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Emil Ludwig

emil ludwigHubo un tiempo – pongamos la primera mitad del siglo XX – en que cierto género literario alcanzó tal difusión y protagonismo que no se concebía biblioteca particular alguna sin una nutrida representación del género: la biografía, en especial la de literatos y artistas. Escritores de primera fila se complacían en mostrar al lector las vidas y almas de otros escritores o artistas y de ciertos personajes de la vida pública del pasado. Muchos de aquellos escritores-biógrafos se han sumido en el olvido. Algunos nombres permanecen. Como Stefan Zweig, en lugar destacado, y otros cuyo recuerdo va palideciendo en la memoria literaria común: André Maurois, Romain Rolland, Emil Ludwig… De Emil Ludwig quería hablar.

Yo conocí justo el final de aquel tiempo. En 1958 tenía 18 años y quería ser escritor. Entre otras cosas me interesaba saber cómo era un escritor de verdad. Así que, además de a la lectura de las obras, me aplicaba a investigar la personalidad de los autores. De acuerdo con el gusto de la época, la modesta biblioteca familiar contaba con algunas biografías de famosos. Un buen día tomé el primer volumen de la biografía de Goethe – de quien creo que aún no había leído nada – escrita por un tal Emil Ludwig y traducida en parte por Ricardo Baeza. Quedé fascinado. Fue una revelación absoluta. La magia del biógrafo consiguió que, sin ninguna preparación previa, me sumergiese cómodamente en la época, el mundo, el ambiente y, sobre todo, en la personalidad del biografiado. Y es que buscando plata, encontré oro, quiero decir que, buscando solo un escritor de verdad, di con un hombre de verdad: Goethe.

Con el paso del tiempo, la vida fue dando vueltas, y en medio de todas sus mudanzas solo una cosa permanecía intacta: la manía de escribir. Y sin embargo, hasta hace relativamente poco, es decir, hasta edad bastante avanzada, aquella manía no empezó a dar frutos dignos de ofrecerse al lector (editoriales mediante, que esta es otra historia) sin avergonzarme.

Sin pretenderlo, obedeciendo a un destino que quizá apuntaba ya en mis lecturas juveniles, elegí como tema principal de mis obras la reelaboración novelesca de las vidas y personalidades de grandes escritores. Catulo, Cicerón, Dante, Schopenhauer, Larra… La elección de cada uno de estos nombres tiene su propia historia secreta. Secreta incluso para mí, porque tengo la impresión de que en esas elecciones fue más decisiva mi parte inconsciente que la consciente. En el caso de Schopenhauer, aparte de motivaciones inconscientes, una circunstancia concreta fue decisiva en mi elección. No era el filósofo en principio una persona que me motivase lo suficiente para colocarla en el centro de una ficción, pero un dato biográfico llamó poderosamente mi atención. Es el caso que no sé cómo me enteré de que las vidas de Schopenhauer y Goethe se habían cruzado. Investigué y vi que, no solo habían entrado en contacto brevemente – uno joven y el otro anciano -, sino que el encuentro había marcado de alguna manera la vida del filósofo. Y seguí investigando. Y empecé a escribir. Y el resultado fue El silencio de Goethe o la última noche de Arthur Schopenhauer, que la desaparecida editorial Cahoba publicó en 2006, y que ahora ha reeditado (con el título recortado) la editorial Piel de Zapa, con su característico bien hacer.

A diferencia de la de Schopenhauer, la personalidad de Goethe me era bien conocida desde los lejanos días de la adolescencia, desde aquella lectura fascinante de una biografía, escrita por Emil Ludwig con caracteres mágicos. ¿Ludwig? ¿Pero quién se acuerda hoy de Emil Ludwig?…Yo, naturalmente.

(Publicado en la revista QUÉ LEER, Nº 214, noviembre 2015)

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Goethe, poesía y verdad I

De muchacho, lo elegí sin conocerlo.

Esta primera frase del prólogo de la biografía escrita por Emil Ludwig podría ser también la primera del capítulo que ahora dedico al poeta alemán. Y de hecho, ya lo es. Y es que también yo lo había elegido sin conocerlo cuando, en un libro de literatura de bachillerato, leí un párrafo de una de sus obras más famosas. Ignorando entonces casi todo de la obra y del autor, aquellas líneas fueron como el anuncio de algo muy especial que un día se me había de revelar.

El día había llegado. Me lo confirmaron unas palabras del mismo poeta (de una carta escrita en su juventud), citadas ya en las primeras páginas de la biografía:

Todos nuestros placeres están en nosotros mismos. Nosotros somos nuestro propio demonio, nosotros mismos nos expulsamos de nuestro paraíso.

Ése era el Hombre, ése era el Poeta. Pero ¿cómo fue el encuentro?

En la modesta biblioteca familiar, entre las biografías de grandes hombres no faltaba la de Goethe. Dos tomos elegantemente encuadernados, de Editorial Juventud. Era un día de julio de 1958. Yo había terminado el primer curso de derecho y tenía ante mí tres meses largos de vacaciones, que no pensaba malgastar en extraños trabajos remunerados – como algunos de mis compañeros que, por familia, no lo necesitaban – sino en leer y vivir.

Lo de leer venía solo. Lo de vivir era más complicado. Por supuesto, ya no era el verano de los juegos infantiles, aunque el escenario fuese en parte el mismo. Y es que, si bien pasábamos los largos fines de semana en Valldoreix, el resto de los días permanecíamos en la ciudad con la obligación teórica, apenas nunca concretada, de echar una mano en la empresa familiar. Y fue así cómo una de aquellas tardes ciudadanas, abrí el primer tomo de la biografía de Goethe y empecé a leer.

Ignorante del mundo cultural y social de la Alemania del siglo XVIII y un poco desconcertado por el estilo del biógrafo (por otra parte, cautivador cuando se entra en él), la lectura no resultó fácil al principio. Así que procedí a base de pequeñas dosis y, como solía hacer, compaginándola con otras lecturas de naturaleza muy diversa.

Además, el verano estaba allá afuera, magnífico, esplendoroso. Había que cerrar el libro y abandonarse a los placeres de aquellas penúltimas vacaciones trimestrales de nuestra historia. Los juegos de guerra y otros de la infancia habían dado paso a actividades propias del ocio juvenil: paseos en bicicleta, excursiones a pie por los bosques próximos, actividades deportivas, reuniones, bailes y… en fin, que aquel mismo mes de julio me enamoré.

La muchacha era bella, culta, de carácter noble, alegre y con cierto sentido del humor; tenía muchos hermanos, más jóvenes que ella, y estaba comprometida en secreto con uno del grupo de amigos. O sea, que si le quitamos lo de “en secreto”, el cuadro se parecía de modo alarmante al del Werther de Goethe. Lo raro es que yo aún no había leído esa obra – cosa que haría dos meses después -, o sea, que ni siquiera inconscientemente podía haber montado ese escenario. Este misterio solo se explica si se repara en la curiosa costumbre que tiene la vida de imitar al arte.

En casa también tenía el Fausto, en una edición en rústica en la que por ningún lado aparecía el nombre del traductor, cosa que ya entonces juzgaba de pésimo gusto. Leí la primera parte y me pareció como un cuento medieval con fondo filosófico; leí luego la segunda y no entendí nada, aunque me encantaron aquellas escenas no sé si llamarlas superbarrocas o supersurrealistas ante las que uno tenía la impresión de que se ocultaba-mostraba un secreto decisivo, sobre todo en los últimos versos. Una eminencia de la crítica literaria de nuestros días ha calificado la segunda parte de Fausto como la obra máxima de la literatura universal. Quizás.

Leí a continuación Las desventuras del joven Werther, novela en la que quise verme retratado hasta cierto punto, y Las afinidades electivas, fino ejercicio de psicología de las parejas, que en su época había causado escándalo por su aparente planteamiento materialista: las personas se comportan como los elementos químicos, con análogas acciones y reacciones en sus combinaciones.

Quizá la obra que más y mejor me dio a conocer la personalidad del autor fue Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister, seguida de los Años de viaje, célebres ejemplos de la denominada Bildungsroman, invento típicamente germánico que consiste en novelar la evolución sentimental, intelectual y cultural del protagonista.

Sobre el resto de las obras que recuerdo haber leído (Egmont, Stella, Tasso, Hermann y Dorotea, Conversaciones de emigrados alemanes, Viaje a Italia), otorgo la mayor importancia a Poesía y verdad, detallado repaso de sus vivencias que, por desgracia, se detiene antes de los treinta años de edad. Aunque no escrito directamente por él, otro libro fundamental para el conocimiento del poeta es Conversaciones con Goethe, de Eckermann, en el que se da una visión espléndida del Goethe magnífico de la última época, que no deja de contener a todos los goethes de su larga trayectoria, libro, por cierto, que suelo releer cada diez o quince años aproximadamente.

No por casualidad fueron estos dos últimos, junto los Wilhelm Meister (fábulas que a través de la ficción tratan también de él mismo) los que más me interesaron, y es que, como se ha dicho suficientes veces, de todas las producciones de Goethe la verdadera obra maestra es su propia vida. Y esto es en definitiva lo que me interesa de cualquier creador, el misterio de su personalidad, interés que en este caso se veía potenciado al encontrarme no ya con un creador de obras de arte, sino con alguien que, además, es creador de sí mismo. (continúa)

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