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Fantasías poético-filosóficas

Plan Finlay para el Desconfinamiento

papini3 I

Soy Austen Finlay, biólogo. Es posible que a la mayoría mi nombre no le diga nada. Sin embargo, no hace mucho tiempo fui fundador y presidente del Instituto Científico para la Regresión Humana, cuyos logros, reconocidos y aplaudidos por la comunidad científica mundial, no fueron suficientes para salvar aquella empresa de los vetos políticos fundamentados en curiosas objeciones “morales”.

Ahora que el planeta empieza a librarse de la terrible pandemia que ha diezmado a la humanidad, he sido requerido por el flamante Gobierno de Unidad Mundial para diseñar el Plan o protocolo para el desconfinamiento escalonado de la población.

El Plan ya está diseñado y entregado a la autoridad competente, que espero no ponga ninguna objeción a su aplicación inmediata, dada la solidez manifiesta de las razones en que se sustenta.

Este comunicado lo dirijo a la opinión pública con el fin de prevenirla sobre los aspectos que quizá no entienda a primera vista y convencerla de la absoluta necesidad de la aplicación del punto 6.6.6. que, estoy seguro, será el que mayor oposición ha de encontrar, dados los prejuicios “morales” tan arraigados en el género humano.

II

En el conjunto del Plan se desarrolla y especifica las fases que habrá de seguir el desconfinamiento gradual. En el citado punto 6.6.6 se trata del caso de los muy mayores de edad, a los cuales se aplicará lo siguiente.

1. Los mayores de 65 años integran el último segmento de la población que podrá salir del confinamiento, doce meses después del segmento inmediatamente anterior.

2. En el caso que se observase a alguna persona mayor de esa edad circulando por la vía pública antes del fin oficial de «su» confinamiento, la fuerza pública podrá disparar sobre ella sin ningún requisito previo.

3. Dado que son numerosas las personas mayores de 65 que ofrecen un engañoso aspecto juvenil, todas las que hayan superado esa edad estarán obligadas a llevar, cosido en la ropa y en lugar bien visible, un distintivo en el que figure la silueta de un anciano con bastón. El incumplimiento de está obligación comportará la muerte inmediata a cargo del agente de la autoridad más próximo.

4. Toda persona, al llegar a los setenta años – y por supuesto todas las que los han superado –, será eliminada por un medio indoloro. Los detalles del procedimiento de eliminación se contienen en la adenda del mismo Plan titulada Solución Final.

5. Solo en el caso de que la persona que alcance esa edad siga siendo útil a la sociedad por su labor científica, intelectual o artística, se podrá conceder una prórroga, que en ningún caso podrá superar los 75 años de la persona en cuestión.

III

Parece absurdo tener que defender la conveniencia y racionalidad de las medidas contenidas en el Plan, sin embargo el nivel de mogigatería e hipocresía alcanzados por la sociedad – principalmente la occidental – lo hace necesario, aunque solo sea para que los opositores moralizantes puedan verse en el espejo invertido de su cobarde hipocresía.

Todo el mundo sabe, aunque muchos se esfuerzan en hacer ver que lo ignoran, que la vejez es una fase de la vida que comporta las siguiente características:

Es estéril. La inmensa mayoría de los viejos pasan todas las horas del día pasivos, adormilados, sin ningún beneficio ni siquiera para ellos mismos. Adiestrados para actuar y trabajar y ahora privados de esta posiblilidad (y de fuerzas para realizarla), viven sus últimos días como peces fuera del agua. Las escasísimas excepciones están previstas y tratadas en el punto 5 este comunicado.

Es improductiva. El producto mundial bruto no crece ni una millonésima de punto por la (no) actividad de esos individuos.

Es costosa. Los gastos públicos en sanidad, pensiones, seguridad social, etc. son cuantosísimos. De modo que, si se aplicase el Plan, la economía del planeta recibiría un impulso inimaginable.

Es antiestética. La eliminación de la presencia de los viejos en calles y lugares públicos ahorraría a la humanidad el efecto depresivo que genera la visión continua de esos semicadáveres que deambulan por nuestro mundo como tétricos heraldos de la muerte.

IV

Si el Plan se lleva a la práctica en todos sus detalles una nueva humanidad poblará la tierra. Joven, sana, feliz. Sin la presencia continua del dolor y la muerte, anticipados en la visión de esos cuerpos caducos que hoy la asedian.

Los seres humanos seguirán muriendo, como siempre, pero la muerte, en vez del final de un paulatino deterioro humillante, doloroso e insoportable, se convertirá en un simple y limpio trámite burocrático con fecha conocida.

¿Quién no prefiere esto que la angustia y el desconcierto que reinan en el presente?

  Austen Finlay,  biólogo papiniano

 

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Gerontofobia

… senectus; quam ut adipiscantur omnes optant, eandem accusant adeptam. Tanta est stultitiae inconstantia atque perversitas. (Cicero: De senectute)

Me he enterado de que el código penal de este país – y los de otros varios, supongo – cuenta desde hace unos años con una nueva figura delictiva: el delito de odio. La ocurrencia me ha hecho sonreír: ¿para cuándo el delito de envidia? ¿o el de menosprecio? ¿o el de tedio? Y es que las pasiones no pueden constituir un delito, a no ser que se plasmen en acciones u omisiones criminales, pero cada una de éstas ya está tipificada por sí misma.

Por otra parte, he de reconocer que el odio es quizá la pasión que más conductas delictivas genera. Sobre todo, el odio a ciertos colectivos.

Los colectivos que más odio concitan son por todos conocidos: extranjeros, pobres, ciertas razas o religiones, etc. Odios que, por cierto, suelen ser agitados y manipulados desde determinados centros políticos. Pero hay uno que, por no habérsele encontrado de momento rendimiento político claro, permanece en un discreto segundo plano, no obstante la insistencia de sus manifestaciones. Me refiero a la gerontofobia, el odio a los viejos.

Un amigo mexicano, de visita en nuestro país, quedó asombrado por la ingente cantidad de ancianos que veía por las calles. Y es que España, como toda Europa, se está convirtiendo en la reserva mundial de viejos. Pero esto es buena señal: indica que aquí se vive bien y por largo tiempo. Claro que también significa una pesada carga para los jóvenes, es decir, para los que desean alcanzar la condición de viejos. Y esto, añadido al nada agradable efecto estético de su sola presencia y a las molestias que suelen ocasionar, creo yo que va propiciando la salida de la gerontofobia del armario social.

En México no hay gerontofobia. Bueno, lo que al parecer no hay son viejos. Es como ocurría aquí por los años 60 del pasado siglo: ante las noticias sobre los conflictos raciales en Estados Unidos, un personaje del régimen político de entonces sentenciaba orgulloso: en España no hay racismo. No, corregía el sentido común (normalmente vetado por el gobierno), lo que en España no hay son negros.

No se puede legislar sobre las pasiones. El odio es irreprimible. Como el amor. El odio ha llenado las páginas de la historia, desde aquel Aníbal que, a los nueve años, juró “odio eterno a los romanos” hasta los modernos fundamentalistas. El amor ha llenado las páginas de la literatura, desde el vivamus atque amemus, de Catulo, hasta el amor, terror de soledad humana, de Cernuda. Respetómoslos.

Y al gerontófobo deseémosle larga vida. Muy larga. Para que, mucho antes del final,  le sorprenda en el espejo el rostro odiado y, a partir de ahí, pase el resto de su boba existencia en compañía de las repugnantes arrugas y los molestos achaques ya no ajenos.

                                                                               ***

Todos desean alcanzar la vejez y, al tenerla, se quejan de ella. Tanta es la inconstancia y la perversidad  de la insensatez. (Cicerón: De la vejez)

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¡EGOÍSTA!

Si alguna vez te dicen “eres un egoísta”, sobre todo en el ámbito de tus personas más cercanas y queridas, no debes preocuparte demasiado. Es una muestra, un tanto desviada o pervertida, de afecto; una manifestación, por vía de reproche, de que eres muy importante para la persona que así se expresa, quien desearía que constantemente tuvieses puesta la atención en ella.

Y es que, después de todo, ¿en qué consiste ser egoísta? ¿En poner la propia persona por encima o por delante de las otras? Pero esto es inevitable. Desde que nace, uno respira por sí mismo, come por sí mismo y realiza todas las funciones biológicas por sí mismo, y nadie más puede hacerlas por él. Incluso piensa por sí mismo; pero esto, no siempre

Es verdad que hay casos extremos en los que el mote “egoísta” parece obedecer a una característica objetiva, pero no son esos los que motivan mi comentario, sino aquellos otros que seguramente la mayoría de los lectores conoce. Y es que el verdadero egoísmo, el extremo, como lo acabo de adjetivar para diferenciarlo del meramente dialéctico, es otra cosa. Consiste no en hacer la propia voluntad, cosa justa y necesaria para seguir viviendo, sino en forzar la voluntad de los otros.

Como siempre, la enorme clarividencia de Oscar Wilde dio en el clavo:

Egoísta no es el que hace lo que quiere, sino el que pretende que los otros hagan lo que él quiere.

Así que ya lo sabes, si alguien te dice “eres un egoísta”, sobre todo en el ámbito de tus personas más cercanas y queridas, no debes preocuparte demasiado. Esa persona solo está ejemplificando la definición dada por Ambrose Bierce, escritor norteamericano más ácido que el amable irlandés antes citado.

Un egoísta es una persona que piensa más en sí misma que en mí.

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Cómo colocar un gato viejo

Mi amigo Augusto tiene una esposa; la esposa tiene un gato; los tres viven en un pisito de la ciudad. Augusto no es nada amigo de gatos; la esposa, que también es mi amiga, tampoco mucho, pero se apiadó de un gatito abandonado y se lo quedó.

Mi amigo rechistó, pero solo un poco, porque es muy consciente de que en estos asuntos domésticos…vaya, iba a decir una inconveniencia. El caso es que, doce años después, aquel gatito tan mono y juguetón es ahora un ente apático, una enorme mancha oscura en el sofá, que va perdiendo el pelo y se pasa el día durmiendo, comiendo y cumpliendo otras necesidades mínimas para sobrevivir.

Y la cosa se ha complicado cuando la esposa de Augusto ha contraído una enfermedad de la piel, muy misteriosa en opinión de todos los dermatólogos que la han tratado, y que ha llevado al último a decidir, con pleno conocimiento de causa o no, que el responsable es el gato, que el animalito en cuestión no puede seguir viviendo en casa de mis amigos.

Augusto vio las puertas del cielo abiertas. No sabía lo que le esperaba, el pobre. Pero, mejor lo cuenta él mismo:

Empecé por los parientes, amigos y conocidos. A todos les ofrecí el precioso gatito. Todos ya tenían gato, o perro, o ningún animal y no deseaban cambiar de vida, cosa que entiendo perfectamente. Llegué incluso a ofrecerlo a cuantos llamaban a la puerta: el vendedor de seguros, el electricista, el vecino del quinto, varios pares de testigos de Jehová, todo inútil.

Entonces me dediqué al sector profesional e institucional, pues tenía entendido que ciertas entidades privadas o municipales se dedicaban a acoger a animales desvalidos más o menos urbanos. Allá fui. La docena aproximada de visitas que hice culminaron en ésta, resumen y colofón de todas las anteriores.

– Lo siento, estamos desbordados, no cabe ni uno más.

– Es que es muy urgente. Va en ello la salud de mi esposa.

– ¿Qué edad tiene?

– Setenta años.

– El gato, digo.

– Ah, perdone, doce, doce años.

– ¡Doce años! Imposible. 

– ¿Imposible? ¿Se puede saber qué tiene que ver la edad del animal con lo que le estoy contando?

– Mire. Las mascotas que tenemos aquí cuentan siempre con la oportunidad de que alguien las adopte, pero, con esa edad, imposible, ya le digo. Nadie quiere un gato de doce años.

– Ya lo entiendo. Pero, entonces, ¿qué puedo hacer?

El hombre me mira fijamente a los ojos, en silencio, como si esperase que yo mismo respondiese a mi pregunta. Pero no respondo, sino que sigo preguntando.

– Aquí tienen veterinarios ¿no?

– Servicio completo. Atención interna y consultas externas.

– ¿Y no sería posible, digo yo, que traiga yo el gatito para que el veterinario lo vea y le aplique … un tratamiento, digamos… eutanásico, pagando lo que corresponda, por supuesto?

No le había insultado ni le había mentado a la madre. Pero la reacción fue como si tal.

– Usted no sabe lo que dice… Su propuesta es inconcebible, criminal.

– Pero yo…

– Sepa usted que un veterinario es un profesional y que, como todo profesional, está sujeto a unas normas deontológicas. Usted no tiene idea de cómo funciona esto. Una decisión como la que ha apuntado solo la puede adoptar el veterinario si se dan unas circunstancias muy concretas: en primer lugar el animal en cuestión tiene que ser cliente suyo, es decir, tiene que haber sido tratado por el mismo veterinario con anterioridad; entonces, solo en el caso de que el animal esté muy enfermo, solo en ese caso y habiendo agotado todas las posibilidades de sanación, puede tomar la triste decisión que usted ha apuntado. Es decir, la salud del gato es el único dato que importa para decidir si…

– Y la salud de la persona ¿no?

– ¿Cómo dice?

– Ya le he dicho que mi esposa… Mire, tengo una idea. Ustedes se dedican a la protección y cuidado de las mascotas abandonadas o con problemas, ¿no es eso?

– Procuramos suplir lo que esta sociedad egoísta es incapaz de hacer con esos eres vivos indefensos.

– O sea, si ven un animalito abandonado y hambriento en la calle, lo recogen o cuidan de él ¿no es eso?

– Hacemos lo que podemos…

– Bien. Yo voy ahora a mi casa, cargo con el gato y lo dejo en la vía pública, no muy lejos de aquí para no causarles muchas molestias, y entonces ustedes lo ven, lo recogen y lo atienden debidamente, ¿no es eso?

Los ojos del hombre son un par de huevos grandes e inexpresivos. Antes de que suelte la respuesta que sin duda está incubando, desaparezco.

Ya hace días que no sé nada de mi amigo.

Bueno, algo sí.

Conozco lo suficiente a Augusto como para poder afirmar que en este momento está disfrutando del sofá, finalmente recuperado.

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LA CIUDAD MEADA

La situación es grave, más de lo que nadie piensa. La gente se preocupa por asuntos globales, de esos que se imagina que en cuestión de años pueden acabar con la humanidad. Preocupación vana. En cuestión de años la humanidad no existirá. Habrá sucumbido en un mar de orines.

La tendencia es imparable. Hace tres años las estadísticas decían que en la ciudad el número de perros alcanzaba el diez por cierto de la población humana. Es decir, un perro por cada diez personas, lo que significa aproximadamente un total de 160.000 perros. Ninguno de ellos, por lo que parece, orina en casa de sus amos. No he encontrado estadísticas más recientes. Como si un poder en la sombra quisiera ocultar la magnitud de la tragedia que se avecina.

La cosa se veía venir. Desde hace años se observa un fenómeno curioso. Las parejas nuevas, las que han decidido poner sus vidas en común, sea bajo la fórmula del matrimonio sea bajo otra más imaginativa o avanzada, ya no se preguntan si tendrán hijos o no, o si prefieren niño o niña o si pocos o muchos. Deliberan sobre la raza del chucho que ha de compartir sus vidas, si comprado o adoptado, si grande o pequeño.

Y las personas ancianas y solitarias no han encontrado mejor remedio a su situación que la compañía de un perrito cuanto más pequeño mejor. Y es que hay una ley no escrita que dice que el tamaño de los perros se halla en razón inversa al número de años de sus propietarios. En fin.

Me encantan los perros, y conozco todas sus ventajas, y precisamente por eso no me gusta que se abuse de ellos, de su buena fe, de su paciencia infinita, de su cariño incondicional. Por otra parte, reconozco que es mucho más cómodo tener un perro que un hijo. Te llena por igual tus necesidades afectivas (algunos dicen que más), no te exige que le compres un móvil a los ocho años, ni que subvenciones sus diversiones a los dieciocho (o a los veintiocho). Además, a diferencia de tu pareja o de tu mejor amigo, no cuestiona tus opiniones, ni tu forma de vida. Te permite ser como eres, sin reproches ni discursos. Un perro es un milagro de amor y de fidelidad.

Si algún defecto le veo es precisamente ése. El hecho de que un animal en apariencia tan espabilado profese esa especie de apego irracional, ese amor absoluto, a unos individuos como los seres humanos, me inclina a pensar que hay algo que no funciona bien en los cerebros caninos. ¡Y bien caro que lo pagan a veces, los pobres!

Pero me he desviado. Decía que esto se va a acabar, que todos los indicios son de que la ciudad perecerá bajo un mar de orines. Basta con que uno se fije en cómo van quedando los bajos de los edificios, de todo el mobiliario urbano, sucios, desgastados, pestilentes. Y ya no son 160.000, no, desde la última estadística van aumentando en progresión diabólica.

Y llegará el día en que los ciudadanos se rebelarán y exclamarán ¿Y por qué yo no? ¿Qué diferencia hay entre los orines de un cánido y los de un homínido? Y entonces ya no serán 160.000 sino más de dos millones, entre cuadrúpedos y bípedos , los que inundarán a diario las calles.

Y mi ciudad, que una vez estuvo a punto de perecer bajo las llamas, ya no será la ciudad quemada, sino la ciudad meada.

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EL PASEO DE LA VIDA

Lo llamábamos “el paseo”. Estaba a doscientos metros del colegio. Por las tardes, cuando salíamos de clase, nos solíamos reunir allí un grupo de alumnos. Teníamos 16-17 años. Siempre había la hermana de alguien y la amiga de la hermana y la amiga de la amiga de la hermana, lo que en conjunto animaba y daba interés a las reuniones, que a veces acababan en la bolera próxima.

Cuando ahora, tantos años después, paso por ahí, no puedo evitar un sentimiento de nostalgia. El panorama que ofrece es muy distinto. Aunque el marco general se conserva (el paseo central, las calzadas laterales, etc), el contenido, sobre todo el humano, no se parece en nada al que creo recordar.

Los largos bancos que bordean el lado oeste del paseo, están llenos de restos humanos sentados, quiero decir, de personas que ya han vivido y que, sin más horizonte ni esperanza, esperan pacientemente la muerte. Yo mismo podría ser una de ellas. Bastaría con que me sentase en el banco y por la edad, aspecto, etcétera, sería indistinguible de los demás.

Pero no. Yo soy escritor, y me mantengo activo, como ahora mismo… Bien, quizá alguna de esas personas que observo con disimulo tenga también un pasado interesante y, sobre todo, un presente, que es de lo que se trata. Ese anciano de mirada melancólica y de largas arrugas verticales que le surcan una y otra mejilla, por ejemplo. Estaría bien saber algo de él. Pero tengo un problema.

He dicho que soy escritor. Lo que no he dicho es que carezco de las dos o tres características que se consideran fundamentales en todo escritor: no soy buen observador, los detalles se me escapan hasta el extremo de que, cuando acabo de estar con una persona, soy incapaz de recordar cómo iba vestida; no soy lo bastante curioso o atrevido como para abordar a un desconocido en busca de cualquier información…ah, y no me gustan los gatos.

Pero esta vez hago un esfuerzo, un esfuerzo descomunal y me acerco al hombre de las largas arrugas verticales.

– Hola, cómo va todo.

– Bien – responde, sin apenas dirigirme la vista.

– ¿Vive usted por aquí?

– Sí.

– Cómo ha cambiado esto, ¿eh?…aunque no mucho, según se mire ¿Lo recuerda usted de cuando era joven?

– No.

– Ah, ¿no? ¿No vivía aquí entonces?

– No.

– Bueno, yo tampoco. Pero el colegio quedaba cerca y en los dos últimos cursos, solíamos venir aquí un grupo de amigos al acabar las clases, nada, a charlar, comentar cosas del cole, de los profesores y compañeros y tontear un poco con alguna chica, que nunca faltaban. Cuánto tiempo hace de todo eso…¿Sabe que me he espantado calculándolo? Hace solo un momento, viniendo para aquí, he estado contando y recordando… y no me lo creía, palabra, ¿sabe cuánto? ¿cuánto? ¡Sesenta años! Sí, hombre sí, no ponga esa cara, ¡sesenta años! Claro que sí, yo tenía 17, ahora tengo 77, calcule usted mismo, ¡qué barbaridad! No me lo acabo de creer. De hecho, nadie se lo acaba de creer. Todos los de nuestra edad dicen sí tengo tantos años pero, por dentro, me siento como si tuviese veinte. Pues claro que sí, cómo no, todo anciano se siente por dentro como si tuviese veinte. ¿Y sabe por qué? Porque en nuestro interior hay algo, que unos llaman alma y otros voluntad, que es eterno y nunca cambia. Lo malo es que ¡todo pasa tan deprisa! Tan deprisa que ese niño que hay en el fondo de cada cual no tiene tiempo de enterarse. Sí, usted lo habrá notado: en el fondo de nosotros hay un niño que, de pronto, pregunta asustado ¿qué ha pasado? La vida ha pasado, ni más ni menos que la vida, en un suspiro, en un abrir y cerrar los ojos, como dice la sabiduría popular.

¿Y cómo ha ido? Ah, eso es lo fundamental. ¿Usted ha observado los rostros, las miradas, las actitudes de todos esos hombres y mujeres sentados por ahí? No es difícil saber cómo les ha ido. Frustraciones, angustias, dolores, y también esperanzas, satisfacciones, alegrías…de todo hay, y mirando atentamente cualquiera de esos rostros puede uno deducir en qué medida ha ido mezclado todo eso. Y es que, considerando los casos extremos, las vidas de muchos seres humanos no se parecen en absoluto, como si perteneciesen a especies distintas. Para unos, un infierno inexplicable; para otros, un agradable paseo por un jardín de flores, no exentas espinas. La mía ha sido más bien un paseo, con algunos malos ratos, por supuesto, pero el balance es desde luego positivo. A usted tampoco parece que la haya ido muy mal. ¿Suele venir por aquí? Seguiremos hablando, entonces. Adiós.

– Adiós – responde el hombre, y entorna los párpados como si le molestase un sol inexistente.

De vuelta a casa me siento alegre, sereno, confortado. Aunque sea por una vez, he superado una de mis limitaciones. Imagino que también el hombre de mirada melancólica y largas arrugas verticales está sintiendo la misma especie de euforia. Sí, seguro que está pensando lo mismo que yo, no hay nada tan liberador como abrirse a un desconocido.

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NO ME GUSTA PHILIP ROTH

Sí, Philip Roth, ese escritor que ha muerto ahora, después de no haber obtenido el Premio Nobel. No me gusta nada, pero nada. Tan triste, tan amargo, tan lúgubre.

Es verdad que no he leído nada de él. ¡Solo faltaría, que tuviese que leer cosas de autores que no me gustan! Pero no es necesario haber leído algo de un escritor para saber si el tipo te va o no te va. Los vapores que desprenden algunos – sobre todo si son famosos – están en el aire, y pueden ser especialmente tóxicos.

E insisto en esto, que seguro que escandalizará a muchos: no es en absoluto necesario haber leído a un escritor para saber si te gusta o no. Una reseña, una entrevista, cuatro palabras oídas aquí y allá son suficientes para saber si el individuo en cuestión pertenece o no a tu mundo. Y Philip Roth, tan triste, tan amargo, tan lúgubre, no tiene nada que ver con el mío.

Una frase de él mismo que recuerdo: “La vejez es una masacre”. ¡Para darle con todo Cicerón en la cabeza!

Algo que he leído por ahí: las preocupaciones principales de Philip Roth son la identidad judía y la masculinidad del hombre americano ¡Vaya, hombre! ¡Si supieras lo que me preocupan tus preocupaciones, Philipito!

Pero lo que más me molesta del individuo en cuestión – aunque esto no es atribuible a él, sino a críticos y periodistas – es que, cuando se cita el apellido Roth, todo el mundo piense en ese Philip.

Y la verdad es que de Roth, gran escritor, solo hay uno. Se llama – se llamaba – Joseph y había nacido en la Galitzia incluida en el Imperio Austrohúngaro. También era judío, pero no afectado por la manía identitaria. Dejó obras preciosas (La marcha Radetzky, La cripta de los Capuchinos, Job, etc.) en las que queda patente la lucidez mental, el genio artístico y el gran corazón del autor.

Cierto que también bebía mucho, pero esto, aparte de perjudicarle solo a él, sirvió para auparle al altar de los santos bebedores, en compañía de san Edgar Allan Poe, san Malcolm Lowry, san Jack Kerouac y otros varios.

Este es el gran escritor Roth, Josep Roth.

No el otro. Tan triste, tan amargo, tan lúgubre.

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Tú eres un viejo y nunca has sido otra cosa

En el piso de arriba hay un viejo que vive solo. Como es normal, e inevitable, coincidimos muchas veces en el ascensor. Y en la calle, y en la tienda de la esquina, y en el bar, y en muchos lugares del barrio. Es muy educado. Con esa cortesía untuosa, como pegajosa, que te hace pensar que hay algo detrás diferente de lo que quiere aparentar.

En el ascensor, después de comentar el tiempo, se contempla en el espejo, se toca la corbata, se da unos golpecitos en la apergaminada mejilla y murmura “ay, Alfonsito, quién te ha visto y quien te ve”. Después, se vuelve hacia mí: “sí, chico, aunque te parezca increíble yo fui un muchacho muy apuesto. Las traía de calle. A todas. Sí, a todas sin excepción. ¡A tu edad… uf, vaya uno era yo a tu edad!”

Mi edad roza los treinta años. Y tengo náuseas. Tanta bajeza, tanta cobardía. No saber ser lo que se es, ¡qué asco!

Un viejo es un viejo y nada puede cambiar eso. Ni el autohalago con efectos retroactivos, ni la memoria irreal de algo que no es y ni siquiera fue.

Niegan la realidad, no quieren ver lo que su imagen proclama y todos vemos. Y lo más exasperante es cuando te vienen con aquello de que los años están en el corazón o en la mente, o cosas por el estilo. Qué manera tan estúpida de engañarse, los imbéciles.

Hay cosas evidentes en la vida. Una es que cada cual es lo que en cada momento es, y no puede ser otra cosa en el momento en que lo es.

¡Y qué decir de esa monserga de “cuando tengas mi edad”!… No, señor, no, nada de eso. Yo nunca tendré su edad. Este que ahora soy nunca será un viejo. Y ese que eres tú, momia del ascensor, nunca fue un joven. Era otro. Igual que no será mi yo de ahora el viejo. Será otro.

Muchos, sobre todo los muy jóvenes, tienen la impresión de que el viejo es un ser aparte, fijo e inmutable, de que siempre ha sido así. Es una impresión espontánea que la mayoría rechaza al momento por considerarla irracional. Mal hecho. Porque, de irracional, nada.

Yo no la rechazo, esa impresión. Porque sé que que es una manifestación de la verdad. Una verdad que – ¡ya no puedo más! – un día lanzaré como un huevo podrido a la cara de la momia del ascensor:

¡Cállate ya! ¡Tú eres un viejo y nunca has sido otra cosa!

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BICIFOBIA

Yo también he ido en bicicleta. Y me encantaba. Pero solo en verano, como está mandado. Y solo por la urbanización y las carreteras comarcales que llevaban a las poblaciones próximas. A veces, me atrevía hasta alguna ciudad un poco más alejada. Y me encantaba, ya lo he dicho, el aire en el rostro, la velocidad con que se sucedían los árboles por los lados, incluso la sensación de peligro al ser avanzado por camiones y camionetas tambaleantes, que te podían verter encima el contenido de la carga o llevársete por delante. Era en la década de los años cincuenta del siglo pasado, o sea, cuando el mundo en que ahora vivo apenas había nacido.

En aquel mundo solo los niños y adolescentes íbamos en bicicleta. Las personas mayores que las montaban o eran honrados operarios – el jardinero, el afilador, el cartero – o eran “tíos”.

– Mamá, ¿qué quieres decir con eso de «tíos»?

– Pues eso, hijo, “tíos”.

Hoy es muy diferente. Hoy cualquiera va en bicicleta. Desde que vivo todo el año en la ciudad, desde que aquellas vacaciones quedaron sepultadas en el olvido, he visto crecer el problema de forma alarmante.

Hoy todo el mundo va en bicicleta, el papá y la mamá, el niño y la niña. Pero no entre camiones destartalados y árboles a ambos lados de la carretera, no. Ahora van por la ciudad. Y no solo por los carriles que tienen reservados, que, por cierto, se van extendiendo con la rapidez de una tela de araña que ha de capturar al indefenso insecto-peatón, sino por todos y cada uno de los espacios de la ciudad.

Parques, paseos, aceras, pasos peatonales, cualquier espacio presuntamente reservado a los que caminan solo con las piernas puede ser objeto de la inmensa voracidad velocípeda. Y sin respetar las reglas, por supuesto; ni los semáforos, ni las normas de circulación parecen afectar a los ciclistas urbanos.

Antes, no hace muchos años, podías caminar por las aceras con total impunidad; podías ir adelante, atrás, moverte hacia la izquierda, hacia la derecha, girar en círculo, qué sé yo, y no pasaba nada. Ahora no, ahora has de tener siempre presente que si te desvías unos milímetros hacia un lado, puedes ser arrollado por la bicicleta que viene corriendo por detrás.

Y lo peor son las esquinas de las calles, ¡a cuántos ciclistas he visto yo doblarlas a toda velocidad, bien pegados al muro del edificio con la clara intención de derribar al incauto peatón que se va a encontrar al otro lado!

Hay que defenderse. Como sea, hay que defenderse. Yo ya he empezado a tomar medidas. De momento, me he provisto de un bastón de paseo de madera dura.

– Para defenderme – le digo al vendedor que se interesa por la razón de mi insistencia en la dureza.

En cuanto la bici pasa más cerca de lo admisible, golpeo en el suelo con toda la fuerza con el bastón, como cualquier ciego justamente irritado. Golpeo lo más cerca posible de la rueda. Y de ahí no paso, de momento. Pero cualquier día seguiré el consejo de aquel dandy periodista: meteré el bastón entre los radios de la rueda y…que sea lo que Dios quiera.

A propósito del terrible atentado terrorista que tuvo lugar en la ciudad hace unos meses, un amigo que vive fuera me preguntó si no temía morir un día en un atentado… le contesté lo que merecía.

– Pero, qué dices. Las probabilidades de que muera en un atentado terrorista son nulas comparadas con las probabilidades de que muera atropellado por una bici.

Y ocurrirá. ¿Cuándo? No lo sé, pero ocurrirá.

No se puede evitar el destino.

 

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El espectador pasmado

De vez en cuando, vuelvo a Valldoreix. A la casa que fue del padre, luego mía y ahora de la descendencia. En tales ocasiones suelo sustraerme durante algún rato de la familia para perderme solo por las calles y lugares de otros tiempos.

Hoy he pasado junto al viejo casino de la lejana infancia – vago rumor de risas de payasos y de bailes de mayores espiados por ojos infantiles -, que después, en la adolescencia y primera juventud, fue hotel y lugar de encuentros, escenario de temblores e ilusiones, donde la felicidad siempre estaba a punto de tocarse. Y hoy es triste geriátrico.

He descendido después por la calle que pasa junto al antiguo “colmado”, tienda de alimentos para veraneantes, y lo he visto convertido en algo que se le parece, sin ser lo mismo.

He girado a la derecha y he seguido caminando lentamente al tibio calor del sol invernal. Y he pasado ante el sendero, hoy cortado, que conducía al ensueño wertheriano. Y unos pasos después, en el cruce con la calle que, hacia la derecha, me había de devolver a la casa de ayer y de hoy, me he detenido.

Cara al verde intenso de los pinos y a la montaña próxima – escenario de tantas incursiones adolescentes, solitarias y colectivas –, he permanecido inmóvil, como pasmado. Y he estado pensando en cosas de aquel tiempo.

Y entonces he despertado. ¿Qué hago yo aquí? No hay nada de aquello, nada de lo que fue mi mundo. Nada, nada. Me obstino en seguir contemplando el espectáculo, pero el telón está bajado. Hace tiempo que  la función terminó.

Es hora ya de que abandone la butaca.

Dedicado a Mati, Juan, Julita, Pep, María José, José Arturo, y a cuantos personajes de la antigua escena pasen por aquí.

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