Mientras tanto, la relaciones profesor-alumno seguían su curso normal. Graciano iba creciendo en edad y sabiduría, proceso este último al que yo no era ajeno. Era un joven agraciado, de inteligencia normal y de sensibilidad algo superior a la normal. […]
Aprendía con facilidad todas las materias. En cuanto a la educación del carácter, puse todo cuanto pude de mi parte. He de decir que nunca he tenido una idea clara de cómo se debe educar a los jóvenes. No me refiero a la instrucción literaria y científica, sino a su formación como personas aptas para la vida. En realidad, nunca he tenido una doctrina al respecto.
Si hubiese de hablar de mi experiencia como educado por mi padre y como educador de mis hijos, habría de concluir que para eso no sirven doctrinas ni sistemas, que el único camino que conduce a un buen resultado es ponerse como ejemplo continuo del educando. Quiero decir que no se trata de imbuirle preceptos y doctrinas, sino de permitir que vea cómo se comporta la persona que ama (porque el amor es absolutamente necesario en la educación), de manera que se contagie de las ideas, de los intereses, de los hábitos del educador hasta que, por sí mismo, se vea impulsado a seguir un camino semejante. Claro que eso requiere dos requisitos: que haya amor y que el educador sea una persona, por lo menos, digna.
Pero hay algo que reside en la propia naturaleza de las personas y que no se puede enseñar ni contagiar: la fuerza del carácter. Fuerza de la que Graciano no andaba sobrado.
(De LA CIUDAD Y EL REINO)