Finde

Sentado a su mesita de El Pato Loco, aplicado a la lectura, al paladeo de la cerveza y a la observación del mundo circundante, el profesor Alfredo recibía a veces la mirada cómplice de alguna muchacha -¿cómplice, de qué?, se preguntaba – , pero ninguna se acercaba para hablarle. Hasta que una tarde, una jovencita de aspecto espléndido –cabello largo y rubio, piel dorada por el sol -, se le acercó y se plantó ante él.adolescente rubia

– ¿Puedo hacerte una proposición?

– Siéntate –dijo él con la palabra y con el gesto.

– Nos caes muy bien, ¿sabes? – dijo la chica, y se sentó frente a él, clavó los codos en la mesa y sostuvo la barbilla con ambas manos como para mirarle mejor -. Nos gustaría que vinieses con nosotras este finde.

– Bueno, bueno… ¿Cómo te llamas?

– Claudia.

– ¿Claudia?…No te recuerdo, y perdona.

– No, si no voy a tu clase, pero ellas sí – dijo, mientras señalaba con la mirada a dos chicas que, en otra mesa, parecían estar absortas en el estudio de unos apuntes -. Bueno, alguna vez sí que he ido, sólo para escucharte, y eres genial, tío.

– Gracias. A ver, ¿en qué consiste exactamente esa proposición?

– Te lo he dicho. En pasar el fin de semana con nosotras. Tenemos una casita en la playa, nos bañamos, tomamos el sol, vamos de marcha, nos lo pasamos genial.

-¿Y crees que yo encajaría en el grupito? ¿O más bien parecería el monitor…?

– Anda, tío, ¿por qué lo dices? ¿Por la edad? Y eso qué importa. Además, estás muy bien, tu aspecto no es de más de treinta.

– Sí, no me puedo quejar del aspecto. No he quedado mal.

No era propiamente una casita, sino un chalet con aires de palacete, construido a principios del siglo pasado. Alineado junto a otros de similares características, daba al paseo marítimo de la pequeña población veraniega. La estación del tren estaba a pocos minutos caminando, y desde ella había llegado Alfredo, siguiendo las instrucciones de Claudia. Empujó la verja del pequeño jardín, que estaba entornada, y después de salvar el breve espacio que le separaba de la casa, subió unos escalones, se detuvo ante la puerta y buscó el timbre para llamar. No lo encontró. A la altura de sus ojos había una aldaba, que parecía más antigua que la puerta. Era una especie de dragón fantástico, que sostenía una argolla que, suponía, había que levantar y dejar caer para llamar. Tenía la mano sobre la aldaba, cuando la puerta se abrió de repente. Claudia se colgó de su cuello, besándole en la cara efusivamente.

– ¡Qué bien, que has venido!

– Claro, ¿no habíamos quedado?

– Mira, ven, te enseñaré tu habitación.

Pasaron del recibidor a un amplio salón decorado con sobriedad y elegancia, y luego subieron por unas escaleras hasta la planta superior. Claudia abrió la primera puerta del pasillo.

-Aquí es.

– Esto es un palacio – dijo Alfredo mientras dejaba caer su mochila sobre la amplia cama -. ¿Y tus amigas?

– Si necesitas alguna cosa, me lo pides…

– No me dirás que vamos a estar solos…

– ¿Algún problema? Mi habitación es la última del pasillo. Ahí tienes el baño. He preparado unas cositas para cenar. En la terraza dentro de media hora, ¿vale?

Cuando Alfredo se quedó solo, lo primero que pensó fue que aquella chica no parecía la misma que había conocido en El Pato Loco. La Claudia informal, despreocupada, pasota, del bar estudiantil se había convertido en una respetable hija de familia. Hasta cierto punto. Porque también pensó que seguramente sus amigas no habían existido nunca, que aquellas que había señalado en el bar eran totalmente ajenas a los planes de Claudia, que posiblemente ni siquiera se conocían. Planes de Claudia…Que existían era evidente, pero ¿en qué consistían? Una especie de risa interior iluminó las vísceras y el sistema circulatorio de Alfredo, y es que la respuesta más fácil a su interrogante no le desagradaba en absoluto. Mientras se duchaba – porque estaba claro que ella esperaba que se duchase – pensó que al fin, sin buscarlo, se le había ofrecido la oportunidad de experimentar en su propia y reciente carne aquello que tanto entusiasmaba y enloquecía a los humanos que nunca habían sido espíritus puros. Observó su miembro viril y le pareció alegre y bien dispuesto. Casi dos meses de carne mortal y aún no lo había probado. La verdad es que se las prometía muy felices.

La terraza se abría desde el salón y daba a un mar ya casi oscuro, sobre el modesto paseo marítimo y la franja de arena que lo separaba del agua. El rítmico sonido de las olas se mezclaba con algunas voces que llegaban de la playa y con el intermitente fragor del tren, que pasaba a pocos metros por detrás de la casa. Ante la variedad de manjares exquisitos que se ofrecían en la mesa, Alfredo no pudo menos que exclamar:

– Todo esto… ¿lo has hecho tú?

– ¿Quién, si no?

– ¿Sabes cocinar? Tenía entendido que las chicas de tu edad pasaban de eso.

– Hay de todo y para todo, señor profesor – y le dirigió una mirada maliciosa que le recordó a la Claudia que había conocido en el bar.

– Y esta casa es…de… tus padres…

– ¿Qué quieres que te diga? ¿Qué sí?

– No quiero que me digas nada en concreto, Claudia. Di lo que te apetezca, sea verdad o mentira, tanto da. Es lo que te va, ¿no?

– ¿Verdad? ¿Mentira? No me asustes, Alfredo, con esas palabras tan gordas en una noche como ésta.

– Tienes razón. Pero no las he pronunciado como conceptos filosóficos, sino como términos coloquiales.

-¿Vas a hablarme así toda la noche? No es que me importe mucho, siempre se aprende algo. Pero, francamente…

– Perdona, Claudia, tienes razón.

– Además, las grandes palabras no significan nada. Porque dime tú ¿qué es la verdad?

– Bueno, ésa es una pregunta bíblica que requiere una respuesta bíblica. Por consiguiente…la verdad será lo que nos haga más libres.

– Voy a vigilar el asado.

– ¿Asado? Y con un vino tinto de primera, supongo.

– ¡El vino! Hazme un favor, Alfredo. Mientras yo vigilo ese cacharro de horno, baja tú mismo a la bodega y elige el vino que prefieras.

– ¿La bodega?

– Sí, hombre, ¿sabes las escaleras que van a las habitaciones? Pues también van abajo. O sea, que en vez de subirlas, las bajas, y enseguida encontrarás la bodega.

Alfredo empezó a descender por la escalera. No encontró ningún interruptor de luz, así que fue bajando sin más claridad que la escasa que llegaba del salón. A los pocos peldaños, se encontró con un pequeño rellano, donde una puerta cerrada proyectaba por debajo un hilo de luz. Oyó un ruidito vagamente acompasado detrás de la puerta. ¿Un aparato que iba haciendo su trabajo? No, más bien recordaba el tableteo de una máquina de escribir, o de un ordenador poco fino. Siguió descendiendo y enseguida dio con la bodega, y hasta con un interruptor. Encendió la luz, escogió la botella y emprendió el camino de vuelta. Tras la puerta del rellano, silencio absoluto. Pero cuando iba ya a entrar en el salón, le pareció oir de nuevo el ruidito del supuesto teclado. Bajó de nuevo para asegurarse. Antes de llegar a la puerta, el ruido cesó en seco. Se mantuvo ahí unos instantes, atento. Nada, silencio.

En la terraza le esperaba Claudia empuñando unos cubiertos ante la fuente del asado.

-¿Algún problema?… Ah, sí, me olvidé decirte que la luz de la escalera no funciona. Pero bueno, ya veo que no te has roto una pierna.

Probaron la carne, brindaron con el vino y entablaron una conversación ligera sobre las cosas y las gentes de la universidad.

-Y tú, Claudia, ¿ya sabes lo que quieres hacer en la vida?

– Tengo una ligera idea.

– ¿Por qué estudias literatura?

– A lo mejor es que quiero escribir y convertirme en una autora famosa.

– Me parece que no te lo crees.

– ¿Por qué lo dices? ¿Piensas que no soy capaz? ¿Tan importante, tan difícil es escribir?

– Claudia, ¿hay alguien más en la casa?

– ¿Cómo dices?

– Me has oído muy bien. Tras la puertecita que da a la escalera de la bodega alguien estaba tecleando.

– ¿Tecleando? Qué cosas dices.

– Y había luz por debajo de la puerta.

– Yo no sé lo que tomas, tío, pero que funciona, seguro.

– ¿Quieres convencerme de que han sido alucinaciones?

– Quiero que tengamos la fiesta en paz y que te dejes de historias raras… Y dime, ¿hace mucho tiempo que eres profesor? ¿Estudiaste en la misma universidad?

– He estudiado en muchas universidades, en ésta también, claro, y lo de ser profesor me vino así…como caído del cielo.

– Y cuando tenías mi edad, ¿ya sabías lo que ibas a hacer en la vida?

– ¿Y si te digo que nunca he tenido tu edad…?

– Pensaría que eres un tonto presumido que quieres hacerte el interesante… Alfredo, tú que sabes tantas cosas, dime, ¿qué pasa cuando nos morimos?

– Vaya, creía que estaban prohibidos los grandes temas.

– A veces tengo miedo, mucho miedo. Pienso en ello y…no lo puedo soportar. Y otras veces…

– ¿Tan grave es morir?

– ¿Tú no tienes miedo?

– No sé… es una experiencia que no conozco.

– No seas burro, ¡nadie la conoce!

– Es como nacer…

– Bueno, lo que pasa con el nacer es que nadie se acuerda, ¿no?

– Eso será.

Habían acabado de cenar. Claudia señaló un pequeño sofá-mecedora, suspendido bajo un toldillo, de los que abundaban en los jardines privados en la primera mitad del siglo XX.

– Ven, sentémonos ahí.

La estrechez del sofá hacía inevitable el contacto de los muslos.

– ¿No quieres bajar a dar un paseo por la playa?

Claudia no respondió.

– O a tomar una copas…

– Estamos bien aquí, ¿no?

Alfredo sintió que su bienestar aumentaba de tamaño de manera alarmante.

– ¿No salíais de marcha por las noches y os lo pasabais genial?

– ¿Quién?

– La chica aquella que vino a hablarme en El Pato Loco, amiga de aquellas que estaban en otra mesa, ¿te acuerdas?

– No sé de qué me hablas.

– Claudia, ¿eres así de complicada o te gusta aparentarlo?

-¡Mira qué luna!

Alfredo comprendió que, en la mente de la muchacha, la línea recta no era la distancia más corta entre dos puntos, y miró a la luna.

– Sí, es enorme.

– Y en cambio, cuando está arriba de todo, se ve pequeñita.

– Sí, es un fenómeno muy raro.

– ¿Por qué raro?

– Porque en realidad, esté abajo o esté arriba, la imagen que se forma en el ojo tiene el mismo tamaño.

– Y entonces, ¿por qué se ve diferente?

– Ahí está lo raro del fenómeno.

-Alfredo, tú sabes muchas cosas, ¿verdad? Y no sólo de literatura.

– Nunca se sabe bastante. Pero reconozco que de teoría no estoy mal. Mi parte floja es la práctica.

– ¿La práctica?

Claudia se arrellanó en la mecedora de manera que brazo, muslo y pierna quedaron en estrecho contacto con las partes correspondientes de Alfredo.

– Tendríamos que bajar a estirar las piernas – sugirió Alfredo al notar que su temperatura corporal aumentaba vertiginosamente.

– No, yo creo que tendríamos que ir a la cama.

Alfredo se levantó de un salto y empezó a hacer flexiones.

– Después de una comida como ésta, hay que hacer un poco de ejercicio – se justificó -. ¿De verdad que no quieres salir a dar una vuelta y tomar algo? Aún no son las doce.

– Tú haz lo que quieras. Yo me voy a la cama.

Claudia se levantó del sofá y, sin mirar a Alfredo, abandonó la terraza. Se oyó su voz desde el salón:

– Deja eso como está. Mañana por la mañana viene la chica.

Alfredo se precipitó detrás de Claudia. La alcanzó al pie de la escalera y la cogió del brazo con fuerza. Ella se volvió.

– ¿No me das las buenas noches? – dijo Alfredo con su mejor sonrisa, al tiempo que la soltaba.

– Buenas noches – respondió Claudia.

– ¿No te acompaño?

– ¿Adónde?

– Arriba.

– Sí, tú a tu habitación y yo a la mía.

– Claudia, no sé si has notado…

– ¿Qué?

– Que entre los dos hay…Tú me elegiste, y ahora…yo…

– No te enrolles, tío – cortó Claudia -. Tengo sueño.

Y empezó a subir la escalera, seguido por un Alfredo que trataba en vano de contener su ansiedad. Pasaron por delante de la habitación que él tenía asignada y llegaron ante la de ella. Claudia se volvió. En sus ojos brillaba algo parecido a la ira.

– ¿Pero qué haces tío? ¿Quieres dejarme en paz? Me voy a dormir, ¿te enteras? ¡A dormir! ¿Qué te has creído?

– Claudia, yo sólo he creído lo que tú me has hecho creer. Escúchame.

Ella le miró como si estuviera dispuesta a escuchar a un extraterrestre.

– Todo conducía a eso que…Sería tan bonito… – prosiguió Alfredo, y no supo cómo continuar.

Claudia abrió la puerta, entró y cerró de un golpe. Se oyó el ruidito del pestillo.

– Claudia – dijo Alfredo alzando la voz – ¿Quieres que me vaya?

– Haz lo que te de la gana, tío, y no me marees más.

De pie ante la puerta cerrada, en la penumbra del pasillo, Alfredo sintió cómo su corazón latía aceleradamente. Un extraño temblor le recorría el cuerpo. Tenía que tranquilizarse. ¿Y si se fuera? Seguro que ya no había trenes. Podía buscar un hotel en el pueblo, o llamar a un taxi. No. Con la huída no ganaría nada. Si se quedaba, tal vez podría desentrañar el misterio. Cómo se levantaría Claudia al día siguiente, ésa era la primera incógnita que nunca podría despejar si abandonaba. Sí, lo mejor era quedarse, tranquilizarse y luego irse a dormir. Un rato en la terraza le iría bien, quizá encontrase un cigarrillo…Recorrió el pasillo y descendió por la escalera. Al llegar al salón, sin apenas pensarlo, miró atrás y abajo, hacia donde las escaleras que seguían descendiendo se perdían en la oscuridad. Y entonces le pareció oir el tableteo. Descendió unos escalones. Sí, no había duda: el rumor venía de detrás de aquella puerta. Y el hilo de luz iluminaba el suelo. De pronto, el tableteo cesó y la luz se apagó. Golpeó la puerta con los nudillos, primero suavemente, luego con cierta fuerza. Ninguna respuesta. Bien, pensó, está claro que en la casa hay alguien, que debe permanecer oculto a cualquier visitante. ¿Y Claudia? ¿En verdad no lo sabe? Verdad, Claudia, ¡qué disparate juntar esas palabras! Se sonrió con ganas y se dirigió a la terraza.

Estaba tranquilo. Ni siquiera el hecho de sentarse en aquel sofá, antes tórrido y ahora helado, le perturbó su recobrada calma. Sí que es rara la práctica, pensó. Hay que ver cómo las ideas, los conceptos, las razones son continuamente alterados y desfigurados por el fuego de la vida. El fuego de la vida, buena expresión. Un espíritu puro puede saberlo todo de todo, puede tener soluciones para los más terribles problemas que agobian a los humanos, pero, en cuanto desciende a la tierra, cuando adquiere carne mortal, él mismo se verá expuesto al intenso calor deformatorio del fuego de la vida. Lo mejor sería no exponerse. Pero ¿cómo? ¿Cómo el que vive puede no exponerse a la vida? Era un problema sin solución. Como el del tamaño de la luna. Miró al cielo y allá estaba, arriba de todo, brillante, redonda, pequeña como una moneda. Se arrellanó en el sofá y se quedó dormido.

Se despertó de repente, casi asustado. Por un instante, no supo dónde estaba ni qué había pasado. Le dolía el cuello, la nuca. Hacía frío. El frío le había despertado, sin duda. Miró a su alrededor. Vio que de la ventanita de la cocina que daba al extremo de la terraza salía una nubecilla de humo azulado. Pensó en el horno. En cualquier caso algo se estaba quemando. Se levantó, y un segundo después empujaba la puerta entornada de la cocina.

Lo que vio ya no pudo sorprenderle: la espalda estrecha y encorvada de un hombre casi calvo, sentado a la mesa que ocupaba el centro de la cocina. Fumaba un cigarrillo.

– Buenas noches – dijo Alfredo.

El hombre no contestó ni se volvió. Alfredo dio la vuelta a la mesa y vio que el hombre estaba escribiendo nerviosamente, con un bolígrafo vulgar, en un cuaderno de hojas cuadriculadas. Le reconoció enseguida.

– Buenas noches – repitió -. ¿Nos hemos de presentar o ya nos conocemos?

– Nunca me acostumbraré – dijo el hombre, deteniendo la escritura, pero sin alzar la vista del cuaderno -. Escribir directamente en el ordenador es arriesgado, muy arriesgado. Y además, improductivo. En cambio, cuando paso lo que he escrito a mano, al terminar, me vienen más ideas, que naturalmente tecleo. Pero enseguida me quedo seco, y tengo que volver al boli y el papel.

Alfredo cogió un cigarrillo del paquete que había sobre la mesa, junto a una botella de vino blanco, un vaso y un cenicero, lo encendió y se sentó enfrente del hombre, que había dejado de escribir y que le miraba con una media sonrisa.

-Sabía que había alguien más en la casa, pero nunca hubiese imaginado…usted…Me gustaría saber qué hace usted aquí. ¿Es pariente de Claudia? ¿Amigo? ¿Su padre? En cualquier caso, es evidente que la conoce. Dígame, ¿qué le pasa a esa chica?

– ¿Ya no nos tuteamos? No hay que olvidar la unidad de estilo, es importante. Por cierto, que aún espero algún comentario sobre el relato…

– El relato…sí, lo leí.

– ¿Y?

– Desconcertante.

– Desconcertante… humm…Bueno, lo tomo como un elogio. Pero tiene fallos. Uno, muy importante, de concepción, ¿sabes? Pero, en fin, ya te dije que era sólo un intento. Algún día lo conseguiré.

– Pero a Claudia ¿qué le pasa?

– ¿Claudia? Nada. No es ése el problema. El problema es de concepción general, ya te lo he dicho, de adecuación con la idea.

– Pero reconocerás que su comportamiento es absurdo, disparatado.

– No, no lo reconozco. A su edad es normal. Es posible que en este momento esté pensando en suicidarse. Seguro, vaya.

– ¿Lo dices en serio? Habrá que hacer algo.

– No te preocupes. De momento no hay peligro. En la habitación no hay nada que le pueda servir. Es verdad que ahora está pensando en bajar, encender el gas y meter la cabeza en el horno, pero sabe que tú andas por aquí y eso la retiene.

– Y tú también…

– No, yo no. Yo no existo para ella.

– ¿Quieres decir que estás en esta casa de okupa clandestino?

– No, es ella la que está de okupa en mis ideas. Como tú mismo.

– ¿Yo?

– Seamos serios, Alfredo. ¿Crees de verdad que puede existir un espíritu puro y que, en caso de que exista, puede encarnarse como quien se pone un traje, y habitar entre nosotros?

– Yo…yo sé…lo que sé…A ver, yo sólo sé que existo y que no me he inventado yo.

– Eso lo sabemos todos. Y con esto enlazamos con lo que te decía del fallo de concepción general del relato. ¿Recuerdas? En nuestra conversación en el bar me burlaba de los escritores que buscan en territorios inexistentes lo que la cruda vida nos muestra ante las narices. Y no me daba cuenta de que estaba cayendo en el mismo error. Un espíritu puro, ¡qué disparate!

– ¿Disparate? No sé, yo lo veo desde este lado. Y no me ha ido tan mal. Es más, mientras sólo era espíritu me iba bien, muy bien. El conocimiento que ha acopiado la humanidad es un tesoro del que los humanos no son conscientes. Yo me he pasado siglos disfrutando, sí, ésa es la palabra, disfrutando de todas las maravillas que ha sabido crear y cultivar esa raza tan desgraciada. Y sin embargo, cuando me he convertido en uno de ellos, enseguida he comprendido que toda esa ciencia no me serviría para nada, que el motor de todo lo que se mueve no está en la ideas, en las razones, sino en el fondo de las cosas mismas que se mueven, en las vísceras…

– Está bien, está muy bien esa argumentación. Pero no imagines que es fruto de tu ingenio. A estas alturas, ya tenías que haber comprendido… que no te mueves por ti mismo, que no eres autónomo.

– Entonces, mi argumentación sería falsa.

– No, no, es verdadera. Las cosas se mueven por sí mismas, como muy bien has dicho, pero las cosas materiales, vivas. Y tú eres una idea…luego tienes el motor en otra parte.

– Ah, yo soy una idea… ¿Y tú no?

– ¿Yo? No sé, es difícil saber eso por uno mismo. Tú has tenido suerte de que yo te lo haya aclarado, pero yo no tengo a nadie, que yo sepa, para que me ilustre sobre mi situación. Aunque sospecho que sí, que yo también soy una idea, una representación mental.

– ¿Y quién sería tu autor?

– Eso no lo puedo saber. Cualquiera, cualquiera que haya tenido la ocurrencia de tramar esto. Pongamos que se llama Teodoro.

– ¿Teodoro?

– Sí, y que es alemán y que está con sus amigos en una taberna y les lee esta historia que él mismo ha escrito.

– Muy bien. ¿Pero cómo sabemos que Teodoro no es también una idea?

– No lo sabemos. Pero es casi seguro que sí, que también él es una idea, una representación mental.

– ¿Y quién sería su autor?

– No sé, cualquiera, cualquiera que haya tenido la ocurrencia…

– Sospecho que por ese camino no vamos a llegar a ninguna parte.

– Pues entonces, vamos a estirar las piernas. Es lo que querías, ¿no?

Mientras salían, Alfredo fue cerrando cada una de las luces, la cocina, el salón, el recibidor.

– Eres muy cuidadoso – dijo el hombre -. ¿Qué te importa si las luces quedan o no encendidas?

– Un gasto inútil nunca tiene sentido.

– Uf, la de cosas que me sugiere esa frase… pero prefiero no entrar por ahí.

Caminaban por el paseo solitario, las olas se deshacían mansamente en la playa, y Alfredo pensó que aquel rumor acompasado era de lo más agradable y relajante que había experimentado en su vida.

– Hace frío -, comentó luego de un buen rato de caminar los dos en silencio.

– Es natural – dijo el hombre -. Es más de medianoche y estamos en noviembre.

– Pero antes, en la terraza, cuando estaba con Claudia…

-Sí, tienes razón, no me lo recuerdes. No había caído que, si había pasado más de un mes desde el inicio del curso, o sea, desde principios de octubre, no podíais estar tan lindamente al aire libre a esas horas de la noche. Y cuando me di cuenta del fallo, ya era tarde para corregirlo. Pero, de todos modos, después lo corregí.

– ¡El frío que me despertó en la terraza!

– ¿Qué querías? ¿Dormir tranquilamente al aire libre por la noche a mediados de noviembre y con esa ropita? Es absurdo.

– No sé tu nombre – dijo Alfredo, al tiempo que detenía la marcha y se quedaba mirando a los ojos de su interlocutor, también parado.

– ¿Y eso qué importa? ¿Quieres que vayamos a tomar una copa? ¿Dudo que haya algo abierto? Pero lo podemos intentar. Conozco un sitio…

– No, prefiero volver…Nos hemos alejado mucho, ¿no?

– Poco más de un kilómetro, pero, si quieres volvemos.

– Me gustaría caminar un rato por la arena de la playa.

– Como quieras.

Descendieron a la playa, se aproximaron a la línea de las olas y, procurando no pasar a la zona húmeda, emprendieron el camino de vuelta. Avanzaban con dificultad.

– No es fácil andar por aquí – comentó Alfredo -, y además, con ésta oscuridad…

– Sí, la iluminación del paseo no llega, y aquella espléndida luna llena de antes no se ve por ninguna parte. ¡Pero mira qué maravilla de estrellas! No es normal aquí.

Alfredo alzó la vista y contempló la maravilla. Un cielo tan oscuro y unas estrellas tan brillantes que pensó que aquello pedía a gritos la metáfora de un buen poeta. También pensó, por primera vez, que pertenecer al género humano no era tan interesante como había imaginado; que, tal vez, allá arriba habría un lugar para él…Le despertó la voz del hombre.

– A este paso, no vamos a llegar nunca. Y es que por aquí habría que andar descalzo. Claro que, en esta época…

– ¿Falta mucho?

– No, la casa ya se distingue perfectamente.

– ¿Dónde? No la veo.

– ¿Ves aquella tan alta que destaca sobre las demás? Pues la…cuarta más allá.

– No, no la veo. Las farolas del paseo me deslumbran.

– Pues yo veo perfectamente el cuadradito de luz de la ventana de la cocina.

– Ah, sí, ya la veo.

Caminaron unos pasos más en silencio. De pronto, el hombre se detuvo.

– Alfredo, ¿tú no habías apagado las luces?

– Sí.

– ¿La de la cocina también?

– Sí, claro.

– ¿Entonces…?

Alfredo se llevó las manos a la cabeza.

– ¡Claudia!

– Puede haber bajado a beber agua – dijo el hombre, con ánimo tranquilizador.

– ¡Corre! ¡Corramos, antes de que sea demasiado tarde!

Alfredo echó a correr, pero no con la velocidad deseada. A cada paso, el pie se hundía un centímetro en la arena. Tenía que salir de ahí, cuanto antes. Se fue desviando gradualmente hacia la derecha con el fin de alcanzar el paseo sin perder tiempo ni espacio. Pero la arena le seguía atrapando, un pie, luego el otro… Esto es la materia, se dijo, te retiene, te ahoga, tira de ti hacia abajo…

– ¡Alfredo! – oyó la voz del hombre, lejos, a su espalda -. ¡Alfredo! No corras. Es inútil. La realidad es así, sólida, dura, indestructible. ¿Me oyes? No importa lo que fantaseemos. Si en la mecánica de la realidad está que Claudia…No puedes hacer nada…

Alfredo ya no le oía. Había alcanzado el paseo y sus pies parecía que volaban sobre el duro suelo. Llegó a la casa, entró en el jardín, empujó la puerta, pero fue inútil. Estaba cerrada. Empezó a golpearla y a gritar:

– ¡Claudia! ¡Claudia! ¡Espera!

El hombre tendría la llave, sin duda. Se volvió para ver si venía: el paseo estaba desierto. Quiso llamarlo a voz en grito, pero no sabía su nombre. Entonces reparó en la aldaba fantástica. Levantó la argolla para golpear con la máxima fuerza, y al momento oyó el ruido de un mecanismo. La puerta se abrió, chirriando, unos centímetros. Alfredo empujó, entró. Como un rayo cruzó el recibidor, el salón, y estaba ya en la cocina cuando ocurrió: una enorme explosión, una gran llamarada, una lengua de fuego saliendo por la ventana en busca de las estrellas.

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