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Goethe: retrato del rival

Johann Christian Kestner era el novio y luego marido de Charlotte Buff, quien, con el nombre de Lotte, aparece en la novela de Goethe Las desventuras del joven Werther como amada imposible del desdichado protagonista de una ficción demasiado parecida a la realidad. Kestner, que también aparece en la novela, bajo el nombre de Albert, dejó escritas unas líneas sobre aquel Goethe de 23 años, su estimado rival. Era el otoño de 1772.

Posee lo que llamamos genio y una imaginación extraordinariamente viva. Es intenso en sus afectos. Tiene una manera de pensar noble. Es un hombre de carácter. Ama a los niños y sabe ocuparse muy bien de ellos. Es raro, y en su comportamiento, en su exterior, hay diversas cosas que pueden hacerlo desagradable. Pero resulta simpático a los niños, a las mujeres poco agraciadas y a muchos otros. Hace lo que se le ocurre, sin preocuparse de si agrada a los otros, o si es moda, o si los modales sociales lo permiten. Detesta toda coacción. Tiene en alta estima el género femenino. Aún no posee unos principios demasiado firmes y aspira todavía a cierto sistema. […] No cae bajo lo que entendemos por ortodoxo. Pero eso no se debe al orgullo, o a un capricho, o al deseo de representar algo. No le gusta molestar a los otros en sus convicciones pacíficas. No va a la iglesia, tampoco a la celebración de la eucaristía, y pocas veces reza. Pues dice: “Para ello no soy suficientemente mentiroso” […] Siente un elevado respeto por la religión cristiana, pero no bajo la forma como nuestros teólogos se la representan […] Aspira a la verdad, aunque la tiene en más alta estima bajo la forma de sentimiento que bajo la modalidad de demostración […]. Ha convertido las ciencias y las bellas artes, e incluso todas las ciencias, aunque no las llamadas prácticas, en su obra principal […] Dicho con pocas palabras: es un hombre sorprendente. 


(De una carta de Kestner, reproducida en Goethe, de Rüdiger Safranski)

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Goethe, poesía y verdad II

Johann Wolfgang von Goethe nació en Frankfurt del Main el 28 de agosto de 1749, en el seno de una familia de clase media acomodada (su padre había sido consejero municipal). A los 16 años empezó a estudiar derecho en Leipzig, donde disfrutó de la alegre vida estudiantil y tuvo su primer amor, tan sentido como luego literario, Kätchen, a la que sin duda tuvo presente al concebir a la protagonista de la primera parte de Fausto. Renunció a ella, en un gesto que luego se había de repetir en diferentes formas a lo largo de su vida.

De vuelta a Frankfurt, pasó una larga temporada cobijado en el hogar paterno sin dedicarse a nada en concreto, aunque siempre aprendiendo y absorbiéndolo todo. Durante el año que a continuación vivió en Estrasburgo prosiguió sus estudios, conoció a Herder, con el que había de mantener una amistad ininterrumpida, si bien con altibajos, y se enamoró de una joven llamada Federica de quien, antes de pasar a mayores, y como ya empezaba a ser costumbre, huyó sin apenas despedirse.

Después de demorarse un año en Frankfurt con su flamante título de abogado, se traslada a Wetzlar para realizar prácticas jurídicas en el tribunal imperial de apelaciones. Durante la estancia en esa localidad, recién cumplidos los 23 años de edad, se enamora de Charlotte Buff, joven que ya estaba comprometida, y sus vivencias dan lugar, más de un año después, a la creación de la novela Las desventuras del joven Werther, que acaba con el suicidio del protagonista. En la realidad el asunto terminó con la huida de Goethe, recurso en el que el escritor ya tenía cierta práctica.

La novela fue un éxito absoluto. Quizá el primer superventas a corto plazo de la historia editorial. Sin grandes medios de comunicación de masas, sin promociones ni estudios de mercados entonces inexistentes, la novela se propagó al instante por toda Europa, alcanzando cifras que hoy pueden parecer modestas, pero que entonces no lo eran. Fueron los jóvenes especialmente quienes se sintieron tocados por el drama del joven suicida. Muchos adoptaron la indumentaria del protagonista, frac azul y chaleco amarillo, y una extraña ola de suicidios, quizá magnificada, se extendió por Europa. Si añadimos a esto que, meses antes, había estrenado con éxito su primer drama (Goetz von Berlichingen), tenemos que, a los 25 años, Goethe se había convertido en uno de los autores más famosos de Alemania. Los inicios de esta fama los disfrutó en su ciudad natal, en Suiza y con la representación de un nuevo noviazgo de final previsible.

Estando de nuevo en Frankfurt, pasó un príncipe azul y se lo llevó consigo. Era el Duque Carlos Augusto, inminente soberano del pequeño estado de Weimar-Sajonia-Eisenach, uno de los muchos principados en que se hallaba dividida Alemania en aquella época. La verdad es que las tierras germánicas constituían un impresionante galimatías político, entre pequeños estados más o menos soberanos, ciudades libres, teóricamente dependientes del Sacro Imperio, y los dos grandes polos del poder político: la Austria de los Habsburgo (metrópoli del ya casi inexistente Sacro Imperio Romano Germánico), y la Prusia de los Hohenzollern, poder emergente que, un siglo después, había de ser la fuerza aglutinante del nuevo estado alemán.

El caso es que en octubre de 1775, a los 26 años de edad, Goethe abandonó Frankfurt para establecerse en Weimar, donde había de pasar el resto de su vida.

Durante los primeros años las relaciones entre el príncipe y el poeta fueron más que buenas. Ambos eran jóvenes, inquietos (relativamente en el caso del poeta), y amigos de los placeres. Pero en lo básico eran dos personalidades muy diferentes. Mientras Goethe, con todos sus altibajos, debidos en parte a sus obligaciones político-burocráticas en el ducado, seguía atento a la evolución de su personalidad y a la comprensión total del mundo, Carlos Augusto permanecía encerrado en la esfera de la caza (sustitutivo de las hazañas bélicas que tanto deseaba), la buenas mozas y otros placeres estrictamente mundanos. Con el tiempo, la cálida amistad de los primeros años se convirtió en una cortesía distante por parte de ambos, lo que no impidió que Goethe mantuviese toda su autoridad en el ducado como eficaz gestor de tareas públicas y, en los últimos años, como figura de gran prestigio – con seguridad la más alta de Alemania – que atraía personalidades de toda Europa y había convertido Weimar en un centro cultural de primer orden.

Durante los casi sesenta años que permaneció en Weimar, con salidas esporádicas – la más decisiva, el viaje a Italia – alternó o compaginó la actividad literaria con la pública-política (como ministro, diríamos hoy) en campos tan distintos como la minería, las finanzas, la agricultura, la instrucción pública, y dirigió el Teatro de Weimar. Interesado desde siempre por la ciencia, dedicó al estudio de la naturaleza y en especial a la óptica, más tiempo y entusiasmo que a la producción literaria, que iba fluyendo a su ritmo natural sin apenas esfuerzo.

Procuró proteger la vida íntima de la curiosidad cortesana, manteniendo amores epistolares-platónicos con damas más o menos aristocráticas. Pero finalmente se unió con una modista con la que, tras años de convivencia, contrajo matrimonio, obligando, por así decirlo, a la buena sociedad de Weimar a aceptar a la flamante señora Goethe. (Fue en este aspecto decisiva la actitud de Johanna Schopenhauer, madre del filósofo, quien, ante el dilema que se le presentaba a aquella sociedad, sentenció: “Si Goethe le ha dado su apellido, bien podemos nosotras ofrecerle una taza de té”). Tuvo un hijo, que no heredó ninguna de las cualidades del padre.

Su último enamoramiento, a los 73 años, de una joven de 18, no acabó ni en renuncia ni en realización, sino que dio a luz a uno de los poemas más hondos y exquisitos de la literatura universal: la Elegía de Marienbad.

Y al término de una trayectoria vital larga y plena en casi todos los sentidos, Goethe murió el 22 de marzo de 1832, después de trazar con el dedo unos signos en el aire, quizá los últimos versos.

Releo lo escrito y siento que algo no ha ido bien: no he sabido trasmitir toda la grandeza del escritor, ni siquiera toda la importancia que ha tenido para mí. En otros casos, en menos páginas, he sabido dar una visión correcta o comprensible del autor correspondiente, o eso me parece. Ahora, no. Goethe es tan grande que ni siquiera una mirada desde muy lejos puede abarcarlo.

No solo fue poeta, aunque lo fuera por encima de todo. Hombre de acción, organizador, investigador de la naturaleza, filósofo sin sistema, creía sobre todo en lo que veía. Pero su visión era tan clara y aguda que veía mucho más de lo que en general se creía. Suya es la idea de que no hay que buscar una teoría tras los fenómenos, porque los fenómenos ya son la teoría. Y entre las cosas que “veía” estaba esa alma del mundo, que el investigador especializado, el erudito del detalle nunca podrá descubrir, porque no sabe:

Que ningún detalle aislado permite encontrar diferencia entre el hombre y el animal; que, por el contrario, el hombre aparece estrechamente ligado con la bestia. Solamente la armonía del conjunto hace de un ser lo que es […] Toda criatura no es más que una nota, un matiz de una gran armonía que es preciso estudiar, a su vez, en sus grandes líneas, bajo pena de no hallar más que letra muerta en los detalles tomados aisladamente.

Ahí reside la diferencia entre el estudioso solo atento a lo que tiene delante y el sabio-poeta que posa la mirada sobre el todo al mismo tiempo que sobre el detalle. Ahí la diferencia entre Goethe y casi todos los científicos y pensadores; ahí la enorme distancia entre el dios viviente en los libros y el tímido estudiante que no sabía qué iba a ser de su vida.

La vida, ¿la dirige uno mismo? ¿O ya está todo escrito? Y el dios avanza la poética respuesta:

Como azuzados por invisibles espíritus corren raudos los caballos del tiempo, arrastrando el carro leve de nuestro destino, y a nosotros solo nos queda retener animosos las riendas y dirigir el carro tan pronto a la izquierda como a la derecha, salvándolo aquí de una piedra, allí de un vuelco. ¿Adónde va? ¡Quién lo sabe! ¡Apenas recuerda de dónde viene!

(De Los libros de mi vida)

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Las pistolas de Werther

En mayo de 1772 el joven licenciado en derecho Johann Wolfgang von Goethe se encontraba en la pequeña ciudad de Wetzlar, sede de la Cámara Imperial (tribunal de apelaciones del Sacro Imperio Romano-Germánico), para realizar ciertas prácticas jurídicas. Faltaban solo unos meses para que su nombre empezase a alcanzar fama como autor de Goetz von Berlichingen, drama histórico que rompía con el acartonado teatro neoclásico y, mirando hacia Shakespeare, se inscribía en la nueva corriente llamada “tempestad y empuje” (Sturm und Drang). Estaba claro que las leyes no iban a ser su vida, pero no menos claro estaba que él no era de los que restan, sino de los que suman, o sea, que de momento, la abogacía. En Wetzlar coincidió con un joven de familia adinerada y también de inclinaciones artísticas, Karl Wilhelm Jerusalem, pero su relación con él fue más bien superficial. Honda impresión en cambio le produjo la aparición de una muchacha llamada Charlotte Buff en un baile de sociedad celebrado en la misma Wetzlar el 9 de junio.

Al instante quedó prendado de ella, o mejor dicho, locamente enamorado, pero la alegría del amor vino acompañada desde el principio por la correspondiente pena: Charlotte estaba comprometida. Su prometido, Johann Christian Kestner, era un jurista brillante, muy educado, serio y responsable, es decir, sin veleidades artísticas.

Y entonces se inició una extraña relación entre los tres; extraña desde el punto de vista meridional o latino, no tanto desde el germánico o nórdico. Goethe no ocultaba su amor hacia la joven, a quien visitaba y cortejaba continuamente; ella comprendía, se dejaba agasajar, pero al mismo tiempo recordaba su compromiso y que no estaba dispuesta a alterarlo; Kestner entendía los sentimientos de los dos y sentía profunda simpatía por Goethe. Pero la pasión de éste, que iba en aumento, amenazaba con estallar y hacer saltar por los aires el idílico cuadro. Uno de los tres sobraba. Había que tomar una decisión; trágica, por supuesto. Y así fue: el 11 de setiembre del mismo año de 1772 Goethe se fugó, desapareció sin despedirse de nadie.

Meses después le llegó una noticia inequívocamente trágica: Karl Wilhelm Jerusalem, su antiguo compañero de prácticas jurídicas, se había suicidado. Una bala de pistola le había perforado la cabeza. Cuando le encontraron agonizante, llevaba su indumentaria preferida: frac azul y chaleco amarillo. Como es natural, Goethe quiso saber la historia.

Era ésta. Jerusalem, joven más bien introvertido, se había enamorado perdidamente de una mujer casada. Dominado por una pasión sin correspondencia ni solución posible, la existencia se le había hecho insoportable. Un día pidió prestadas a Kestner (aquel amigo de Goethe y ya esposo de su amada) un par de pistolas para llevarlas en un largo viaje que había de emprender. El bueno y generoso Kestner no dudó en prestárselas. Una de ellas acabó con la vida de Jerusalem.

La noticia, toda la historia, conmovió profundamente a Goethe. Pero no alteró el ritmo de su vida, que seguía avanzado como siempre, cada vez más arriba y del lado de la luz. Hasta que, meses después, aquella conmoción subterránea quiso tomar forma en la superficie. Y entre febrero y marzo de 1774, en cuatro semanas de escritura febril, “de forma bastante inconsciente, como un sonámbulo”, dice él mismo, dio a luz a una de las obras cumbre de la literatura universal: Las desventuras del joven Werther.

El que haya leído la obra y conozca el trasfondo real de las vivencias de Jerusalem y del propio Goethe, que he apuntado brevemente, comprenderá y valorará el delicado trabajo de ensamblamiento que supone la novela. Realidad y ficción, poesía y verdad (título que Goethe había de dar a sus memorias) se unen armónicamente en una turbadora sinfonía, que ya nada tiene que ver con la medida y contención del arte neoclásico.

(De Del suicidio considerado como una de las bellas artes)

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