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Día de Muertos

El 2 de noviembre, Día de Difuntos según la Iglesia católica y las tradiciones populares de muchos países, día en que, según dicen, los muertos pueden aparecerse a los vivos para saldar asuntos pendientes, me parece muy adecuado para reflexionar sobre la muerte, ese acontecimiento tan importante y decisivo en nuestras vidas. A tal efecto he pensado enlazar aquí algunas de mis reflexiones particulares que han ido apareciendo en mi blog. Nada del otro mundo.

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Un mundo que se acaba

Cada edad de la vida tiene sus prejuicios y sus manías. Conviene, por ello, que desde muy joven vaya uno observando a los mayores a fin de no caer tontamente en unos y otras cuando le llegue la hora.

La hora me ha llegado, pero como siempre he practicado el consejo que acabo de dar, creo que he salido indemne de los más destacados prejuicios y manías propios de la edad.

El principal, considerar que, a lo largo del tiempo vivido, todo en la sociedad y en el mundo se ha ido deteriorando, que todo irá a peor y, en fin, que sin ningún género de dudas “cualquiera tiempo pasado fue mejor”.

No entro en si el contenido de esta idea es verdadero o no, cuestión que corresponde a la filosofía en su eterna lucha entre pensadores optimistas y pesimistas; me refiero al hecho psíquico, es decir, a lo que bulle en la mente del anciano, ajeno, por lo general, a toda disquisición filosófica sobre el tema.

¿Por qué ocurre esto? ¿Por qué piensan así? Simplemente porque confunden el fin de su tiempo, que evidentemente está al caer, con el fin de los tiempos, que quién sabe cuándo y cómo.

Y sin embargo, esta proposición, a todas luces errónea, es defendible desde cierta perspectiva filosófica, y es que, para el individuo, todos los tiempos se contienen en su tiempo, y la extinción de éste supone la extinción de todos, es decir, del mundo. Además, es cierto que siempre hay algo que se acaba.

Fue hace unos años. Estaba leyendo algo de Thomas Mann, un ensayo, creo, cuando de repente me detuve, como sorprendido por una iluminación súbita, y me dije ¿Pero qué haces? ¿Sabes que todo esto ya no interesa nadie? ¿No te das cuenta de que estás solo? ¿que estás atrapado en un mundo que ya no existe? Homero, Cicerón, Dante, Cervantes, Goethe, Tolstoy, el mismo Mann y muchos más son dioses de una religión hoy desaparecida.

El mundo occidental, que fue su patria y el ámbito de su existencia, reniega de ellos; desterró de la enseñanza general el griego y el latín y ha relegado todo lo que huele a sabio humanismo al rincón de los objetos arqueológicos.

El mundo oriental – las potencias del Pacífico asiático – nunca se ha interesado en serio, creo yo, por ese tesoro de Occidente, quizá porque cuenta con su propia cultura tradicional. Y, según dicen, esas potencias están configurando el futuro inminente de la humanidad.

Y yo, adorando a unos dioses que ya casi no existen; que se están desvaneciendo con el mundo que los había engendrado.

Pero seguiré. Porque sé que no desaparecerán del todo hasta que yo mismo no desaparezca.

Como todo lo demás.     

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El eterno retorno (de una idea absurda)

Si realmente el tiempo es infinito, todo lo que puede ocurrir habría ocurrido ya.

Parece que sobre esta afirmación de Schopenhauer edificó Nietzsche su teoría del “eterno retorno”, teoría que ha sido luego admitida a trámite filosófico sin pestañear por serios pensadores que no dudarían en reírse del misterio de la Santísima Trinidad, pongo por caso. Pero yo creo que, para que la proposición citada se considere no una simple suposición sino una posibilidad cumplida, serían imprescindibles dos requisitos.

Primero. Que el tiempo sea en efecto infinito. Y es que hay varias creencias, religiosas o filosóficas, que no lo imaginan así. En el pensamiento cristiano, por ejemplo, se concibe un principio del tiempo, que es el acto creador de Dios, y un final, marcado por el regreso de Cristo y el fin de la historia, del tiempo. Por supuesto que esta creencia no está demostrada. Ni las otras tampoco.

Segundo. Que no se conozca o no se haya entendido en absoluto la concepción del tiempo en Kant y en Schopenhauer.

Obviamente, este último requisito requiere una aclaración. Intentaré darla, pidiendo por adelantado disculpas por mi torpeza en el manejo del instrumental filosófico.

La idea del eterno retorno, como la del tiempo infinito que le sirve de base, o del tiempo finito que la contradice, son hipótesis que se dirían formuladas por alguien exterior a la conciencia humana, que observase el devenir de las cosas y de los individuos.

Pero ese alguien no existe o, si existe, no se dedica a escribir filosofía. Así que esa hipótesis – la del eterno retorno – ha sido elaborada por la mente humana en una clara extralimitación de sus competencias. Y es que para una mente humana despierta – y que haya leído y entendido a K o a S -, el tiempo no es ni finito ni infinito; el tiempo es una cualidad, una característica consustancial al modo de operar del cerebro humano, una especie de foco connatural que permite conocer y distinguir lo que, en sí, es Uno e indistinguible.

Aplicando nuestro congénito foco del tiempo, experimentamos un suceso después de otro, (igual que aplicando el foco del espacio vemos un objeto al lado de otro). Ese es todo el tiempo del que podemos hablar.

El tiempo nace conmigo y muere conmigo. Y si, por un raro milagro, fuese cierto que yo ya había vivido antes o que este instante se me repite, al no tener conciencia o constancia de ello es exactamente igual que si no fuese cierto. Por la misma razón, todas las teorías sobre transmigraciones y similares son absolutamente inútiles. Es mi opinión.

También opino que los filólogos poetas no deberían dedicarse a la filosofía, sobre todo si son psíquicamente inestables. Y no opino más, porque hay mucho nietzscheano por ahí dispuesto a echarme la caballería encima.

Por otra parte, la frase de Schopenhauer que, según parece, está en la base de la teoría de Nietzsche ha de ser entendida en su contexto y en la intención del autor: poner de relieve la contradicción entre la idea de tiempo infinito y la idea de progreso, ya que, de existir el progreso en un tiempo infinito, allá donde hemos de llegar ya habríamos llegado sobradamente. 


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La cabeza cortada de Schopenhauer

Tiene el Filósofo una famosa y enigmática frase, que reproduzco ahora en traducción de Pilar López de Santamaría :

Si yo contemplo un objeto, por ejemplo, un paisaje, e imagino que en ese momento se me cortase la cabeza, yo sé que el objeto permanecería sin cambio e imperturbable: mas eso implica en el fondo que también yo seguiría existiendo. Esto resultará evidente a pocos, pero dicho sea para esos pocos.

Existe para ella una interpretación elemental, que comparto: el yo que muere es el fenoménico, el que subsiste es el yo noumenal. Y sin embargo, ahora, que me he encontrado de nuevo con el problema, se me ocurre que ésa es la solución sencilla, la respuesta de manual, diría, del correcto conocedor del pensamiento schopenhaueriano, pero que la frase – el enigma – guarda en sí muchas más posibilidades, si no de interpretación, sí de reflexión.

Para empezar, la sentencia puede considerarse como una ilustración de la idea tan repetida por el Filósofo de que no hay objeto sin sujeto ni sujeto sin objeto. En el supuesto contemplado, si desaparece el sujeto (cabeza), ha de desaparecer el objeto (paisaje). Pero sabemos que el objeto no desaparece, luego el sujeto (cabeza, es decir, yo) tampoco puede desaparecer.

Muy bien. Pero lo cierto es que, a los no confortados por la fe en la doctrina del maestro, todo les hace temer que ese yo pensante – el único conocido – también desaparece.

Y sin embargo, la cuestión está muy clara en la cabeza de Schopenhauer:  habrá mundo (objeto), viene a decir, mientras exista el sujeto de conocimiento (mente); el hecho de que la mente alojada en un cerebro se extinga por muerte de este órgano no afecta al objeto-mundo mientras otras mentes se lo sigan representando. Sólo la desaparición total del conocimiento que se genera en el sujeto – en todos los sujetos – comportaría la desaparición del mundo, del objeto.

O sea, que todo consiste en colectivizar esa conciencia, que uno creía tan individual, tan personal, para mantener en pie un Yo que, convertido en conciencia global, subsiste para siempre mientras el pequeño yo decapitado se hunde en la nada.

Estas son reflexiones personales con las que muchos pueden no estar de acuerdo (quizá ni yo mismo en otro momento). Pero hay otra, que se me ha ocurrido mientras escribía este comentario, que me parece de una evidencia incontestable. Y es que, con independencia de si el yo noumenal del decapitado existe o no, la cabeza de Schopenhauer sigue tan viva como hace más de ciento cincuenta años; tan viva que parece que sigue pensando y, claro está, dándonos que pensar.

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Schopenhauer, creyente

Cuando me ronda la idea de la muerte, y ya no como idea sino como sentimiento de algo terrible que ha de suceder, vuelvo a la lectura del texto de Schopenhauer “Sobre la muerte y su relación con el carácter indestructible de nuestro ser en sí” (El mundo como voluntad y representación, volumen II, trad. R.R. Aramayo). Y salgo ligeramente confortado. Y digo “ligeramente” porque siempre quedan pendientes dudas, ambigüedades, puntos oscuros, cosa natural, por otra parte, cuando el autor piensa y se explica con honradez.

Pero en esta ocasión, la lectura del texto mencionado me ha sugerido algo más, algo en lo que no había pensado en las ocasiones anteriores y que ahora se me ha presentado como una evidencia incontestable: Schopenhauer es un creyente. Y no sólo en el sentido de que cree en su propia filosofía, cosa inevitable en cualquier pensador y hasta en cualquier persona, sino en el sentido de que su filosofía, requiere la fe del lector.

A lo largo de toda su obra, mediante un proceso en el que combina la intuición directa del mundo (incluido el propio cuerpo), el estudio de las ciencias de la naturaleza y una aplicación estricta de la racionalidad (¡él, el llamado “irracionalista”!), Schopenhauer llega a construir una visión del mundo en la que éste aparece como una dualidad (que en realidad no es tal, pues se trata de dos aspectos de lo mismo): la cosa en sí, incognoscible excepto en su manifestación como voluntad, y el fenómeno, es decir, el mundo empírico, encuadrado en el tiempo, el espacio y la causalidad y objeto de la ciencia.

Al abordar el tema de la muerte aplica, como es natural, el mismo esquema: el individuo desaparece en cuanto fenómeno, pero permanece como ser en sí. Lo que ocurre es que, en el texto mencionado, la afirmación de esta indestructibilidad del ser en sí que hay detrás del individuo adquiere un tono casi religioso, en el sentido de que se ofrece como consolación de una muerte que no es tal, porque oculta la transcendencia e inmortalidad del ser humano.

Pero ¿de qué ser humano está hablando? No del individuo, porque, según su misma teoría, éste es una apariencia, un fenómeno, y la conciencia individual desaparece junto con el cuerpo que la albergó, permaneciendo sólo la cosa en sí inmutable.

Llegado a éste punto, uno se pregunta, ¿para ése viaje se necesitaban tales alforjas? Cierto que la filosofía de Schopenhauer parece alumbrar zonas de la realidad hasta entonces nunca enfocadas con tanta agudeza, precisión y -creo yo- acierto. Pero también es verdad que fracasa en su intento de ofrecer un consuelo “religioso” a los individuos, pues la transcendencia que anuncia puede no importar en absoluto al individuo concreto, que quisiera perdurar, si no en carne y hueso, al menos en un paraíso como el prometido por el cristianismo. O como fuere (¿no dijo Unamuno que prefería el Infierno a la inexistencia?).

Es decir, que, en mi opinión, el componente consolador de la propuesta del filósofo sólo puede funcionar si el lector, aparte de comprensión, aporta toda la fe necesaria. En realidad se han de seguir tres pasos: primero, entender todo el proceso explicativo de su teoría; segundo, aceptar esta teoría (o doctrina, como él solía llamarla), darla por buena, y tercero, sentir que el “consuelo” que pretendidamente nos aporta es realmente efectivo. Porque uno puede entender y aceptar la “doctrina” schopenhaueriana y no hallar en ella – concretamente en el texto mencionado, escrito con esta intención – el menor consuelo. Y es entonces cuando la fe se revela como necesaria. Y es que nuestro filósofo es un creyente y exige que sus seguidores también lo sean.

De todos modos, los que no tengan la fe suficiente para comulgar con su visión del mundo, siempre podrán gozar de una literatura de primer orden, porque es incuestionable que en su escritura hay belleza. En la forma y, en el texto en cuestión, también en el fondo.

Y al pensar esto, es inevitable que vengan a la memoria aquellas palabras de Machado

Los grandes filósofos son poetas que creen en la realidad de sus poemas.

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Nunca entenderemos nada

Del conjunto de su filosofía, que considero consistente y certera – sin suscribirla al cien por cien –, destacan de vez en cuando auténticas perlas que vale la pena recoger. Aquí una:

La solución real, positiva, del enigma de nuestra existencia debe consistir en algo que el intelecto humano no está en absoluto capacitado para concebir y pensar. De tal forma que si llegase un ser de una calidad superior y se esforzara al máximo para instruirnos, no podríamos comprender nada a través de sus introducciones, pues la solución sería trascendente, mientras que el intelecto es inmanente. (Trad. Adela Muñoz Fernández)

 

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Somos inmortales (de alguna manera)

Todos lo hemos oído, y las personas avanzadas en años lo experimentan.

Sí, tengo x años, pero por dentro me siento como si tuviese veinte”, o “como cuando era niño”.

Por lo general, el anciano que afirma eso se cree un caso raro; imagina que los viejos son, por dentro y por fuera, tal como aparentan; que solo él constituye una excepción; que sí, que por fuera puede aparecer tan deteriorado como los demás, pero que en su interior guarda un tesoro que los demás no conocen: la fuente de la vida intacta.

Llegar a la conclusión de que ese sentimiento no es original ni privativo de uno, sino que es general y obligado en todos puede llevarnos a otra conclusión más sorprendente (sorprendente desde el punto de vista del positivismo moderno). Y es que de alguna manera sí somos inmortales. Mi amigo, el doctor Schopenhauer, lo expresa así:

Cuando uno logra alcanzar una edad avanzada siente, empero, todavía en su interior que sigue siendo exactamente el mismo que era cuando joven, incluso cuando niño: esto resulta invariable, pues el núcleo de nuestra esencia permanece el mismo y no envejece con el tiempo, ya que no está en el tiempo y resulta, por tanto, indestructible. (Trad. Adela Muñoz Fernández)

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El juicio sobre este mundo es este mundo

Esta es la sentencia más valiente y atroz acerca de este mundo y de la historia que en él vivimos.

El juicio sobre este mundo es este mundo significa que no hay que buscar razones ni justificaciones ni esperanzas. Hay lo que hay, y punto.

El juicio sobre este mundo es este mundo significa que no ha de haber un juicio final en el que hayamos de ser juzgados por alguien o algo exterior a nosotros; significa que nosotros mismos nos juzgamos con los actos de cada día.

El juicio sobre este mundo es este mundo representa un portazo en las narices de la metafísica. Todo se dirime aquí y no hay más instancias a las que apelar.

El juicio sobre este mundo es este mundo es un varapalo a la idea humana de la justicia. Todo lo que ocurre es justo. No hay otro criterio de justicia.

El juicio sobre este mundo es este mundo significa que la existencia universal no tiene más sentido que su propia existencia.

El juicio sobre este mundo es este mundo es una proposición filosófica tan válida, o inválida, como cualquiera otra. 

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Pensamientos a pares VII

43

Exigente con uno mismo, tolerante con los demás.

Tolerante con uno mismo, exigente con los demás.

Tolerante con uno mismo, tolerante con los demás.

Exigente con uno mismo, exigente con los demás.

Estas son las distintas actitudes vitales. La primera es la más sabiamente humana. La última es, en mi opinión, la peor.

44

La idea del destino presidió la Antigüedad y se prolongó durante siglos bajo el nombre cristiano de Providencia. Hasta que llegó Napoleón y dijo: el destino es la política. Hoy existe la sospecha de que el destino es el mercado.

No es que los antiguos creyesen en el destino, es que lo veían ahí, como vemos el Sol.

45

El escritor no puede pensar en otros destinatarios de su obra más que en aquellos que se le parecen. Si escribe para convencer a extraños, será un vendedor, un político. El escritor auténtico escribe siempre to the happy few.

Preguntar a un escritor, de los de verdad, por qué escribe es como preguntar a un niño por qué juega.

46

Llamo escritor de verdad al que lleva dentro de sí la fuente de la creación, a diferencia del que husmea tendencias o consulta con el editor antes de ponerse a escribir.

El escritor de verdad adapta para sí la máxima de los antiguos navegantes (Navigare necesse est, vivere no est necesse): Escribir es necesario; vivir no es necesario.

47

Las artes viven todavía en la era romántica. Por lo que parece, la subjetividad ha acabado devorando a la objetividad.

El que escribe solo “para expresarse” será un buen “expresador”, no un artista. El arte es otra cosa, de la que forma parte aquella objetividad casi olvidada.

48

Una novela es un objeto verdadero; un relato histórico es, en su mayor parte, fantasía.

Es mucho más honrado, y más certero, escribir una novela que especular sobre las intimidades de personas reales.

49

La fuerza de la moda o de las tendencias dominantes es siempre más poderosa que la de los códigos vigentes.  

La razón nada puede contra el dictado de los tiempos. Es la lucha entre la pálida abstracción del pensamiento y la fuerza torrencial de la vida. 

( Ver anteriores)

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Pensamientos a pares VI

36

Puedo elegir lo que quiero, pero no lo que me impulsa a querer lo que quiero.

La libertad tiene cien caras o versiones. La mayoría, falsas.

37

Una visión pesimista del mundo, más que describirnos el mundo, nos informa sobre la persona que la tiene.

Una visión optimista del mundo, más que describirnos el mundo, nos informa sobre la persona que la tiene.

38

Hay dos clases de males: el mal que reparte la naturaleza y el que causan los malvados. Con todas sus dificultades, es más fácil luchar contra el primero.

El “buenismo” es una palabra inventada por los que practican el “malismo”. (La bondad sospechosa)

39

En la Antigüedad se aparecían los dioses. En los siglos cristianos se aparecían Jesús, la Virgen y los santos. En la era tecnológica se aparecen los extraterrestres. Siempre esclavos de los mitos del siglo.

Cada época tiene su realidad (y su imaginación) indiscutible. Es imposible ver otra distinta desde el interior de la misma época, por muy real que sea.

40

Es evidente que la muerte es un final. Que sea el final depende de los gustos o anhelos del observador.

La esperanza es la virtud de aguardar algo que se sabe que es casi imposible que se presente.

41

Para escribir esto pienso, es decir, procuro someter los procesos mentales a una disciplina.

Por lo general, somos pensados: los pensamientos campan a sus anchas por la mente, sin tenernos apenas en cuenta.

42

No hay ejercicio más sano para el bien de la humanidad que ponerse en el lugar del otro.

Si pudiésemos ver lo que en realidad hay en el interior del otro cesarían las envidias y los odios. Y una inmensa compasión inundaría el mundo de lágrimas.

(Ver anteriores) (Pensamientos a pares VII)

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