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Sabato o los túneles del alma II

el tunel edhasa

Treinta y siete años después, he vuelto a leer El túnel. En el mismo ejemplar (fechado por mi mano el 19-IV-77), pero con ojos distintos. El protagonista me ha parecido más enajenado aún que en la otra ocasión; el lector, mucho más tranquilo y distanciado.

Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne… Con estas palabras inicia el protagonista el relato de una pasión, de una obsesión autodestructiva. Desde el principio, se nos muestra como una mente poseída por la lógica, una lógica que pretende aplicar rigurosamente a los acontecimientos y sentimientos humanos, con los efectos catastróficos previsibles. En una exposición de sus obras observa como, ante uno de los cuadros, una mujer – de 26 años, imagina; él tiene 37 – queda como encantada ante un detalle que él considera muy importante y que nadie había advertido. La mujer desaparece. Pero él no cesa en la búsqueda hasta que la encuentra. La atracción es mutua; el amor también. O eso piensa el lector. Castel, no. Castel piensa que ella puede no ser sincera; que quizá oculta algo. Desde el primer momento pone en marcha su trepidante maquinaria lógica para hallar los hechos que confirmen sus sospechas. María está casada. María cambia de pronto de tono de voz cuando habla por teléfono. María sonríe cuando él le comunica una de sus angustias, es decir, él tiene la seguridad de que acaba de sonreír cuando de pronto la mira. María suele ir a la estancia de un primo con el que alguna relación debe tener. María y la prostituta han tenido una expresión semejante; la prostituta simulaba placer; María, pues, simulaba placer; María es una prostituta. La mente de Castel discurre por un túnel que le aísla de la realidad viva donde se mueve María… En todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío, el túnel en el que había transcurrido mi infancia, mi juventud, toda mi vida. Castel tiene que matar a María.

Ernesto Sabato nació en Rojas, Argentina, el día de San Juan de 1911, hijo de emigrados italianos procedentes de Calabria. De su infancia solía recordar la extrema severidad del padre, las pesadillas y terrores nocturnos y algunas crueldades que cometió o soñó, quizá no muy infantiles.

Cursó estudios secundarios en La Plata, donde el profesor Henríquez Ureña le introdujo al mundo de las letras mucho antes de que el joven estudiante pensase adentrarse en él. En 1929 ingresó en la Facultad de Ciencias Físico-Matemáticas de la Universidad de La Plata: el mundo platónico de los números se le antojaba el mejor antídoto contra la turbulencia de la realidad y de su propio espíritu. Pero no pudo evitar el combate de lo real. Se unió a un grupo comunista, y en 1933 viajó a Bruselas como delegado del Partido Comunista Argentino. Allá mismo, sus dudas sobre la deriva del estalinismo se resolvieron definitivamente: huyó a París – empezaba a ver cómo las gastaba el Partido – y poco después regresó a Argentina.

En 1938 obtuvo el doctorado y, con una beca universitaria, volvió a París. De día trabajaba en los laboratorios Curie, mientras de noche frecuentaba los ambientes artísticos, principalmente surrealistas, de la ciudad. En 1940 regresa a Argentina. Aunque aún da clases sobre relatividad y física cuántica en cursos de doctorado, ese mismo año decide dedicarse por completo a la literatura abandonando la ciencia, ante el asombro e incomprensión de sus colegas científicos.

En 1945 publica el ensayo El Uno y el Universo, primero de los varios que escribiría desde entonces en torno a unos pocos temas fundamentales: principalmente, el peligro de deshumanización que conllevan un pensamiento y una sociedad dominados por la tecnología – o la tecnolatría, como le gustaba precisar – y la función del arte y el sentido de las ficciones novelísticas. Hasta 1948 no publicó su primera novela, El túnel, que pronto, gracias al interés y admiración que despertó en Albert Camus, se tradujo al francés y alcanzó resonancia internacional. En 1961 se publica Sobre héroes y tumbas, obra por la que fue calificado como uno de los mejores novelistas del siglo. En 1974 aparece su tercera y última novela, Abaddón el exterminador, que también leí, pero de la que guardo una impresión confusa y nada estimulante. A partir de ahí, su prestigio internacional no cesó de crecer a través de numerosos reconocimientos y distinciones, como el Premio Cervantes en 1984.

En 1983, el  prestigio alcanzado y su actitud combativa siempre en defensa de la verdad y de los seres humanos menos favorecidos le llevó a la presidencia de la CONADEP (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas), que investigó las “desapariciones” achacadas a la recién destituida dictadura militar y cuyas conclusiones se publicaron en el informe Nunca más, base principal del juicio que se inició contra los militares de la Junta. En 1998 se publicó su última obra, Antes del fin, especie de memorias en las que quizá se acentúa el tono pesimista y desgarrado de su escritura.

Lo que nunca se sabrá exactamente es lo que no publicó. Y es que, a lo largo de su vida de escritor, Sabato entregó a las llamas más páginas que a la imprenta – costumbre que estaría bien que adoptasen ciertos escritores de hoy -, y sólo la insistencia, las súplicas de su esposa Matilde, logró salvar de la hoguera una obra absolutamente genial como Sobre héroes y tumbas.

Habiendo abandonado por completo la escritura desde la redacción de sus memorias, durante los últimos años de su vida se dedicó más que nunca a su otra afición artística: la pintura. Ernesto Sabato murió el 30 de abril de 2011. Faltaban menos de dos meses para que cumpliese cien años.

Una de los aspectos para mí más misteriosos de Sabato es cómo pudo – cómo puede – subyugarme un escritor tan tremendista, tan apocalíptico, un novelista tan falto de humor. No consigo descifrarlo. Bien, quizá haya de empezar por detectar y erradicar ciertos prejuicios. Sobre mí y sobre la literatura. Quizá haya que reconocer, en fin, que hay muchas moradas en la casa del Señor.

(De Los libros de mi vida )

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