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Julio Verne o la aventura exterior I

Cuando digo Verne (y “Julio”, que era como entonces se decía por aquí) no quiero decir solo Verne, sino también Alejandro Dumas, Robert Louis Stevenson, Paul Feval, Mark Twain, Walter Scott, Fenimore Cooper, Ruyard Kipling, H. Rider Haggard, Rafael Sabatini, Anthony Hope, Henryk Sienkiewicz y alguno más. Es decir, todos aquellos autores que alimentan la imaginación infantil y adolescente durante los años que van desde el despertar a la lectura que significa De Amicis hasta el despertar del “sueño dogmático” que significa Papini. Y no es que Verne fuera mi autor preferido de aquellos años, pero sí el que más leí, en atención a lo cual figura aquí como representante de aquella fantástica tropa de fabuladores.

Intentando recordar lo que de él leí, he logrado reunir ocho títulos (seguro que hay algunos más). Y rastreando luego por el fondo de mi memoria en el contenido de esas obras, he llegado a una curiosa conclusión, que lo que me atraía de Verne no era su cualidad más encomiada de anticipador científico, de pionero de la literatura de ciencia-ficción, sino su habilidad de narrador de aventuras. Es decir, que yo ponía La vuelta al mundo en ochenta días por encima de De la Tierra a la Luna o, sin duda alguna, Miguel Strogoff por encima de El continente misterioso.miguel str

No sé si en todos los adolescentes es o ha sido siempre igual, pero en mi caso el tipo de aventuras que prefería era el que representa Miguel Strogoff. Un hombre que tiene una misión que cumplir y que la lleva a cabo arrostrando toda clase de peligros, compaginando los sentimientos personales con la lealtad debida, sin que en ningún momento se pueda decir – pese a lo tremendo de las situaciones- que incurra en traición o cobardía.

Otro héroe de audacia y tenacidad invencibles era Edmundo Dantès, el Conde de Montecristo, protagonista de la novela de Dumas. Muy distinto de Strogoff, por cierto. Y es que, así como el héroe ruso ostenta una psicología plana – normal en todos los personajes de Verne – la del francés tiene cierta profundidad, con recovecos apreciables. Y nada ejemplares, todo hay que decirlo. Para empezar, el motor de todas sus intrigas y acciones es el rencor o, dicho más claro, el deseo de venganza, en cuyo cumplimiento no se ahorra ciertas dosis de crueldad. Pero el lector adolescente – al menos, el que yo era – es muy compresivo y, pensando en todas las maldades que había sufrido el pobre Dantès, no le parecían mal los castigos que astutamente urdía contra los malvados.

En realidad, lo más deslumbrante de las dos novelas citadas era el interés de la intriga. Una intriga también lineal, aunque con algunas sorpresas, en el caso del héroe ruso y mucho más elaborada, como un mecanismo de relojería, en el caso del francés. Otra novela aventurera de sorpresas, disfraces y coups de théâtre era El juramento de Lagardère, de Paul Feval, donde un extraño personaje resulta no ser el que parece ser sino el audaz protagonista dispuesto a impartir justicia.

(La figura del “justiciero” era recurrente en muchas de aquellas novelas, figura que compartiría con el mundo del cine y del cómic con personajes como El Zorro y El Coyote, Superman, Batman y un larguísimo etcétera.)

Pero hay otra clase de aventuras que no se basa en el difícil y accidentado cumplimiento de una misión, ni en en el complicado montaje de una venganza digna de un dios, ni en la voluntad de impartir justicia o defender a los débiles. Hay una clase de aventura que consiste nada más que en la aventura, es decir, en un suceder y experimentar libre y gratuito, algo de lo que solo los niños, libres y en el campo, pueden gozar.                                                 

Estoy pensando en Tom Sawyer, por supuesto, y en su amigo Huckleberry Finn, deliciosas creaciones de Mark Twain. Conservo perfectamente el aroma, la música, de aquellas novelas entrañables, pero el contenido se me ha perdido casi todo por los agujeros de la memoria. Recuerdo sí, un niño relativamente travieso que vive al cuidado de una tía, y su amigo Huck, de condición social más baja, que le acompaña y en parte le instruye en sus escapadas y aventuras y un “malo” siniestro (¿Indio Jim?) y algunos momentos de auténtico peligro en unas cuevas, y también los juegos de piratas en una pequeña isla del gran río… pero la escena que mejor guardo en la memoria (culpa en parte de la versión cinematográfica) es aquella en que los niños, que han desaparecido y han sido dados por muertos, se introducen en su propio funeral y se emocionan hasta las lágrimas ante los cantos y muestras de dolor por los pobres niños difuntos que son ellos mismos.

Que el psicólogo de turno me contradiga si no es verdad, pero yo creo que una de las fantasías recurrentes de la infancia y la adolescencia es esta que consiste en desaparecer de entre los tuyos para poder observar, primero, si alguien ha advertido tu desaparición y ha dado la voz de alarma y comprobar luego el efecto que esa desaparición está causando. Y no solo en niños y adolescentes. Estoy seguro de que la fantasía en cuestión tiene su espacio en la mente de todo suicida. Pero no mentemos el diablo antes de tiempo. Estamos en la época de la vida en que los niños felices disfrutan, en el campo, de la libertad y la aventura en un ejercicio continuo de imaginación aplicada. (Continuará)

(De Los libros de mi vida)

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