Me encanta esta foto. Anaïs Nin y Henry Miller. No he podido comprobar los datos que supongo. Voy a imaginar sobre algunos que conozco.
Principios de la década de los setenta del siglo pasado. Henry reside en un lugar de la costa de California. Anaïs reparte su vida entre Nueva York y Los Angeles. Alguna vez va a visitarlo.
Son escritores célebres. Nada académicos. Él ronda los ochenta años; ella se acerca a los setenta.
Cuarenta años atrás se conocieron en París. Los dos frecuentaban la bohemia artística. Los dos como escritores incipientes, quiero decir, aún no conocidos. Ella, de posición social alta – marido banquero, padre músico y compositor –; él, educado en las calles de Brooklyn y en las bibliotecas públicas, y siempre en contacto con la humanidad más elemental, primaria y desquiciada, que le proporciona todo lo que necesita para escribir.
Los dos escriben, y se escriben – incesante torrente de cartas por parte de él. Los dos se leen mutuamente, y se gustan. Y se aman.
Pero el amor, el que requiere y exige el abrazo físico, se acaba. La amistad, no. La amistad se fundamenta en la conexión astral, diría Henry, de dos seres en apariencia tan diferentes.
La escritura los une, el impulso irresistible a la creación literaria. La palabra escrita, que puede convertir lo más anodino o vulgar en algo maravilloso.
O hablada. Ahí tenemos a la pequeña Anaïs – con todas sus décadas a cuestas -, divertida, fascinada, ante las maravillas en forma de palabras que le va ofreciendo, vital, inagotable, el mago Henry.
Última mirada a Barcelona y últimos pensamientos. Las montañas se alzan con belleza majestuosa. El Sol poniente muestra sus últimos pálidos rayos. Aquí y allá nubecitas blancas penden del cielo. Mientras contemplo el paisaje, los pensamientos se precipitan en mi mente. Vamos a dejar Barcelona, a dejar este hermoso país. Nunca más veré este cielo azul que tanto me gusta. Nunca más podré rozar con mis labios el dulce rostro de mi queridísima abuela…
Quien esto escribe es una niña de once años. Está embarcada, con madre y hermanos, en el vapor Montserrat, que zarpa rumbo a Nueva York. Es el 25 de julio de 1914. Falta el padre. Pensando en él escribe. Y no dejará de escribir ni de pensar en él hasta que arribe al umbral de la muerte, incluso después de haberlo recuperado, de extraño modo, y de haberse vengado de él, de rara manera.
Solo hace un año vivían todos juntos en Arcachon (Francia), aunque el padre, como siempre, pasaba temporadas ausente debido a sus compromisos artísticos. El padre, Joaquín Nin, pianista, compositor, musicólogo; refinado, culto, cautivador, hedonista, donjuan, narcisista. Nacido en La Habana, de padre español (catalán) y madre cubana. La madre de la niña, Rosa Culmell, cantante de ópera, nacida en La Habana de padre danés (embajador en Cuba) y madre de origen francés, había dejado su carrera artística para acompañar al marido y cuidar de los hijos.
Pero el marido se perdía de vez en cuando en brazos de alguna admiradora o alumna. Hasta que la separación en Arcachon se convirtió en definitiva. Y el dolor que aquello infligió a la niña de once años persistió en el tiempo, primero como plegaria continúa a Dios para que le retornase el padre, y después – Dios también ausente – trasformado en indagación continua de sí misma y del mundo de los sentimientos a través de la creación artística.
Porque la niña Anaïs tuvo claro desde el principio que había de ser una gran escritora, de celebridad merecida, cuya tarea consistiría en desenredar, en clave poética, el mundo de los sentimientos. Pero esa celebridad deseada no la alcanzaría hasta la última fase de la vida. Y además se le presentaría un poco torcida y desfigurada en relación con lo soñado.
Y es que en el último tramo de su vida Anaïs se convirtió (la convirtieron) en adalid de la libertad de la mujer y del erotismo sin complejos. Y lo fue, sin duda, pero fue muchas cosas más por encima de las etiquetas que le iban poniendo. Y eso, no obstante las aclaraciones pertinentes que iba dejando en sus escritos.
Creo en la pareja, no en la abolición de las diferencias…
Lasfeministas [radicales, precisaríamos hoy, a la vista del conjunto de su obra y vida] manifiestan una falta de humanidad propia de revolucionarios, como si estuviesen dispuestas a guillotinar a toda persona que tenga las uñas limpias…
Contra el odio, el poder y el fanatismo, los sistemas y los planes, yo pongo el amor y la creación, una y otra vez, a pesar de la locura del mundo.
El caso es que la tan esperada celebridad se inició de repente en 1966 con la publicación de parte de su Diario. Pero, a pesar de la nube de vibrantes elogios que le dedicaron comentaristas que hasta entonces la habían ignorando, apenas nadie señaló la esencia real de la fuerza de Anaïs Nin.
Lo que hace indestructible a Miller es lo mismo que me hace indestructible a mí. En los dos, lo esencial es el artista, el escritor. Y es precisamente en nuestra obra como podemos reunir los fragmentos, volver a crear la unidad.
La obra de Anaïs la componen varias novelas, unos relatos cortos, una obra directamente porno-erótica, surgida en circunstancias especiales, y sobre todo el Diario.
Aquel cuaderno donde iba vertiendo la nostalgia y desolación de la niña fue el preludio de lo que, con los años, se convertiría en la obra magna de una mujer. Quizá, o con seguridad, la primera mujer que ha desarrollado por escrito todo el relato de su vida, exterior e interior, sin omitir nada, ni las fantasías, ni los sueños ni los detalles más escabrosos de la realidad.
Una vida que transcurrió en escenarios diversos. La infancia en Europa (París, Berlín, Bruselas, Arcachon, Barcelona). La adolescencia, en Estados Unidos y Cuba. La mujer casada, en París, primero como la señora burguesa que entonces era, aunque siempre indagando en el mundo y en sí misma a través del Diario, y luego, en cuanto dio con el acceso preciso (una obra: Women in love; un hombre: Henry Miller), como personaje integrante (compañera, amante, autora, “musa”) de la mítica bohemia de París de los años veinte y treinta del pasado siglo.
Y la última etapa, forzada por el estallido de la guerra en Europa, otra vez en Norteamérica, donde finalmente y con mucho esfuerzo alcanzó el deseado reconocimiento como escritora y el no tan esperado como icono de la liberación de la mujer y como figura destacada de la contracultura americana (underground).
Además, fue paciente y oficiante del nuevo culto del psicoanálisis. Tenía que pasar por ahí para profundizar en la búsqueda de su propia alma, para restañar la herida del abandono paterno, para absolverse por el extraño modo de vengarse del verdugo. Seduciéndolo. Y así, se confesó con el psicoanalista Allenby, al que también sedujo, y luego con el psicoanalista Otto Rank, al que sedujo también y del que además se convirtió en alumna, ayudante, y oficiante del psicoanálisis durante pocos meses. Unos meses que pasó en Nueva York, intercalados en su etapa parisina. Pero, enseguida que consideró cumplida y superada la experiencia, Anaïs regresó a París, escenario de los mejores años de su vida.
Y es que, aunque como literata escribió siempre en inglés (podía hacerlo también en francés, que dominaba, o en español, que también dominaba), se consideraba por encima de todo francesa.
Anaïs Nin nació en Neuilly-sur-Seine, cerca de París, el 21 de febrero de 1903. Las actividades del padre, músico de prestigio, obligaba a la familia a continuos desplazamientos, y el destino quiso que Anaïs naciera en el país que de todos modos hubiese elegido. Dos años después, nació un hermano, Thorvald, en La Habana, y en 1908 otro, Joaquín, en Berlín, quien seguiría la carrera (musical) del padre.
La infancia de Anaïs fue un continuo paseo por toda Europa (con algún salto a Cuba), hasta que el marido decidió separarse de la mujer, y de los hijos. Él mismo insistió para que fuesen a vivir a Barcelona, con parientes suyos. Y así se hizo. Y en esta ciudad pasaron un año, de feliz recuerdo para Anaïs, hasta que, a instancias de la hermana de Rosa, Edelmira, se trasladaron a Nueva York.
Instaladas en Manhattan con la ayuda de Edelmira, Rosa procura ganarse la vida, principalmente en el negocio inmobiliario. Mientras tanto, Anaïs se dedica a instruirse: se inscribe en la biblioteca municipal con el fin de “leerlo todo, por orden alfabético” y en cuanto puede realiza también trabajos ocasionales, entre los que al fin se impone el de modelo profesional, principalmente para fotografía.
A los 17 años, intima con su primo cubano Eduardo Sánchez y, a los 18 conoce a alguien que será decisivo en su vida, aunque, por cortesía de ella misma, apenas aparecerá citado en el Diario, un Diario que nunca abandona y que ya lleva las trazas de convertirse en la obra de su vida: se trata de Hugue (o Hugo) Guiler, joven de origen escocés, que ha vivido en Puerto Rico y que se dedica a la banca.
A los 19 años Anaïs se traslada a vivir a La Habana con la tía Antolina. Unos meses después, el 3 de marzo de 1923, en la misma capital cubana, se casa con Hugo Guiler. Al año siguiente el matrimonio se traslada a París (con la madre de ella), donde Joaquín, hijo, cursa estudios musicales y espera la ayuda del generoso cuñado.
En la parte del Diario, que ella misma tituló Diario de una esposa, expone y analiza Anaïs sus sentimientos de felicidad, al mismo tiempo que deja escapar alguna nota discordante (“Hugo huele a banco”). De hecho, la vida de mujer casada con un hombre bien situado (Hugo es director adjunto del National City Bank de París) empieza a agobiarla, ni siquiera ha podido conocer nada ni nadie del París artístico y surrealista con el que soñaba encontrarse.
Hasta que la crisis económica del 29 cambia el panorama. Hugo tiene que reducir gastos. Deja la residencia del centro de París y se traslada con toda la familia (esposa, suegra y cuñado) a una amplia casa alquilada en la localidad próxima de Louveciennes, donde hay suficiente espacio para que cada uno viva su vida sin interferirse.
En el cuarto de escritora que se arregla, Anaïs escribe, escribe mucho, sobre todo en su Diario, y lee, lee mucho, hasta que un día da con una obra de D.H. Lawrence (Women in love) y ahí encuentra el modo de expresar el mundo de los sentimientos tal como ella lo ha soñado. Rechazado por la crítica “seria” por pornógrafo, Anaïs descubre en Lawrence al poeta, al místico. Y escribe un ensayo sobre el tema, que finalmente se publica en una revista. Ha nacido la escritora.
Y entonces el azar tiende sus redes. No se sabe cómo, a Miller le llega y lee el ensayo de Anaïs. Ella por su parte queda encantada con un escrito de Miller, autor tan desconocido entonces como ella misma– que le llega no se sabe cómo -, sobre una película de Buñuel. Al mismo tiempo Hugo se entera de que un abogado del banco, que de noche frecuenta la bohemia surrealista, es amigo de un aspirante a escritor muy bueno y muy excéntrico. Y Hugo, para complacer a su esposa, cuyos gustos conoce muy bien, organiza un encuentro en su casa para que los dos escritores primerizos se conozcan.
A finales de 1931, Henry Miller y Anaís Nin se encuentran en Louveciennes. Es el principio de una amistad eterna y el prólogo de un amor intenso pero perecedero, como todos los amores de Anaïs. Menos uno.
Ausente él de París una temporada, se escriben, se escriben mucho. Durante 1932, Miller le escribe 900 cartas. El 8 de marzo del mismo año se convierten en amantes. Anaïs no solo ama a Miller sino que le gusta como escritor – su fuerza, su vitalidad, su furia- y cree en él.
Es un hombre a quien embriaga la vida, que no necesita vino, que flota en una euforia generada por él mismo.
No obstante, no comparte su actitud artística ni sus preferencias estéticas.
Me cansan sus obscenidades, su mundo de “mierda, coño, hijoputa, polla”, pero supongo que así es como habla y vive la mayor parte de la gente.[…] Una y otra vez he entrado en el realismo, y siempre lo he encontrado árido, limitado. Una y otra vez regreso a la poesía…
Pero cree en él, y le ayuda. Y gracias a su aportación económica, se publica Trópico de Cáncer, primera novela de Henry Miller, que había de fundamentar su prestigio de gran escritor. Es decir que, entre los papeles que Anaïs desempeñó en la bohemia parisina, hay que añadir el de mecenas. O más bien éste corresponde al marido Hugo (con su conocimiento o no).
A finales de 1934 la relación amorosa con Henry decae (la amistosa, nunca). Y entra en escena el psicoanalista Allenby, muy brevemente. Y luego el poeta Artaud, con el que viaja por extrañas honduras del alma. Y luego el psicoanalista Rank, con mayor provecho para ella, parece. Y es que hay una cuestión, fundamental para la sana evolución de su espíritu, que está pendiente de resolver. Y aquel era el momento.
A pesar de la prohibición de la madre a los hijos, Anaïs contacta con el padre, y en diciembre de 1924 cena con él y su pareja, Maruca. Días después lo recibe en su casa. Aparentemente, lo que el padre busca es obtener la dirección de la madre para poder iniciar el proceso de divorcio. Anaïs se la da. Y acuerdan un próximo encuentro en mejores condiciones.
El encuentro no resulta nada próximo. Pero al final tiene lugar, en junio de 1933, en un hotel de Valescure, en la Costa Azul. En la parte del Diario titulado Incesto, Anaïs explica con bastante detalle (o con demasiado, según los gustos) los aspectos físicos y anímicos del encuentro. El padre afirma que no la ve como su hija, sino como una mujer encantadora y deseable. Ella escribe que finalmente tiene al hombre completo, con el que siempre ha soñado, y que ha ido buscando inútilmente en otros hombres.
Tenía al hombre que amaba en mis pensamientos; lo tenía en mis brazos, en mi cuerpo. Tenía la esencia de su sangre dentro de mi cuerpo. El hombre que busqué por todo el mundo, que marcó mi niñez y me perseguía. Había amado fragmentos de él en otros hombres: la brillantez en John, la compasión en Allendy, las abstracciones en Artaud, la fuerza creativa y el dinamismo en Henry. ¡Y el todo estaba allí, tan bello de cara y cuerpo, tan ardiente, con una mayor fuerza, todo unificado, sintetizado, más brillante, más abstracto, con mayor fuerza y sensualidad!
Fue en la noche de San Juan cuando “establecimos una relación nueva entre nosotros“… “En España ese día amontonan los muebles viejos…y hacen hogueras en las calles… me pareció oportuno que mi padre y yo hiciéramos una hoguera del pasado…”.
Ha seducido a su padre, se ha vengado de él, está curada, sentencia el psicoanalista Rank. Y lo cierto es que Anaïs se siente un poco más serena el resto de su vida. Una vida que va a dar otro giro radical.
A finales de 1939 la guerra es una realidad en Europa. Ante la proximidad de Hitler, multitud de artistas e intelectuales residentes en Francia abandona el país vía Lisboa. André Breton, Max Ernst, Marcel Duchamp, Salvador Dalí… Anaïs también. Miller marcha a Grecia con L. Durrell. La mayoría, a Estados Unidos.
Nueva vida. Nuevas perspectivas. Poco halagadoras. En Francia ha publicado tres libros. En Nueva York, pese a los contactos e influencia de Hugo, ninguna editorial se interesa por los que ofrece. Finalmente, con ayuda del amigo peruano Gonzalo More – marxista que ya desde los tiempos de París no ha conseguido arrastrar a Anaïs a su trinchera revolucionaria -, se monta una mini imprenta en su propia casa. Ella es escritora y quiere demostrarlo al mundo.
En mayo de 1942 consigue sacar Invierno de artificio. Ninguna repercusión. Poco después publica el conjunto de relatos, con tonos fantásticos y surrealistas, Bajo una campana de cristal, cuya primera edición se agota en tres semanas y que recibe los elogios del prestigioso crítico Edmund Wilson.
Sigue escribiéndose con Henry Miller, quien finalmente se ha instalado en California y al que visita en 1947 con su nuevo amante Rupert Pole. Porque por entonces Anaïs divide su corazón y su tiempo entre las dos costas de América, repartiéndolos por temporadas entre su marido Hugo en el este y Rupert en el oeste.
Entre el 47 y el 58 publica un ensayo (Sobre la escritura) y cuatro novelas (Hijos de Albatros, Corazón cuarteado, Un espía en la casa del amor y Barca solar). En 1961, La seducción del Minotauro.
En 1966 Anaïs se encuentra con lo peor y lo mejor. A principios de año se le detecta un cáncer en los ovarios y es trasladada urgentemente al hospital. Al despertar de la intervención quirúrgica le anuncian que ya tiene editor para sus Diarios (que se publicarán por partes: son unas cuarenta mil páginas mecanografiadas). Y con ellos alcanza la celebridad soñada.
Anaïs se convierte en la gran figura del movimiento de liberación de la mujer, aunque mantiene sus diferencias con ciertos grupos radicales. Sobre una de sus intervenciones públicas un cronista informa: “Decepción, esperaban una Pasionaria y aparece una vestal empolvada que proclama el genio de Miller”.
Miller, por cierto, está en el origen de la que sería su obra más famosa, pese a ella misma, aparte de los Diarios. En 1940 un coleccionista misterioso había encargado a Miller que le escribiera unos textos directamente pornográficos por los que pagaría un dolar por página. Miller – temeroso de que su pornografía propia se contaminase de la comercial – acabó pasando el encargo a Anaïs, quien se puso manos a la obra. Todo de forma anónima.
Pese a las presiones editoriales, Anaïs se negó a que se publicasen. Hasta que, finalmente, en 1975 cedió.
Me he decidido al fin a publicar estos textos eróticos porque representan los esfuerzos primeros de una mujer de hablar de un campo que hasta entonces había estado reservado a los hombres.
Y apareció en las librerías Delta de Venus. Y con el dinero del anticipo Anaïs pagó los gastos de su hospitalización. La enfermedad persistía.
También persistía la nostalgia de París, que visitó en dos ocasiones y donde solo encontró las ruinas del pasado. Y la amistad inquebrantable con Miller, con quien no dejó de escribirse y al que visitó en más de una ocasión en su retiro de California.
En enero de 1977, ingresada de nuevo en el hospital, Anaïs se acaba. Pero su vida – la Vida – permanece en su Diario para siempre.
Quiere, en la habitación, la música alta, muy alta.
Voy a morir rodeada de música, en la música, con la música.
Pero lo que sigue – La crucifixión rosada, formada por Sexus,Plexus y Nexus – es la tragedia cotidiana del protagonista, debatiéndose entre las venturas y desventuras de las relaciones personales y el íntimo deseo de autorrealización: el amor, los engaños, los celos, los intentos denodados de escribir y de publicar, la galería de personajes que entran y salen de escena, cada cual con su carga de oscuridad y frustración. Pero aquí el gran protagonista no aparece ya como el gigante del sexo de sus obras anteriores, sino más bien como víctima ingenua de la mujer – mundana, práctica, evasiva – y de otros aspectos de la llamada “realidad de la vida”, impermeable a toda visión o empeño poético. Y al convertir el sufrimiento en escritura descubre, asombrado, que ese sufrimiento no es tal, que es un poco fingido, un poco en broma, una crucifixión sí, pero una crucifixión rosada. Materia literaria. “Con una mujer solo se pueden hacer tres cosas: amarla, sufrirla o convertirla en literatura,” escribe.
Después de esta trilogía novelística en busca de su particular tiempo perdido, Miller se decanta por algo parecido al ensayo, literario, ideológico y vital, con elementos en algunos casos de ficción en una proporción que sólo él podría explicarnos. Ahí están El coloso de Marusi, impresiones sobre su breve estancia en Grecia, Pesadilla de aire acondicionado, visión demoledora de los Estados Unidos a su regreso (1940), Los libros en mi vida, La sabiduría del corazón, El ojo cosmológico, Big Sur y las naranjas de Hierónymus Bosch, leídas todas, como las antes comentadas, durante aquel año vigésimoquinto de mi vida, siempre en ediciones argentinas (excepto El coloso), además de Primavera Negra, que pertenece al período anterior.
Henry Valentine Miller nace en Nueva York en 1891, hijo de una familia de origen alemán. Asiste a la escuela solo unos meses, hace todo tipo de trabajos para subsistir, incluido el de empleado de la sastrería de su padre. Lee mucho, sobre todo en bibliotecas públicas, escribe, escribe sin parar e intenta publicar algunos de sus relatos sin éxito. Sus relaciones amorosas no son nada tranquilas. En 1930, tras la prolongada pasión que, trasfigurada literariamente, nos describe en La crucifixión rosada, rompe con todo y marcha a Europa con la intención de ir a España. Pero se queda en París, donde permanecerá nueve años.
Los principios del escritor pobre y desconocido son muy duros. Pronto, gracias a ciertas almas capaces de ver lo que hay en él, entre ellas Anaïs Nin (hay una ilustrativa correspondencia entre ambos), consigue publicar, en inglés y y francés, Trópico de Cáncer, novela que merece los elogios de Jean Giono y de Lawrence Durrell, entre otros. La publicación de Primavera Negra y Trópico de Capricornio consolidan su prestigio de escritor.
No en su país, donde sus primeras obras son prohibidas por obscenas. Para levantar esa prohibición, hecho que no tuvo lugar hasta 1961, influyó la circunstancia de que, acabada la segunda guerra mundial, muchos de los soldados americanos que volvían a casa desde Europa llevasen en sus mochilas libros del compatriota proscrito, propiciando de ese modo que el público en general tuviese acceso a sus obras.
En 1939 pasa unos meses en Grecia invitado por Durrell, hasta que el estallido de la guerra le mueve a volver a América. Ahí, antes de fijar residencia, recorre todo el país en automóvil, viaje que le proporciona una visión amarga y profundamente negativa del auténtico “modo de vida” americano (Pesadilla de aire acondicionado). Finalmente, a los cincuenta años cumplidos, se establece en la costa de California, en la zona que había de ser considerada el principal foco originario de la cultura beatnik y hippy, en la que él mismo tuvo gran influencia.
Se casa alguna vez más, tiene por lo menos un hijo, y pinta, sobre todo acuarelas, frente al océano infinito. Muere a los 88 años.
Hay escritores en los que vida y obra corren paralelas, como es inevitable, pero apenas intercomunicadas. Pensemos en Balzac o Dumas, o en otros tantos ocupados en vidas totalmente ajenas. Y otros en los que la obra viene a ser la forma artística que adopta la vida propia, de manera que ambas se presentan como inseparables. Es el caso de Goethe, por ejemplo. Y de Henry Miller. Situar juntos a Goethe y Miller puede parecer absurdo y hasta disparatado. Sus biografías discurren por galaxias muy apartadas entre sí, y sus obras respectivas apenas muestran algún punto de contacto. Y sin embargo, para mí, algo tienen en común. Ambos son astros luminosos – uno más que otro -, pero lejanos, muy lejanos… Aunque, pensándolo bien, no hay tanta diferencia entre los dos. O entre los tres. Dice Miller:
Al simplificar nuestra vida todo adquiere un significado hasta entonces desconocido. Cuando estamos de acuerdo con nosotros mismos la brizna de hierba más insignificante asume su lugar adecuado en el universo.
Diría que esto lo suscriben también los otros dos.