Por extraño que parezca hay escritores que no buscan la fama. Por extraño que parezca hay escritores a los que solo les interesa escribir, crear. Si me preguntan dónde están esos escritores, me pondrán en un aprieto. Yo no conozco a ninguno – cierto que conozco muy pocos de la actualidad -, pero estoy seguro de que los hay. Y más seguro aún de que los ha habido.
Y no me refiero a ese extraño tipo de persona que anda buscando el fracaso, ente ficticio creado por la mente hipercalórica de un escritor de nuestros días. Me refiero a aquel buen hombre, o a aquella buena mujer, que tiene el vicio de escribir cuanto mejor, mejor, y que no anda pendiente del viento de la moda, sino de llegar con sus palabras al descubrimiento y exposición del mundo exterior y del que lleva adentro, que son en suma lo mismo.
Ernesto Sabato no manifestó nunca ninguna necesidad ni ansia de ser famoso. Se puede pensar que fue así porque lo consiguió al primer intento, pero este pensamiento queda anulado ante la realidad de su ímpetu pirómano, que entregó a la hoguera cantidades de originales de los que se negó a obtener ningún provecho.
Franz Kafka sentía un inmenso pudor cada vez que su amigo Max Brod le arrancaba un original para que se publicase. Y expresó su deseo de que todos sus escritos no publicados fuesen destruidos. Por suerte para nosotros su amigo fiel le fue en esto infiel, dando con ello una maravillosa muestra de lealtad al escritor y a la humanidad lectora.
Se sabe de otros varios, todos escritores de primera línea, que estaban tan entregados a su obra que ni se les ocurría pensar en las posibles consecuencias prácticas, en dinero o en prestigio. Pienso ahora en Emily Dickinson, pero seguro que hay más, bastantes más. Tantos que se podrían contar con los dedos de las dos manos…O de una.
Sí, por extraño que parezca hay escritores que no buscan la fama; escritores a los que solo les interesa escribir, crear.
A veces imagino que soy uno de ellos.
Pero entonces no me habría subido a esta ridícula tribuna.
Treinta y siete años después, he vuelto a leer El túnel. En el mismo ejemplar (fechado por mi mano el 19-IV-77), pero con ojos distintos. El protagonista me ha parecido más enajenado aún que en la otra ocasión; el lector, mucho más tranquilo y distanciado.
Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne… Con estas palabras inicia el protagonista el relato de una pasión, de una obsesión autodestructiva. Desde el principio, se nos muestra como una mente poseída por la lógica, una lógica que pretende aplicar rigurosamente a los acontecimientos y sentimientos humanos, con los efectos catastróficos previsibles. En una exposición de sus obras observa como, ante uno de los cuadros, una mujer – de 26 años, imagina; él tiene 37 – queda como encantada ante un detalle que él considera muy importante y que nadie había advertido. La mujer desaparece. Pero él no cesa en la búsqueda hasta que la encuentra. La atracción es mutua; el amor también. O eso piensa el lector. Castel, no. Castel piensa que ella puede no ser sincera; que quizá oculta algo. Desde el primer momento pone en marcha su trepidante maquinaria lógica para hallar los hechos que confirmen sus sospechas. María está casada. María cambia de pronto de tono de voz cuando habla por teléfono. María sonríe cuando él le comunica una de sus angustias, es decir, él tiene la seguridad de que acaba de sonreír cuando de pronto la mira. María suele ir a la estancia de un primo con el que alguna relación debe tener. María y la prostituta han tenido una expresión semejante; la prostituta simulaba placer; María, pues, simulaba placer; María es una prostituta. La mente de Castel discurre por un túnel que le aísla de la realidad viva donde se mueve María… En todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío, el túnel en el que había transcurrido mi infancia, mi juventud, toda mi vida. Castel tiene que matar a María.
Ernesto Sabato nació en Rojas, Argentina, el día de San Juan de 1911, hijo de emigrados italianos procedentes de Calabria. De su infancia solía recordar la extrema severidad del padre, las pesadillas y terrores nocturnos y algunas crueldades que cometió o soñó, quizá no muy infantiles.
Cursó estudios secundarios en La Plata, donde el profesor Henríquez Ureña le introdujo al mundo de las letras mucho antes de que el joven estudiante pensase adentrarse en él. En 1929 ingresó en la Facultad de Ciencias Físico-Matemáticas de la Universidad de La Plata: el mundo platónico de los números se le antojaba el mejor antídoto contra la turbulencia de la realidad y de su propio espíritu. Pero no pudo evitar el combate de lo real. Se unió a un grupo comunista, y en 1933 viajó a Bruselas como delegado del Partido Comunista Argentino. Allá mismo, sus dudas sobre la deriva del estalinismo se resolvieron definitivamente: huyó a París – empezaba a ver cómo las gastaba el Partido – y poco después regresó a Argentina.
En 1938 obtuvo el doctorado y, con una beca universitaria, volvió a París. De día trabajaba en los laboratorios Curie, mientras de noche frecuentaba los ambientes artísticos, principalmente surrealistas, de la ciudad. En 1940 regresa a Argentina. Aunque aún da clases sobre relatividad y física cuántica en cursos de doctorado, ese mismo año decide dedicarse por completo a la literatura abandonando la ciencia, ante el asombro e incomprensión de sus colegas científicos.
En 1945 publica el ensayo El Uno y el Universo, primero de los varios que escribiría desde entonces en torno a unos pocos temas fundamentales: principalmente, el peligro de deshumanización que conllevan un pensamiento y una sociedad dominados por la tecnología – o la tecnolatría, como le gustaba precisar – y la función del arte y el sentido de las ficciones novelísticas. Hasta 1948 no publicó su primera novela, El túnel, que pronto, gracias al interés y admiración que despertó en Albert Camus, se tradujo al francés y alcanzó resonancia internacional. En 1961 se publica Sobre héroes y tumbas, obra por la que fue calificado como uno de los mejores novelistas del siglo. En 1974 aparece su tercera y última novela, Abaddón el exterminador, que también leí, pero de la que guardo una impresión confusa y nada estimulante. A partir de ahí, su prestigio internacional no cesó de crecer a través de numerosos reconocimientos y distinciones, como el Premio Cervantes en 1984.
En 1983, el prestigio alcanzado y su actitud combativa siempre en defensa de la verdad y de los seres humanos menos favorecidos le llevó a la presidencia de la CONADEP (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas), que investigó las “desapariciones” achacadas a la recién destituida dictadura militar y cuyas conclusiones se publicaron en el informe Nunca más, base principal del juicio que se inició contra los militares de la Junta. En 1998 se publicó su última obra, Antes del fin, especie de memorias en las que quizá se acentúa el tono pesimista y desgarrado de su escritura.
Lo que nunca se sabrá exactamente es lo que no publicó. Y es que, a lo largo de su vida de escritor, Sabato entregó a las llamas más páginas que a la imprenta – costumbre que estaría bien que adoptasen ciertos escritores de hoy -, y sólo la insistencia, las súplicas de su esposa Matilde, logró salvar de la hoguera una obra absolutamente genial como Sobre héroes y tumbas.
Habiendo abandonado por completo la escritura desde la redacción de sus memorias, durante los últimos años de su vida se dedicó más que nunca a su otra afición artística: la pintura. Ernesto Sabato murió el 30 de abril de 2011. Faltaban menos de dos meses para que cumpliese cien años.
Una de los aspectos para mí más misteriosos de Sabato es cómo pudo – cómo puede – subyugarme un escritor tan tremendista, tan apocalíptico, un novelista tan falto de humor. No consigo descifrarlo. Bien, quizá haya de empezar por detectar y erradicar ciertos prejuicios. Sobre mí y sobre la literatura. Quizá haya que reconocer, en fin, que hay muchas moradas en la casa del Señor.
Siempre he pensado que el que presta un libro merece que no se lo devuelvan, y a menudo he actuado en consecuencia. Si en alguna ocasión he considerado que a cierta persona amiga le podía interesar un libro que yo poseo, no he dudado en adquirir otro ejemplar y regalárselo. Una costumbre muy ocasional, insisto.
Es seguro que, de acuerdo con esos presupuestos, el libro que más veces he regalado ha sido la novela El túnel, de Ernesto Sabato. Varias causas confluyeron en esta curiosa generosidad: la intensidad de la obra, las características de las personas receptoras, y el túnel vital en que yo mismo me hallaba.
Y sin embargo ya había conocido a Sabato, como lector, unos años antes. Y me había parecido un escritor deslumbrante, profundo, inquietante, pero no todavía aquél que me había de conmocionar en un momento muy especial de mi existencia.
Sobre héroes y tumbas es el título de aquella primera novela que leí sin respetar el orden cronológico de la trilogía. Es una novela sombría, lúgubre, tenebrosa, nocturna, si bien con una chispa de esperanza, pero todo esto no de una manera impostada para producir un efecto determinado, sino de un modo natural, espontáneo, como surgiendo de la misma naturaleza sombría, lúgubre, tenebrosa, nocturna de la existencia, a la que quizá sea posible añadir una chispa de esperanza.
Hay tres personajes centrales. Martín es un adolescente, introvertido, tímido, hijo no querido por su madre, sediento de cariño. Alejandra, joven de 18 años, de rasgos duros, pero sensuales, a veces enérgica y decidida, a veces soñadora y como ausente, independiente, rebelde, pero sometida a una siniestra influencia; Alejandra introduce a Martín en la casa antigua y semiarruinada donde vive y en la historia y misterios de la saga familiar, algunos de cuyos sobrevivientes habitan el mismo caserón – un tío loco que toca el clarinete, un abuelo o bisabuelo que guarda en una caja la cabeza de un antepasado decapitado… En el curso de la relación entre los dos jóvenes se intercalan fragmentos, que se dirían sacados de una antigua crónica, sobre ciertos hechos militares ocurridos más de cien años atrás a los antepasados de los habitantes del caserón: la familia Olmos.
Precisamente es Fernando Vidal Olmos, padre de Alejandra, el personaje crucial; lúcido hasta la exasperación, cruel, obsesivo, lógico hasta la paranoia, que mantiene con su hija una relación oscura, que al principio se insinúa y que pronto se revela.
Fernando es además el autor de un Informe sobre ciegos, que constituye uno de los capítulos de la novela y que puede leerse como obra independiente. El Informe es un descenso a los sótanos del mundo y de la personalidad del autor. Fernando siente la revelación de que una secta perversa controla los destinos del mundo manejando a los individuos con siniestros propósitos: son los ciegos, seres de piel viscosa y fría, que habitan en el subsuelo y que solo se muestran al mundo para engañar con su aspecto desvalido con el fin de conseguir sus objetivos. La investigación de Fernando le conduce a las situaciones más peligrosas en los lugares más tenebrosos, incluido el subsuelo de la ciudad de Buenos Aires, donde descubre y explora increíbles conexiones subterráneas. Finalmente, tal como presintiera desde el primer momento, Fernando será destruido por el monstruo que nunca debió investigar.
El simbolismo del Informe puede ser multifacético y sus interpretaciones, diversas. Desde la ejemplificación de la mentalidad conspiranoica (hay una gente, aparentemente inocua, que ocultamente domina el mundo), hasta la representación del descenso al propio abismo de una conciencia atormentada por todos los demonios de la culpa y la irracionalidad.
Producido el hecho trágico que se anuncia al principio, la novela concluye de forma abierta para el lector y para el personaje Martín, que marcha hacia el Sur en busca de un universo no contaminado por la basura de la sociedad y de la historia.
Se ha dicho que Sobre héroes y tumbas es una de las mejores novelas del siglo pasado. No seré yo quien diga lo contrario. Y aún añadiré más: que, con ella, Sabato se hace justamente merecedor del título de Dostoyevski del siglo XX. (continúa)