el libro de texto de Literatura Universal, de Guillermo Díaz-Plaja, de quinto o sexto de bachillerato (15 o 16 años), no recuerdo bien, auténtico oasis en aquel desierto, libro que yo no solo estudiaba, sino que releía una y otra vez. Sobre todo los breves fragmentos intercalados de las obras de los autores, como aquel de un tal Goethe en que el protagonista, un tal Werther, expresaba por escrito sus sentimientos a la amada imposible.

Me asomo a la ventana, amada mía, y distingo a través de las tempestuosas nubes unos luceros esparcidos en la inmensidad del cielo. ¡Vosotros no desapareceréis, astros inmortales! El eterno os lleva, lo mismo que a mí. Veo las estrellas de la Osa, que es mi constelación predilecta, porque de noche, cuando salía de tu casa, la tenía siempre enfrente. ¡Con qué delicia la he visto tantas veces! ¡Cuántas veces he levantado mis manos hacia ella para tomarla por testigo de la felicidad que entonces disfrutaba!

Pero aún faltaban seis años para que Goethe se me apareciese en persona. Años contados desde mis doce, que es donde más o menos estábamos ante el niño que yo era leyendo a Dickens. Y no solo leyendo, sino además entablando conocimiento directo con él. Y es que David Copperfield está tan impregnada de la vida y personalidad del autor que, tiempo después, cuando leí su biografía, tuve la impresión de que a la persona en cuestión la conocía ya desde la infancia.

Y sin embargo, poco más he leído de Dickens. Entre lo poco, recuerdo sobre todo una especie de novela corta o cuento largo titulado La voz de las campanas (The Chimes). Quizá fuese por el hecho de leerla en el momento adecuado (la víspera de Año Nuevo, que es cuando sucede la acción), pocos años después de David Copperfield, o porque en aquella edad ya era especialmente sensible a la aparente intención social del relato, o simplemente por su evidente impacto poético, el caso es que, como digo, la tengo mucho más presente que otras obras más renombradas de Dickens, leídas en diferentes momentos.

Un anciano mensajero, pobre, muy pobre, corre por todo Londres cumpliendo recados, trabajo que apenas le da para subsistir. También la hija, bella pero pobre, muy pobre, y su novio, noble y forzudo pero tan pobre como los otros, se pasan la vida sin más esperanza que la de poder trabajar para alimentarse lo indispensable para no morir. Del otro lado, unos señores burgueses, ricos, que hablan como sabios y alguno de los cuales se dice filántropo, convencen al anciano – si no estuviese ya convencido – de que los pobres lo son por su propia culpa y que constituyen una anomalía peligrosa, una afrenta a las leyes de la economía, una pesada carga que impide el buen funcionamiento de la sociedad. La tarde del último día del año, el anciano se adormece en el interior de una iglesia de antiguas y potentes campanas. En su sueño, tan real como la misma vida que sufre, los espíritus de las campanas le van mostrando el futuro, terrible, que aguarda a la pobre gente si hace suya la sentencia de los ricos que hablan como sabios. Cuando ya todo está perdido, despierta y contempla a la hija, al yerno y a todos cuantos ama, pletóricos de felicidad y de esperanza.

Reconozco que el tiempo se levantará un día como un océano ante el cual todos los que nos oprimen o nos insultan serán barridos como hojas, se atreve a pensar el anciano en el culmen de su desesperación. Y sin embargo, Dickens no es en absoluto un revolucionario. Simplemente, en su retrato de las condiciones de vida de la gente más pobre de Londres no se aparta de la verdad. Y alguien ya dejó dicho que la verdad es revolucionaria.

De todos modos, por importante que haya sido La voz de las campanas en la formación de mi sensibilidad poética y social (aspectos que en adelante se empeñarían en presentárseme como inconciliables o enfrentados), insisto en lo dicho, que de las pocas obras que he leído de Dickens David Copperfield ha sido la más provechosa para mí. Significó la apertura a los mundos nuevos que, sin apartarse mucho de la realidad, la imaginación puede crear; el descubrimiento de la selva social, donde no siempre imperan los buenos sentimientos (adiós, De Amicis), sino también la maldad, sobre todo contra los más débiles, que puede convertir la vida en un infierno (que el autor quiere siempre provisional). También significó el hallazgo de un peculiar sentido del humor, que transforma en poesía la más amarga realidad, y sobre todo la revelación de la magia de la creación literaria, el gran prodigio, el gran regalo por el que siempre estaré agradecido al bueno de Charles. 

(De Los libros de mi vida)

 

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Charles Dickens o el prodigio de escribir I

En mayo de 1949, con motivo de mi primera comunión, una niña de doce años – asesorada, supongo, por sus padres, amigos de los míos – me regaló un libro. Un ejemplar precioso editado por Ediciones Peuser, de Buenos Aires (sí, en la España de la posguerra había poco para elegir, y lo poco bueno venía de fuera). El título, David Copperfield; el autor, Charles Dickens.

No lo empecé a leer enseguida. Sería por la letra, más pequeña y espesa que la de Corazón, o por las ilustraciones, oscuras e inquietantes, o por otros motivos que no recuerdo – quizás estaba entretenido con un libro de Louisa May Alcott -, el caso es que lo dejé aparte y lo olvidé durante un buen tiempo.

Tres años después, a mis doce años, me encontré de nuevo con el libro. Una tarde de los días vacacionales de Navidad, solo, en un despacho que casi nunca se utilizaba de la empresa familiar, empecé la lectura.

Y apareció un mundo nuevo. Y ese mundo se iba desplegando a medida que yo iba leyendo. Un mundo con personajes y situaciones curiosas, extravagantes, inconcebibles en la vida cotidiana, perfectamente pautada, del niño que yo era y, sin embargo, tan reales… Había que ser un mago para crear todo aquello. Por primera vez tuve conciencia de la importancia del escritor y de la escritura. Así que acabé de leer David Copperfield, empecé a escribir.

Naturalmente, intenté escribir tal como lo hacía el narrador de la novela quien, no entendía yo por qué, tenía un nombre diferente del del autor que figuraba en la portada. Ahora que lo pienso, aquella era la primera vez que me ponía a escribir intentando suplantar la personalidad de un escritor. Entonces no lo sabía, pero ese recurso, brotado espontáneamente en mi interior como fruto de la admiración o de la envidia, me había de dar magníficos resultados – hablando sin modestia – muchas décadas después.

Creo recordar que no llené más de media página de inmadura letra infantil. Pero fue suficiente. Había probado la pócima y nunca más podría pasar sin ella.

Y no es que el ambiente familiar y escolar fuese muy propicio al desarrollo de la vocación literaria de un niño. Aunque he de reconocer que el familiar lo era más que el escolar (o el escolar menos que el familiar) .

La familia de mi madre era de origen andaluz y casi todos sus numerosos miembros eran aficionados a la canción popular, al teatro – organizaban representaciones de vez en cuando – y a la poesía, si bien he de aclarar que sus gustos se circunscribían a autores tales como Zorrilla, Villaespesa, Campoamor, Gabriel y Galán y así.

Mi padre había nacido en Barcelona, en el seno una familia aragonesa de origen italiano por línea paterna. Auténtico self-made-man, supo ganarse una holgada posición económica que nos permitió, a los hijos, crecer en un ambiente de relativo bienestar.

Quizá fuera esa necesidad de esfuerzo y superación lo que le llevó a preferir, sobre todas las demás, la lectura de las biografías de grandes personajes, de esos que se habían hecho a sí mismos, desde Napoleón y Goethe hasta Henry Ford y Mussolini. Incluso un ejemplar de Mi lucha, de Hitler, andaba por casa, lo que da una clara idea de su obsesión por las personalidades fuertes, ya que él nunca tuvo inclinaciones fascistas ni nazis; por el contrario, en pleno régimen de Franco no dejó nunca de declararse demócrata (en la intimidad, claro está). También gustaba de la novela policíaca, la de personajes como, Nick Carter, Sherlock Holmes, Raffles, etc. Y el teatro de salón, tipo Jacinto Benavente.

El Colegio era otro asunto. Para empezar, la literatura era una asignatura, es decir, algo que había que aprender con esfuerzo y para sumar puntos. Aunque creo recordar que, hasta los dos últimos cursos del bachillerato (que duraba seis), era casi inexistente. Más importancia tenían las ciencias, la historia (desde el punto de vista de una supuesta España imperial) y la gramática. En este último caso he de agradecer a un hermano-profesor que, debido a su claridad de exposición y buen método, a los catorce años ya dominase con seguridad la ortografía y la sintaxis, materias que, por lo que veo, no suelen ser de dominio generalizado aquí y ahora.

Pero lo más importante era la religión, por supuesto… (Continúa)

(De Los libros de mi vida)

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Las pistolas de Larra

No sabemos si Mariano José de Larra (Madrid, 1809-37) leyó algo de Goethe. Es verdad que en algún momento de sus escritos lo cita entre otros ejemplos de la gran literatura europea del momento, pero, en un periodista – y Larra lo era, y muy bueno –, citar a un autor no significa en absoluto haberlo leído. La cultura de Larra no era muy amplia ni muy profunda, aunque comparada con la de la mayoría de escritores de su época y país pueda parecer vastísima y de profundidades insondables. En cambio, él sí era profundo. Lo que significa que esta profundidad no provenía de arduos estudios filosóficos, sino de la clarividencia con que le dotaba su alma siempre herida y desencantada. A veces, entre las gracias y sarcasmos de sus artículos de costumbres, asoma el profundo clarividente con reflexiones que muy bien podía haber firmado Schopenhauer (lector de Larra, por cierto, mientras que éste no pudo saber nada del filósofo alemán, desconocido hasta en su patria por aquellos años). Véanse éstas, asomadas al principio de su artículo “La vida de Madrid”:

“… cuando contemplo que la vida es un análisis de contradicciones, de llanto, de enfermedades, de errores, de culpas y de arrepentimientos, me admiro de varias cosas. Primera, del gran poder del Ser Supremo, que haciendo marchar el mundo de un modo dado, ha podido hacer que todos tengan deseos diferentes y encontrados, que no suceda más que una sola cosa a la vez, y que todos queden descontentos. Segunda, de su gran sabiduría de hacer corta la vida. Y tercera, en fin, y de ésta me asombro más que de las otras todavía, de ese apego que todos tienen, sin embargo, a esta vida tan mala. Esto último bastaría a confundir a un ateo, si un ateo, al serlo, no diese ya claras muestras de no tener el cerebro organizado para el convencimiento; porque sólo un Dios y un Dios Todopoderoso podía hacer amar una cosa como la vida.”

Como se puede apreciar, aquí, además de cierta profundidad filosófica, hay una ironía sutilísima, casi siempre presente en sus artículos, que no es extraño que llevase de cabeza a los pobres censores de la época. Y no sólo a aquellos censores sino también a cierto comentarista de nuestros días, cuyo nombre sincera y afortunadamente no recuerdo, que pone el párrafo que he transcrito como prueba de la fe de Larra en la existencia de Dios, (que Él le conserve la vista).

Lo que está claro es que un hombre que pensaba de esta manera, tan lúcida no obstante los juguetones velos de la ironía, no necesitaba muchos estímulos ni razones para prescindir de la vida. Y si además los tuvo, como es el caso, el final ya estaba cantado. Su existencia fue, en el plano intelectual y profesional, una constante lucha entre el ilustrado racionalista que deseaba un futuro de progreso y libertad para su país y el romántico sin fronteras que sabía que, en las cumbres de ese progreso, tampoco había nada («libertad para recorrer ese camino que no conduce a ninguna parte«). En el plano personal fue una inútil búsqueda de una pasión trasfiguradora que diese sentido a esa cosa que es la vida.

A los dieciocho años ya escribía en los periódicos de Madrid. A los veintiséis – con varias novelas y obras de teatro en su haber además de su producción periodística – era uno de los escritores más famosos de España. Poco antes de cumplir los veintiocho, se pegó un tiro.

Hubo una mujer por en medio, naturalmente; eso que en el suicidio clásico sería impensable. Un gran amor, con la consiguiente decepción al comprobarse que no era tan grande, y que ni siquiera era amor. Era más bien el desahogo sentimental de una señora burguesa que, en cuanto sopesó seriamente las implicaciones reales de la aventura, corrió compungida a reconciliarse con el marido. Y es que, como suele pasar en estas historias, uno y otra se movían en esferas distintas; él, en la de las pasiones absolutas que pintaba en sus dramas y novelas románticas; ella, en la de los amores prohibidos soñados al calor del hogar y que un día tendría que probar, como tantas mujeres casadas de su sociedad.

Y estaban también las amarguras de la vida cotidiana y profesional: su sentimiento de culpabilidad por la situación de sus hijos y esposa, a los que nunca dejó desasistidos; su frustración por el rumbo de la política española, en uno de cuyos bandazos se perdió su acta de diputado en las Cortes que, a base de renuncias y esfuerzos, había conseguido. Todo iba contribuyendo, poniendo su granito de arena (o su piedra marmórea) para llegar a aquel sonoro final. Era como si un guionista malévolo y retorcido fuese preparando el camino para poder desarrollar al cabo la grandiosa última escena que, desde el principio, tenía in mente.

Y llegó el día. Fue la tarde de un lunes de carnaval. Él la recibió en su casa a petición de ella misma. Y pensó – quiso pensar con todas sus fuerzas – que era la ocasión de aclarar malentendidos y dar por terminada una ruptura que hacía meses le tenía el alma en vilo. Pero no. Ella estaba ahí para recuperar sus cartas y para confirmar que se iba con su marido. Muy lejos. A Filipinas. Fue entonces cuando el universo entero se desplomó sobre el pobre romántico. Y en cuanto ella salió, abrió el estuche con el precioso juego de pistolas, que siempre tenía a su alcance.

No sabemos si Larra había leído a Goethe. Pero es evidente que en algún lugar de su alma aguardaban, cargadas, las pistolas de Werther.

(De Del suicidio considerado como una de las bellas artes

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Las pistolas de Werther

En mayo de 1772 el joven licenciado en derecho Johann Wolfgang von Goethe se encontraba en la pequeña ciudad de Wetzlar, sede de la Cámara Imperial (tribunal de apelaciones del Sacro Imperio Romano-Germánico), para realizar ciertas prácticas jurídicas. Faltaban solo unos meses para que su nombre empezase a alcanzar fama como autor de Goetz von Berlichingen, drama histórico que rompía con el acartonado teatro neoclásico y, mirando hacia Shakespeare, se inscribía en la nueva corriente llamada “tempestad y empuje” (Sturm und Drang). Estaba claro que las leyes no iban a ser su vida, pero no menos claro estaba que él no era de los que restan, sino de los que suman, o sea, que de momento, la abogacía. En Wetzlar coincidió con un joven de familia adinerada y también de inclinaciones artísticas, Karl Wilhelm Jerusalem, pero su relación con él fue más bien superficial. Honda impresión en cambio le produjo la aparición de una muchacha llamada Charlotte Buff en un baile de sociedad celebrado en la misma Wetzlar el 9 de junio.

Al instante quedó prendado de ella, o mejor dicho, locamente enamorado, pero la alegría del amor vino acompañada desde el principio por la correspondiente pena: Charlotte estaba comprometida. Su prometido, Johann Christian Kestner, era un jurista brillante, muy educado, serio y responsable, es decir, sin veleidades artísticas.

Y entonces se inició una extraña relación entre los tres; extraña desde el punto de vista meridional o latino, no tanto desde el germánico o nórdico. Goethe no ocultaba su amor hacia la joven, a quien visitaba y cortejaba continuamente; ella comprendía, se dejaba agasajar, pero al mismo tiempo recordaba su compromiso y que no estaba dispuesta a alterarlo; Kestner entendía los sentimientos de los dos y sentía profunda simpatía por Goethe. Pero la pasión de éste, que iba en aumento, amenazaba con estallar y hacer saltar por los aires el idílico cuadro. Uno de los tres sobraba. Había que tomar una decisión; trágica, por supuesto. Y así fue: el 11 de setiembre del mismo año de 1772 Goethe se fugó, desapareció sin despedirse de nadie.

Meses después le llegó una noticia inequívocamente trágica: Karl Wilhelm Jerusalem, su antiguo compañero de prácticas jurídicas, se había suicidado. Una bala de pistola le había perforado la cabeza. Cuando le encontraron agonizante, llevaba su indumentaria preferida: frac azul y chaleco amarillo. Como es natural, Goethe quiso saber la historia.

Era ésta. Jerusalem, joven más bien introvertido, se había enamorado perdidamente de una mujer casada. Dominado por una pasión sin correspondencia ni solución posible, la existencia se le había hecho insoportable. Un día pidió prestadas a Kestner (aquel amigo de Goethe y ya esposo de su amada) un par de pistolas para llevarlas en un largo viaje que había de emprender. El bueno y generoso Kestner no dudó en prestárselas. Una de ellas acabó con la vida de Jerusalem.

La noticia, toda la historia, conmovió profundamente a Goethe. Pero no alteró el ritmo de su vida, que seguía avanzado como siempre, cada vez más arriba y del lado de la luz. Hasta que, meses después, aquella conmoción subterránea quiso tomar forma en la superficie. Y entre febrero y marzo de 1774, en cuatro semanas de escritura febril, “de forma bastante inconsciente, como un sonámbulo”, dice él mismo, dio a luz a una de las obras cumbre de la literatura universal: Las desventuras del joven Werther.

El que haya leído la obra y conozca el trasfondo real de las vivencias de Jerusalem y del propio Goethe, que he apuntado brevemente, comprenderá y valorará el delicado trabajo de ensamblamiento que supone la novela. Realidad y ficción, poesía y verdad (título que Goethe había de dar a sus memorias) se unen armónicamente en una turbadora sinfonía, que ya nada tiene que ver con la medida y contención del arte neoclásico.

(De Del suicidio considerado como una de las bellas artes)

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Dido y Eneas

(Fragmento final de la tragedia LOS DIOSES)

Aparece Eneas por la derecha, mirando en todas direcciones.

ENEAS.- ¿Dido? ¿Se ha ido?

ANNA.- Eres tú el que se va, creo..

ENEAS.- Le supliqué que me esperase un momento…No podía dejarla así…

ANNA.- Si la dejas, la dejas así. Una palabra cariñosa, un golpecito en el hombro no cambian nada….Eneas, voy a darte tres razones para que no te vayas, o para que al menos retrases al máximo la partida.

ENEAS.- Nada pueden las razones ante las órdenes del dios.

ANNA.- Entonces….¿no quieres oirlas?

ENEAS.- Sería inútil. Y, por favor, no lo tomes como un desprecio. Al contrario. Has de saber, Anna, que siempre he sentido por ti una gran admiración, que siempre me has merecido el máximo respeto. Estoy seguro que tus razones serán las más sabias y ponderadas que se puedan encontrar, pero…nada pueden las razones ante las órdenes del dios.

ANNA.- ¿Y la vida? ¿Nada puede la vida ante el delirio de la idea?

ENEAS.- No hay diferencia entre idea y vida. Una vida que no esté animada por la idea no merece llamarse humana.

ANNA.- Suena bien esa sentencia. Me hubiese gustado oírtela decir antes.

ENEAS.- Es mi parte de culpa, lo reconozco. El amor me ofuscó. A veces, en el sopor de la dicha, confusamente, se me aparecía la idea, y yo al momento la rechazaba, y pensaba, necio de mí, que quizá más tarde, en su momento, todo se resolvería.

ANNA.- Luego, siempre la has tenido presente. Luego, siempre has estado engañando a Dido.

ENEAS.- Nunca le prometí nada.

ANNA.- No se promete sólo con palabras. El amor se presume eterno.

ENEAS.- ¿Pero de qué amor hablamos, Anna? Tú sabes que hay un amor, inscrito por los dioses en el corazón del hombre, que es en efecto eterno, porque no depende de los vaivenes de la pasión. Es el amor a los padres, a los hijos; es el amor a la esposa que te ha sido asignada por la sabiduría de los mayores. Pero esto de que ahora hablamos es otra cosa. Podemos llamarlo amor, yo mismo lo hago, pero sus efectos en nada se parecen a los del otro. El amor a los tuyos te da fuerza, valor, clarividencia; este otro amor produce los mismos efectos que la amapola somnífera: un sopor agradable en el que la voluntad y el juicio naufragan.

ANNA.- Y hasta, a veces, acaba con la vida.

ENEAS.- Tú puedes entenderlo, Anna. Tú eres muy diferente de tu hermana. Te pareces a mí.

ANNA.- Es verdad que soy diferente de Dido. Es verdad que puedo entenderlo todo. Pero, según tú, ¿qué debo entender ahora?

ENEAS.- Los hombres no somos animales, que se rigen sólo por el apetito y el placer; los hombres superiores, los tocados por el dedo de un dios, no somos como los demás mortales, que tanto se parecen a los simples animales. Cada uno de nosotros tiene una misión, un destino que debe cumplir…y lo debe cumplir sobre todo y contra todo. Durante años no fui más que un guerrero, uno de los muchos que defendimos heroicamente Troya. Cuando la ciudad se vino abajo, cuando el fuego y la destrucción la convirtieron en cenizas, huí con mi padre, mi hijo y un grupo numeroso de troyanos. Mi primera idea fue fundar una ciudad no lejos de las ruinas de Troya y, con el tiempo, llegar a vengarme de los aqueos… pero entonces tuve la visión. El dios me reveló que debía partir de aquellas tierras con mis hombres, y que había de cruzar los mares hasta encontrar, en las costas de Italia, el lugar donde debía fundar un reino, reino que, con el tiempo, sería llamado a dominar el mundo.

ANNA.- Ya conozco esa historia. ¿Qué es lo que debo entender?

ENEAS.- Que un hombre señalado por el dedo del dios no debe traicionarse, que no puede cambiar su destino manifiesto por una vida dulce y placentera al lado de una mujer.

ANNA.- Te aseguro que, si asumieses aquí las funciones de esposo y rey, tu vida no iba a ser muy placentera. Para empezar, tendrías que habértelas con Jarbas.

ENEAS.- Jarbas…qué insignificancia. No tienes idea del tipo de gente que eran los enemigos de Troya…Y además, tanto da. Mi misión es inmutable: en ningún caso podría quedarme aquí.

ANNA.- Está bien, Eneas. Te entiendo.

ENEAS.- Lo sabía, sabía que eres muy diferente de Dido, y que me entenderías. Anna, a ti también…algún día se te revelará el dios, estoy seguro. Tú y yo pertenecemos a la misma raza.

ANNA.- Te equivocas, Eneas, te equivocas por completo. Es verdad que soy diferente de Dido, pero no es verdad que me parezca a ti. No pertenezco a tu raza, ni a la de Dido, ni a la de nadie. Te entiendo, sí, como entiendo a Dido, como entiendo a cuantos se debaten y sufren bajo el poder de algún dios. El dios de Dido le manda amar y ser amada; el tuyo te manda guerrear y fundar reinos. Lo entiendo. Pero ni por un momento pienses que el dios de Eneas es mejor que el dios de Dido. Simplemente, es otro. Ella es esclava de su dios como tú eres esclavo del tuyo. No veo la diferencia…Vete, Eneas. ¿A qué esperas? Vete ya…no vaya a castigarte el dios por la tardanza.

ENEAS.- (confuso) Yo…quería…(decidido) Me voy, sí me voy. (se da la vuelta y va hacia la derecha; antes de salir, se vuelve un momento) Me has decepcionado, Anna…Confiaba en ti…me has decepcionado…

 En el momento de salir, Eneas se encuentra con Acates, que entra.

ACATES.- Ah, te buscaba. Todo está dispuesto.

 ENEAS.- Vamos. Es hora de partir.

 Acates se fija en la presencia de Anna. Sale con Eneas, pero al momento regresa solo. Se acerca a Anna, suplicante.

ACATES.- Una palabra, Anna, sólo una palabra y me quedo.

ANNA.- ¿Serías capaz de dejar a tu jefe, abandonar a tus compañeros, renunciar a un futuro tan glorioso? ¿A cambio de qué?

 ACATES.- De ti.

 ANNA.- Yo sólo soy un fantasma.

ACATES.- Tú eres lo más real y precioso que he conocido nunca.

 ANNA.- Un fantasma de tu mente…hecho con los vacíos de tu alma.

 ACATES.- Te necesito, Anna. Una sola palabra y me quedo…¿Qué dices?

 VOZ DE ENEAS.- Acates…Zarpamos…

 ACATES.- Por favor…¿no respondes?

 ANNA.- Te llama…No le hagas esperar…¡Vete! ¡Huye!…. (para sí)) ¡Líbrate del dios de Dido!

 Acates se va por la derecha. Se oye voces y cantos de hombres y golpes de remos contra el agua, sonidos que irán disminuyendo a lo largo del parlamento de Ana.. Ana se desplaza un poco, como para ver zarpar las naves, y sus primeras palabras las dirige hacia ese lugar.

ANNA.- Adiós, Eneas. Ve con tus naves, tus hombres y tus sueños lo más lejos que puedas. Sin duda te espera una vida gloriosa…a ti o a los hijos de los hijos de los hijos… Aquí no dejas nada… Sólo a esa mujer que desde la torre ve cómo navegas… mientras ella naufraga. Sólo a esa mujer, que tú has vaciado de lágrimas y de vida…No te culpo: haces lo que debes, lo que te está ordenado. Todas las víctimas lo hacen…También Dido…(se vuelve en dirección al palacio y ve que, de la torre, empieza a elevarse una columna de humo). Eneas, si por un momento pudieras apartar la mirada de la ruta prometida, y volverla a esta ciudad que pudo ser tu patria, verías cómo desde su torre más alta se eleva, convertida en humo y en cenizas, la que pudo ser tu esposa. No te culpo: haces lo que debes, lo que te está ordenado. Todas las víctimas lo hacen…Y, sin embargo, hay un lugar donde los dioses callan, con el silencio de aquello que no existe, un lugar transparente donde se ve danzar a las Didos y los Eneas, sin que se oiga música ni ritmo: siguen tal vez la melodía que un dios invisible les sopla en los oídos…Pero vivís, todas las Didos y todos los Eneas vivís la realidad cruda…Anna sólo os sueña…No os puedo culpar, figuras de mi sueño: hacéis lo que debéis, lo que os está ordenado… Los dioses no perdonan.

                                                                                                               

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Los dioses. Un capricho neoclásico

… es una carta de amor y de reproches, como la mayoría, la que Dido, reina de Cartago, dirige a Eneas, su enamorado ferviente hasta que un dios le recuerda su misión política (nada menos que fundar un reino que dará origen a la futura Roma). El episodio lo trata también Virgilio en la Eneida – y está claro que Ovidio lo tiene en cuenta –, pero lo curioso es que en ambos poetas (el “oficial” y el luego maldito por el poder), la visión de la historia es casi idéntica. El idilio perfecto se rompe porque, de pronto, el enamorado recibe el aviso divino que le recuerda su destino. El hombre ha de partir, olvidando promesas y ternuras. La mujer, incrédula (más en La Eneida), pone en duda que los dioses se ocupen de esas cosas. Pero el hombre tiene que construir la historia…

Cortada y pegada de mi ensayo Ovidio y Wilde, dos vidas paralelas, esta es la sinopsis mínima que se puede dar de la historia de Dido y Eneas. Contada por Virgilio y Ovidio es una historia sencilla, clara, en torno a tres personajes: Eneas, el héroe troyano que arriba a Cartago, donde queda prendado y entretenido una temporada en brazos de la reina Dido y casi olvida su sagrada misión; Dido, la reina que acoge al viajero y del que cae perdidamente enamorada, y Anna, hermana de Dido, mujer de gran personalidad y que parece destinada a ser el eje en torno al cual gira la historia.

Con el Barroco, la cosa se complica, naturalmente. En la ópera de Purcell, por ejemplo,  aparecen una brujas que lo van enredando todo.  http://www.youtube.com/watch?v=uQ8r3J85rwE . El caso es que entre los siglos XVII y XVIII el tema alcanzó una popularidad enorme, como lo demuestra el hecho de que el libreto que escribió Pietro Metastasio fuera utilizado por unos setenta compositores.  http://www.youtube.com/watch?v=_PK_Kdfnrzo

Pero yo, no sé por qué, me imaginé la historia en formato neoclásico, al estilo de Racine. Y en esta línea, me dio por escribir la tragedia en cinco actos que creo que debería haber escrito el francés. No está en la lista de mis obras que figuran en este Blog, porque siempre la juzgué un mero entretenimiento quizá indigno de salir a la luz. Pero hace unos días, al releer las escenas finales me dije ¿por qué no?

Así que he escogido precisamente el final de la tragedia para mostrarla al mundo (al reducido pero selecto mundo de mis lectores), porque creo que en ese fragmento se da una idea cabal del  contenido, el tono y la intención de la obra.  En él aparecen Anna, en el intento, que sabe imposible, de retener a Eneas, y éste, definitivamente embriagado, alienado, por la importancia de su misión.

La tragedia lleva por título LOS DIOSES. No la juzguéis severamente. Solo es un capricho. Un capricho neoclásico.

Próximamente, aquí mismo.

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