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Una ecuación para la muerte

Es seguro que los que viven la vida como la cosa más natural del mundo juzgan igual de natural la muerte. Y en esto sí que aciertan de pleno. Porque la muerte no tiene ningún misterio. De hecho, ni siquiera existe.

Eso de que la muerte no existe es una especie de broma que cuenta con una larga tradición en la historia de la filosofía. Su inventor fue Epicuro y el invento consiste en apaciguar al temeroso con la fórmula siguiente: no tienes nada que temer, porque cuando tú estás la muerte no está, y cuando la muerte está tú no estás.

A primera vista, perfecto. Es como una ecuación, los términos cuadran y nada queda afuera. Nada, excepto los estremecimientos de la vida.

Y es que las matemáticas no tienen en cuenta para nada la corriente vital. Pertenecen al mundo puro, platónico, de las ideas. Por eso no parecen lo más adecuado para resolver, mediante ecuaciones o lo que sea, cualquier problema existencial.

Que no es adecuado se ha visto a lo largo de toda la historia, plagada de filósofos y de multitud de pensadores anónimos que no han parado de devanarse los sesos y de estremecerse los miembros ante el misterio y el temor (o terror) de la muerte, cuando lo hubiesen tenido tan fácil con solo recurrir a la sentencia epicúrea… si ésta funcionase.

Pero, además, hay algo que no se ha tenido en cuenta. O quizá sí y esta suposición es solo hija de mi ignorancia (tanto da, uno ha de asumir su posible ignorancia si quiere hablar de algo en la vida y en los libros, sobre todo teniendo en cuenta el gran número de personas que no callan sin asumir nada en absoluto). Y es que, cuando uno habla de la muerte, puede referirse a dos hechos muy diferentes: el hecho de morirse y el hecho de estar muerto.

El hecho de estar muerto, por ser una situación estática, inanimada, sí que encaja en la ecuación epicúrea. Y es que al que murió hace mil años, por ejemplo, nada le importa la muerte (ésa que está mientras él no está), y al que ahora vive nada le importa que dentro de mil años esté muerto (él está, mientras que la futura muerte no está), o no debería importarle de la misma manera que no le importa que hace mil años no estuviese vivo.

Muy distinto es el hecho de morirse. Aquí no hay ecuaciones ni matemáticas que valgan. Uno siente, quizá entre insoportables dolores físicos, que se va hundiendo en no sabe qué, en la nada probablemente, que todo lo que es y ha sido va a desaparecer y, con ello, el mundo y el universo entero. ¿Pero cómo yo puedo dejar de ser yo? ¡Imposible! El caso extremo de rebeldía ante la muerte aniquiladora lo tenemos en Unamuno, quien llegó a proclamar que prefería las penas eternas del infierno a desaparecer en absoluto, a dejar de ser él.

Para mí, lo más extraño de todo esto es que todavía se desempolve de vez en cuando la sentencia de Epicuro para asombrar al personal con una pretendida solución ingeniosa de la cuestión, cuando lo que se debería dejar bien claro es que en la muerte no hay cuestión, que la muerte es lo más natural del mundo, dada la existencia – natural o no – de la vida.

(De Postales filosóficas: la serie)

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