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EMILIA PARDO BAZÁN. La condesa palpitante I

pardo bazánHay una Emilia, en el grupo de escritoras que voy convocando, que nada o muy poco tiene que ver con la lánguida, exquisita y enigmática poeta de Nueva Inglaterra que acabamos de visitar. Enfrentadas incluso geográficamente, casi en la misma latitud a uno y otro lado del océano Atlántico, son buen ejemplo de lo diversos y aún contrarios que pueden ser los seres humanos y entre ellos, los escritores y entre estos, las escritoras.

Emilia Pardo Bazán es un caso claro de mujer fuerte, cosa que por entonces – y siglos antes y algún siglo después – no estaba permitida, o según y cómo. A doña Emilia se la puede considerar como la Madame de Staël hispánica, o así la considero yo. Con todas sus diferencias, naturalmente. La principal consiste en que mientras la francesa – medio suiza – tenía una visión muy clara y bien estructurada de sus preferencias político-sociales y culturales, la española – del todo gallega – evolucionaba, o así lo parecía, entre distintas posiciones, contradictorias sobre todo por lo simultáneo con que solían presentarse.

Aristócrata conservadora y al mismo tiempo feminista; naturalista en literatura (que suponía la adscripción a un determinismo ateo), pero católica ferviente; católica ferviente, pero nada reacia a aventuras eróticas extracanónicas (aunque esto ya entraba en la tradición del catolicismo más ferviente); tradicionalista en ideas políticas, pero progresista en la práctica. En fin, que las posturas de la condesa parecían pensadas para despistar o confundir al personal, no de otro modo que las que mostrara el gran Dostoyevski, según acertado resumen de André Gide. Y está claro que esto la complacía, como lo demuestra cuando escribe

Los conservadores de la extrema derecha me creen “avanzada”, los carlistas “liberal” – que así me definió don Carlos – y los rojos y jacobinos me suponen una beatona reaccionaria y feroz.

Por supuesto había que tener una personalidad muy especial para, siendo mujer en aquella época y sociedad, llegar a ocupar, sobre todo en prestigio, un lugar tan alto en la pirámide intelectual del país. Y digo “en prestigio” porque en el ámbito oficial la cosa no fue tan fácil. El caso más llamativo fue el de la Real Academia, que le negó la entrada en varias ocasiones no por otra cosa que por su condición de mujer, en un alarde de esa misoginia en la que siempre ha brillado con esplendor la docta institución no sé si hasta ahora mismo.

Pero tuvo sus reconocimientos, populares (las lecciones en el Ateneo de Madrid en 1896 sobre literatura francesa contemporánea fueron un éxito de público) y hasta oficiales: en 1910 fue nombrada Consejera del Ministerio de Instrucción Pública; en 1916 se le otorgó la cátedra de Literaturas Neolatinas de la Universidad Central, de la que, sin embargo, pronto dimitió por falta de alumnos, no se sabe si carentes de interés por la materia o llenos de vergüenza por tener que aprender de una señora.

Y no es que no hubiese señoras escritoras en aquella época y sociedad, pero por lo general sus obras se limitaban a novelitas dirigidas a otras señoras y señoritas y en muchas ocasiones firmadas con seudónimo masculino. Lo original, lo rompedor en doña Emilia es que sus intereses y producciones literarias abarcan desde lo histórico-erudito, como el Ensayo crítico de las obras del padre Feijoo, escrito a los veinticinco años, hasta la participación en los últimos movimientos de la modernidad intelectual y artística: la publicación de La cuestión palpitante, colección de artículos sobre el naturalismo literario surgido en Francia en torno de Zola, puso esta tendencia – a la que hasta cierto punto ella estuvo adscrita – en el centro del debate literario español.

Y la sociedad literaria, los escritores “serios” ¿cómo recibieron el fenómeno de la señora escritora y erudita y siempre à la page? Bien. Hay que decir que muy bien. Clarín (Leopoldo Alas) elogió muchos aspectos de la novela Un viaje de novios (1881), aunque censuró otros; tampoco se manifestó de acuerdo en algunas de las consideraciones de la escritora sobre Zola. Pero en todo caso dejó bien clara su admiración por las dotes de doña Emilia (“la mujer de gran talento, de suma habilidad”).

La escritora cosechó la admiración de los más jóvenes, como Unamuno o Blasco Ibáñez. Cierto que también recibió críticas de escritores como Menéndez Pelayo, Pereda, Palacio Valdés y otros, pero siempre fundamentadas en discrepancias estéticas o ideológicas, nunca, que yo sepa, por razón de sexo.

El de Benito Pérez Galdós es un caso aparte. Ocho años mayor que doña Emilia, cuando ésta empezó a ser conocida (a principio de la década de los 80) don Benito se hallaba casi en el apogeo de su carrera literaria. Desde un principio hubo entre los dos una relación de admiración (sobre todo por parte de ella) y de estimación mutua. Relación que rápidamente fue ganando intensidad, hasta que se convirtieron en amantes. Y no se trata aquí de uno de esos casos de amantes apócrifos, tan del gusto de algunos comentaristas. Porque la relación está atestiguada por los mismos protagonistas.

Hace unos años salieron a la luz 92 cartas de doña Emilia dirigidas a don Benito y solo una de éste en sentido contrario (se supone que el resto, en posesión de la escritora, fue destruido a la muerte de ésta por la censura de la familia propia o por la del dictador Franco, ocupante estival, años después, de la residencia gallega de la escritora).

Las cartas de Emilia hablan de una relación apasionada, forzosamente discreta (ella estaba casada aunque separada de acuerdo con el marido; él siempre soltero), que tuvo lugar en encuentros furtivos en Madrid y en un viaje por Alemania. Y además, con algunas infidelidades por parte de ambos. Y cuando la relación cesó, al cabo de una década aproximadamente, conservaron una buena amistad y la misma admiración y respeto por parte de ella hacia quien siempre consideró su maestro.

Nada da mejor idea del apasionamiento, la desinhibición y el sentido del humor con que la condesa vivió aquel amor que estas líneas de una de sus cartas de 1889

Pánfilo de mi corazón: rabio también por echarte encima la vista y los brazos y el cuerpote todo. Te aplastaré. Después hablaremos dulcemente de literatura y de la Academia y de tonterías. ¡Pero antes morderé tu carrillito! 

 (CONTINÚA)

(Obsérvese cómo don Benito todavía tiene resentido el carrillito).

(De ESCRITORAS)

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