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Posesión

Es sabido – por los pocos que lo saben  – que en mis novelas suelo recrear la personalidad y las vicisitudes de algún escritor del pasado, sin importarme si fue poeta, periodista o filósofo. Así, han pasado por el cedazo de mi imaginación y mi posesionescritura individuos como Catulo, Cicerón, Dante, Larra, Schopenhauer y algunos más. El procedimiento que utilizo – lo he explicado en alguna ocasión – consiste en situarme dentro del individuo en cuestión y, desde ahí, empezar a pensar, hablar y soñar como él mismo forzosamente lo haría. Sé que esto es más fácil de decir que de hacer. En apariencia. Porque la verdad es que, para mí, es facilísimo.

Tan fácil que resulta extremadamente peligroso. Pero primero habría que preguntarse ¿es efectivo? No estoy seguro de que sea yo quien deba dar respuesta a esa pregunta. Algún que otro crítico la ha dado ya por ahí. La que me encanta es ésta de Luis Vargas Saavedra, escrita en El Mercurio,  de Santiago de Chile, hace unos años:

«Es evidente que un escritor que se ha impostado en Cicerón, en Catulo, en Schopenhauer y hace poco en Larra (El corzo herido de muerte) ha asumido un rango “egipcio” de vivificador de escritores muertos. Y es de conjeturar que lo asume por una razón muy personal, que bien podría ser [aquí suprimo ciertas suposiciones, quizá acertadas, que aluden a aspectos íntimos de mi personalidad]…  Lo viene efectuando con elegancia sobria, sin autoostentación… Podríamos llamarlo “efecto Priante”, incluso “priantismo”, y aguardar a que lo continúe desarrollando, con una brillantez acendrada».

Este párrafo fue un ataque frontal a mi natural modestia, del que aún no me he recuperado. O sea, que lo he conseguido, me dije; o sea, que lo que vagamente me había propuesto – suplantar a ciertos personajes considerados geniales – lo he logrado plenamente, y ahí está la certificación del crítico aludido y de alguno más.

Podía respirar tranquilo. Había encontrado mi voz, mi tono, mi escritura, mi razón de ser en el mundo de las letras. Siempre que me lo propusiese, podría introducirme  en la piel de una personalidad de otro tiempo y, felizmente poseído,  escribir y soñar como ella misma lo habría hecho.

¿Solo siempre que me lo propusiese? ¿Solo personalidades de otro tiempo? Aquí viene lo del peligro. Un peligro similar al que corriera el Dr.  Jekyll en relación con Mr. Hyde. El buen doctor permitió que, de sí mismo, se formase el perverso Hyde, pensando que, cuando quisiera, podría controlarlo, reducirlo y hasta eliminarlo. Pero cuando quiso, no pudo. La similitud con mi caso consiste en que, hasta ahora, me dejaba poseer por ciertos escritores famosos cuando yo quería y, más o menos, como yo quería. O me dedicaba a mimetizarlos desde mi voluntad más libre. Hasta ahora.

Hace un tiempo, pongamos cinco meses, que casi todo cuanto escribo tiene para mí un aire como de conocido reciente. Tanto las frases como las piruetas mentales que las originan no me recuerdan al escritor que yo era antes de ese breve tiempo. Y hoy se me ha revelado la terrible verdad. He descubierto que, sin que yo lo haya premeditado y decidido, un escritor, y perfectamente vivo – lo que aún es más intolerable -,  está tomando posesión de mi espíritu.

No puedo permitirlo. No puedo aceptar convertirme en negro literario de cualquiera que pasa por ahí, sin haber acreditado por lo menos siglo y medio como difunto.  Si lo permitiese, estaría dando por buena aquella extraña idea del intruso en cuestión de que escribir es un desposeerse sin fin. He de dejar de leer a Vila-Matas.

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La invención de la realidad

Ya es curioso que, en su origen, inventar significase encontrar (del latín, invenire), como si nada se pudiese “inventar” que no estuviese previamente ahí, en algún lugar de la geografía o de la mente. Los científicos y, más que estos, los tecnólogos, dirán que eso no es cierto, que hay cosas radicalmente nuevas, en absoluto existentes antes de que se inventasen. Y estoy por darles la razón. Pero es que yo no pensaba en científicos o tecnólogos, sino en escritores o poetas.

Y ahora utilicemos la palabra en su acepción común o habitual y dejémonos de pasatiempos etimológicos. Una de las actividades principales del escritor creativo es inventar, es decir, presentar como verdaderos acontecimientos falsos. A veces inventa un país, casi siempre inventa una historia, unas situaciones, unos personajes, unos hechos, unos sentimientos. Todo es invención, o sea, mentira.

¿Con qué fin? Preguntádselo y es posible que os responda con bellas frases y agudos argumentos. Pero la verdad, la pura verdad, es que no lo sabe. El pobre no lo sabe. Escribe, inventa, respondiendo a un instinto que no todos los seres humanos tienen, pero sí todos los escritores que inventan.

Y sin embargo, parece que en esas regiones de la escritura cada vez se inventa menos, cada vez se recurre más a lo vivido a lo “basado en un hecho real”, como en tantas películas. Esto es algo que ya le tenía preocupado a Oscar Wilde, quien en la Decadencia de la mentira se quejaba de la falta de imaginación imperante, de la afición al “realismo” de tantos dramaturgos, realismo que, según él, nada tenía de artístico, sino que consistía (¿consiste?) en tomar la realidad cruda y presentarla sin cocinar.

En arte, la invención es necesaria. Incluso cuando se parte de un hecho real. Y, además, las interrelaciones entre invención y realidad pueden tener efectos sorprendentes, a veces mágicos. Por ejemplo, se ha dicho hasta la saciedad que toda novela tiene algo de autobiografía, cuando menos de una manera, diríamos, inconsciente. Pero lo bueno, quiero decir,  lo mágico, se da cuando el novelista pone retazos de verdadera autobiografía y le sale algo totalmente inventado. O al revés, cuando inventa conscientemente y le sale pura autobiografía. Y siempre con ese aroma de irrealidad que en esos casos respira el conjunto.                                                                                                                     

Aunque lo realmente mágico es cuando el resultado del invento del autor pertenece a la biografía del lector, como, por ejemplo, cuando habla de la infancia del personaje y de cierta bolera abandonada del Paseo San Juan, bolera que, en la adolescencia del lector estaba abierta y fue escenario de viejas emociones nuevas.

No debe de ser cosa fácil construir una irrealidad poética  a base de una mezcla de realidades y ficciones previamente agitadas. En realidad, no sé si eso es bueno o es malo, ni si es conveniente o inconveniente para el devenir del arte y de la humanidad. Y por no saber, ni siquiera sé lo que estoy diciendo. Esto me pasa por seguir leyendo a Vila-Matas.

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Vila-Matas y las desapariciones

Tal como me había propuesto, acometí la lectura de las obras de Vila-Matas. Primero Dublinesca, luego Bartleby y compañía y ahora ando con Doctor Pasavento. Dos cosas me han llamado enseguida la atención. Primera, que se trata de una literatura sobremanera literaria. Metaliteratura, que dicen los que saben de estas cosas.

A mí ya me va bien. Pero pienso que muchos lectores pueden quedar desconcertados, y en cierto modo humillados, por la profusión de referencias a autores y obras que la mayoría de los mortales desconoce en absoluto o le suenan vagamente. De acuerdo, es su problema. El autor tiene todo el derecho. Y, desde el punto de vista comercial, tampoco creo  que sea una opción ruinosa. Basta con ver el número de ediciones y, supongo, de ventas.

La segunda es la obsesión del autor por el tema de las desapariciones. Desde el ficticio editor retirado de Dublinesca, pasando por todos los personajes-escritores de Bartleby, hasta el mismo doctor Pasavento, todo el mundo aspira a desaparecer, en un mundo en que las desapariciones de personajes más o menos marginales se producen o se insinúan continuamente.

Francamente, la cosa parece una rareza. Una extravagancia de autor empeñado en buscar temas originales o novedosos. Y más tratándose de escritores, gente especialmente vanidosa, hasta el extremo de que, por uno que quiera pasar realmente desapercibido, como Salinger, hay mil cuyo erostratismo les predispone a incendiar estudios de televisión si no son llamados ahí para hablar de su libro.  Desapariciones… ¡vaya invento!

Pero, hace unos días, a propósito de la situación económica de España y del número de suicidios que provoca, oí a un psicólogo eminente decir que en realidad esa gente no quiere matarse: aspira a desaparecer. Y ayer mismo, en una información más sesuda de lo habitual se decía que la renuncia del Papa obedecía en realidad  a un deseo de desaparecer.

¿Qué pasa aquí? No sé. Seguiremos leyendo.

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Acosado por Vila-Matas o la venganza del Doctor Jung

Yo solo contaré la historia, poniendo un hecho detrás de otro. Más que nada para tratar de ordenar, y de comprender.

El pasado día 10 de octubre leo en El País Cultura un artículo de Vila-Matas, publicado dos días antes. Me encanta, como todos los suyos (y sin embargo, no he leído ni una de sus novelas). Inspirado por algunas cosas que en el artículo se dicen, y después de ver pasar casualmente a su autor por la calle, el mismo día 10 escribo y publico en este blog una entrada titulada Arte y realidad, donde menciono el curioso avistamiento.

El día 11 aparece un comentario a mi entrada del blog en el que su autor dice que en efecto era él, que había pasado por ahí camino de tal lugar.

Preocupado por no haber leído ningún libro de tan reputado escritor y ante el temor de que, en un nuevo encuentro fortuito, se haya de pasar a las palabras, comento los hechos a un buen amigo, quien, tres día después, me pasa un lote de libros del que resulta ser unos de sus escritores preferidos. Tomo uno al azar para empezar a leer: Dublinesca.

El  día 25 por la mañana publico una entrada titulada Qué es el tiempo, que empieza con una famosa cita de san Agustín. Al mediodía leo en una revista digital un comentario sobre un escritor joven, busco el inicio de una de sus obras y me encuentro con una cita destacada de Vila-Matas. Por la tarde, siguiendo con la lectura de Dublinesca, leo en la página 84 de la edición de Seix Barral:

Tal vez contestaría a la manera de San Agustín cuando le pidieron que dijera qué era el tiempo para él: “Si no me lo preguntan, lo sé, pero si me lo preguntan, no sé explicarlo”.

Vuélvase a consultar la entrada Qué es el tiempo de este blog, publicada unas horas antes, y dígase si el asunto no empieza a ser preocupante.

Y no quiero mencionar otras cosas menos sorprendentes, como el hecho de que, por una diferencia de pocos años, no se cruzaran nuestras infancias respectivas en el colegio de los Maristas del Paseo San Juan, o de que residamos en sendos extremos, aproximadamente, de esa misma calle barcelonesa.

En fin, espero que el reputado escritor no se moleste por estas divagaciones. Y espero también que me agradezca el detalle de que, a pesar de no haber muerto todavía, haya tenido a bien incluirlo en la categoría escritores vivos.

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Arte y realidad

Pese a lo pomposo del título, mi intención es hablar de los mcguffin. Mcguffin es el nombre que dio el cineasta Hitchcock a cierta clase de elemento que, en sus películas, aporta suspense y parece tener una función en el desarrollo de la trama, aunque luego resulta – cuando el espectador ya se ha tragado el suspense – que no tiene nada que ver con la trama.

La reflexión sobre este tema me ha venido a propósito de la lectura de un artículo de Vila-Matas, tan sutil como todos los suyos. Un par de horas después de ocurrírseme, vi al mismo Vila-Matas caminando por la acera sur de la plaza Cataluña, no lejos de donde yo esperaba el autobús. Pero esto, en una ciudad de más de millón y medio de habitantes, no tiene importancia. O quizá sea un mcguffin.

El narrador – sobre todo el de relatos cortos – y el guionista que conscientemente introducen en su historia un aspecto interesante que nada tendrá que ver con la trama están de hecho realizando un esfuerzo titánico por competir con la realidad. Y muy difícil. O más bien imposible. Porque arte y realidad son mundos distintos.

Una novela, por realista que se pretenda, está pensada para producir un efecto determinado. Y un cuento aún más. Y todo lo que en la obra aparece tiene la función que de manera más o menos consciente le ha asignado el autor. Es decir, que el de la obra de arte es un mundo con sentido (porque tiene un creador racional), cosa que es difícil decir del mundo viviente, de la realidad. Precisamente la función del arte consiste -¿entre otras cosas? – en dar sentido o coherencia a lo que aparentemente no lo tiene.

¿Aparentemente? Depende de la mirada del espectador. El observador ingenuo y aplicado verá en la vida real un amasijo de hechos, objetos, sensaciones, colores, historias, detalles que, en su mayoría no guardan relaciones lógicas entre sí ni, presumiblemente, con el destino del observante. Cuando en una novela ocurre algo, suponemos que tendrá cierta relación con el plan del autor. Cuando en la vida real ocurre algo cuesta mucho suponer cualquier cosa.

A no ser que uno se llame Carl Gustav Jung. En este caso, se da al interruptor y un maravilloso mundo de sincronicidades o correspondencias  profundas se enciende ante nosotros con todas sus lucecitas de colores. Todo tiene sentido. Quién sabe.

En todo este asunto solo hay una cosa clara para mí: que alguien que piensa como Jung es alguien que no cree en los mcguffin.

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