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El espectador pasmado

casa valldoreix

De vez en cuando, vuelvo a Valldoreix. A la casa que fue del padre, luego mía y ahora de la descendencia. En tales ocasiones suelo sustraerme durante algún rato de la familia para perderme solo por las calles y lugares de otros tiempos.

Hoy he pasado junto al viejo casino de la lejana infancia – vago rumor de risas de payasos y de bailes de mayores espiados por ojos infantiles -, que después, en la adolescencia y primera juventud, fue hotel y lugar de encuentros, escenario de temblores e ilusiones, donde la felicidad siempre estaba a punto de tocarse. Y hoy es triste geriátrico.

He descendido después por la calle que pasa junto al antiguo “colmado”, tienda de alimentos para veraneantes, y lo he visto convertido en algo que se le parece, sin ser lo mismo.

He girado a la derecha y he seguido caminando lentamente al tibio calor del sol invernal. Y he pasado ante el sendero, hoy cortado, que conducía al ensueño wertheriano. Y unos pasos después, en el cruce con la calle que, hacia la derecha, me había de devolver a la casa de ayer y de hoy, me he detenido.

Cara al verde intenso de los pinos y a la montaña próxima – escenario de tantas incursiones adolescentes, solitarias y colectivas –, he permanecido inmóvil, como pasmado. Y he estado pensando en cosas de aquel tiempo.

Y entonces he despertado. ¿Qué hago yo aquí? No hay nada de aquello, nada de lo que fue mi mundo. Nada, nada. Me obstino en seguir contemplando el espectáculo, pero el telón está bajado. Hace tiempo que  la función terminó.

Es hora ya de que abandone la butaca.

Dedicado a Mati, Juan, Julita, Pep, María José, José Arturo, y a cuantos personajes de la antigua escena pasen por aquí.

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Julio Verne o la aventura exterior II

…la época de la vida en que los niños felices disfrutan, en el campo, de la libertad y la aventura en un ejercicio continuo de imaginación aplicada.

No era precisamente el campo, pero se le parecía mucho. Se llamaba – se llama, aunque ya no es lo mismo – Valldoreix. Era una urbanización (“ciudad-jardín” se la calificaba a veces pomposamente) nacida en los años veinte y treinta del pasado siglo como lugar de veraneo de barceloneses de clase media. Hoy, absorbida de hecho por la capital, de la que dista unos 15 kilómetros, es zona de primera residencia de gente de clase un poco más alta, quiero decir, más adinerada. Durante los largos veranos de principios de la década de los cincuenta fue el territorio del incesante ejercicio de la imaginación infantil aplicada.

La actividad principal eran las guerras. Niños de entre 9 y 14 años habíamos organizado un mundo paralelo al de los libros, tebeos y películas de aventuras. Un mundo emocionante, fascinante, mágico. En él no faltaba nada: las armas (inofensivos proyectiles y espadas de madera), la moneda, las batallas a campo abierto, los asedios de fortalezas, las carreras, las detenciones, las huídas, los tratados de paz, las traiciones, los espías, las ejecuciones y hasta la relación de los hechos, que escribía un niño de doce años, ese niño que, siendo el segundo del reino que con mano de hierro dirigía su hermano mayor, no podía evitar estar enamorado de la reina enemiga. Sin traicionar nunca la lealtad debida, por supuesto.

¡Juegos de armas y guerras! ¡Desastre de educación! Dirá el pedagogo de turno de hoy día. Lo que decía el de entonces, no lo sé. Lo único que sé al respecto es que estas preocupaciones no estaban en el ambiente. El juego era el juego, y a nadie con dos dedos de frente (mucho menos a los propios niños) se le ocurría confundirlo con la realidad.

El juego es un arte y los niños son los artistas más grandes del mundo. Saben crear la ficción, saben representar su papel como perfectos actores y saben quitarse la máscara y dejarla a un lado cuando se ha de interrumpir la batalla porque es la hora de la merienda. No guardo recuerdos más felices que los de aquellos juegos infantiles. El arte, con su poderoso efecto catártico, lo creábamos y lo consumíamos nosotros mismos. Quiero decir que nosotros y solo nosotros éramos los autores y los protagonistas de nuestros juegos. ¿Podrán decir lo mismo los niños de hoy?…

¿Y Verne? Ah, sí, Verne. En eso estábamos. Bien, he de confesar que Julio Verne nunca me cayó muy bien. Comparado con la mayoría de los escritores antes citados, siempre me pareció bastante insípido, salvando Miguel Strogoff, por supuesto. Nada que ver con las interesantísimas aventuras de Los tres mosqueteros, o con el exótico encanto de Kim de la India, o con el emocionante y triste destino de El último mohicano. Pero, no sé por qué, fue el autor del que más ejemplares cayeron en mis manos, lo que le ha valido, como antes he apuntado, el dudoso honor de encabezar este capítulo.

Jules Verne fue un señor francés, muy señor y muy francés. Nacido en una familia de juristas y militares, desde muy joven manifestó un gran interés por la geografía y por la ciencia en general. También se inclinó por la literatura, poesía incluida, y muy jovencito logró que se representase una pieza de teatro suya, que obtuvo cierta resonancia, gracias, más que a su calidad intrínseca, que ignoro, a sus contactos con personajes como los Dumas, es decir, gracias a una de las consabidas ventajas con que los señores siempre han ido por el mundo (“relaciones”, se las llama). Más adelante, empezaría a destacar por méritos propios con su abundante producción novelística.

A pesar de la descripción de los escenarios exóticos que encontramos en sus novelas Verne no fue un gran viajero. En varias ocasiones se paseó por el norte de Europa y también por el Mediterráneo, pero apenas salió del continente, que yo sepa. Encerrado en su estudio, le bastaban los libros de geografía, de ciencia y sobre todo una imaginación fecunda pero controlada para construir las aventuras que encandilarían a sus lectores y las “fantasías” que asombrarían a los científicos del futuro por lo relativamente acertado de sus predicciones.

El caso del escritor de aventuras y viajes que nunca se ha alejado de su casa no es nada raro. Piénsese en Emilio Salgari, por ejemplo, que, encadenado a su mesa de escribir, ofreció al mundo los lances más fantásticos en los escenarios de las tierras más lejanas.

Este hecho constituye un rotundo mentís a la idea vulgar de que, para escribir, hay que “haber vivido”. Idea que se revela absolutamente falsa, si tenemos en cuenta la obra y la vida de la mayoría de los grandes escritores. Para contar historias, al escritor le basta con leer, informarse e imaginar; no le es necesario vivirlas. Siempre, claro está, que estemos hablando de la aventura exterior.

Porque hay otra clase de aventura que sí requiere, para narrarla, la previa experiencia propia. Una experiencia en profundidad que no necesita de la geografía ni de la historia. Solo de cierta levedad de espíritu para poder navegar por los espacios infinitos de la conciencia personal y universal. Es lo que yo llamo la aventura interior.

(De Los libros de mi vida)

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