Archivo mensual: enero 2017

Cervantes. La novela en su laberinto I

cervantes-loco2Lo primero es que yo me aclare. En 1605 se publica el Don Quijote de Cervantes, donde se narran las aventuras – más bien desventuras – de un hombre ya mayor que se hace llamar Quijote y que, enloquecido por ciertas lecturas, va por el mundo creyéndose caballero andante en compañía de un rústico redomado llamado Sancho. Solo cosechan burlas y palos, lo que no le impide al caballero prodigarse en discursos sabios y coherentes, dentro de la incoherencia básica. La novela alcanza popularidad inmediata.

El autor decide escribir una segunda parte. En 1614, ya con la obra muy avanzada, mientras escribe el capítulo 59, se entera de la aparición de una “segunda parte” del Quijote, escrita por un tal Avellaneda, quien, además de no respetar la autoría, ni el estilo, ni el carácter de los personajes de la primera parte, injuria al autor de ésta sin motivo aparente.

Pero, si el autor se entera es porque se entera el personaje. En efecto, en el mencionado capítulo Don Quijote tiene conocimiento del hecho por dos caballeros que se alojan en la misma posada que él, los cuales están de acuerdo en que la novela del tal Avellaneda no se puede comparar con la verdadera historia que habían leído (la primera parte; la segunda se está escribiendo en ese momento y ellos mismos son dos de sus personajes, seguramente sin saberlo). Y además quedan admirados de tener ante ellos al auténtico Don Quijote.

El autor, pongamos que don Miguel de Cervantes, una vez terminada la segunda parte, escribe el prólogo y en él responde a las injurias del impostor (le ha llamado “viejo” y “manco” animo iniuriandi) con un temple, una moderación y un humor ciertamente admirables, y con solo esto uno puede imaginar la diferencia de categoría moral entre los dos escritores.

Además, hacia el final de esa segunda parte, el autor, se apropia de un personaje de la obra falsaria y, por medio de Don Quijote, le hace reconocer que ésta no tiene nada que ver con la vida verdadera del auténtico caballero.

Y es que hay una diferencia fundamental entre la primera y la segunda parte de la novela.

La primera contiene un relato normal, quiero decir, plano, bidimensional, excepto en lo que respecta a su origen, pues se dice en él que fue escrito en arábigo por Cide Hamete Benengeli y traducido por el narrador que lo presenta, supuestamente Cervantes, que es quien figura como autor en la portada. Por lo demás, es una obra de ficción normal, en la que unos personajes inventados pasan por peripecias inventadas en un escenario real – como suele ocurrir en casi todas las novelas –, que en este caso es la España de la época en que se escribe.

La segunda parte es muy diferente. Es una obra en tres dimensiones, por lo menos.

Ya he dicho que la fama de la novela fue inmediata, y esto hasta el extremo de que los dos protagonistas pasaron al imaginario popular con rapidez asombrosa, para la época: pocos años después de la publicación, las figuras de Don Quijote y Sancho aparecían ya en las fiestas populares de algunos lugares.

¿Qué había de comportar esto? Para el autor estaba claro: los extraños protagonistas ya no podían ir por el mundo impunemente, como unos perfectos desconocidos. En la segunda parte, muchas de las personas con que se encuentran los reconocen por haber leído la primera parte. Y las relaciones que entonces se entablan entre esas personas y los protagonistas son muy distintas de las de la primera.

En ésta, los protagonistas solían recibir las burlas y los palos de gente de toda índole, que manifestaban primariamente su rechazo a la extravagancia de unos desconocidos pobres. En la segunda, algunos de los que los reconocen obran con más finura, buscando el invento más adecuado a la clase de locura que ya les conocen por la lectura de la primera. Entre estos destacan los Duques de Zaragoza, que acogen en su palacio a los dos viajeros para organizar a su costa un espectáculo muy elaborado, y muy cruel. Y es que, cosa nada rara, se trata de unos muy dignos aristócratas con alma de gamberros.

Concretando, con lo de “tercera dimensión” me refiero a lo siguiente. En la primera parte juegan dos elementos: el relato con los dos protagonistas y el lector. En la segunda, ciertos personajes son también lectores (con lo que ya tenemos dos categorías de lectores) que han leído la primera y que interactúan con los dos individuos salidos de ésta, quienes, a su vez, se saben narrados, y leídos por medio mundo. No sé si me explico.

Cervantes es mucho más, por supuesto. Pero, antes de abordarlo en general he querido aclarar – aclararme, quiero decir – el aspecto que me parece fundamental para comprender su arte, y es su prodigiosa imaginación novelística, que no se limita a narrar hechos inventados, sino que ahonda, con lucidez de vértigo, en las relaciones entre ficción, realidad y literatura.

Otro aspecto fundamental de su arte es un sutilísimo sentido del humor, virtud tan poco hispánica (no confundir con la mala uva quevedesca) que parece mentira.

Pero resulta que, con estas consideraciones sobre un solo aspecto, he consumido el espacio que me tiene asignada la costumbre para dar una idea de conjunto del carácter y estilo del escritor de turno.

No hay problema, porque el lector muy interesado siempre podrá buscar y rebuscar en la selva infinita de las obras de los expertos cervantistas, casi tan numerosos como los expertos dentistas, digo, dantistas. Y que Dios lo coja confesado. (Continúa)

(De Los libros de mi vida. Lista B)

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Cervantes. La novela en su laberinto II

Miguel de Cervantes nació en 1547 en Alcalá de Henares, hijo de un cirujano – entonces categoría inferior de médicos -, que había descendido social y económicamente con respecto a su padre, licenciado en derecho y con cargos relevantes en la administración pública. No hay ninguna prueba de que la familia fuese de origen converso, detalle sin importancia para los convencidos a priori de lo contrario.

Pasó la infancia de un lado a otro debido a los cambios de domicilio impuestos por el padre para eludir las molestias de los acreedores, lo que no le libraría de pasar unos meses en la cárcel por deudas cuando el pequeño Miguel tenía seis años, situación que recuerda la que había de vivir otro gran novelista de tres siglos después.

De sus estudios poco se sabe, solo que no los hizo completos o reglados, debido a la continua trashumancia de la familia. Se supone que estudió en Sevilla y Córdoba. A principios de 1569 consta como alumno en el Estudio de Madrid, dirigido por López de Hoyos, prestigioso humanista de tendencia erasmista, a quien sin duda debe en parte la actitud abierta y tolerante (siempre protegida por una doble capa de ironía y humor), que contrasta con la mentalidad inquisitorial y contrarreformista que, desde finales del siglo XVI, impera en España y en parte de Europa.

A principios de 1569 aparece en Roma, sin que los historiadores se pongan de acuerdo sobre los motivos (algunos suponen problemas con la justicia). El caso es que, a sus dieciocho años, el incipiente poeta que era entonces conoce se maravilla y goza de la vida y la cultura italiana, manjar siempre exquisito para los artistas españoles de la época. Y en Roma sirve al joven Giulio Acquaviva, nombrado cardenal poco después. Pero pronto se traslada a Nápoles, otro paraíso soñado por los artistas ibéricos, donde su vida va a tomar un rumbo inesperado y al parecer contradictorio con sus aficiones.

Aunque no lo es. O no lo era entonces, piénsese en Garcilaso, gran poeta y gran soldado. El caso es que en Nápoles se alistó en los Tercios cuando se preparaba una gran ofensiva contra los turcos, encabezada por España y Venecia.

En la batalla naval de Lepanto, librada en 1571, su actitud fue la propia de un soldado español de la época: valiente más allá de lo necesario (otra vez el recuerdo de Garcilaso de la Vega), con el resultado personal de una herida de arcabuz en el pecho, una mano inutilizada y unas líneas destacadas en su historial para acceder a empleos públicos. Pero siguió participando en acciones militares (Navarino, Túnez, La Goleta) hasta que, a finales de 1575, pertrechado con estupendas cartas de recomendación de don Juan de Austria y de otros oficiales, inicia en Nápoles la navegación de regreso con la esperanza puesta en su nombramiento como capitán.

Cartas, por cierto, que habían de tener una utilidad que no pudo imaginar. Y es que la embarcación en que navegaba fue asaltada por corsarios berberiscos y sus pasajeros, capturados y llevados a Argel. Y aquí lo de la importancia de las cartas, porque, de acuerdo con el protocolo del oficio, lo primero que hicieron los raptores fue clasificar la importancia de los raptados y, a la vista de la documentación que portaba Cervantes, que lo mostraba como especialmente apreciado por señores muy principales, lo consideraron desde el primer momento como una inversión valiosa que hay que preservar con vistas al rescate. Esto explica que, durante los cinco años de cautiverio en Argel, no lo pasara tan mal como otros menos “recomendados”, y que incluso conservara la vida después de cuatro intentos de fuga.

Rescatado gracias a las gestiones de la familia y de los frailes trinitarios, previo pago del precio exigido, Cervantes reestrena libertad a finales de 1580. Desde entonces no deja de escribir, sobre todo comedias, que es el género más de moda, con la esperanza de ganar fama y dinero, pero al mismo tiempo aspira a un empleo oficial que le aporte cierta seguridad. Y obtiene algún nombramiento como comisario real, pero su petición de 1582 de acceder a un puesto en la administración de las Indias es rechazada.

En 1585 publica La Galatea, novela pastoril que le da cierto renombre y que lo sitúa entre los autores “medianos” de la época, situación que apenas variará a lo largo de su vida no obstante el doble éxito de sus últimos años.

Por las mismas fechas se casa con Catalina de Salazar, de 19 años – él tiene 37 -, heredera rural de Esquivias (Toledo), donde la pareja reside durante años, entre idas y venidas de Miguel. Boda que tiene lugar poco después de que a Miguel le naciera una hija (Isabel) de su relación con otra mujer; la niña vivió con su madre hasta que, huérfana a los quince años, fue acogida por la familia Cervantes, concretamente por la hermana Magdalena, y con los Cervantes (mejor, las) vivió en calidad de sirvienta; oficialmente, porque parece que, pese a ese título para cubrir las apariencias, siempre recibió trato de hija. Y como tal la reconoció el padre tiempo después.

Ese “parece que”, inserto en el párrafo anterior, lo considero necesario en todo lo que se refiere al relato de la vida de Cervantes. Porque de él sabemos muchas cosas, por lo que cuenta, por lo que cuentan los otros y por los documentos, pero todas se refieren a sus movimientos, traslados, amistades, relaciones. Mientras que, de verdad, de verdad, poco o nada sabemos de sus sentimientos y afectos. No se sabe, por ejemplo, si su vida matrimonial fue satisfactoria o razonablemente feliz. Por una frase del testamento de la esposa años después de que enviudase parece que sí. Parece. Y ni siquiera su visión del mundo se conoce en verdad, pues resulta muy difícil, sino imposible, descubrirla bajo el brillante juego entre lo convencional y lo irónico en el que se mueve toda su obra. (Continúa)(De Los libros de mi vida. Lista B)

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Cervantes. La novela en su laberinto III

Cervantes tenía su lado práctico, eso es evidente. Y así, mientras no deja de escribir comedias (muchas, perdidas) en un intento de destacar como autor famoso – intento que se revelaría inútil ante el despliegue arrollador del arte de Lope de Vega –, sigue llamando a las puertas de la burocracia real. Y finalmente lo consigue.

En 1587 se le nombra comisario del rey, a las órdenes del proveedor general, para aprovisionar trigo, aceite, cebada y otros artículos con destino a la armada real. Fija su residencia en Sevilla y desde allá va recorriendo Andalucía con la autoridad real de que está investido y con los medios materiales y humanos necesarios. Y con un salario muy digno.

(Entre paréntesis, eso de la continua pobreza en que vivió Cervantes es solo un ejemplo más del tópico que persigue a artistas y creadores, quienes parece que han de ser por fuerza pobres y desgraciados. Algunos lo han sido y lo son, claro está, pero muchos otros, puestos en el mismo saco, no. Y es el caso que, ni Cervantes vivió sumido en la pobreza, ni la existencia de Kafka fue especialmente kafkiana).

El trabajo era muy ingrato, eso es cierto. Se trataba de requisar productos básicos mediante compensaciones, que solían cobrarse tarde y mal. Y ocurría que los afectados, en especial los más poderosos, por mucho que se viesen ante un representante de la autoridad real, no dudaban en mover todas sus influencias y recursos para oponerse al “despojo”. En 1592, por denuncias de un corregidor y de dos canónigos, visitó Cervantes la cárcel de Castro del Río. Apeló y salió libre. Más tiempo estuvo – unos seis meses – en la de Sevilla en 1597, esta vez a instancias de la misma Hacienda real, que le reclamaba unas cantidades que él había depositado en un banco que se había fundido con el dinero.

Tiempo de prisión de extraordinaria importancia para la historia de la literatura, pues allí, a los cincuenta años de edad, tuvo la idea y quizá escribió las primeras páginas del Quijote, como él mismo da a entender: se engendró en una cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento.

Hasta entonces, había seguido escribiendo, poco y sin publicar nada. Su segunda petición de obtener un cargo de importancia en América había sido rechazada (1587); el que seguía desempeñando como comisario del rey en Andalucía ofrecía tantos sinsabores que no valía la pena. Se sabe que el de 1600 fue su último año en Sevilla.

Parece que que en su interior algo había cambiado desde que la figura de un hidalgo pobre, lector enloquecido que se enfrenta al mundo, se le había aparecido en la lóbrega cárcel sevillana. Un impulso irresistible le empujaba a seguir escribiendo la historia; el pretexto consistía en crear una sátira de los libros de caballería, género que arrastraba a lectores de todas las categorías sociales. No se podía imaginar hasta dónde le conduciría el “pretexto”.

Hasta 1604 vivió en Toledo, Madrid y ocasionalmente en Esquivias. A mediados de ese año se trasladó a Valladolid a vivir con las mujeres de la familia (excepto la esposa): dos hermanas y dos hijas (una, de una hermana; otra, la suya). Ese mismo año entregó al librero Francisco Robles el manuscrito del libro titulado El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, que vio la luz en enero de 1605.

El éxito de la novela fue inmediato, y su popularidad, inmensa. Hoy nos cuesta entender cómo en aquellos tiempos, sin márqueting y sin ninguno de nuestros actuales medios, pudiese suceder eso. Es el mismo fenómeno que siglo y medio después aunque básicamente con las mismas condiciones materiales se produjo con el Werther de Goethe.

El mismo año se hicieron seis ediciones del Quijote. En vida de Cervantes se tradujo al inglés y al francés, y pocos años después al italiano y al alemán. Pero este éxito tan descomunal e inmediato apenas alteró la situación material del autor, que hay que reconocer que en aquel momento no era muy boyante. Y la verdad es que no me ha apetecido averiguar cómo funcionaban entonces las relaciones entre autor y editor (entonces llamado librero), pero imagino que, en lo sustancial, no han variado mucho.

Tampoco su valoración como escritor cambió mucho, como he apuntado antes, pues siguió siendo considerado autor de obras menores y, como en este caso estaba bien claro, para consumo y diversión del pueblo llano.

En 1608 se estableció con su mujer en Madrid y allí, un año después, empezó a escribir una segunda parte, que concluiría al cabo de seis años – mientras, aparecían sus Novelas ejemplares – y se publicaría en 1615, un año antes de su muerte.

En 1610 lleva a cabo el último intento de apuntalar su vida material por vía distinta de la literaria. Solicita al Conde de Lemos, recién nombrado virrey de Nápoles, que le admita en su “corte”, que está a punto de partir hacia Italia. Pero, en el último momento, su solicitud es vetada por Lupercio Leonardo de Argensola, que es quien dirige la operación. Y parece – o lo he soñado yo – que Cervantes estaba ya en Barcelona dispuesto a embarcar cuando le fue comunicada la negativa.

Fracaso doloroso. Como el de Don Quijote, derrotado en la playa de la misma ciudad. Y sin embargo, uno y otro – o uno de los dos, tanto da – dirigen a Barcelona aquellos elogios tan conocidos (al menos por los barceloneses, siempre dispuestos a rendirse ante los elogios dedicados a su ciudad) y concluye:

Y aunque los sucesos que en ella me han sucedido no son de mucho gusto, sino de mucha pesadumbre, los llevo sin ella, solo por haberla visto.

En 1615 se publica la segunda parte del Quijote, por la que el autor puede ser celebrado con toda justicia como inventor de la novela moderna, es decir, de la novela a secas, ese extraño artefacto que, bien conducido, nos asoma a los misterios de la existencia, del ver y no ver, del ser y no ser, que discurren bajo el relato de los sucesos humanos.

Un año después, el 19 de abril, con el soplo de vida que le queda, escribe en la dedicatoria al conde de Lemos de su obra Persiles y Sigismunda:

Ayer me dieron la Estremaunción y hoy escribo ésta. El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan…

Cuatro días después dio su espíritu, quiero decir que se murió.

(De Los libros de mi vida. Lista B)

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https://es.scribd.com/doc/31135960/Mundo-Demonio-y-Fausto-7

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Montaigne. Una torre con vistas I

Suele llamarse escritor al creador de obras literarias. Esas obras tienen un contenido que se presenta con el envoltorio de un estilo, de un modo de escribir. Luego que el escritor ha creado la obra, llega el crítico, reseñista, comentarista o – si han pasado muchos años – erudito, y se aplican a mostrarnos esa obra, a deconstruirla, intentando poner al descubierto el mundo de referencias a menudo ocultas que circulan por su interior, con la finalidad de revelarnos todos los secretos o resortes fundamentales de la obra y de la persona del autor. Porque lo normal es que tengamos ante nosotros por un lado la obra y por el otro el autor, y que sobre la relación entre ambas se pueda construir toda suerte de teorías más o menos acertadas, felices o pintorescas.

Pero ocurre que el escritor que ahora toca presentar, el Señor de Montaigne, tiene un problema, o una peculiaridad, y es que carece de esta dualidad. No diré que no haya obra, sino que no hay tema. El tema es él mismo. Y la obra consiste en la exploración y explicación de él mismo, con lo cual el trabajo del comentarista, que consiste en relacionar obra y autor y tratar de establecer sus correspondencias, resulta superflua, porque aquí obra y autor son lo mismo, y el propio autor es su mejor comentarista.

Hallándome totalmente desprovisto y vacío de cualquier otra materia, me he ofrecido a mí mismo como tema. Es el único libro del mundo en su especie: su propósito es raro y extravagante. Nada hay en este trabajo que sea digno de señalar sino esta rareza

No sabemos si, al escribir esto, es consciente de que está inaugurando un género literario. Para empezar, ni siquiera se considera escritor.

Yo soy cualquier cosa antes que un escritor de libros. Mi cometido es dar forma a mi vida. Esa es mi única vocación, mi única misión.

Como Goethe dos siglos después, no se considera un escritor profesional, sino un artesano, un artista de sí mismo. Y dado que no tiene unas cuantas ideas fijas, ni siquiera una, como suelen tener todas las personas, incluidas las que se consideran escritoras, lo explora todo, lo comenta todo, pero no para ofrecer una obra sólida, sino para exponer sus reflexiones adogmáticas como lo que él cree, no como lo que hay que creer.

Y no lo expone con gran aparato literario, sino que escribe, pretende escribir, tal como se habla. Su pretensión es ser lo más accesible posible a sus contemporáneos. Por ello, en una época en que todas las obras científicas y filosóficas se escriben en latín, él lo hace en francés, idioma que considera indeciso y cambiante (y lo era entonces) y, por lo mismo, más apropiado a una vigencia efímera, como creía que sería la de sus escritos, y más adaptado al ritmo de la vida que un latín estable (fosilizado, diríamos hoy). Y con un estilo al mismo tiempo simple y expresivo.

Montaigne no tiene una teoría del mundo que presentar y desarrollar y así, del mismo modo que toma su anecdotario de los hechos del presente o de la historia, apoya su pensamiento en el de autores de indiscutible prestigio.

Séneca es el primero, en el tiempo. Pero, con los años, la preferencias de Montaigne van evolucionando. Su enorme pragmatismo y sentido común hacen que pronto le parezca el estoicismo demasiado violento, demasiado poco humano.

¿De qué nos sirve esa curiosidad que consiste en imaginar por adelantado todas las desdichas de la naturaleza humana y de prepararnos con tanto esfuerzo para el encuentro de esas cosas que tal vez no están destinadas a alcanzarnos?

La muerte sí, claro, ha de alcanzarnos. Pero incluso en este caso,

a la mayoría de los sabios la preparación para la muerte les ha dado más tormento que el hecho mismo de la muerte.

Y entonces se aferra, como siempre en el fondo, a una moral familiar, tradicional, simple y práctica, que no necesita de justificaciones ideológicas.
Si de ideologías o de filosofía se trata, lo que se advierte en él en esta segunda fase es un una preferencia por el epicureísmo, que encuentra perfectamente formulado en la obra del poeta Lucrecio, y finalmente por el escepticismo, que conoce y profundiza con la lectura de Sexto Empírico, cuya filosofía se adecua muy bien a su temperamento, ajeno por completo a cualquier extremismo.

Montaigne tiene la sensación de que todo es relativo, de que las cosas tienen muchas caras y de que hay que darles muchas vueltas y examinarlas bien antes de pronunciarse. Y sabe que sus mismas ideas son relativas.

Lo más seguro, en mi opinión, sería ir acomodando nuestras opiniones a las circunstancias inmediatas, sin entrar en una investigación más detenida y sin deducir ninguna otra consecuencia.

Y es que

nada se cree con mayor firmeza que aquello que se conoce menos, ni hay hombres más seguros de lo que dicen que los que nos refieren cosas fabulosas, como los alquimistas, adivinos, quirománticos, astrólogos...

No, él no es un hombre seguro en las ideas, pero sí clarividente, y prudente en los hechos. Su religiosidad, por ejemplo, no consiste en la adhesión entusiasta a una fe determinada, sino en la aceptación de un hecho natural: considera que es católico y no mahometano por la misma razón que es francés y no alemán.

La época que le tocó vivir no era nada propicia para personalidades como la suya. Era un tiempo de violencias, de luchas fratricidas, esta vez al amparo del enfrentamiento de dos versiones de la misma religión, como otras veces al amparo de pretextos geopolíticos, económicos o dinásticos, aunque la oculta razón de todos los pretextos era y ha sido siempre la misma: el afán de poder, de dominio; o de librarse del dominio ajeno.

Durante la segunda mitad del siglo XVI se vivieron en Francia varias guerras “de religión”. El protestantismo había prendido en ciertos sectores del país y, entre que no hubo un instrumento para extirparlo de raíz, como el Santo Oficio en España, y que contó con la adhesión de parte de la nobleza, alcanzó una fuerza tal – se calcula que los “hugonotes” sumaban el diez por cierto de la población – que el gobierno católico de París de ningún modo lo quiso tolerar.

Encerrado en la torre de su castillo, Montaigne leía a los filósofos antiguos y escribía sin descanso sobre todo lo humano – lo divino lo dejaba a los que afirman saber  de estas cosas. A veces se asomaba a la ventana y contemplaba el trajín normal de la vida. Pero la suya no era una torre de marfil, sino más bien una torre con vistas desde la que podía contemplar el mundo. Hasta ella llegaba el fragor de los combates (en los que alguna vez se vio compelido a participar) y, en ocasiones, los requerimientos de uno y otro bando para que se sumase claramente a los suyos. Pero él se limitó a hacer de mediador. Leal al rey francés, admirador del líder católico Enrique de Guisa y amistoso con el líder protestante Enrique de Navarra, su acción fue decisiva para el fin pacífico de la cuestión.

Montaigne tiene la sensación de que todo es relativo… Montaigne, ¿relativista? No sé. El caso es que, mientras Montaigne escribía, examinando las muchas caras de las cosas, y buscaba la paz, los portadores de valores altos, claros y seguros, se acuchillaban sin piedad en las calles y los campos de Francia.  (Continúa)

(De Los libros de mi vida. Lista B)

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Montaigne. Una torre con vistas II

Michel Eyquem de Montaigne nació en el castillo de Montaigne, cerca de Burdeos, el 28 de febrero de 1533. De antigua familia de comerciantes, el padre, ennoblecido pocos años antes, se había pasado al servicio de las armas, más acorde con su nueva categoría. La familia de la madre era de origen hispano-judío, aunque plenamente integrada en la buena sociedad de la zona, y económicamente mejor situada que la del padre.

La educación del pequeño Michel fue bastante anómala, para aquella época y para ésta. A partir de los cuatro años, un preceptor alemán que solo le hablaba en latín se encargó en exclusiva de su educación, de modo – nadie podía dirigírsele en otra lengua – que su primera lengua, su lengua materna, por decirlo así, aunque la madre nada tuvo que ver con esto, fue el latín. Por lo demás, el tono del aprendizaje era bastante laxo, en el sentido de que se procuraba que el niño fuese descubriendo sus preferencias en lugar de agobiarlo con imposiciones y castigos, cosa también anómala (esto solo en aquella época).

Anomalía que bien pudo comprobar el niño de siete años cuando ingresó en el colegio Guyena de Burdeos para estudiar gramática y retórica. Allá estuvo hasta los trece años, primero horrorizado por la brutalidad de los métodos de enseñanza, habituales hasta época relativamente reciente, y luego más o menos adaptado, de manera que pudo seguir creciendo en él el gusto por las lecturas y el saber.

Aparte de la certeza de que estudió derecho, se sabe muy poco de la vida de Montaigne hasta que aparece en 1556, a los 23 años, como magistrado en el tribunal de Périgueux. Un año después es consejero en el Parlamento de Burdeos, al que representa en determinadas misiones políticas ante la corte de París, iniciándose así en la actividad diplomática o mediadora, que tan importante había de ser para él y para Francia.

En 1558 conoce y entabla amistad con otro joven y brillante consejero de la misma cámara: Étienne de la Boétie, de 28 años, poeta y autor, a los 18, del tratado Sobre la sevidumbre voluntaria, lúcido análisis de los fundamentos psicológicos de la sumisión al poder. Esta amistad fue importantísima en la vida de Montaigne, hasta el extremo de que puede llamarse amor

(Si se me fuerza a decir por qué lo amaba, siento que esto no se puede explicar… Porque era él y porque soy yo.),

sin que por ello sus protagonistas hayan de encuadrarse en la categoría de homosexuales, como pretenden los etiquetadores y los que barren para adentro. 

Étienne moría solo cinco años después, asistido por la esposa y familia, y por el mismo Michel, quien había de relatar los últimos días del amigo en carta dirigida a su propio padre, detallada, precisa y plena de una delicada emoción contenida.

En 1562 se inicia la primera de las guerras de religión. En 1565 Montaigne casa con Françoise de Chassaigne, de 20 años, y también de buena familia de parlamentarios bordeleses. Tres años después muere el padre y Michel se convierte en el nuevo señor de Montaigne.

Entonces decide cambiar de vida con el fin de gozar de una mayor libertad. Deja el parlamento y en 1571 se retira a su propiedad con la intención de dedicarse exclusivamente a la administración de sus dominios. Pero pronto comprueba que la nueva vida es también una especie servidumbre. Así que, un año después, lo vemos instalado en la torre del castillo, desde donde se dispone a explorarse a sí mismo, aunque sin olvidar el mundo que se agita tras los ventanales.

Al mismo tiempo que empieza a escribir lo que él denomina pruebas, intentos, idea que da título a su obra y a un nuevo género literario, Essais (Ensayos), el conflicto político-religioso alcanza una de sus cimas de locura: el 24 de agosto de 1572, día de san Bartolomé, con la venia del rey Carlos IX, los del bando católico asesinan por las calles o en sus casas a unos 3000 protestantes.

A partir de 1574, ya con el nuevo rey Enrique III, y sin abandonar la torre más de lo indispensable, Montaigne mantiene gestiones mediadoras con los jefes de los dos bandos: Enrique de Guisa, de los católicos, y Enrique de Navarra, de los protestantes. A la larga, estas gestiones habían de ser decisivas para la solución definitiva del conflicto. En efecto, a la muerte del rey, le sucedió Enrique de Navarra, Borbón de familia, previa conversión (o reconversión) al catolicismo, y en su reinado se promulga el Edicto de Nantes (1598), que reconoce la libertad de conciencia de los protestantes, manteniendo la religión católica como oficial de la monarquía. La labor de Enrique IV pondría las bases de la futura grandeza (léase Grandeur) de Francia.

En 1580 Montaigne publica los dos primeros libros de su obra, y un año después deja la torre para realizar un largo viaje por Alemania, Suiza e Italia; viaje amargado, por cierto, por el mal que hacía unos años arrastraba: los cálculos renales. Durante el viaje recibe la noticia de que se le ha designado alcalde de Burdeos. Emprende de inmediato el regreso y se dedica a gestionar el cargo, durante pocos años, lo mejor que puede.

Sigue escribiendo y llega a componer un tercer libro. El reconocimiento del público lo recibe concretado en la admiración infinita que le tributa una joven, Marie de Gournay, que se convertirá en su editora póstuma.

Por su parte, el rey pretende agradecerle, en honores y en dinero, cuanto ha hecho por él y por la paz. Pero recibe una negativa: el señor de Montaigne nunca ha puesto precio a sus labores ni necesita más que lo que tiene. Un tipo de respuesta que resulta especialmente dolorosa e incomprensible para los poderosos.

Michel de Montaigne murió el 13 de setiembre de 1592. Debido a su temperamento y a la situación del país, se vio situado en medio de los extremos, de manera que actuó casi obligado por las circunstancias. Pero al señor de Montaigne lo que de verdad le interesaba era disfrutar de una vida tranquila y placentera, y escribir todo aquello que le pasaba por la cabeza para aclararse un poco la visión.

Yo no enseño ni adoctrino, lo que hago es relatar.

En el fondo, es lo mismo que afirmaba el famoso poeta y pensador alemán de dos siglos después: que no hay que buscar nada detrás de los fenómenos, que ellos son la teoría.

Después de todo, decía, que sais-je?, que, bien traducido, significa: ¿Y yo qué sé?

(De Los libros de mi vida. Lista B)

Sobre la traducción de los textos originales de Montaigne: En parte es mía; en parte, de los traductores que figuran en el libro editado por Gonzalo Torné para Penguin Clásicos.

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