Archivo mensual: marzo 2018

PAVESE. El vicio absurdo I

pavese¿Cuándo leí por primera vez a Pavese?

Su nombre sonaba mucho entre la progresía barcelonesa, pero yo no sabía quién era ni qué representaba. A finales de 1971, la primera vez que estuve en Italia, compré una de sus novelas más famosas. La leí con mucho gusto, pero seguí sin saber qué era o qué representaba. En los años siguientes leí casi todas sus obras, y parece que llegué a entender algo, ahí está este párrafo de mi Diario fechado el 2 de febrero de 1980:

Lo mejor de Pavese es el estilo. Pero ese estilo no es solo forma: es la única expresión posible de su personalidad. Una expresión trabajada, depurada, por supuesto. Una de sus grandes habilidades – o virtudes – consiste en saber diluir las ideas en la acción y, sobre todo, en la descripción del paisaje, siempre en íntimo contacto con los sentimientos de los personajes. No entiendo qué entienden por realismo los que le califican de realista.

Ahora que he tenido que volver a él para colocarle en el sitio que creo que le corresponde en esta lista, después de releer alguna de sus obras y de consultar a algunos de sus críticos y reseñadores, tengo la sensación de que no he avanzado mucho. Tengo la sensación de que, como ocurre con muchos creadores, a Pavese no se le puede explicar, solo se le puede leer y dejarse embargar por ese sentimiento acre, tierno, nostálgico, duro, abismal que despierta su lectura.

Anguilla – así llaman al narrador los otros personajes, sin que se sepa su nombre verdadero – es un hombre de mediana edad que regresa a Italia después de haber hecho fortuna en América. Hace poco que la guerra ha terminado, y él vuelve a su tierra, un pueblo situado en el valle del Belbo, atraído por una fuerte nostalgia, con la esperanza de reencontrar las propias raíces. Tarea difícil. Ni siquiera sabe dónde nació en realidad. Abandonado al nacer, fue recogido por un matrimonio campesino pobre, a cambio de una ayuda pública.

Ahora, lo primero que comprueba es que, aunque todo es lo mismo, todo ha cambiado. La guerra ha pasado con sus estela de sangre, odios y ajustes de cuentas mal saldadas. Nuto es un amigo de la infancia, carpintero y músico ambulante. Apenas ha salido de la comarca. Acompaña a Anguilla y responde – no siempre – a las continuas interrogaciones de éste sobre la actual situación de las personas y familias de entonces. En Gaminella, donde Anguilla vivió la infancia con sus padres adoptivos, hay ahora otra familia, con un adolescente, Cinto, que despierta la compasión (es cojo) y simpatía de Anguilla, quien se ve en parte reflejado como el niño que fue. En casa Mora, importante hacienda agrícola, donde fue a trabajar y vivir a los trece años, ya no hay nadie de los de entonces, ni el patrón don Mateo, ni las tres encantadoras hijas (él estuvo enamorado en secreto de la pequeña, Santa, pero la diferencia social era insalvable). Por Nuto se entera del triste final de las dos mayores, pero el amigo parece reacio a hablarle de la pequeña.

En sus recorridos por los campos y lugares de la infancia común, Anguilla y Nuto hablan de la tierra, del mundo campesino, tan diferente del ciudadano, de los ritos y mitos encarnados en las labores diarias: las hogueras, que siempre y en especial en las noches de San Juan iluminan las colinas y favorecerán una mejor cosecha; la Luna, que preside y condiciona todos los trabajos: la tala de árboles, los injertos, las podas… ¿Supersticiones? No, afirma Nuto, superstición es lo que se usa para dominar y embrutecer al pueblo, y estos hombre son ignorantes, sí, pero la tierra la conocen. Y a veces enloquecen.

En un rapto de locura, Vallino, el padre de Cinto, mata a las dos parientes con las que habita, prende fuego a la casa y se ahorca. Anguilla ruega a su amigo que se haga cargo del chico, y Nuto accede. Lo que no consigue es que su amigo le explique con claridad lo que pasó en la guerra, ¿fué él, Nuto, combatiente antifascista, partisano? ¿Cómo afectó en realidad la guerrilla a las gentes del pueblo? Y es que de vez en cuando la aparición de cadáveres de “ejecutados” por los partisanos despierta las iras de parte del pueblo contra los “comunistas”.

Nuto da pocas explicaciones, pero al final revela lo que parece esencial para Anguilla. Santa, la bella Santina, fue amante de varios mandos fascistas, después se unió a los partisanos. Descubierta como espía, fue ejecutada. Luego – prosigue Nuto -, cubrimos su cuerpo con sarmientos de vid, echamos gasolina encima y prendimos fuego. El año pasado todavía estaba la señal, como el lecho de una hoguera.

Con esta frase el 9 de noviembre de 1949 Cesare Pavese daba fin a su última novela, La luna y las hogueras (La Luna e i falò).

Una novela perfecta, en el sentido de que reúne y armoniza de modo eficaz y misterioso – el misterio es elemento esencial de su eficacia- los mundos y las preocupaciones pavesianas: la realidad de los hombres y mujeres que se debaten en una sociedad ingrata, por una parte, y por otra, la presencia intemporal del mito, encarnado en las fases rítmicas de la tierra, en las fuerzas oscuras que mueven a los seres humanos, en el destino. 

Entre estos dos polos de tensión se mueve, creo yo, toda la obra de Pavese. Sus manifestaciones más claras, y opuestas, están, por un lado, en el realismo social de El camarada (Il compagno), historia de un pequeño burgués inmaduro e individualista que va tomando conciencia de la situación hasta comprometerse activamente con la oposición antifascista y, por otro lado, en el largo coloquio puesto en boca de personajes de la mitología que constituye Diálogos con Leucó, compendio de las obsesiones primordiales del autor, que en definitiva se reducen al misterio del ser, de la vida, de la muerte y del destino humano.

Pero, en la mayor parte de su obra narrativa, Pavese tiene la habilidad de mezclar sabiamente el aspecto realista con el mítico y simbólico, incluso de manera que éste último puede pasar desapercibido. El mejor ejemplo lo tenemos en la novela Entre mujeres solas (Tra donne sole), que inspiró una excelente película de Antonioni (Le Amiche). En ella hace un retrato de un pequeño grupo de mujeres jóvenes de la alta sociedad turinesa, visto por Clelia, turinesa también de nacimiento, pero de clase trabajadora, que ha prosperado en Roma sin envilecerse y que ha llegado a Turín para abrir una tienda de una importante firma de moda. El vacío y la insustancialidad del mundo de las ricas (y de sus amigos ricos), contrasta con la seguridad de Clelia, quien, anclada en la vida por el esfuerzo y el trabajo, participa – críticamente – en aquél ambiente podrido por la ociosidad y la desesperanza. El relato empieza con el intento de suicidio de una de las mujeres, y concluye, poco tiempo después, con su suicidio efectivo.

El autor no necesitó un segundo intento.

(CONTINÚA)

(De Los libros de mi vida. Lista B)

 

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PAVESE. El vicio absurdo II

Cesare Pavese nació en Santo Stefano Belbo, localidad del Piamonte italiano, en 1908. El padre, de familia campesina del lugar, era procurador de los tribunales en Turín; la madre pertenecía a una rica familia de comerciantes. Residentes en la ciudad, los Pavese solían pasar los veranos en Santo Stefano. Allí pasó Cesare parte de la infancia – debido a la enfermedad de la hermana, vivieron en el pueblo durante unos años –, allí inició los estudios primarios, conoció a Pinolo Scaglione, muchacho del pueblo con el que le unió una amistad de por vida (es el Nuto de La Luna y las hogueras), y se inició en su devoción particular por los misterios de la tierra.

En 1914 muere el padre, y la familia queda al cuidado único de la madre, mujer enérgica, adusta y autoritaria. Cesare prosigue los estudios primarios en Turín. Luego inicia los secundarios en los Jesuitas, pero enseguida ingresa en el instituto Massimo d’Azeglio.

Encontrarse en el período de formación con un maestro que merezca tal nombre es una suerte que pocos tienen. Pavese la tuvo. El “maestro” era Augusto Monti, latinista, humanista, antifascista, hombre de gran prestigio como pedagogo ilustrado, amigo de Gramsci y de Piero Gobetti. Más tarde, gracias a la amistad con su maestro, Pavese conoció y entabló amistad con algunos de los intelectuales más brillantes de Italia: Norberto Bobbio, Leone Ginzburg, Vittorio Foà, a los que luego se sumarían otras lumbreras del mundo de la cultura como Giulio Einaudi, Elio Vittorini, Davide Lajolo e Italo Calvino. Nunca le faltaron buenas compañías.

 

Le interesa la poesía, escribe e intenta publicar poemas. Le son rechazados. Tiene 18 años. Un año después, en 1927, ingresa en la facultad de letras de la Universidad de Turín y, antes de terminar la carrera, publica su primera traducción, Nuestro señor Warren, de Sinclair Lewis, con lo que da inicio a la que será su principal actividad profesional a lo largo de toda la vida: traductor de los modernos escritores norteamericanos.  

De hecho, Pavese hizo su aprendizaje de escritor mediante la traducción de obras de algunos de los grandes de la literatura inglesa y norteamericana. Melville, Sherwood Anderson, Joyce, Dos Passos, Steinbeck figuran entre ellos. Su misma tesis de graduación versó sobre la poesía de Walt Whitman.

Hacia los veinticinco años de edad, su vida sentimental pasa por una fase amable, aunque insegura, gracias a la compañía de Tina Pizzardo, “la voz ronca” evocada en algunos de sus poemas cuando ya es solo amargo recuerdo.

La vida profesional tiene su arranque seguro y fructífero en 1933, cuando Giulio Einaudi funda la editorial del mismo nombre, en la que colaborará, además de como autor, como trabajador esforzado a lo largo de toda su vida, en compañía de algunos antiguos condiscípulos del Massimo d’Azeglio, todos decididos antifascistas.

En 1935 es detenido al mismo tiempo que Einaudi y varios colaboradores y amigos y, tras pasar unos meses en la cárcel, se le destierra por tres años – luego reducidos a uno – a Brancaleone Calabro, en el extremo sur de la península. De hecho, aunque antifascista, Pavese nunca participó activamente en la oposición al régimen, y su detención se debió a una especie de malentendido. La pronta resolución de su caso e incluso del de sus amigos – estos sí, seriamente comprometidos – se debió quizá a la relativa suavidad con que el fascismo italiano trató a la disidencia intelectual, a diferencia de la mano dura, o durísima, que siempre aplicó a la oposición obrera.

En el destierro, Pavese empieza a escribir una especie de diario privado, que continúa hasta su muerte y que se publica póstumo con el título Il mestiere de vivere (El oficio de vivir). A poco de comenzarlo, registra en él una tragedia personal: de regreso a Turín tras el destierro, se encuentra con que ella se va a casar con otro. Es uno de esos fracasos concretos, acompañado en este caso por la sensación de haber sido traicionado, que simbolizan para él el fracaso general de la existencia. Y una vieja idea, que siempre le ha acompañado, unas veces viva, últimamente como adormecida, resurge en su interior con fuerza. Escribe en el Diario:

Sé que estoy condenado para siempre a pensar en el suicidio ante cualquier problema o dolor. Es esto lo que me aterra: mi principio es el suicidio…(10-4-36).

Es una costumbre instalada en la mente y en todos los miembros, es “el vicio absurdo”, como lo llama en otra ocasión.

Lo malo es que, de momento, no recibe consuelos de la otra parte: su primera colección de poemas, Laborare stanca (Trabajar cansa), publicada en el mismo año, pasa casi desapercibida.

Y es precisamente entonces cuando se vuelca en el trabajo con una dedicación absoluta. Pasa casi todas las horas del día enfrascado en las tareas más diversas de la editorial, continúa sin tregua con las traducciones y, en 1939, escribe sus dos primeras novelas cortas, La cárcel, basada en experiencias propias, y De tu tierra (Paesi tuoi), primera incursión en el mundo rural y su trasfondo mítico, que no se publicará hasta finales de 1941, con una buena acogida por parte de la crítica. 

En 1943, estando en Roma por asuntos de trabajo, es llamado a filas. Pero no se incorpora, debido al asma, y pasa unos meses hospitalizado. Es el momento en que la guerra, que hace años viene librándose en el exterior, irrumpe en Italia. Los aliados desembarcan en Sicilia y a continuación en la península. Se firma el armisticio con un gobierno del que ha sido eliminado Mussolini (detenido, fugado, capturado y finalmente “ejecutado”), y el fascismo junto con el ejército alemán, que ha pasado de aliado a invasor, crean la República Social Italiana, títere de Berlín. Surge la guerrilla, los partisanos actúan en amplias zonas y tienen en jaque a los nazi-fascistas. 

       

Cuando Pavese regresa a Turín, bombardeado y ocupado por los alemanes, no encuentra a los suyos: han marchado al monte, a unirse a la guerrilla. Él también se va, pero a Serralunga, a una casa de las colinas junto con su hermana y familia. Ahí medita en y sobre la soledad; el resultado será La casa en la colina, que escribirá unos años después. Y es que, si bien tiene sus convicciones o, mejor dicho, sus tendencias políticas, nunca ha sido un hombre de acción. Finalizada la guerra, regresa a Turín, entra en el partido comunista y colabora en L’Unitá y en otras publicaciones. En sus artículos se muestra siempre ajeno a cualquier sectarismo político o social: cuando, años después, publique en la revista Cultura e Realtà un artículo sobre el mito suscitará críticas e incomprensiones en la misma izquierda en la que milita. 

En los cinco años siguientes escribe y publica la mayoría de sus obras, entre ellas, quizá las mejores: Entre mujeres solas y La luna y las hogueras. Pero nada es suficiente para curarle de su “vicio absurdo”. Ni la obtención del premio literario más prestigioso de Italia (Strega, 1950), ni el éxito artístico y social, al que se ha acostumbrado sin darle mayor importancia.

De todo ello da cuenta en su Diario, a veces difícil de descifrar porque, cosa rara, está escrito en efecto para él mismo; y también en su segunda y última colección de poemas, Verrà la morte e avrà i tuoi occhi (Vendrá la muerte y tendrá tus ojos).

Y es que, en 1949 un amor llega del otro lado del océano, de la América de sus sueños literarios. Pero, apenas alcanzado, se desvanece. Y, cuando se está desvaneciendo, escribe:

Uno no se mata por el amor de una mujer. Se mata porque un amor, cualquier amor, nos revela en nuestra desnudez, miseria, indefensión, nada. (25-3-50).

Y el 28 de agosto de 1950, en una habitación de un hotel de Turín – como en el primer intento de la Rosetta de Entre mujeres solas -, Cesare Pavese da cumplimiento a su destino.

Diez días antes ha escrito las dos últimas líneas de su Diario:

Todo esto da asco.

No más palabras. Un gesto. No escribiré más.

(De Los libros de mi vida. Lista B)

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BICIFOBIA

Yo también he ido en bicicleta. Y me encantaba. Pero solo en verano, como está mandado. Y solo por la urbanización y las carreteras comarcales que llevaban a las poblaciones próximas. A veces, me atrevía hasta alguna ciudad un poco más alejada. Y me encantaba, ya lo he dicho, el aire en el rostro, la velocidad con que se sucedían los árboles por los lados, incluso la sensación de peligro al ser avanzado por camiones y camionetas tambaleantes, que te podían verter encima el contenido de la carga o llevársete por delante. Era en la década de los años cincuenta del siglo pasado, o sea, cuando el mundo en que ahora vivo apenas había nacido.

En aquel mundo solo los niños y adolescentes íbamos en bicicleta. Las personas mayores que las montaban o eran honrados operarios – el jardinero, el afilador, el cartero – o eran “tíos”.

– Mamá, ¿qué quieres decir con eso de “tíos”?

– Pues eso, hijo, “tíos”.

Hoy es muy diferente. Hoy cualquiera va en bicicleta. Desde que vivo todo el año en la ciudad, desde que aquellas vacaciones quedaron sepultadas en el olvido, he visto crecer el problema de forma alarmante.

Hoy todo el mundo va en bicicleta, el papá y la mamá, el niño y la niña. Pero no entre camiones destartalados y árboles a ambos lados de la carretera, no. Ahora van por la ciudad. Y no solo por los carriles que tienen reservados, que, por cierto, se van extendiendo con la rapidez de una tela de araña que ha de capturar al indefenso insecto-peatón, sino por todos y cada uno de los espacios de la ciudad.

Parques, paseos, aceras, pasos peatonales, cualquier espacio presuntamente reservado a los que caminan solo con las piernas puede ser objeto de la inmensa voracidad velocípeda. Y sin respetar las reglas, por supuesto; ni los semáforos, ni las normas de circulación parecen afectar a los ciclistas urbanos.

Antes, no hace muchos años, podías caminar por las aceras con total impunidad; podías ir adelante, atrás, moverte hacia la izquierda, hacia la derecha, girar en círculo, qué sé yo, y no pasaba nada. Ahora no, ahora has de tener siempre presente que si te desvías unos milímetros hacia un lado, puedes ser arrollado por la bicicleta que viene corriendo por detrás.

Y lo peor son las esquinas de las calles, ¡a cuántos ciclistas he visto yo doblarlas a toda velocidad, bien pegados al muro del edificio con la clara intención de derribar al incauto peatón que se va a encontrar al otro lado!

Hay que defenderse. Como sea, hay que defenderse. Yo ya he empezado a tomar medidas. De momento, me he provisto de un bastón de paseo de madera dura.

– Para defenderme – le digo al vendedor que se interesa por la razón de mi insistencia en la dureza.

En cuanto la bici pasa más cerca de lo admisible, golpeo en el suelo con toda la fuerza con el bastón, como cualquier ciego justamente irritado. Golpeo lo más cerca posible de la rueda. Y de ahí no paso, de momento. Pero cualquier día seguiré el consejo de aquel dandy periodista: meteré el bastón entre los radios de la rueda y…que sea lo que Dios quiera.

A propósito del terrible atentado terrorista que tuvo lugar en la ciudad hace unos meses, un amigo que vive fuera me preguntó si no temía morir un día en un atentado… le contesté lo que merecía.

– Pero, qué dices. Las probabilidades de que muera en un atentado terrorista son nulas comparadas con las probabilidades de que muera atropellado por una bici.

Y ocurrirá. ¿Cuándo? No lo sé, pero ocurrirá.

No se puede evitar el destino.

 

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SCHOPENHAUER AD CANEM. quinque

¿Y no hay manera de escapar de esta condena?… Veo que estás bien despierto ahora. Me alegro. Porque ahora viene la parte positiva −es una manera de hablar− del asunto, mucho más cierta y más real, eso sí, que todos los cielos y progresos que sólo existen en las mentes de los optimistas profesionales. Sí, hay manera de escapar de esa condena. Y no una, sino dos. La primera, aunque efectiva, es transitoria, temporal. La segunda, aunque rara y muy difícil, es total, definitiva.

La primera es el arte. He dicho antes que la inteligencia humana es una creación de la voluntad para seguir existiendo. Y en la inmensa mayoría de los casos, a eso se reduce su papel. Los hombres utilizan el cerebro para dominar las fuerzas de la naturaleza como no lo podría hacer un simple animal, y para afirmar su yo frente a los otros hombres, con astucia, con engaño, es decir, para desenvolverse en la selva natural y social, en una palabra, para sobrevivir, porque ésta y no otra es la función del intelecto creado por la voluntad. Pero una vez creado, el intelecto −como toda creación viva− actúa con propia autonomía, y a veces se fija en cosas que no tienen relación con el interés de la voluntad.

Cuando por primera vez el hombre levantó la vista de la tierra de sus afanes y, ajeno a todo interés vital, contempló el cielo estrellado, nació el sentimiento estético. Cuando por primera vez el hombre construyó un objeto, pintó una figura, tramó un relato, inventó una canción, sin ningún interés vital o práctico, nació el arte… Pero ¿qué es el arte?

El arte consiste en el conocimiento objetivo de una Idea que abarca toda una serie de casos particulares y concretos. Hay infinidad de personas ambiciosas o empujadas a la ambición: Shakespeare capta la Idea y la llama Macbeth. Hay algunas personas idealistas y puras en un mundo mezquino y perverso: Cervantes capta la Idea y la llama Quijote. Hay muchos jóvenes sensibles y desesperanzados en un mundo frío y hostil: Goethe capta la idea y la llama Werther. Si estos genios de la literatura, en vez de abandonarse a la contemplación intuitiva de la Idea, se hubieran guiado por las pulsiones de la voluntad, ni serían tales genios ni hubiesen producido otra cosa que vulgares panfletos.

Y es que el núcleo fundamental de una obra de arte es una intuición objetiva, y ésta exige el aquietamiento absoluto de la voluntad. Es entonces cuando el artista se convierte en sujeto puro de conocimiento, ajeno a las tormentas de la voluntad. Ya no hay lucha en su interior, porque la voluntad ha cesado y él y el objeto artístico son una y la misma cosa. Momentáneamente. El arte nos permite escapar de la horrible rueda de la voluntad pero sólo por unos momentos, mientras lo creamos, mientras lo disfrutamos.

¿Cuál será entonces la solución definitiva?… ¿La muerte? Me ha parecido oírte decir la muerte. No, no puede ser, alucinaciones mías… porque tú, Butz, no puedes tener el concepto de la muerte, como quedó muy claro, y a decir verdad, ni siquiera puedes hablar… Bien, en todo caso, la respuesta es no. La muerte no soluciona nada. Si la muerte cambiase algo fundamental, el universo ya no existiría.

Porque, vamos a ver, ¿cuando morimos qué es lo que muere? El intelecto, la conciencia individual, esa lucecita que la voluntad produjo para iluminar la andadura del cuerpo (su propia andadura): al desintegrarse el cuerpo en sus materiales básicos se viene abajo todo el andamiaje sobre el que el intelecto se alzaba. Lo que desaparece con la muerte es el intelecto, la conciencia individual, pero no la voluntad una y eterna, que buscará nueva envoltura para seguir manifestándose.

Y sin embargo, qué curioso, lo que en nosotros se siente horrorizado por la muerte no es el intelecto − nos hemos pasado millones de años sin él, se eclipsa con el sueño y con el síncope, sin que nada de esto nos importe−. No, lo que en nosotros siente horror a la muerte es precisamente lo que no puede morir, la voluntad, que, engañada por el intelecto, teme que ella pueda morir también, y siendo pura voluntad de vivir, se siente aterrorizada.

Así que la muerte no resuelve nada −y el suicidio es un error estúpido−, porque la voluntad seguirá existiendo para tormento de todo lo viviente. ¿Entonces? Acabar con la voluntad, conseguir que se extinga la voluntad de vivir, esta es la clave. ¿Y cómo se consigue esto? Como lo han conseguido los ascetas hindúes y budistas y los místicos musulmanes y cristianos de todos los tiempos, comprendiendo que todo es uno bajo el velo ilusorio de Maya, bajo el tejido cerebral de la representación, que forja individuos y diferencias donde sólo hay un ser inmutable, indestructible y eterno, comprendiendo que no hay tú y yo −base de la auténtica moral−, que no hay hombre y mundo, como el artista Byron lo comprende cuando exclama

Are not the mountains, waves and skies, a part 

of me and of my soul as I of them?

El hombre que, tras amargas luchas con su naturaleza, comprenda todo esto habrá vencido, y se convertirá en espíritu puro, en límpido espejo del universo. Ya nada le podrá agitar, pues habrá cortado los mil lazos con que la voluntad le ataba a la tierra y que bajo la forma de concupiscencia, de codiciao de cólera, le atormentaban sin cesar. Ese hombre, contento y tranquilo, mirará ya los espejismos terrenales que antes tanto le conmovían como uno mira los trajes de máscara desechados después de haber palpitado bajo ellos la noche de carnaval. A ese hombre la muerte ya no le espanta. Suprimida la voluntad de vivir, se ha liberado de todo tormento, y puede volver, plácidamente, al ser ignoto de donde nunca debió salir…

Bien, ¿qué te parece, Butz? Veo que has aguantado. Pero te advierto una cosa: esto que has oído −porque es innegable que lo has oído− es un resumen precipitado que da sólo un pálido reflejo de la brillante profundidad de mi filosofía. Pues has de saber que he pasado por alto temas tan fundamentales como el de la Idea (objetivación adecuada de la voluntad no sujeta a la representación), o como el fundamento de la moral, o como el problema de la libertad, o como mis reflexiones originales sobre el genio, la música, la justicia, el amor sexual, la locura y un abundante etcétera.

Pero comprendo que no podía abusar más de ti −lo mismo le diría al supuesto lector del hipotético libro, ¡me contentaría con que respondiese como tú has respondido! Te has portado bien, Butz, muy bien, te felicito. Dame la patita. Ha sido un placer hablar contigo.

                           FINIS SERMONIS SCHOPENHAUERIS

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SCHOPENHAUER AD CANEM. quattuor

Decía que la voluntad −idéntica en mí y en todo el universo− es una fuerza ciega, inconsciente, que sólo quiere ser. Y esta fuerza está presente por igual en toda la escala de los seres de la naturaleza. La pesantez, la impenetrabilidad, la elasticidad, formas únicas de “movimiento” de los seres inanimados, es voluntad; la reacción a los estímulos, la generación, el crecimiento, la floración, la fructificación de los vegetales es voluntad; el instinto de industria, de supervivencia, de reproducción de los animales es voluntad… ¿Y el hombre?

En el hombre −en el que no deja de funcionar todo lo anterior− se manifiesta además una diferencia que ya se apunta en los mamíferos superiores, y es que conoce, que puede actuar por motivos. Y esto ¿qué significa? Significa que, en el grado superior de su manifestación, la voluntad necesita cierta luz para seguir adelante, y entonces produce el cerebro. Así que el cerebro, la mente humana no es más que un producto de la voluntad para seguir existiendo, manifestándose.

Pero existir ¿para qué? ¿Qué busca esa fuerza imparable que, siendo manifestación de la cosa en sí única, se multiplica en infinidad de seres en continua lucha los unos con los otros? No lo sabe, Butz. La voluntad no lo sabe, y no lo sabe porque en su actividad no hay conocimiento, que sólo aparece con el hombre. Le basta con querer. Y quiere (actúa) de una manera más segura y menos sujeta a error cuanto menos la alumbra (¿o perturba?) la antorcha del conocimiento.

El pájaro de un año construye el nido para sus crías que aún no conoce, el castor levanta una construcción cuya finalidad ignora, la hormiga almacena provisiones para un invierno que no conoce… la voluntad todo lo dispone, a ciegas pero infaliblemente, para el fin inmediato de sobrevivir y multiplicarse, pero ¿cuál es su finalidad última? Lo siento, Butz, pero me parece que te voy a decepcionar. Porque, si tenemos en cuenta que una pregunta sobre la finalidad es una pregunta sobre el tiempo y la causalidad y que estas formas no afectan a la cosa en sí que es la voluntad, comprenderemos que tal pregunta no tiene ningún sentido, que es sólo una manifestación −inadecuada al objeto− del modo de funcionar de nuestro cerebro.

Así que olvidemos el por qué y el para qué y sigamos con el qué. Decía que con el hombre aparece el conocimiento, la inteligencia conceptual, inteligencia que la misma voluntad ha creado para sus propios fines. ¿Fines? ¿No resulta irónico hablar así cuando sabemos que la voluntad no tiene más fin que el inmediato de ser y de reproducirse hasta el infinito? Es un ansia feroz la que le lleva a objetivarse en millones de individuos que, en cuanto lo son, se ven obligados a luchar entre sí por la conquista de la materia y del espacio… pero ¿cómo? ¿La propia voluntad lucha contra sí misma? Sí, en sus manifestaciones sí: la voluntad se devora a sí misma porque fuera de ella nada existe.

El vegetal vive del mineral, el animal devora al vegetal y también a otros animales, y al final llega el hombre, que toma toda la tierra por su finca particular y la explota despiadadamente. Devora los productos de la tierra y devora también, en cuanto puede, a los otros hombres, homo homini lupus. Sí, Butz, quizá esto no lo sabías. Pues conviene que te enteres: ningún animal es tan feroz con los de su propia especie como lo es el hombre. ¿Pesimismo, dices? ¿Que soy muy pesimista? No me hagas reír, Butz. Los que se proclaman optimistas deberían ser obligados a visitar los hospitales, los manicomios, las cárceles, las bodegas de los esclavos, las salas de tortura, los cadalsos y todos los rincones donde habita la más negra miseria, los barrios ínfimos de nuestras grandes ciudades, las minas, las fábricas, donde se obtiene el derecho a respirar a cambio de catorce horas diarias de trabajo embrutecedor, incluidos niños de ocho años.

Así se comporta el hombre con el hombre: ciertamente lo del lobo resulta una metáfora abusiva. Y no le va mejor al individuo consigo mismo. La vida de todo ser humano no es más que una lucha compulsiva en pos de una felicidad ilusoria. Los dolores le atormentan, son algo real; los goces los desea y, en cuanto los obtiene, o le decepcionan o los olvida en busca de nuevos goces. Nada le satisface, toda su existencia oscila entre la carencia, el deseo y la decepción. Y si no hay carencias ni deseos, se instala entonces en su corazón el peor de todos los monstruos; el tedio.

Y todo ¿para qué? ¿qué queda de las multitudes que nos han precedido? ¿qué queda de la inmensa muchedumbre de individuos que han visto la luz por unos instantes para sumirse de nuevo en la oscuridad? Nada, de su pequeño yo nada queda. Cada individuo, cada rostro humano no es más que un breve sueño de la voluntad de vivir, un boceto que la voluntad traza a modo de recreo sobre el lienzo infinito del tiempo y el espacio y que no conserva más que un instante imperceptible, borrándolo enseguida para pintar nuevas figuras. ¿Y para qué todo ese juego, esa mauvaise plaisanterie, que decía Voltaire? Parece, Butz, como si… ¿qué haces? ¿duermes? No te duermas ahora, Butz, ahora no, que esto es importante, muy importante. ¡Despierta! Así, muy bien. Levántate; no, no te sientes ahora. Bueno, siéntate, pero pon atención, mucha atención.

Decía que parece como si todo fuera consecuencia de un error, de un inmenso error. Estaba el ser, la cosa en sí idéntica a sí misma, hasta que un día −y perdona que haga uso, metafórico, del tiempo− esa cosa en sí, bajo la forma ya de voluntad, quiso entrar en la representación, quiso ser piedra, agua, aire, planta, animal, hombre, y lo quiso −lo quiere− con tal vehemencia que cada una de sus objetivaciones tiene que luchar por fuerza con todas las demás para asegurarse un lugar en el espacio. Ése fue, ése es el pecado original, Butz, el pecado de querer existir, el delito de haber nacido, que decía Calderón, y por él estamos todos condenados; condenados a la lucha, al dolor, a la insatisfacción, a la decepción, al tedio, a la muerte.

(CONTINÚA)

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SCHOPENHAUER AD CANEM. tres

La actividad cognoscente del cerebro puede ser de dos clases, la que se dirige al exterior y la que se dirige al interior del propio sujeto. Hasta aquí me he ocupado del conocimiento de lo exterior y he apuntado que ese conocimiento sólo puede serlo del fenómeno, no de la cosa en sí.

Habrás observado que el mundo exterior se nos presenta como un espectáculo de formas y de imágenes sin sustancia real. ¿Que esto no es cierto, Butz? ¿Que tú ves las cosas como muy reales? Te engañas, te engañas y se engañan cuantos opinan como tú. Y la prueba está en que incluso quienes niegan lo que he dicho se comportan como si lo creyesen.

Sí, Butz, todo el mundo, tú también, cada uno de los seres del universo se comporta como si lo único real, lo único cierto, importante e imprescindible fuese él mismo, y lo demás perfectamente secundario, prescindible, no propiamente real, como si todo lo que le rodea fuese algo fantasmagórico comparado con su propio ser sintiente y doliente. ¿De dónde viene esta íntima convicción, arraigada en todos los seres con tanta fuerza que, como luego veremos, sólo la verdadera filosofía o la mística práctica pueden desarraigar? Precisamente de lo que te decía: de que del mundo exterior sólo conocemos el fenómeno.

Y es que, por mucho que la ciencia investigue todos los objetos del universo, siempre se queda y se quedará en la superficie. Porque, después de todo, ¿qué es lo que nos da la ciencia? La ciencia sólo nos puede dar las leyes del comportamiento de las cosas, la identificación de las causas, que siempre remiten a otras causas, hasta que topa con unas fuerzas irreductibles a causas, punto en que se detiene sin que pueda determinar en qué consisten esas fuerzas.

Sabemos cómo se transmite la vida, pero no qué es la vida, qué hace que la vida se transmita en vez de no transmitirse. Sabemos cómo se forma la electricidad, pero no qué es la electricidad, qué hace que la electricidad se forme en vez de no formarse. Estas fuerzas originales están fuera de la representación y por lo tanto no les es de aplicación el principio de razón suficiente, que es como decir que están fuera de la ciencia.

Y es que la ciencia sólo nos da la determinación necesaria de la aparición de un fenómeno en el tiempo y en el espacio, su necesaria subordinación a la ley física, pero de la esencia íntima de ese fenómeno no sabe qué decir, o lo despacha con palabras tales como “fuerza” o “principio vital” o “ley natural”. Y aún te diré más: aunque la ciencia física más avanzada llegase a encerrar todo el universo en una fórmula única, ésta sólo podría referirse al cómo del universo, a su representación, es decir, a algo que se forma en nuestro cerebro, no al qué, no a su verdadera esencia. 

Volvamos pues a nosotros mismos, regresemos a aquel cuerpo en cuyo cerebro se representa un mundo del que sólo conoce las leyes de actuación. ¿Qué hace que ese cuerpo se sienta tan real frente al fantasmagórico mundo exterior? La percepción inmediata de su propio ser, eso es. Él se siente, advierte cómo en su organismo una serie de procesos trabajan sin cesar por la propia conservación. Sí, Butz, mi cuerpo, como cualquier otro objeto de la realidad, es representación, pero también es algo más. Y es que lo siento, percibo cómo se mueve, cómo sus órganos funcionan, cómo busca el bienestar, cómo rechaza el malestar, cómo huye del dolor, cómo quiere el placer, cómo quiere vivir por encima de todo, cómo quiere, cómo quiere… mi cuerpo es voluntad, y eso es lo que le mantiene vivo, esa voluntad es la esencia íntima de su existencia o, dicho de otro modo, mi cuerpo es la objetivación visible de la voluntad.

Y ahora, una aclaración muy importante. Cuando digo “voluntad” no me refiero a aquella supuesta facultad de una hipotética alma racional que “libremente” decide una acción −ya sabes, “yo tengo mucha voluntad”, “mi voluntad es hacer esto”−, no, me refiero al mismo hecho de querer, que no es distinto del hecho de actuar. La voluntad y el acto son la misma cosa. Podría haberlo llamado “fuerza natural” o algo así, pero, por razones que sería largo explicar, he preferido llamarlo “voluntad”. Tenlo presente, Butz, y nunca lo olvides, porque éste es el escollo en que siempre se estrellan cuantos intentan refutarme sin haberse enterado de lo que hablo.

La voluntad de que yo hablo es una fuerza ciega, inconsciente que sólo quiere ser, vivir, perpetuarse, y lo quiere actuando, y además ¡atento! esa voluntad es idéntica en mí y en todos los seres del universo. ¿Sorprendido? Pues no te sorprendas. Ha ocurrido una cosa, Butz, y es que, gracias a aquella introspección en mi propio cuerpo, se me ha desvelado el misterio oculto en los otros cuerpos.

Estos sólo existían en mi cerebro, eran pura representación, pero ahora que conozco la esencia íntima de mi cuerpo, y que no puedo suponer que la naturaleza me haya distinguido con una condición única, he de concluir que la esencia de los otros cuerpos, que la esencia de todos los objetos, que la esencia del universo entero es lo mismo que percibo en mi cuerpo: es la voluntad.

La voluntad es lo que hay detrás de lo que aparece como representación bajo las formas de tiempo, espacio y causalidad, es la cosa en sí. Kant ¿recuerdas? había establecido la diferencia entre fenómeno, cognoscible, y cosa en sí, incognoscible. Pues bien, yo, mediante la experiencia de mi propio cuerpo y la observación de la naturaleza, he llegado a la conclusión de que podemos saber algo de la cosa en sí, y lo que podemos saber es que la cosa en sí es ni más ni menos que voluntad o, para ser más exacto, que la voluntad es la manifestación inmediata de la cosa en sí en cuanto entra en la representación…

¿Te canso, Butz? Lo comprendo, comprendo que tales discursos a estas horas de la noche te parezcan excesivos, pero… no me importa ¿sabes? Si te aburres te duermes, te doy permiso. Lo mismo le diría a cualquier lector en el caso de que, como antes he imaginado, en vez de sólo pensamiento fuese esto letra impresa. Le diría: lector, si te aburres te duermes, te doy permiso, o cierras el libro y te dedicas a pensar por tu cuenta, si es que sabes cómo funciona eso, o pasas por alto unas páginas hasta dar con un pasaje más entretenido, haz lo que quieras, lector, haz lo que quieras, Butz, pero yo sigo.

(CONTINÚA)

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SCHOPENHAUER AD CANEM. duo

Y ahora un inciso muy importante. Mira, Butz, todo en el mundo, planta animal o cosa, órgano, víscera o lo que sea tiene un carácter determinado y sólo puede obrar de acuerdo con ese carácter. Incluso las máquinas, sí, un barco no puede correr por la tierra como una locomotora de ferrocarril, ni la locomotora puede navegar sobre las aguas. Todo está hecho de manera que sólo puede operar de acuerdo con sus características propias, de acuerdo con su esencia, podríamos decir.

Y el cerebro es una especie de máquina producida por la naturaleza para conocer. Pero sólo puede conocer de la manera y con los límites que le permite su propia constitución. ¿Y cuál es esa manera? Aplicando en todo momento tres principios necesarios: el tiempo, el espacio y la causalidad. Estas son las formas a priori de conocer que el cerebro, el intelecto, aplica en todas y cada una de sus operaciones de una manera constante y necesaria. Quiero decir que no puede no aplicarlas, ni puede entender algo que no encaje en esas formas.

No puede representarse lo que es un tiempo o un espacio infinito, ni tan siquiera puede representarse el límite de lo finito, y es que, como ya te he dicho, tiempo y espacio son instrumentos de conocimiento y en ningún caso pueden ser objeto de conocimiento en cuanto a sus límites. Igual con la causalidad. El intelecto no puede concebir algo que no responda a una causa, cualquier cosa ha de haber sido causada por algo que le haya precedido en el tiempo.

Esa estatuilla tiene que haberla hecho alguien y alguien tiene que haberla traído hasta aquí, no puede haber aparecido motu proprio. Alguien podría alegar “nada me impide concebir que la estatuilla haya aparecido aquí de repente por…” ¿Por qué? ¿Por un milagro? ¿Por obra de Dios? ¿de un mago? Lo ves, busca una causa. Siempre, conscientemente o no, suponemos la causa. Y es que es imposible conocer sin sujeción al principio de causalidad como es imposible conocer sin sujeción al tiempo y al espacio.

Y ahora volvemos al cerebro que ha recibido las señales transmitidas por el nervio óptico. Inmediatamente las somete a tratamiento, y como aquí hemos utilizado el sentido de la vista, lo que sobre todo pondrá en juego es el principio del espacio (si hubiese utilizado el oído sería más importante el principio del tiempo… por la “sucesión” de los sonidos, ¿entiendes?). Así que, recibidas las señales, les dará una forma y creará un espacio en torno a ellas, asignándoles un lugar en ese espacio, que, insisto, el cerebro crea, es decir, imagina.

Porque te habrás fijado en que todo este proceso tiene lugar exclusivamente en el propio organismo: una sensación en el aparato ocular, una transmisión por los nervios ópticos y una elaboración en el cerebro. En principio nada nos autoriza a pensar que hay algo fuera que haya desencadenado el proceso, en principio podríamos suponer que todo es pura y simple representación, como pensaba el ilustre Berkeley. Lo único que nos permite conjeturar la existencia de un objeto exterior es la presunción de que el ojo no se ha autoexcitado, de que el estímulo que recibe procede de una realidad exterior. Pero, aún aceptando esto −y te anticipo que lo habremos de aceptar−, todo el proceso de formación de la imagen y de su ubicación en el espacio ha sido cosa exclusiva del propio sujeto.

¿Cuál es la conclusión de todo esto? Que lo que conocemos es sólo lo que se forma en el cerebro, que el mundo entero, que creíamos tan real y tangible (el sentido común, ¿recuerdas?) es nuestra representación, que nada sabemos de lo que sea ese mundo en sí mismo, que sólo conocemos el fenómeno pero que nada sabemos de la cosa en sí, excepto que no está sometida al tiempo ni al espacio ni a la causalidad, porque éstas son sólo funciones cerebrales de los animales superiores, y que por lo tanto es única, indivisible y eterna.

Hasta aquí, Kant, ¿me oyes, Butz? Digo que hasta aquí, Kant. O sea que, en su primer aspecto, mi filosofía coincide casi exactamente con la de Kant. Pero ahora viene lo nuevo, lo original, lo genial, si permites que me exprese así, y ya lo creo que me lo permites, mi querido Butz, no serás tú quien me acuse de inmodestia.

(CONTINÚA)

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SCHOPENHAUER AD CANEM. unus

Este repaso de mi vida me habrá ido muy bien, lo presiento. ¿Has visto, Butz? En poco más de tres horas he dado un vistazo general a mi existencia. Y aún me llevaría menos dar un repaso general a mi filosofía… No me mires así, Butz. Hoy no, esta noche no. Ya hemos tenido bastante… Aunque, después de todo, ¿por qué no? ¿Qué te parece si preparamos un librito divulgativo con este título: La filosofía de Schopenhauer explicada a un perro? Se vendería, puedes estar seguro.

Qué me dices. Ya sé, ya sé que no puedes entenderme porque no tienes el don de la palabra ni, por consiguiente, la facultad de formar y manejar conceptos, lo sé muy bien, Butz, no me lo tienes que recordar, pero qué quieres que te diga, otros que supuestamente sí tienen esas facultades tampoco me han entendido. No veo la diferencia. Tú sólo tienes que mirarme y poner cara de entender. Como hacen algunos que conozco. Seguro que lo harás mejor. A ver, mírame… ¿Sabes qué te digo, Butz? No sé si eres muy inteligente o no, pero que la expresión de tu rostro es mucho más inteligente que la de muchos seres humanos, de eso puedes estar seguro… Bien, visto que no hay problema, adelante.

Mira, Butz, hay dos verdades básicas sobre las que se asienta toda mi filosofía, dos verdades que habría que contemplar, en lo posible, al mismo tiempo, porque ambas son los dos aspectos de la misma realidad del mundo y de la mente humana. Una es: el mundo es mi representación. Otra es: el mundo es voluntad. Y estate atento porque el asunto no es tan difícil como en principio pueda parecer. Se trata sólo de escuchar con atención, siguiendo el hilo del razonamiento…

El mundo es mi representación, ¿qué quiero decir con esto? ¡Butz, no te muevas! ¡Siéntate sobre las patas traseras, como cuando esperas una golosina! ¡Vamos! sit! eso es, muy bien. Mira, yo veo las cosas que me rodean, las toco, las huelo, puedo describir su forma, su color, su olor, su textura, su volumen, su situación en el espacio, las relaciones de unas con otras… y el sentido común me dice que esas cosas existen tal como yo las veo y con independencia de que las vea o no. Pero ¡cuidado!, el sentido común también dice (o decía) que la tierra es plana, que el sol gira entorno del planeta tierra y otras “certezas” que hoy sabemos erróneas porque la investigación científica ha deshecho la ilusión de aquel sentido común.

Así que mucho cuidado con el sentido común, Butz. Está bien para la cocina, pero en filosofía es mejor dejarlo un poco aparte y seguir paso a paso las pruebas que aporta la ciencia y la correcta relación entre la intuición y los conceptos. ¿Cómo conozco yo esas cosas que se me aparecen en el exterior? Con el fin de que mi exposición resulte más sencilla me limitaré al sentido de la vista, pero piensa que esto que te voy a explicar ocurre de similar manera en cada uno de los otros sentidos.

Yo veo esa estatuilla. Mira, ponte aquí, desde aquí la verás mejor, Butz, come! sit! Muy bien… ¿adónde miras, Butz? Me refiero al Buda, no al busto de Kant. Sí, al Buda, ¿lo ves? Bien, yo veo esa estatuilla de Buda y el sentido común me dice que esa estatuilla está realmente ahí, a unos pies de distancia, y que en sí misma, fíjate bien, que en sí misma es tal como yo la veo, eso pretende decirme el sentido común… pero ¿en qué consiste ese “yo veo”? Consiste en lo siguiente.

En mi ojo se produce una sensación, es decir, un conjunto de alteraciones al que algunos llaman percepción porque se supone que su origen está en una realidad externa que el ojo percibe, y digo se supone porque lo único que el sujeto puede tener por cierto es lo que se produce en el propio sujeto, y lo que en este caso se produce es una sensación en el aparato ocular. Esta sensación, que es en sí misma caótica y carente de significado −puntos luminosos, y nada más− es transmitida inmediatamente al cerebro por los nervios ópticos, y en el cerebro es sometida a un tratamiento específico.

(CONTINÚA)

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SCHOPENHAUER AD CANEM

En abril de 2006, se publicó en Editorial Cahoba la novela El silencio de Goethe o la última noche de Arthur Schopenhauer. En 2015 la reeditó Editorial Piel de Zapa con el título El silencio de Goethe. Aquí se explica de qué va.

En la novelita hay un momento en que al protagonista le apetece exponer, de forma muy sintética, su filosofía. Como está solo – y sería absurdo exponérsela a sí mismo, que se la sabe de memoria -, decide explicársela a su perrito Butz, que es el único ser vivo que tiene a mano.

Salvo algún punto oscuro, el pensamiento de Schopenhauer no es de los más difíciles de la historia de la filosofía. Al contrario, brilla por su claridad y por la amenidad y elegancia de la escritura. Esta exposición que ahora presento tiene, además, la ventaja de que está pensada para un receptor canino, con lo que el nivel de accesibilidad y de comprensión queda al alcance de cualquier lector, creo yo. Así que recomiendo vívamente seguir este

CURSO SOBRE LA FILOSOFÍA DE SCHOPENHAUER en cinco lecciones

que tendrá inicio el próximo lunes día 12 de marzo hacia el atardecer (según las coordenadas geográficas en las que existo). Se desarrollará a razón de una lección por día hasta el próximo viernes, y se anunciará por Facebook y Twitter en el momento de la publicación en este blog de cada una de las lecciones. 

A todos deseo buena lectura y feliz tránsito por la vida. 

 

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