Archivo mensual: abril 2021

El ejército, poder supremo en la Roma imperial

[Ausonio, coprotagonista de la novela  La ciudad y el reino, reflexiona sobre las causas de la caída del emperador Graciano, de quien había sido preceptor]

Había un problema fundamental: el joven emperador no era del agrado de los soldados. Y ya sabemos que desde que, con Julio César, se acabó con el régimen de libertad, el elemento militar, antes indistinguible del civil (todos servían a la República en ambos campos) es el pilar fundamental del poder del emperador. Imposible que éste se sostenga si no cuenta con el apoyo decidido de los soldados.

Y sin embargo, el problema no se planteó abiertamente desde un principio. Por el contrario, la veneración que los jefes militares profesaban de manera espontánea a Valentiniano – que era uno de ellos – se renovó, al menos en apariencia, en la persona del sucesor. Y éste, por su parte, dio buenas pruebas de estar a la altura de las circunstancias en las campañas que emprendió contra los bárbaros.

Entonces, ¿cuál era el origen del abismo que separaba a emperador y soldados y que no dejó de ensancharse hasta el desastre final? Solo éste: Graciano nunca fue un soldado. Por muy bien que dominase las técnicas de la guerra, por asumida que tuviese su condición de conductor de ejércitos, él no era ni había sido ni podía ser un soldado. Como nosotros no lo somos ni lo seremos nunca. Pero esto que en nosotros es natural y carece de importancia, en un César de nuestro tiempo es algo imperdonable y mortal de necesidad.

Los soldados no toleran ser mandados por alguien que no sea uno de ellos. Y tienen un olfato especial para detectar quién es y quién no es uno de ellos. Que Valentiniano escribiese poemas en correctos hexámetros nada le quitaba a su condición de auténtico soldado; que Graciano condujese campañas victoriosas nunca sería suficiente para convertirle en un auténtico soldado.

Un hombre sensible, delicado, preocupado por las consecuencias de sus decisiones, dispuesto siempre a dar la razón al último que le habla con buena lógica, constituye la antítesis de la idea que el «buen soldado» tiene de sí mismo. 

(De LA CIUDAD Y EL REINO)


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Paciano, obispo de Barcino

[Breve semblanza que ofrece Paulino en la novela La ciudad y el reino, y que atribuye a Emiliano, nieto del obispo]

¡Cuánto me hubiese gustado volver a encontrarme con el viejo Paciano! Cuando llegué hacía pocos meses que había fallecido. Emiliano me cuenta cosas de su abuelo paterno, su abuelo-obispo, al que amaba más que a su propio padre. Yo le conocí poco, con ocasión de mi anterior estancia en la ciudad. Pero recuerdo que su personalidad paternal y bondadosa me impresionó desde el primer momento. Por eso me encanta oír de labios del nieto anécdotas del abuelo.

Dice Emiliano que Paciano, que no había nacido cristiano, se pasó la vida haciendo equilibrios entre el amor a Cristo y el amor a las letras. Ya de obispo, los sermones dirigidos al pueblo, que luego publicaba, tenían un aire claramente ciceroniano. En cierta ocasión, dispuesto a erradicar las viejas costumbres y celebraciones ligadas al culto de los antiguos dioses, publicó un sermón contra las fiestas que se suelen celebrar a principios de año, en las cuales la gente se disfraza de ciervo y de otros animales y se dedica a toda clase de excesos (lo que llaman «hacer el ciervo»).

Un sermón tan bien construido, unas descripciones tan bellamente conseguidas, que no tardaron en verse los efectos: las fiestas siguientes tuvieron más éxito que nunca. Ya te puedes imaginar al pobre Paciano lamentándose amargamente: «Parece que nadie sabía hacer bien el ciervo hasta que yo lo enseñé». Por desgracia, el sermón ha desaparecido. Emiliano supone que el mismo Paciano hizo buscar y destruir todos los ejemplares, como si se tratase del libelo de un enemigo satánico de la fe.

Pero sí he podido leer otros escritos. Un sermón, por ejemplo, en el que reprocha a los fieles que se pasen la vida «traficando, comprando, robando». Y no sé si habrá ocurrido lo mismo que con lo del ciervo, porque he observado que esas aficiones no han disminuido entre los barcinonenses. O la copia de una carta dirigida a un miembro de la secta novaciana, de una elegancia y delicadeza tales que debiera servir de ejemplo a tanto polemista cristiano que olvida la virtud principal, que es la caridad.
(De LA CIUDAD Y EL REINO)

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Ausonio y el poder

[Ausonio, coprotagonista de La ciudad y el reino, rememora sus peculiares relaciones con el poder]

En poco tiempo, el profesor de retórica de provincias se había situado en el puesto de mayor confianza del emperador. Y los que observaban con malos ojos mis armónicas relaciones con el padre y con el hijo, tan diferentes entre sí, también verían cumplidos sus presentimientos. Mi estrella como hombre público justo empezaba a ascender.

Algunos de los altos funcionarios que pululaban por Palacio no se recataban de mostrarme su extrañeza ante el hecho de que un hombre como yo, tan poco dado a la lisonja y a la intriga, pudiera prosperar a la sombra de un militar tan imprevisible como Valentiniano. Y la verdad es que no sólo prosperaba, sino que el emperador parecía profesarme un afecto real, al que yo correspondía con mi veneración y afecto.

Contemplados los hechos a distancia, pienso que esa predilección de la que yo era objeto por parte de una persona como Valentiniano no era algo casual y gratuito. Los que se creen bregados en la lucha por el poder (o en la carrera de los honores, como más delicadamente se decía antes) suelen defender que es preciso toda una teoría de intrigas, mentiras y estratagemas para ir escalando con éxito los distintos puestos y, sobre todo, para congraciarse con quien ostenta y reparte el poder. No niego que eso funcione. No seré tan ingenuo como para negarlo. Pero sí afirmo que, si alguna vez esa persona que ostenta y reparte el poder encuentra a un hombre de espíritu noble, que le habla con claridad y sencillez, que sabe simplificarle los problemas en vez de complicárselos y que no demuestra, ni tiene, una ambición desmedida, si ese poderoso es medianamente inteligente – y Valentiniano lo era más que medianamente -, ten por seguro que apartará de un manotazo a políticos intrigantes y funcionarios idiotizados y depositará su confianza en ese hombre de buena pasta que, en el fondo, solo está interesado en descubrir qué hemistiquios virgilianos son los adecuados para el Centón Nupcial que está componiendo.

(De LA CIUDAD Y EL REINO)

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Las murallas de Barcino

(Según Paulino, coprotagonista de La ciudad y el reino)

Del deseo surge la competencia con los demás; de la competencia, el odio; del odio, la crueldad y las matanzas. Estas tristes murallas, reforzadas por sólidos torreones a breves intervalos, son un ejemplo de lo que digo. El miedo las ha levantado.

Hace más de cien año, cuando el Imperio vivía la época más sombría de su historia, bandas de bárbaros francos llegaron hasta aquí, y más al sur, expoliando y arrasando cuanto hallaban a su paso. La pequeña ciudad, delimitada por un débil cerco de la época de Octavio Augusto, fue saqueada. Cuando los bárbaros se retiraron y todo volvió al orden antiguo – aunque ya nada sería como antes en todo Occidente – los ciudadanos fueron presa de una fiebre constructora. Apenas fue necesario que llegasen de Roma los edictos ni que el curador diese las órdenes oportunas. Todo el pueblo se afanó en levantar los muros más altos y anchos posibles.

En el delirio constructor – cuentan los que lo oyeron contar a sus abuelos – todo servía para el reforzamiento de las murallas. Columnas, restos de edificios destruidos, fragmentos de monumentos funerarios, incluso imágenes de dioses, dicen, todo sirvió de relleno para la imponente muralla.

Ésta y muchas otras que por aquellos años se levantaron en tantos lugares de Occidente – la misma de Roma, edificada por Aureliano – son claros ejemplos de que el hombre mancha la tierra con los signos del temor y del odio. Esas murallas fueron levantadas para defenderse de los bárbaros. Los bárbaros, sí, esos hombres a los que, desde hace siglos, se ha perseguido y dado caza en los espesos bosques de Germania en nombre del senado y el pueblo de Roma.

Las murallas, las espadas, las máquinas de guerra: éstas son las obras de los hijos del pecado. Pero cuando vuelva Jesús y haya un nuevo Cielo sobre una nueva Tierra, no serán necesarias las defensas. Porque el hombre se habrá reconciliado con la naturaleza y con los otros hombres, y la Ciudad, rotas las murallas por el sonido de las trompetas que anunciarán la llegada del Salvador, será sustituida por el Reino de Dios, que no tendrá fin.

(De LA CIUDAD Y EL REINO)

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