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Montaigne. Una torre con vistas I

montaigneSuele llamarse escritor al creador de obras literarias. Esas obras tienen un contenido que se presenta con el envoltorio de un estilo, de un modo de escribir. Luego que el escritor ha creado la obra, llega el crítico, reseñista, comentarista o – si han pasado muchos años – erudito, y se aplican a mostrarnos esa obra, a deconstruirla, intentando poner al descubierto el mundo de referencias a menudo ocultas que circulan por su interior, con la finalidad de revelarnos todos los secretos o resortes fundamentales de la obra y de la persona del autor. Porque lo normal es que tengamos ante nosotros por un lado la obra y por el otro el autor, y que sobre la relación entre ambas se pueda construir toda suerte de teorías más o menos acertadas, felices o pintorescas.

Pero ocurre que el escritor que ahora toca presentar, el Señor de Montaigne, tiene un problema, o una peculiaridad, y es que carece de esta dualidad. No diré que no haya obra, sino que no hay tema. El tema es él mismo. Y la obra consiste en la exploración y explicación de él mismo, con lo cual el trabajo del comentarista, que consiste en relacionar obra y autor y tratar de establecer sus correspondencias, resulta superflua, porque aquí obra y autor son lo mismo, y el propio autor es su mejor comentarista.

Hallándome totalmente desprovisto y vacío de cualquier otra materia, me he ofrecido a mí mismo como tema. Es el único libro del mundo en su especie: su propósito es raro y extravagante. Nada hay en este trabajo que sea digno de señalar sino esta rareza

No sabemos si, al escribir esto, es consciente de que está inaugurando un género literario. Para empezar, ni siquiera se considera escritor.

Yo soy cualquier cosa antes que un escritor de libros. Mi cometido es dar forma a mi vida. Esa es mi única vocación, mi única misión.

Como Goethe dos siglos después, no se considera un escritor profesional, sino un artesano, un artista de sí mismo. Y dado que no tiene unas cuantas ideas fijas, ni siquiera una, como suelen tener todas las personas, incluidas las que se consideran escritoras, lo explora todo, lo comenta todo, pero no para ofrecer una obra sólida, sino para exponer sus reflexiones adogmáticas como lo que él cree, no como lo que hay que creer.

Y no lo expone con gran aparato literario, sino que escribe, pretende escribir, tal como se habla. Su pretensión es ser lo más accesible posible a sus contemporáneos. Por ello, en una época en que todas las obras científicas y filosóficas se escriben en latín, él lo hace en francés, idioma que considera indeciso y cambiante (y lo era entonces) y, por lo mismo, más apropiado a una vigencia efímera, como creía que sería la de sus escritos, y más adaptado al ritmo de la vida que un latín estable (fosilizado, diríamos hoy). Y con un estilo al mismo tiempo simple y expresivo.

Montaigne no tiene una teoría del mundo que presentar y desarrollar y así, del mismo modo que toma su anecdotario de los hechos del presente o de la historia, apoya su pensamiento en el de autores de indiscutible prestigio.

Séneca es el primero, en el tiempo. Pero, con los años, la preferencias de Montaigne van evolucionando. Su enorme pragmatismo y sentido común hacen que pronto le parezca el estoicismo demasiado violento, demasiado poco humano.

¿De qué nos sirve esa curiosidad que consiste en imaginar por adelantado todas las desdichas de la naturaleza humana y de prepararnos con tanto esfuerzo para el encuentro de esas cosas que tal vez no están destinadas a alcanzarnos?

La muerte sí, claro, ha de alcanzarnos. Pero incluso en este caso,

a la mayoría de los sabios la preparación para la muerte les ha dado más tormento que el hecho mismo de la muerte.

Y entonces se aferra, como siempre en el fondo, a una moral familiar, tradicional, simple y práctica, que no necesita de justificaciones ideológicas.
Si de ideologías o de filosofía se trata, lo que se advierte en él en esta segunda fase es un una preferencia por el epicureísmo, que encuentra perfectamente formulado en la obra del poeta Lucrecio, y finalmente por el escepticismo, que conoce y profundiza con la lectura de Sexto Empírico, cuya filosofía se adecua muy bien a su temperamento, ajeno por completo a cualquier extremismo.

Montaigne tiene la sensación de que todo es relativo, de que las cosas tienen muchas caras y de que hay que darles muchas vueltas y examinarlas bien antes de pronunciarse. Y sabe que sus mismas ideas son relativas.

Lo más seguro, en mi opinión, sería ir acomodando nuestras opiniones a las circunstancias inmediatas, sin entrar en una investigación más detenida y sin deducir ninguna otra consecuencia.

Y es que

nada se cree con mayor firmeza que aquello que se conoce menos, ni hay hombres más seguros de lo que dicen que los que nos refieren cosas fabulosas, como los alquimistas, adivinos, quirománticos, astrólogos...

No, él no es un hombre seguro en las ideas, pero sí clarividente, y prudente en los hechos. Su religiosidad, por ejemplo, no consiste en la adhesión entusiasta a una fe determinada, sino en la aceptación de un hecho natural: considera que es católico y no mahometano por la misma razón que es francés y no alemán.

La época que le tocó vivir no era nada propicia para personalidades como la suya. Era un tiempo de violencias, de luchas fratricidas, esta vez al amparo del enfrentamiento de dos versiones de la misma religión, como otras veces al amparo de pretextos geopolíticos, económicos o dinásticos, aunque la oculta razón de todos los pretextos era y ha sido siempre la misma: el afán de poder, de dominio; o de librarse del dominio ajeno.

Durante la segunda mitad del siglo XVI se vivieron en Francia varias guerras “de religión”. El protestantismo había prendido en ciertos sectores del país y, entre que no hubo un instrumento para extirparlo de raíz, como el Santo Oficio en España, y que contó con la adhesión de parte de la nobleza, alcanzó una fuerza tal – se calcula que los “hugonotes” sumaban el diez por cierto de la población – que el gobierno católico de París de ningún modo lo quiso tolerar.

Encerrado en la torre de su castillo, Montaigne leía a los filósofos antiguos y escribía sin descanso sobre todo lo humano – lo divino lo dejaba a los que afirman saber  de estas cosas. A veces se asomaba a la ventana y contemplaba el trajín normal de la vida. Pero la suya no era una torre de marfil, sino más bien una torre con vistas desde la que podía contemplar el mundo. Hasta ella llegaba el fragor de los combates (en los que alguna vez se vio compelido a participar) y, en ocasiones, los requerimientos de uno y otro bando para que se sumase claramente a los suyos. Pero él se limitó a hacer de mediador. Leal al rey francés, admirador del líder católico Enrique de Guisa y amistoso con el líder protestante Enrique de Navarra, su acción fue decisiva para el fin pacífico de la cuestión.

Montaigne tiene la sensación de que todo es relativo… Montaigne, ¿relativista? No sé. El caso es que, mientras Montaigne escribía, examinando las muchas caras de las cosas, y buscaba la paz, los portadores de valores altos, claros y seguros, se acuchillaban sin piedad en las calles y los campos de Francia.  (Continúa)

(De Los libros de mi vida. Lista B)

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Montaigne. Una torre con vistas II

Michel Eyquem de Montaigne nació en el castillo de Montaigne, cerca de Burdeos, el 28 de febrero de 1533. De antigua familia de comerciantes, el padre, ennoblecido pocos años antes, se había pasado al servicio de las armas, más acorde con su nueva categoría. La familia de la madre era de origen hispano-judío, aunque plenamente integrada en la buena sociedad de la zona, y económicamente mejor situada que la del padre.

La educación del pequeño Michel fue bastante anómala, para aquella época y para ésta. A partir de los cuatro años, un preceptor alemán que solo le hablaba en latín se encargó en exclusiva de su educación, de modo – nadie podía dirigírsele en otra lengua – que su primera lengua, su lengua materna, por decirlo así, aunque la madre nada tuvo que ver con esto, fue el latín. Por lo demás, el tono del aprendizaje era bastante laxo, en el sentido de que se procuraba que el niño fuese descubriendo sus preferencias en lugar de agobiarlo con imposiciones y castigos, cosa también anómala (esto solo en aquella época).

Anomalía que bien pudo comprobar el niño de siete años cuando ingresó en el colegio Guyena de Burdeos para estudiar gramática y retórica. Allá estuvo hasta los trece años, primero horrorizado por la brutalidad de los métodos de enseñanza, habituales hasta época relativamente reciente, y luego más o menos adaptado, de manera que pudo seguir creciendo en él el gusto por las lecturas y el saber.

Aparte de la certeza de que estudió derecho, se sabe muy poco de la vida de Montaigne hasta que aparece en 1556, a los 23 años, como magistrado en el tribunal de Périgueux. Un año después es consejero en el Parlamento de Burdeos, al que representa en determinadas misiones políticas ante la corte de París, iniciándose así en la actividad diplomática o mediadora, que tan importante había de ser para él y para Francia.

En 1558 conoce y entabla amistad con otro joven y brillante consejero de la misma cámara: Étienne de la Boétie, de 28 años, poeta y autor, a los 18, del tratado Sobre la sevidumbre voluntaria, lúcido análisis de los fundamentos psicológicos de la sumisión al poder. Esta amistad fue importantísima en la vida de Montaigne, hasta el extremo de que puede llamarse amor

(Si se me fuerza a decir por qué lo amaba, siento que esto no se puede explicar… Porque era él y porque soy yo.),

sin que por ello sus protagonistas hayan de encuadrarse en la categoría de homosexuales, como pretenden los etiquetadores y los que barren para adentro. 

Étienne moría solo cinco años después, asistido por la esposa y familia, y por el mismo Michel, quien había de relatar los últimos días del amigo en carta dirigida a su propio padre, detallada, precisa y plena de una delicada emoción contenida.

En 1562 se inicia la primera de las guerras de religión. En 1565 Montaigne casa con Françoise de Chassaigne, de 20 años, y también de buena familia de parlamentarios bordeleses. Tres años después muere el padre y Michel se convierte en el nuevo señor de Montaigne.

Entonces decide cambiar de vida con el fin de gozar de una mayor libertad. Deja el parlamento y en 1571 se retira a su propiedad con la intención de dedicarse exclusivamente a la administración de sus dominios. Pero pronto comprueba que la nueva vida es también una especie servidumbre. Así que, un año después, lo vemos instalado en la torre del castillo, desde donde se dispone a explorarse a sí mismo, aunque sin olvidar el mundo que se agita tras los ventanales.

Al mismo tiempo que empieza a escribir lo que él denomina pruebas, intentos, idea que da título a su obra y a un nuevo género literario, Essais (Ensayos), el conflicto político-religioso alcanza una de sus cimas de locura: el 24 de agosto de 1572, día de san Bartolomé, con la venia del rey Carlos IX, los del bando católico asesinan por las calles o en sus casas a unos 3000 protestantes.

A partir de 1574, ya con el nuevo rey Enrique III, y sin abandonar la torre más de lo indispensable, Montaigne mantiene gestiones mediadoras con los jefes de los dos bandos: Enrique de Guisa, de los católicos, y Enrique de Navarra, de los protestantes. A la larga, estas gestiones habían de ser decisivas para la solución definitiva del conflicto. En efecto, a la muerte del rey, le sucedió Enrique de Navarra, Borbón de familia, previa conversión (o reconversión) al catolicismo, y en su reinado se promulga el Edicto de Nantes (1598), que reconoce la libertad de conciencia de los protestantes, manteniendo la religión católica como oficial de la monarquía. La labor de Enrique IV pondría las bases de la futura grandeza (léase Grandeur) de Francia.

En 1580 Montaigne publica los dos primeros libros de su obra, y un año después deja la torre para realizar un largo viaje por Alemania, Suiza e Italia; viaje amargado, por cierto, por el mal que hacía unos años arrastraba: los cálculos renales. Durante el viaje recibe la noticia de que se le ha designado alcalde de Burdeos. Emprende de inmediato el regreso y se dedica a gestionar el cargo, durante pocos años, lo mejor que puede.

Sigue escribiendo y llega a componer un tercer libro. El reconocimiento del público lo recibe concretado en la admiración infinita que le tributa una joven, Marie de Gournay, que se convertirá en su editora póstuma.

Por su parte, el rey pretende agradecerle, en honores y en dinero, cuanto ha hecho por él y por la paz. Pero recibe una negativa: el señor de Montaigne nunca ha puesto precio a sus labores ni necesita más que lo que tiene. Un tipo de respuesta que resulta especialmente dolorosa e incomprensible para los poderosos.

Michel de Montaigne murió el 13 de setiembre de 1592. Debido a su temperamento y a la situación del país, se vio situado en medio de los extremos, de manera que actuó casi obligado por las circunstancias. Pero al señor de Montaigne lo que de verdad le interesaba era disfrutar de una vida tranquila y placentera, y escribir todo aquello que le pasaba por la cabeza para aclararse un poco la visión.

Yo no enseño ni adoctrino, lo que hago es relatar.

En el fondo, es lo mismo que afirmaba el famoso poeta y pensador alemán de dos siglos después: que no hay que buscar nada detrás de los fenómenos, que ellos son la teoría.

Después de todo, decía, que sais-je?, que, bien traducido, significa: ¿Y yo qué sé?

(De Los libros de mi vida. Lista B)

Sobre la traducción de los textos originales de Montaigne: En parte es mía; en parte, de los traductores que figuran en el libro editado por Gonzalo Torné para Penguin Clásicos.

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