Por las editoriales, se entiende. En cierta revista digital leí hace un tiempo un esbozo muy pertinente sobre el caso de tantas novelas rechazadas una y otra vez por ciertas editoriales y que luego han triunfado clamorosamente, editadas por otras.
Para empezar, se ha de tener en cuenta que una editorial es una empresa, es decir que su fin principal es el de obtener beneficios. O más bien habría que decir que ése es su fin básico, porque, sin su cumplimiento, no podría subsistir como editorial ni como empresa. Pero no es el único. También el fin básico de un negocio de alimentación es obtener beneficios, y no por eso vende productos en mal estado (cosa, por cierto, que algunas editoriales parece que sí pueden hacer).
Toda empresa tiene sus presuntos expertos (el mismo empresario, si es pequeña) dedicados a estudiar y decidir cuáles son los mejores productos y cuál la mejor manera de venderlos. Así, una editorial valora los originales que se le presentan y en función del resultado de esa valoración decide publicarlos o no. A veces, existe un desfase entre la valoración comercial y la artística. Pues sucede a menudo que obras defendidas rotundamente por los lectores profesionales de una editorial, son finalmente rechazadas por la dirección (que tiene sus razones, que los literatos no entienden).
Pero, incluso cuando existe esa discrepancia fundamental entre lo presuntamente comercial y lo presuntamente artístico,
La conclusión de todo esto es que no hay fórmulas seguras; que hacen bien los editores que se guían por el “instinto”. Porque de todas maneras pueden meter la pata y, guiándose por el instinto, por lo menos no tienen que preocuparse por revisar unas razones, métodos y criterios directamente inexistentes.
¿Y qué pasa con el escritor rechazado? Nada bueno, para él. Si es primerizo en todos los aspectos, es fácil que se desanime y que decida dedicarse a otra cosa, decisión que nunca sabremos si habrá resultado provechosa para la literatura o si habrá supuesto una pérdida irreparable. Aunque también es posible que siga obstinado en su intento el resto de su vida, con algún resultado o ninguno.
Pero puede darse el caso de que el escritor en cuestión tenga cierta experiencia, que incluso haya podido hacerse una idea del valor objetivo (?) de su obra, y hasta que haya publicado algo. Aquí las reacciones pueden ser diversas.
Está el perseverante, que no ceja en su intento e inunda todas las editoriales con sus originales y solicitudes; el dubitativo, que ante el bajón de su autoestima se da una tregua para reflexionar humildemente sobre los posibles fallos de su escritura, o el estoico, que hace como si no hubiese pasado nada y sigue con su labor creadora, que es en realidad lo único que le importa…hasta que le da por llamar a otra puerta. Pero, cualquiera que sea el caso y por mucho que alguno se las dé de estoico, hay algo evidente: un rechazo es una bofetada. Y se ha de ser practicante de un cristianismo muy avanzado para no sentir, cuando se recibe, el imperioso deseo de devolverla con toda contundencia. Esto es algo que los editores deberían tener siempre presente. Cierto que los escritores no suelen ser
Este filósofo alemán, que tardó casi toda la vida en alcanzar la fama que sin duda merecía, presentó, en sus años de oscuridad, un riguroso tratado filosófico a un concurso que convocaba la Real Sociedad Danesa de las Ciencias: fue rechazado. Años después, cuando, ya célebre, publicó el tratado, hizo incluir bajo el título la siguiente frase. “No premiado por la Real Sociedad Danesa de las Ciencias”. No hace falta recordar que Schopenhauer no era cristiano.
En conclusión, que el editor ha de ser sumamente experto en el arte del rechazo. Y algunos lo son. Pero la mayoría, no. Se contentan con endilgar al aspirante cierta frase inventada hace por lo menos un siglo: “Lo sentimos, pero su obra no encaja en nuestra línea editorial”. Un poco de imaginación, por favor…
Pero, sin pasarse. Tampoco hay que caer en una especie de surrealismo incontrolado. Como el de aquel editor, cuyo nombre no recuerdo (o quizá sí, pero no se trata ahora de hacerme el Schopenhauer), al que presenté mi novela El corzo herido de muerte. En conversación telefónica, después de alabar la obra y de dar algunas razones para el rechazo, concluyó: “Es una novela muy bella, lástima que no se publique.” Un artista, sí señor.
Hace bastantes años asistí a un seminario sobre trastornos afectivos en adultos, impartido, creo, por un doctor estadounidense del que ya no recuerdo el nombre. Me quedé absolutamente perpleja, cuando,en mitad de su ponencia nos espetó a los jóvenes e inexpertos alumnos, que, en el posterior ejercicio de la profesión siempre debíamos tener presente que “la psicología es, antes que nada, un negocio”. Fue como un portazo. Mis principios sinceramente altruistas y, hay que decirlo, poco prácticos de aquella etapa, quedaron conmocionados ante tal afirmación.
Con el tiempo, esta premisa, de entrada no demasiado loable pero entendible, las cosas han ido de mal en peor. Con el objetivo de la rentabilidad económica se han corrompido sectores profesionales hasta alcanzar niveles de pura delincuencia.
Sin llegar a extremos de criminalidad pero en ese contexto tan común de supremacía del “money, money” resulta bastante lógico que los editores, aún teniendo el “instinto” y la sensibilidad suficiente para reconocer la calidad artística, condicionen la publicación al posible éxito o fracaso comercial. Seguro que hay excepciones y algunos, amantes sinceros de la literatura, más selectivos y dedicados a públicos minoritarios eligen publicar, aún sabiendo que el margen de beneficios será menor, pero, a la postre, son las prioridades artísticas o monetarias del empresario, el que tiene la última palabra.
Eso sería motivo suficiente para que el escritor que sufre el rechazo de la editorial y sabe que por encima de la arbitrariedad del editor o de la calidad de la obra, están los omnipresentes intereses económicos no debería en modo alguno permitirse bloqueos creativos ni aceptar frustraciones o inseguridades en su propio ego. Mas bien, y en muchos casos con total fundamento, podría interpretar la negativa como un elogio.
Creo que lo que motiva a cualquier autor sensato que no espere solucionar los garbanzos del dia dia con su oficio, es el proceso mismo de la creación artística y no tanto la necesidad de dar a conocer su obra, aunque con el uso masivo de la informática todo este sistema se está alterando en beneficio de los escritores y, como no, de los lectores que podemos acceder con gratificante facilidad a auténticas joyitas literarias.
La AUTOPUBLICACIÓN nos salva de las editoriales.El reinado de las editoriales llegó a su fin.
Yo he enviado solamente un original, y una única vez. Me lo rechazaron muy amablemente, sugiriéndome pulirlo y señalando que veían cualidades -pero lo rechazaron igualmente. No he vuelto a probar suerte (ni tampoco “pulí” aquel original). Luego llegó la explosión de Internet y los blogs y creo que son una buena alternativa, una forma de vernos y sentirnos publicados y tener cierto público. Claro que el libro siempre es el libro.