Archivo de la etiqueta: Giovanni Papini

LEOPARDI. El silencio infinito II

boloniaLa vida social de Leopardi siguió girando por entero en torno a sus intereses literarios. Los amigos Stella y Giordani le aportaron otras amistades, en especial en Florencia y Bolonia, ciudades en las que residió por breves temporadas. Amistades escasas pero de calidad, como lo demuestra el hecho de que en 1830, habiendo roto definitivamente con la familia y sin recursos económicos, le fuese concedida una asignación mensual por “los amigos de Toscana”. Hecho que aún resulta más chocante si pensamos que era un escritor poco conocido y nada dado a las intrigas de promoción.

Pero no hay duda de que tendría su prestigio, pues fue propuesto y designado diputado de la Asamblea Nacional de Bolonia, ingenuo intento liberal que fue al momento abortado por la bota austriaca.

En 1831 se publican en Florencia los primeros Cantos, que reafirmarán y extenderán su fama de gran poeta. En la misma ciudad conoce a Antonio Ranieri, joven escritor y filósofo napolitano, con el que inicia una firme amistad.

En 1833 viaja con Ranieri a Nápoles, y desde entonces reside en casa del amigo. En el 34 se publica la segunda edición de los Diálogos. En el 36 escribe La ginestra o il fiore del deserto (La retama o la flor del desierto), que será su último poema.

Pero no es que haya decidido abandonar la poesía: es la vida la que ha decidido abandonar al poeta, siempre de salud débil y que nunca se ha hecho ilusiones sobre el valor de la existencia humana, al igual que la humilde flor del desierto que, “más sabia y mucho menos enferma que el hombre, nunca has creído que tus frágiles descendientes por el hado o por ti misma hayan de ser inmortales”.

El tema se lo había inspirado la visión de la retama que crece en la ladera del Vesubio y que podía contemplar desde Torre del Greco, donde se había trasladado con Ranieri y la hermana de éste huyendo del cólera que se había declarado en Nápoles.

Murió poco después, de un edema pulmonar, en la misma ciudad de Nápoles, asistido por los dos Ranieri. Tenía 39 años.

Leopardi nos dejó una obra de rara coherencia. Los temas y la intención de su poesía son en parte los mismos que los de sus obras de pensamiento. Hay cantos dedicados a la patria, nostalgias de tiempos pasados y anhelo de un futuro luminoso (All’Italia, Sopra il monumento di Dante…); a la naturaleza (Alla Primavera, Alla Luna…); autobiográficos (A Silvia, Le Ricordanze…); amorosos (Il primo amore, Aspasia…), y los directamente filosóficos, desde una perspectiva existencial (Amore e Morte, A se stesso, La Ginestra, Canto notturno di un pastore errante dell’Asia…).

El amor, siempre como sentimiento a la vez dulcísimo y torturador, y ajeno a toda posibilidad de realización; los recuerdos de impresiones pasadas, la nostalgia; el tedio, nacido de la intuición de que todos los mundos visibles e invisibles no satisfacen los más profundos anhelos humanos; la nada infinita, descubierta por el tedio; la vanidad, que hace creer al ser humano que es alguien o que será algo, cuando en realidad se halla perdido, ignorado por una Naturaleza que seguirá moviéndose impertérrita cuando la ilusa humanidad haya desparecido. Estos son los temas de la poesía leopardiana.

Es cierto que, así enumerados, pueden producir la impresión de que estamos ante una obra oscura, deprimente. Pero no es menos cierto que la virtud catártica del arte suele producir – y en Leopardi produce sobradamente – la impresión contraria, es decir, la de una especie de augusta serenidad y aceptación. Esto es lo que sin duda advierte Unamuno cuando observa que el pesimismo de Leopardi es algo positivo, que se trata de un “pesimismo trascendente y poético, de un pesimismo creador”.

Como pensador, Leopardi no ha sido tan universalmente apreciado. Papini, por ejemplo, afirma que era “un grandísimo poeta, un artista excelente, pero un razonador mediocre”. Por supuesto que hay que tener en cuenta que el que así opina es un pensador convertido al catolicismo. Pero de todos modos algo hay de cierto en sus palabras. Y es que el pensamiento leopardiano no consiste en un sistema estructurado de ideas; es más bien la expresión inmediata de lo que en el sujeto produce la visión de un mundo, un universo, despojado de las ilusiones con que lo engalana la fantasía humana (supremacía del hombre sobre la naturaleza, inmortalidad del alma, progreso infinito, etc.).

Quizá el que mejor definió la virtud de la poesía leopardiana en el sentido de las palabras antes citadas de Unamuno fue el crítico e historiador de la literatura Francesco De Sanctis:

Leopardi produce el efecto contrario del que se propone. No cree en el progreso y te lo hace desear, no cree en la libertad y te la hace amar. Llama ilusiones al amor, la gloria y la virtud y enciende en tu pecho un deseo incontenible…

De Sanctis, por cierto, fue el primer escritor italiano que se interesó por Schopenhauer y, como no podía ser de otra manera, enseguida estableció una conexión entre el filósofo alemán y el poeta de Recanati, que desarrolló en el ensayo en forma de diálogo Schopenhauer y Leopardi, publicado de 1858.

Y es que el parentesco intelectual entre pensador y poeta es evidente. Solo hay que recordar estos versos              

 il brutto
poter che, ascoso, a comun danno impera,
e l’infinita vanità del tutto

y pensar que todo el empeño del filósofo consistió precisamente en desenmascarar y dar nombre a ese horrible poder que, oculto, para común daño impera.

(De Los libros de mi vida. Lista B)

2 comentarios

Archivado bajo Opus meum

Thomas Mann, el arte y la vida I

Repasando la lista de los escritores de mi vida, he observado algo curioso. Y es que algunos solo pertenecen a la infancia y adolescencia, como De Amicis o Verne, sin que de ningún modo me los pueda imaginar en otro período de la vida; otros, solo a la juventud, como Unamuno, o Marx, o Miller; otros cubren amplio períodos centrales de la vida, como Borges, Schopenhauer, Kafka; uno (Goethe) aparece en la primera juventud para mantenerse en pie para siempre. Pero hay dos, muy diferentes entre sí, que surgen en plena adolescencia y conservan todo el interés y la admiración que concitaron en mí el primer día. Uno tiene reservado el último lugar de la lista. El otro es Thomas Mann.

No hay duda de que hubo una relación causa-efecto entre la muerte de Thomas Mann, ocurrida el 12 de agosto de 1955 y la aparición de La montaña mágica en muchos hogares españoles o, por lo menos, barceloneses. Supongo que en casa la introdujo mi padre, aliadófilo, para quien el nombre del autor debería tener claras resonancias democráticas y antinazis. El caso es que, en cuanto cayó en mis manos, di cuenta de ella sin respiro.

Decir que, a mis dieciséis años, comprendí y agoté el contenido de la novela con todos sus significados sería presuntuoso por mi parte, además de falso. Pero sí es cierto que la leí con enorme interés y que las lagunas que mi ignorancia iba encontrando las sorteaba con la misma naturalidad y resignación con que sorteaba las que directamente me presentaba la vida. Hay que tener en cuenta que todavía estaba en la época de las lecturas adolescentes (Verne, Dumas, etc.), aunque también es cierto que, como efecto colateral de los estudios de bachillerato, por entonces ya se había introducido algo de cierto peso, como El escándalo, de Pedro Antonio de Alarcón. En fin, lo que quiero decir es que Papini aún no se había presentado (faltaba un año) ni, con él, mi mayoría de edad como lector y como aspirante a pensador.

Volví a leer La montaña mágica en 2003, un año antes de mi jubilación. Y he de decir que no hubo sorpresas, que se me confirmaron todas las sensaciones que guardaba de aquella primera lectura adolescente, y que ahora me propongo resumir como buenamente pueda.

Hans Castorp, joven burgués de 23 años, recién licenciado en ingeniería naval, antes de incorporarse a la vida laboral decide ir a visitar a su primo Joachim al sanatorio de Davos (Suiza) donde está en tratamiento de una afección pulmonar. La idea de Hans es permanecer allá tres semanas, a modo de vacaciones. Pero empieza a conocer el curioso paisaje humano que lo puebla y enseguida comprueba la realidad de la advertencia de su primo de que “aquí arriba” las cosas son muy diferentes de “allá abajo”, donde habita la gente sana; lo más diferente, la sensación del tiempo. Cuando Hans decide partir, el médico le recomienda que permanezca un tiempo más, pues le ha detectado un pequeño problema pulmonar. Al joven le parece bien, tanto que cuando, meses después, el médico le da el alta, decide permanecer en el Sanatorio. Y entre una cosa y otra, por diversos motivos que en algunos casos él mismo no se puede explicar, las tres semanas se convierten en siete años.

En efecto, el Sanatorio es un mundo que tiene la propiedad de abducir a los que se le aproximan. El inocente, el ingenuo burguesito que era Hans, hace allí el aprendizaje del lado oscuro de la vida: la muerte siempre vecina, la enfermedad y el dolor como pasos necesarios para alcanzar una conciencia superior, el amor como resumen inescrutable de todos los misterios. Y es que los ojos rasgados, asiáticos, de la interna rusa Clawdia Chauchat remueven en él viejas emociones de una pasión casi olvidada: la que en su infancia sintiera por un compañero de escuela de ojos achinados. Es a él, al mismo tiempo que ella, a quien dedica una declaración de amor alucinante, en una larga conversación en francés que, finalmente merece el comentario de ella: “sabes requerir de una manera profunda, a la alemana”.


No solo las emociones, también las ideas se agitan en la montaña de una manera diferente que “allá abajo”. El italiano Settembrini es un hombre de ideas claras: demócrata, progresista, clasicista (admirador de Vigilio y Carducci), francmasón, convencido de que las luces han de derrotar a las tinieblas de la religión y la superstición; se convierte en mentor de Hans, a quien pretende apartar de la morbosa influencia del Sanatorio – en el que él mismo reside pero pronto abandona – y en especial de la tentación “asiática”, opuesta por definición a los valores europeos de acción y progreso. Naphta es un extraño personaje que reside en la población cercana. Judío, se convirtió al catolicismo y se hizo jesuita. Cree que el destino de la humanidad es la unión mística con Dios y que todos los caminos de la civilización son errados. Antidemócrata, anuncia un futuro próximo de terror, como paso indispensable al paraíso igualitario. Los duelos dialécticos entre Settembrini y Naphta – que tienen por testigo a un Hans Castorp entre interesado y desconcertado – acaban en un amago de duelo real y finalmente en tragedia.

Solo el inicio de la guerra (1914) consigue arrancar a Hans de la montaña. En el llano, se empieza a dirimir por las armas el combate representado por Settembrini y Naphta, (y que pocas décadas después volverá a librarse). El lector pierde de vista a Hans Castorp al principio de las hostilidades. Su futuro está anunciado.

En realidad, La montaña mágica es una novela tan plena de realismo, psicologismo, filosofía, alusiones culturales, simbolismos… que lo único que se puede hacer con ella es leerla. Y disfrutarla. Como yo la he leído y disfrutado a los dieciséis y a los sesenta y cuatro años. (continuará)

(De Los libros de mi vida)

Deja un comentario

Archivado bajo Opus meum

Los libros de mi vida, segundo paréntesis

Sí, el segundo. Porque el primero, aunque no se decía expresamente, era el que introduje a propósito de la decisión de incluir a Marx en la lista.

Ocurre que en esto del escribir, como en todo en la vida, uno hace su plan y luego, al aplicarlo, se encuentra con una serie de incidencias impensadas que le obligan a variarlo en plena ejecución y hasta a justificar el porqué de las variaciones.

En el primer paréntesis, se trataba de la modificación de la lista de escritores establecida para añadir uno que sin duda debía estar y que yo no había tenido en cuenta. En este segundo, la cosa es más difícil de explicar. Procuraré hacerlo.

En mi declaración de intenciones anuncié que esta especie de ensayo consistiría en “comentarios de los libros y autores que más me han influido, junto con alguna pincelada del momento, personal y social, en que los leí”. Propósito que he cumplido rigurosamente hasta ahora. Pero, de pronto, al encararme con el autor siguiente, me encuentro con que la cosa no va exactamente por ahí.

En efecto, puedo decir que De Amicis o Papini o Goethe han influido decisivamente en mi evolución intelectual y personal. Pero no creo que pueda de decir que, de la misma o parecida manera, me han influido Borges o Musil o Thomas Mann. Entonces ¿por qué los he incluido? ¿Será porque los considero entre los mejores escritores de la historia? Quizá. Pero, si es así, ¿cómo se explica la ausencia de Cervantes o Shakespeare, entre otros varios? No sé… Pero me parece que me estoy imponiendo demasiadas obligaciones, y no hay para tanto.

Solo quería anunciar a la selecta sociedad de mis lectores este mi reciente descubrimiento: que, en adelante, la mayoría de los escritores que han de pasar por aquí no lo harán porque hayan influido en mí decisivamente, ni porque los considere cúspides de la literatura universal (o quizá sí, para mí), sino porque hicieron impacto en mi corazón de lector (y, en algunos casos, en el de escritor) y nunca los podré olvidar.

Por ejemplo, Dostoyevski.

Deja un comentario

Archivado bajo Opus meum

Giovanni Papini o la aventura interior II

Sorprendentemente, o no, esa luz fue la de Cristo. Hacia el final de la Gran Guerra, Papini se convirtió al catolicismo y, a partir de ahí, empezó a escribir… como escribía antes. Quiero decir que la fuerza incontenible de su verbo, la imaginación desbordada, el inconformismo, el recurso al humor negro y al sarcasmo se mantuvieron vigentes. La única diferencia, creo yo, es que, en el Papini de antes de la conversión, al final de todo eso estaba la nada, mientras que en el de después, al final está Cristo.

Gog es su obra más celebrada. En ella, un millonario excéntrico, entre divagaciones y entrevistas ficticias a ciertos personajes, reales o no, traza un cuadro tan agudo como desesperanzador del mundo contemporáneo. En el mismo sentido sigue El libro negro.

De El libro negro precisamente recuerdo dos relatos tan vivamente que ni siquiera me es necesario releerlos, después de tantos años, para dar cuenta de ellos. De uno me impactó la fuerza humana y poética; del otro, la radicalidad de un nihilismo que la presunta conversión no había conseguido suavizar.

La conversión del Papa es una especie de leyenda medieval. De niño, Aureliano presencia la muerte en la hoguera de su padre, condenado por herejía, y se promete vengarlo de la manera más cruel posible. Ocultando su origen y revestido de ortodoxia y humildad, entra en un convento y empieza una carrera eclesiástica sin mácula. Lentamente va ascendiendo, obispo, cardenal, hasta que, en atención a su manifiesta sabiduría y santidad, el cónclave lo designa Papa. Todo está saliendo como lo había planeado. La noche de Navidad tendrá lugar su proclamación, se dirigirá al pueblo reunido en la plaza de San Pedro y ante la gente sencilla y los sabios doctores de la Iglesia declarará alto, muy alto, que Cristo no es Dios, porque Dios nunca ha existido.

Va a hablar. Entonces ve a la multitud reunida en la plaza, oye los cantos, las plegarias, las lágrimas de emoción y felicidad de quienes contemplan al representante de Dios en la tierra, de ese Cristo nacido en un pesebre y que es el consuelo de los pobres y de los perseguidos. Un escalofrío le sacude, tiemblan todos sus miembros; de pronto, una dulzura infinita inunda su alma limpiándola de todo rastro de odio y de rencor. Se dirige a la multitud y habla de Cristo, de Dios hecho hombre nacido en Belén, de su madre María, de los pastores…

En La interrogante del monje el narrador (Gog) desea pasar unos días en un monasterio de clausura, donde es acogido. En la primera y única noche que duerme en la celda, una figura siniestra le despierta en pleno sueño. Es uno de los monjes, de rostro desencajado y ojos de loco. Quiere saber. Dice que a todos los forasteros que pasan por ahí les pregunta lo mismo: ¿todo lo que enseña nuestra religión es verdadero, totalmente verdadero? Porque, prosigue, si no fuese así, habría desperdiciado mi vida, habría renunciado a los placeres terrenales por una quimera, por una fantasía, por algo que no existe. Gog, después de decirle que no puede responder con exactitud a su pregunta, le da la única respuesta que está a su alcance y que además considera la única verdadera: que el mundo hace pagar un precio altísimo por los pocos momentos de placer imaginario, que una vida libre de desilusiones y amarguras es en sí misma un gran premio aun cuando no existiera nada después de la muerte, que en cualquier caso su elección ha sido la mejor.

Papini escribió otras obras tan famosas como las citadas. Entre ellas, Historia de Cristo, Dante vivo y El juicio final, que también leí, y Cartas del papa Celestino VI a los hombres y El diablo, que no he leído. Pero con el fin de la segunda guerra mundial su fama, que ya estaba en decadencia, se eclipsó por completo. A ello contribuyó por una parte, los cambios en los gustos y tendencias en la literatura y el pensamiento y, por otra, su adhesión al fascismo…

¿Papini fascista? ¿Pirandello fascista? ¿Cómo se explica? No sé. Bueno, un poco se explica mirando el asunto no con los ojos de ahora sino con los de entonces. Ahora, ese adjetivo se utiliza como mero insulto para descalificar al oponente. En la Italia de los años veinte y treinta designaba un régimen político con un importante respaldo popular que prometía paz, justicia y progreso a los ciudadanos (además de la resurrección de pasados imperiales). De más difícil explicación – desde el punto de vista ético-político – es la actitud de tantos escritores, intelectuales y artistas españoles, cobijados bajo un régimen mucho más sanguinario e impopular, liquidado el cual, no fueron molestados por nadie.

Pero en el momento de mi descubrimiento papiniano yo nada sabía de todo eso (además de que aún faltaban veinte años para la liquidación del régimen de Franco). En realidad, apenas sabía nada de nada. Fue precisamente aquel descubrimiento el que me reveló toda mi ignorancia, me arrancó del patio del colegio y me mostró las vías infinitas del pensamiento y de la imaginación sin límites.

(De Los libros de mi vida)  

2 comentarios

Archivado bajo Opus meum

Giovanni Papini o la aventura interior I

A los diecisiete años de edad uno puede haber corrido medio planeta viviendo toda clase de aventuras exteriores con sus correlatos interiores, o puede no haberse movido de casa y conocer el mundo solo por lo que cuentan los padres, los maestros, los compañeros y los libros. Yo era de estos últimos.

Es verdad que la eclosión de la pubertad, con sus dudas y problemas – que en aquella época y sociedad uno apenas se atrevía a comentar con los mayores – había derribado en parte el mundo confortable del niño; derribo que ya había sido anunciado por la irrupción del enamoramiento, ocurrida hacia los diez años, todavía en plena ignorancia de lo sexual. Pero, a pesar de tan serios anuncios, el marco se mantenía intacto.

El mundo estaba hecho de una vez por todas y tenía una sola dimensión. Había que obedecer, estudiar, no hablar en clase, jugar en los ratos autorizados, creer en todo aquello que te explicaban en el colegio, incluidas las bondades del cristianísimo Franco, para ser el día de mañana un hombre de provecho, es decir, continuador del negocio de papá o profesional de prestigio (abogado, médico, arquitecto, etc).

En ésas estaba yo cuando irrumpió Papini. No sé cómo llegó el libro a mis manos. Para el adolescente encerrado en el mundo cuadriculado que acabo de mencionar, el título no podía ser más sugestivo e inquietante: Palabras y sangre. Y el contenido o, al menos, el efecto que me produjo era, no sé cómo definirlo… como una descarga continua de fusilería.

Hasta cierto punto yo ya estaba familiarizado con los relatos extraordinarios, sobre todo gracias a Allan Poe, pero aquello era totalmente nuevo para mí. Porque no se trataba de historias, como las del americano, que, por horrorosas e impresionantes que fueran, apenas rompían el límite de la aventura exterior, sino que éstas, las de Papini, parecían en verdad escritas con la propia sangre por alguien que estaba dispuesto a llevar pensamiento y emoción hasta más allá de lo posible.

El hombre que carga con la maldición de que todo lo que desea se cumple al momento; el que se constituye en propiedad de otro para que éste asuma, por él, las enfadosas decisiones de la vida; el que se condena a encierro perpetuo por sus crímenes no descubiertos, porque no espera ni cree en la justicia de los hombres; los que intercambian sus almas; el que inexplicablemente provoca la muerte de las personas que le aman; el que se pierde a sí mismo en una fiesta de Carnaval… Son algunas de las historias que dejan en el ánimo del lector – al menos, del lector que yo era – la clara sensación de que el argumento es solo el pretexto, la capa que cubre algo terrible que solo por un instante se manifiesta, como el relámpago en la noche oscura.

En la última de las citadas, por ejemplo, nos cuenta del caso del hombre que asiste a una fiesta de Carnaval, en la que, como está acordado, todos llevan el mismo disfraz de arlequín. En un momento de la confusión general se encuentra en una gran sala, presidida por un enorme espejo situado en lo alto, en compañía de multitud de arlequines idénticos a él. Quiere verse en el espejo, pero no lo consigue, no se encuentra: todos son iguales, todos se mueven igual, no hay manera de que pueda distinguirse. Se ha perdido. Desesperado, emprende un viaje en busca de sí mismo. Pregunta a vecinos, consulta a un médico, a un abogado a un policía. Nadie le entiende. Pero él sabe que se ha perdido y que su angustia le matará si no consigue encontrarse pronto. Finalmente, en la oficina de objetos perdidos encuentra un traje de arlequin sucio y arrugado. Lo coge, va corriendo hasta su casa, se lo pone, se mira en el espejo. Y entonces sí, sabe que es él. Ya se ha encontrado. Pero tiene miedo. Miedo de volverse a perder. Aterrorizado, se encierra en su habitación con el disfraz puesto, decidido a no quitárselo nunca más.

Papini es un escritor con una gran fuerza y una gran profundidad. Pero esa profundidad no se refiere a unas ideas o conceptos determinados, sino que está en su misma fuerza, en esa manera al mismo tiempo directa y poética de desnudar al ser humano y abandonarlo ante las últimas cuestiones…que quizá no tienen respuesta.

Nació en Florencia en 1881. De familia humilde, sintió siempre una vocación irresistible por el pensamiento y las letras. Ejerció de maestro y de bibliotecario. Dedicado al periodismo ilustrado, fue cofundador o colaborador de varias revistas de contenido literario-filosófico, entre ellas Leonardo, La voce y Lacerba, en las que empezó a publicar algunos de sus relatos y fue perfilando sus posiciones filosófico-estéticas, caracterizadas por una actitud inconformista, antiburguesa y nihilista. En su primera obra narrativa, Un hombre acabado, dicen algunos que el pensador anda buscando una luz nueva. (continúa)

(De Los libros de mi vida)

4 comentarios

Archivado bajo Opus meum