Archivo mensual: febrero 2014

Los libros de mi vida, segundo paréntesis

de amicisSí, el segundo. Porque el primero, aunque no se decía expresamente, era el que introduje a propósito de la decisión de incluir a Marx en la lista.

Ocurre que en esto del escribir, como en todo en la vida, uno hace su plan y luego, al aplicarlo, se encuentra con una serie de incidencias impensadas que le obligan a variarlo en plena ejecución y hasta a justificar el porqué de las variaciones.

En el primer paréntesis, se trataba de la modificación de la lista de escritores establecida para añadir uno que sin duda debía estar y que yo no había tenido en cuenta. En este segundo, la cosa es más difícil de explicar. Procuraré hacerlo.

En mi declaración de intenciones anuncié que esta especie de ensayo consistiría en “comentarios de los libros y autores que más me han influido, junto con alguna pincelada del momento, personal y social, en que los leí”. Propósito que he cumplido rigurosamente hasta ahora. Pero, de pronto, al encararme con el autor siguiente, me encuentro con que la cosa no va exactamente por ahí.

En efecto, puedo decir que De Amicis o Papini o Goethe han influido decisivamente en mi evolución intelectual y personal. Pero no creo que pueda de decir que, de la misma o parecida manera, me han influido Borges o Musil o Thomas Mann. Entonces ¿por qué los he incluido? ¿Será porque los considero entre los mejores escritores de la historia? Quizá. Pero, si es así, ¿cómo se explica la ausencia de Cervantes o Shakespeare, entre otros varios? No sé… Pero me parece que me estoy imponiendo demasiadas obligaciones, y no hay para tanto.

Solo quería anunciar a la selecta sociedad de mis lectores este mi reciente descubrimiento: que, en adelante, la mayoría de los escritores que han de pasar por aquí no lo harán porque hayan influido en mí decisivamente, ni porque los considere cúspides de la literatura universal (o quizá sí, para mí), sino porque hicieron impacto en mi corazón de lector (y, en algunos casos, en el de escritor) y nunca los podré olvidar.

Por ejemplo, Dostoyevski.

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Oscar Wilde, última etapa

Al salir de la prisión, Wilde comprobó que el mundo que se abría ante él era algo muy distinto del que había dejado dos años atrás. Estaba arruinado. Su esposa, Constance, se había ido con los hijos al extranjero, habiendo cambiado los tres de apellido. El número de amigos y amigas había quedado reducido a la mínima expresión, aunque fieles como nunca y siempre expuestos a la ingratitud del artista. El mundo no le quería; tampoco la Iglesia católica – a la que aún no había decidido ingresar oficialmente –, que le negó una temporada de retiro en Farm Street. Entonces se fue a Francia.

Se estableció en el pueblecito de Berneval-sur-Mer (hoy, Berneval-le-Grand), cerca de Dieppe, donde, visitado y acompañado de continuo por unos pocos amigos, mantuvo los ideales y la esperanza expresados en el párrafo antes citado. Escribe en una carta: Estoy seguro que te alegrará saber que no salgo de la cárcel amargado o desilusionado. Todo lo contrario. En varios aspectos he ganado mucho. […] Toda mi vida, amigo mío, ha sido equivocada. No he sacado lo mejor que había dentro de mí. […] Creo que todavía soy capaz de hacer cosas que os gustarán a todos. Lo cierto es que, en las condiciones en que vive, aún es capaz de crear.

Y lo que crea es sin duda la obra poética más lograda de toda su carrera de escritor: La balada de la cárcel de Reading, una composición inspirada y conmovedora donde, sobre el lúgubre ambiente de la cárcel, planea la extraña y magnética presencia de un hombre condenado a muerte por haber matado a su mujer,

el hombre había matado a lo que amaba

y por eso tenía que morir

¿Con qué extraña convicción escribiría Oscar estos versos? Él mismo, con su obsesión demente ¿no había matado todo lo que amaba y por eso se estaba muriendo entre las rejas de la cárcel y de la vergüenza? Pero, no. Se salvaría. Aquella misma obra era el ejemplo de su prodigiosa resurrección. El cielo azul del verano de Berneval era la promesa más clara de salvación.

Pero llegó el otoño y el cielo se oscureció. Y los amigos que solían visitarle para compartir con él las delicias del verano fueron desapareciendo. Y se quedó solo, quizá recordando los tristes versos de Ovidio:

Donec eris feilx multos numerabis amicos 

tempora si fuerint nubila solus eris.

Pero él no soportaba la soledad. Y el cielo se oscurecía cada vez más y el anunciado aviso de su esposa para reunirse no se hacía realidad. Muy reales en cambio eran las cartas y telegramas de Bosie que le instaban a encontrase de nuevo. Imposible. Él, que tan lúcidamente había diseccionado aquella fatal relación en De profundis – por entonces aún no publicada – ¿se anudaría de nuevo con el mismo lazo? Pero es que estaba muy solo. Y no soportaba la soledad.

Se encontraron en Rouen y poco después viajaron a Nápoles. El episodio acabó como todos los anteriores, con cajas destempladas por parte de Bosie contra su amante porque éste ya no podía mantenerlo. Y esta vez, además, con el hundimiento definitivo de Oscar, que ya no volvería a levantar cabeza, quiero decir, que ya no escribiría más.

En su abatimiento, llegó a imaginarse que, si Constance hubiese llegado a tiempo, quizá se habría evitado el desastre final. Quizá, pero, como él mismo reconoció en una carta, “la cosa ya no tiene remedio, naturalmente. En cuestión de sentimientos y de sus matices románticos la falta de puntualidad es fatal”.

[Ver Constance, esposa de Wilde]

Los tres años transcurridos entre la ruptura definitiva con Bosie y el final los pasó Wilde en París, con breves temporadas en el sur de Francia, Suiza e Italia. Su residencia parisina era una triste habitación del hotel D’Alsace. Para evitar en lo posible aquel decorado deprimente, pasaba casi todo el día afuera, observando la vida animada de la ciudad, o almorzando o cenando con algún amigo, ocasión que siempre aprovechaba para pedir dinero prestado, que él y el amigo de turno sabían que no iba a devolver. No escribió ninguna obra más. Aquel terreno, aquel ambiente era totalmente inapropiado para que el artista siguiese floreciendo. Y se fue marchitando. Y la noche del 30 de noviembre del año 1900 se murió.

En los últimos momentos, de acuerdo con sus deseos, un amigo llamó a un sacerdote católico y, acogido en la Iglesia, le fueron administrados los últimos sacramentos. En más de una ocasión había afirmado que el catolicismo es religión para santos y pecadores, mientras que para la gente respetable ya está bien el anglicanismo. Y él se consideraba un pecador, por supuesto, un pecador con un amor desordenado y culpable por el arte y por la vida.

(De Ovidio y Wilde, dos vidas paralelas)  

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Karl Marx o la marcha de la historia II

El que, educado en el pensamiento idealista, se adentre en el marxismo puede tener una extraña sensación, devastadora o liberadora, según los casos. De pronto, todo se invierte, todo cambia de posición y de importancia, lo que estaba arriba pasa a abajo, lo que estaba abajo pasa arriba. A veces, se puede tener la sensación de que todo se ordena, de que para entender el caos del mundo ha bastado con colocar las piezas en el lugar correcto. Se descubre, en fin, que las ideas no explican el mundo, que es el mundo, la realidad empírica, lo que explica las ideas; que la conciencia (el modo de ver la vida) no determina la existencia; que es la existencia (las condiciones en que uno vive) la que determina la conciencia. Una de las batallas de Marx fue precisamente contra los radicales hegelianos de izquierda, que separaban teoría y praxis y pretendían combatir las ideas con las ideas, igual que hacía el materialista Feuerbach. Y Marx es rotundo: las ilusiones (las falsas ideas) no se desvanecen predicando, sino cambiando las condiciones de vida. Porque en las condiciones actuales el hombre no está capacitado para comprender y liberarse: está alienado.

La alienación consiste en el proceso mediante el cual el ser humano es despojado de algo que le es propio, que pasa a ser extraño, ajeno. La alienación básica es la que se produce en el trabajo asalariado dentro del sistema capitalista, en el cual el trabajador se ve despojado de parte del producto de su trabajo, que va a incrementar el capital. También el estado y la religión son formas de alienación, en cuanto el individuo transfiere sus atributos propios a una superestructura social o a un ser supremo inexistente.

La alienación es consecuencia de las relaciones de producción que se dan en cada momento de la historia y que en el tramo actual se da en el conflicto entre capital y trabajo. La historia de la humanidad avanza movida por las contradicciones que surgen entre las fuerzas productivas (instrumentos, maquinaria, productores) y las relaciones de producción (la forma en que los hombres se relacionan sobre la base de esas fuerzas productivas). Ese movimiento o avance es de naturaleza dialéctica (concepto tomado de Hegel, pero que Marx desidealiza o invierte, pues no se trata del avance de la idea hacia el Absoluto, sino del progreso de la realidad material hacia la emancipación total de la humanidad).

Una sociedad determinada (tesis) lleva en su seno la fuerza nueva que la combate y la niega (antítesis), la cual se constituirá en nueva tesis que a su vez será negada y superada. La sociedad esclavista de la antigüedad dará lugar a la sociedad feudal, y en el seno de ésta se formará la burguesía que irá ascendiendo hasta constituirse en nueva clase dominante. La burguesía, cuyo rasgo definitorio es ser propietaria de los medios de producción, ha engendrado necesariamente el proletariado, la parte de la sociedad que no posee nada más que su fuerza de trabajo. Pero el mismo proceso de acumulación capitalista hará que la evolución de las relaciones de producción (cada vez más capital concentrado en menos manos) favorezca la ascensión definitiva del proletariado a clase dominante.

La historia de la humanidad, que hasta entonces no habrá sido más que la historia de la lucha de clases, dará un salto cualitativo con la toma del poder por parte de la clase trabajadora. Y tras un período de “dictadura del proletariado” (que Marx concibe como modo de acabar con la “dictadura de la burguesía” que para él es la democracia parlamentaria), durante el cual el estado socialista eliminará por completo la propiedad privada, se llegará a la sociedad comunista, fase final en la que el mismo estado habrá desaparecido y los seres humanos, finalmente emancipados, podrán desarrollarse en libertad.

Karl Marx nació en Tréveris (Trier), Alemania, en 1818, hijo de un abogado que había renunciado al judaísmo para poder ejercer. Estudió en las universidades de Bonn, Berlín y Jena. Licenciado en filosofía, en 1841 se doctora en Jena con una tesis sobre las diferencias entre las filosofías de la naturaleza de Demócrito y Epicuro. Trabaja como periodista y es redactor jefe de La Gaceta Renana, puesto que se ve obligado a abandonar por sus opiniones izquierdistas.

En 1844 se casa con Jenny von Westphalen, de familia aristocrática (hermana del ministro del interior de Prusia), con la que forma una pareja de entendimiento y armonía ejemplares, pese a las penalidades económicas y familiares – muerte de varios hijos – que tuvieron que soportar.

Emigra a París, de donde es expulsado, y a continuación a Bruselas, donde conoce al que habría de ser el perfecto colaborador y gran amigo Friedrich Engels. Junto con éste, acepta el encargo de la Liga de los Justos, luego Liga Comunista, de redactar el Manifiesto Comunista. Su publicación coincide con los movimientos revolucionarios que en 1848 se producen en diversos países de Europa, principalmente en Alemania.

Expulsado de Bélgica, pasa a Renania, donde funda la revista La nueva gaceta renana. En 1849 es arrestado, acusado de rebelión armada. Absuelto y expulsado del país, marcha de nuevo a París, de donde también es expulsado. En 1850, se establece en Londres donde residirá el resto de su vida.

Siempre en colaboración con Engels, de quien además recibe la ayuda económica imprescindible para subsistir, prosigue sus actividades intelectuales – escribe, entre otras obras fundamentales, El Capital, del que solo conocerá la publicación del primer volumen en 1867 – y organizativas, colaborando en la constitución de la I Asociación Internacional de Trabajadores, de corta vida debido a las discrepancias de los sectores anarquistas. Escribe también para varios periódicos de Europa y Estados Unidos. Muere en Londres en 1883.

No hay duda de que el marxismo – en el que a veces se incluyen aspectos que el mismo Marx no suscribiría – ha sido la ideología más influyente en el siglo XX. Pero si bien ha servido para poner un muro de contención a cierto capitalismo salvaje – muro que ya no existe -, los intentos de aplicación práctica a la sociedad humana han fracasado por completo.

¿Por qué? No sé. Quizá por la imposibilidad de aplicar una utopía, por muy racionalmente fundamentada que se presente; quizá por esa extraña tendencia que tienen los pastores a convertirse en lobos; quizá por la impaciencia de alcanzar unos resultados sin respetar los ritmos cósmicos.

Sí, quizá fue la impaciencia.

Lo dijo Kafka:

Por la impaciencia perdimos el Paraíso; por la impaciencia no podemos recuperarlo.

(De Los libros de mi vida)

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Karl Marx o la marcha de la historia I

Si he de ser sincero, lo que alborotaba a mi alrededor a los veinte años no era nada especialmente interesante. Todo lo impregnaba la triste mediocridad de una burguesía muy bien acomodada al Régimen de Franco.

Una representación de los vástagos de aquella burguesía estaba allá, estudiando derecho para labrarse un porvenir “digno” o, en algunos casos, para quién sabe qué. La gran mayoría del estudiantado era más bien grisácea; fuera de ella destacaban el colorido sector de los “pijos” y el pequeño y austero sector de los “políticos”; éstos se dividían en extrema derecha (principalmente falangistas, quienes de hecho ya habían perdido el control de las organizaciones estudiantiles) y extrema izquierda. Y entiéndase que para el bien pensante de la época toda izquierda era extrema.

Pasé los tres primeros de los cinco cursos cómodamente embutido en la masa grisácea sin apenas más relación que con unos pocos compañeros que ya lo eran del colegio. En el cuarto empecé a asomar la cabeza al exterior, y lo primero que encontré fue unos raros ejemplares que, siendo más bien políticos de derechas, no eran en absoluto falangistas y aun negaban ser políticos. Pertenecían a una especie de club católico elitista al que ellos mismos denominaban La Obra y se dedicaban entre otras cosas a captar nuevos socios entre los estudiantes que consideraban más valiosos y adecuados a sus fines, por lo que siempre les agradecí que se fijasen en mí. Pero enseguida se vio que un entendimiento era imposible. Yo me estaba ya formando mi visión del mundo y, más que un mundo, lo que ellos me ofrecían era una cárcel en la que el carcelero dogma vigilaba de continuo al prisionero pensamiento.

Entonces volví la vista a la izquierda y me encontré con algo muy diferente. En general eran personas como yo, que aspiraban a una racionalidad que sustituyese la sinrazón cotidiana, que no estaban de acuerdo con la estructura política y social vigente y que, en muchos casos, deseaban cambiarla, con los riesgos que ello comportaba. Para presentarse a tamaño combate, cada cual iba provisto de una doctrina más o menos asimilada, desde un cristianismo progresista hasta un comunismo ciegamente moscovita. Pero había algo que, de una u otra manera, lo impregnaba todo, lo dominaba todo, lo explicaba todo: el marxismo.

No hacía mucho que yo había empezado a conocerlo y, visto que era asignatura imprescindible en el mundo de la izquierda estudiantil que empezaba a frecuentar, me apresuré a profundizar en él.

Profundizar es un decir. Porque confieso que lo único que leí de autoría directa de Marx fue el Manifiesto Comunista y algunos artículos periodísticos. Y sin embargo, sí que pude hacerme con una idea global amplia y correcta de la filosofía marxista, pero fue gracias a dos excelentes tratadistas y a mi conocimiento del francés: Jean-Yves Calvez, jesuita (¡otra vez!), con su obra La Pensée de Karl Marx, y Henri Lefevre, teórico marxista, con su resumen, Le Marxisme, publicado en la popular colección Que sais-je. (continúa)

(De Los libros de mi vida)

 

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Marx también o, por fin, veintiuno

Desde que el viejo Pitágoras se fijara en ellos, los números no han cesado de fijarse en nosotros. Yo no me considero numerólogo, ni astrólogo, ni supersticioso en general. Y sin embargo, en muchas ocasiones me siento prisionero de sus poderes. O sea, siento – que no, razono o deduzco – que para las cosas importantes no sirve un número cualquiera.

El ocho, por ejemplo, es un número cualquiera. Esto es lo que me ha impedido dar por concluida una obra formada por relatos independientes. Eran ocho y no se me ocurría el noveno. Así que tuve que dejarla inconclusa y sin intentar su publicación. ¿Y por qué habían de ser nueve y no podía dejarla en ocho, tratándose de relatos independientes? No sé, quizá porque el nueve es múltiplo del tres, número clave por excelencia, que se lo pregunten a Dante, si no. A mí no me lo pregunten, porque francamente no entiendo nada.

Que no entienda no quiere decir que no sufra. Y es que algo parecido al sufrimiento es lo que sentía cada vez que repasaba la lista de los autores que habían de integrar Los libros de mi vida.  Veinte. Nada más y nada menos que veinte. Y veinte es un número cualquiera, eso salta a la vista. Recuérdese al pobre Neruda, obligado a añadir una canción desesperada a veinte poemas de amor para dejar la obra en condiciones.

Y una vez y otra repasaba mi lista. Había que arreglarlo. Mi libro, o lo que fuera, no podía salir al mundo con veinte, precisamente veinte, escritores de mi vida. Uno más, solo uno más y quedaría perfecto. Veintiuno es múltiplo de tres…¡ y además, de siete! número esotérico por excelencia. Así que solo faltaba un autor, uno más. Que reuniese los requisitos necesarios, por supuesto: calidad evidente e influencia en mi vida.

En realidad no tuve que pensar mucho. En seguida lo vi, ahí, sentado en un rincón, como castigado por alguna culpa, con su barba blanquinegra y sus ojos  inquisitivos, reprochándome mi ingratitud. Sí, cierto, Karl, pero es que, más que tu persona como autor, tuvo influencia en mí tu doctrina, pasada por muchas manos antes de llegarme, y por eso no había pensado en ti como escritor, ¿lo comprendes? Ni por un momento pienses que soy de los que van adaptando su pasado a la ortodoxia de la actualidad. No es mi estilo…

No hay más que hablar. Decidido.  Entre Teilhard de Chardin y Fedor Dostoyevski, Karl Marx. Así lo requiere mi historia. (Próximamente en este Blog)

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¿Crees en Dios?

¿Crees en Dios? Hay personas que son capaces de hacer esta pregunta, y hay personas que son capaces de contestarla. Yo me siento incapaz de lo uno y de lo otro.

Y sin embargo, hace poco, una buena y reciente amiga me la ha planteado con toda la ingenuidad y espontaneidad propia de sus pocos años. Y siento que no puedo eludir la respuesta, y al mismo tiempo pienso que esa respuesta, la que sea, me servirá quizá para satisfacer mi propia curiosidad sobre el tema. Y es que los escritores tenemos esa rara cualidad: que no vemos las ideas claras hasta que no las desarrollamos por escrito. Y quizá no solo los escritores.

 Para empezar, me resulta evidente que a la pregunta no puedo responder con un sí o con un no. Si digo sí, siento que no estoy diciendo toda la verdad y si digo no, también siento que no estoy diciendo toda la verdad. Tampoco me sirve una frase, de esas que se utilizan en las entrevistas periodísticas. Y es que el asunto es bastante complicado.

Primero habría que definir el objeto de la pregunta. Porque puede ser que unos y otros utilicemos la misma palabra para referirnos a conceptos distintos. Suele ocurrir.

 Se entiende por Dios algunas de las cosas siguientes:

 A. El Ser supremo, todopoderoso, etc. que creó el mundo y todo lo que hay en él; oye los ruegos que los seres humanos le dirigen, los atiende o no y reparte premios y castigos. También se le atribuye una bondad infinita, no obstante la que está cayendo. Es personal y habita en los cielos, aunque a veces sale a pasear por el jardín.

Este es el retrato de Dios más común en las versiones populares de las religiones monoteístas

B. El Ser necesario, distinto del ser contingente, es decir de las cosas que componen el mundo, perecederas por naturaleza. El cristianismo filosófico (Tomás de Aquino) parte de esta noción, que se remonta a Aristóteles, pero añade que Dios creó el mundo por su propia voluntad y que podía no haberlo creado (cosas que el griego no hubiese entendido de ningún modo) y, además, que cuida de sus criaturas.

 C. La Fuerza que anima desde dentro el Universo. Ha autogenerado sus leyes de comportamiento e impulsa el proceso de mantenimiento, transformación y evolución de todo lo existente con vistas, o no, a un fin determinado. Por lo que parece, este Dios no mantiene tratos directos con el individuo humano. Solo le interesan los grandes números.

Esta versión apenas se distingue del panteísmo (Dios es todo), el cual apenas se distingue del ateísmo (Dios es nada).

Hechas las distinciones oportunas y, dado que me he comprometido a pronunciarme, he de decir que no creo en el Dios A. De hecho, nadie, por muy poco que piense, puede creer en él. Otra cosa es que le convenga creer.

Además, siendo los intereses de los seres humanos con frecuencia tan contrapuestos, ese Dios estaría de continuo al borde de la esquizofrenia. No recuerdo si es en una novela de Remarque o en una de Barbusse que se nos pinta el cuadro de los dos bandos combatientes en la Gran Guerra, proclamando cada uno de ellos “Dios está de nuestra parte”. Al final, quedan millones de muertos sin que el Dios en cuestión se haya dado por aludido.

Por consiguiente, mi creencia se sitúa entre el Dios  y el B. Sí, ya sé que hay una diferencia fundamental entre ambos, que consiste en que el B nos tiene en cuenta como personas vivientes y sufrientes, mientras que para el solo somos números o piezas de la construcción que tiene entre manos y cuyo sentido solo él conoce… si es que conoce.

Más difícil me resulta mostrarme partidario de un ateísmo o materialismo mecanicista. Creer que las maravillas de la naturaleza – la principal, el cerebro humano, donde se refleja o quizá se crea todo – son producto de la pura casualidad exige una cantidad de fe que sobrepasa mis posibilidades de persona básicamente escéptica.

Concluyendo, creo en el Dios C, aunque me gustaría añadirle alguna cualidad del B. Y es que una cosa es lo que creo y otra lo que espero.

Y está claro que, sin ese añadido, la creencia en C no resuelve lo fundamental. Porque la cuestión que en realidad importa no es si Dios existe, sino si se ocupa de nosotros.

 

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