Arthur Schopenhauer nació en Danzig (hoy Gdansk) en 1788. El padre, Heinrich, comerciante acomodado de gustos cosmopolitas (le puso “Arthur”, porque el nombre era igual en por lo menos tres idiomas), siempre pensó en él como continuador del negocio familiar. La madre, Johanna, era culta y con gustos artísticos y sensibilidad literaria. De hecho, llegó a ser una novelista bastante célebre en su época. Siendo Arthur muy pequeño se trasladaron a Hamburgo, pues al padre no le gustó nada la anexión a Prusia de Danzig, hasta entonces ciudad libre bajo el poder nominal de Polonia. En Hamburgo emprendió el joven Arthur la senda formativa trazada por el padre, y que no era nada de su gusto. No se veía como gran comerciante; más bien le interesaba desentrañar los misterios de la vida y del universo. Pero el padre murió, parece que por suicidio, en 1805, y al poco tiempo el hijo cambió los estudios mercantiles por los filológicos. Con la complicidad de la madre, por cierto.
Y sin embargo, las relaciones entre madre e hijo fueron siempre tormentosas, sobre todo en la breve época en que coincidieron en Weimar, donde Johanna se había establecido, convirtiendo su casa en centro de reuniones de la la sociedad intelectual y artística de la ciudad, cuyo rey era sin discusión un Goethe ya sexagenario.
Allá lo conoció Arthur, a sus 25 años, y allá empezó una relación breve y no muy profunda en la que, no obstante compartir algunos postulados, cada uno se mantuvo siempre en sus posiciones. Cuando, pocos años después, Arthur le envió su obra fundamental con el ruego de que le comunicase su opinión, Goethe eludió la respuesta, actitud que no parece muy cortés, pero que iluminó a este que escribe para convertirla en leitmotiv de la novela antes citada.
Ya antes de su estancia en Weimar, Arthur había estudiado medicina en la universidad de Gotinga y luego filosofía en la de Berlín. Y en la de Jena había obtenido el doctorado con una tesis sobre epistemología, La cuádruple raíz del principio de razón suficiente.
Su obra fundamental, El mundo como voluntad y representación, la escribió durante los cuatro años que vivió en Dresde (1814-1818) y en ella puso toda su ilusión y sus esperanzas. Estaba convencido de que iba a causar una conmoción total, una revolución copernicana en el mundo del pensamiento. Lo que ocurrió fue todo lo contrario. Nadie se enteró. La obra pasó desapercibida en los ámbitos filosóficos y literarios.
Viajó a Italia, donde permaneció casi un año. Pero a su regreso todo seguía igual. Entonces, no obstante no tener ninguna simpatía por la vida universitaria, se presentó como profesor en la universidad de Berlín. Por dos razones: asegurarse unos ingresos para complementar la relativamente modesta fortuna heredada del padre (que de hecho le duró toda la vida) y dar a conocer la gran filosofía que se contenía en el libro, que apenas nadie había leído. Además, intentó competir con su odiado Hegel. Fracasó, y a los pocos meses abandonó.
Después de recalar en varias ciudades, en 1831, huyendo del cólera que, curiosamente, se cobró la vida de Hegel, se estableció en Frankfurt, donde pasó el resto de su vida.
A partir de 1851, después de una segunda edición de su obra fundamental en 1844, y de la publicación de una recopilación de máximas morales, empezó a sonar su nombre como filósofo original. Y su fama fue creciendo rápidamente, de manera que, a su muerte, ocurrida en 1860, era quizá el filósofo más célebre de Alemania y, por consiguiente, de Europa.
En sus años de oscuridad no había dejado de reflexionar y de escribir. Pero el el texto básico ya estaba fijado, lo que entonces escribía eran comentarios y ampliaciones. Así, sobre moral (Los dos problemas fundamentales de la ética), sobre la manera en que las ciencias naturales corroboraban su filosofía (La voluntad en la naturaleza) y sobre una gran variedad de temas, desde propiamente filosóficos hasta literarios y de costumbres, reunidos bajo el título griego de Parerga y paralipómena.
Y ahora, al igual que he hecho con los otros dos pensadores que forman parte de los autores de mi vida (Teilhard de Chardin, más bien científico, y Karl Marx, más bien sociólogo), cabría esperar que diese un apretado resumen del pensamiento de Arthur Schopenhauer. Pero ¿se puede resumir un sistema filosófico como el de ese señor en unas cuantas líneas? Veamos.
El mundo, todo lo sensible, el universo entero ha de contemplarse como las dos caras de una moneda. Por una parte es representación (el “fenómeno” kantiano), es decir, algo que está en mi cerebro y cuya relación con la realidad, con la cosa en sí, es problemática; por otra parte es esa “cosa en sí”, (el “noumeno”, kantiano), incognoscible por definición, dado que no es representación. Hasta aquí, Kant.
El punto de partida original de Schopenhauer consiste en su afirmación de que sí podemos saber algo de la cosa en sí. ¿Cómo? Para empezar, observando nuestro propio cuerpo, cómo se mueve, cómo sus órganos funcionan, cómo busca el bienestar, cómo rechaza el malestar, cómo huye del dolor, cómo quiere el placer, cómo quiere vivir por encima de todo, cómo quiere… mi cuerpo es voluntad de ser, y esa voluntad es la esencia íntima de su existencia y de todo lo existente…
Y aquí lo dejo. Porque compruebo que no hay manera de encajar la teoría schopenhauriana dentro de las reducidas dimensiones que he asignado a esta especie de ensayo. El que quiera más tiene varias opciones: o recurrir a las obras del mismo filósofo (preferible) o a las de algún tratadista que lo trate (menos recomendado), o bien leerse las páginas 109-124 [103-117 de la edición de Piel de Zapa] de mi libro antes mencionado. Esta última opción tiene la ventaja de que la explicación la acomoda el personaje Schopenhauer al presunto entendimiento de su fiel perrito, con lo cual el nivel de accesibilidad queda asegurado.¡Buena lectura!
Johann Wolfgang von Goethe nació en Frankfurt del Main el 28 de agosto de 1749, en el seno de una familia de clase media acomodada (su padre había sido consejero municipal). A los 16 años empezó a estudiar derecho en Leipzig, donde disfrutó de la alegre vida estudiantil y tuvo su primer amor, tan sentido como luego literario, Kätchen, a la que sin duda tuvo presente al concebir a la protagonista de la primera parte de Fausto. Renunció a ella, en un gesto que luego se había de repetir en diferentes formas a lo largo de su vida.
De vuelta a Frankfurt, pasó una larga temporada cobijado en el hogar paterno sin dedicarse a nada en concreto, aunque siempre aprendiendo y absorbiéndolo todo. Durante el año que a continuación vivió en Estrasburgo prosiguió sus estudios, conoció a Herder, con el que había de mantener una amistad ininterrumpida, si bien con altibajos, y se enamoró de una joven llamada Federica de quien, antes de pasar a mayores, y como ya empezaba a ser costumbre, huyó sin apenas despedirse.
Después de demorarse un año en Frankfurt con su flamante título de abogado, se traslada a Wetzlar para realizar prácticas jurídicas en el tribunal imperial de apelaciones. Durante la estancia en esa localidad, recién cumplidos los 23 años de edad, se enamora de Charlotte Buff, joven que ya estaba comprometida, y sus vivencias dan lugar, más de un año después, a la creación de la novela Las desventuras del joven Werther, que acaba con el suicidio del protagonista. En la realidad el asunto terminó con la huida de Goethe, recurso en el que el escritor ya tenía cierta práctica.
La novela fue un éxito absoluto. Quizá el primer superventas a corto plazo de la historia editorial. Sin grandes medios de comunicación de masas, sin promociones ni estudios de mercados entonces inexistentes, la novela se propagó al instante por toda Europa, alcanzando cifras que hoy pueden parecer modestas, pero que entonces no lo eran. Fueron los jóvenes especialmente quienes se sintieron tocados por el drama del joven suicida. Muchos adoptaron la indumentaria del protagonista, frac azul y chaleco amarillo, y una extraña ola de suicidios, quizá magnificada, se extendió por Europa. Si añadimos a esto que, meses antes, había estrenado con éxito su primer drama (Goetz von Berlichingen), tenemos que, a los 25 años, Goethe se había convertido en uno de los autores más famosos de Alemania. Los inicios de esta fama los disfrutó en su ciudad natal, en Suiza y con la representación de un nuevo noviazgo de final previsible.
Estando de nuevo en Frankfurt, pasó un príncipe azul y se lo llevó consigo. Era el Duque Carlos Augusto, inminente soberano del pequeño estado de Weimar-Sajonia-Eisenach, uno de los muchos principados en que se hallaba dividida Alemania en aquella época. La verdad es que las tierras germánicas constituían un impresionante galimatías político, entre pequeños estados más o menos soberanos, ciudades libres, teóricamente dependientes del Sacro Imperio, y los dos grandes polos del poder político: la Austria de los Habsburgo (metrópoli del ya casi inexistente Sacro Imperio Romano Germánico), y la Prusia de los Hohenzollern, poder emergente que, un siglo después, había de ser la fuerza aglutinante del nuevo estado alemán.
El caso es que en octubre de 1775, a los 26 años de edad, Goethe abandonó Frankfurt para establecerse en Weimar, donde había de pasar el resto de su vida.
Durante los primeros años las relaciones entre el príncipe y el poeta fueron más que buenas. Ambos eran jóvenes, inquietos (relativamente en el caso del poeta), y amigos de los placeres. Pero en lo básico eran dos personalidades muy diferentes. Mientras Goethe, con todos sus altibajos, debidos en parte a sus obligaciones político-burocráticas en el ducado, seguía atento a la evolución de su personalidad y a la comprensión total del mundo, Carlos Augusto permanecía encerrado en la esfera de la caza (sustitutivo de las hazañas bélicas que tanto deseaba), la buenas mozas y otros placeres estrictamente mundanos. Con el tiempo, la cálida amistad de los primeros años se convirtió en una cortesía distante por parte de ambos, lo que no impidió que Goethe mantuviese toda su autoridad en el ducado como eficaz gestor de tareas públicas y, en los últimos años, como figura de gran prestigio – con seguridad la más alta de Alemania – que atraía personalidades de toda Europa y había convertido Weimar en un centro cultural de primer orden.
Durante los casi sesenta años que permaneció en Weimar, con salidas esporádicas – la más decisiva, el viaje a Italia – alternó o compaginó la actividad literaria con la pública-política (como ministro, diríamos hoy) en campos tan distintos como la minería, las finanzas, la agricultura, la instrucción pública, y dirigió el Teatro de Weimar. Interesado desde siempre por la ciencia, dedicó al estudio de la naturaleza y en especial a la óptica, más tiempo y entusiasmo que a la producción literaria, que iba fluyendo a su ritmo natural sin apenas esfuerzo.
Procuró proteger la vida íntima de la curiosidad cortesana, manteniendo amores epistolares-platónicos con damas más o menos aristocráticas. Pero finalmente se unió con una modista con la que, tras años de convivencia, contrajo matrimonio, obligando, por así decirlo, a la buena sociedad de Weimar a aceptar a la flamante señora Goethe. (Fue en este aspecto decisiva la actitud de Johanna Schopenhauer, madre del filósofo, quien, ante el dilema que se le presentaba a aquella sociedad, sentenció: “Si Goethe le ha dado su apellido, bien podemos nosotras ofrecerle una taza de té”). Tuvo un hijo, que no heredó ninguna de las cualidades del padre.
Su último enamoramiento, a los 73 años, de una joven de 18, no acabó ni en renuncia ni en realización, sino que dio a luz a uno de los poemas más hondos y exquisitos de la literatura universal: la Elegía de Marienbad.
Y al término de una trayectoria vital larga y plena en casi todos los sentidos, Goethe murió el 22 de marzo de 1832, después de trazar con el dedo unos signos en el aire, quizá los últimos versos.
Releo lo escrito y siento que algo no ha ido bien: no he sabido trasmitir toda la grandeza del escritor, ni siquiera toda la importancia que ha tenido para mí. En otros casos, en menos páginas, he sabido dar una visión correcta o comprensible del autor correspondiente, o eso me parece. Ahora, no. Goethe es tan grande que ni siquiera una mirada desde muy lejos puede abarcarlo.
No solo fue poeta, aunque lo fuera por encima de todo. Hombre de acción, organizador, investigador de la naturaleza, filósofo sin sistema, creía sobre todo en lo que veía. Pero su visión era tan clara y aguda que veía mucho más de lo que en general se creía. Suya es la idea de que no hay que buscar una teoría tras los fenómenos, porque los fenómenos ya son la teoría. Y entre las cosas que “veía” estaba esa alma del mundo, que el investigador especializado, el erudito del detalle nunca podrá descubrir, porque no sabe:
Que ningún detalle aislado permite encontrar diferencia entre el hombre y el animal; que, por el contrario, el hombre aparece estrechamente ligado con la bestia. Solamente la armonía del conjunto hace de un ser lo que es […] Toda criatura no es más que una nota, un matiz de una gran armonía que es preciso estudiar, a su vez, en sus grandes líneas, bajo pena de no hallar más que letra muerta en los detalles tomados aisladamente.
Ahí reside la diferencia entre el estudioso solo atento a lo que tiene delante y el sabio-poeta que posa la mirada sobre el todo al mismo tiempo que sobre el detalle. Ahí la diferencia entre Goethe y casi todos los científicos y pensadores; ahí la enorme distancia entre el dios viviente en los libros y el tímido estudiante que no sabía qué iba a ser de su vida.
La vida, ¿la dirige uno mismo? ¿O ya está todo escrito? Y el dios avanza la poética respuesta:
Como azuzados por invisibles espíritus corren raudos los caballos del tiempo, arrastrando el carro leve de nuestro destino, y a nosotros solo nos queda retener animosos las riendas y dirigir el carro tan pronto a la izquierda como a la derecha, salvándolo aquí de una piedra, allí de un vuelco. ¿Adónde va? ¡Quién lo sabe! ¡Apenas recuerda de dónde viene!