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MARY SHELLEY. La vida monstruosa I

mary shelleyCada uno de nosotros escribirá una historia de fantasmas, dijo Lord Byron, y la propuesta fue aceptada.

Lo cuenta Mary Shelley en el prólogo de la edición de 1831 de su novela Frankenstein o El moderno Prometeo.

El de 1816 fue un año extraño. Un año sin verano. Durante meses, en Europa apenas se vio el sol. Las cenizas de una de las erupciones volcánicas más formidables de la historia geológica, producida en la lejana Indonesia, recorrían los cielos de nuestro planeta. En uno de sus rincones, junto al lago al que se asoma la tranquila e ilustrada ciudad de Ginebra, en un palacete (Villa Diodati) que ya ocupaba un lugar en la historia de la cultura, el poeta inglés Byron, acompañado de su médico y secretario John Polidori, recibió a la joven pareja formada por Shelley, también poeta, y Mary, acompañados por la hermanastra de ésta Claire Clairmont.

Se trataba de pasar una temporada entre amables tertulias y excursiones por las montañas próximas, y navegando por el lago. Pero no fue posible. El mal tiempo, las lluvias incesantes, los obligó a encerrarse en la casa durante días. Uno de los entretenimientos era la lectura en voz alta. Y fue en una de aquellas tenebrosas noches de junio, tras leerse algunos de los relatos contenidos en Fantasmagorianas, historias de fantasmas de diversos autores alemanes, que surgió la ocurrencia, la propuesta, de Byron.

Aunque todos aceptaron la idea, solo dos la pusieron en práctica: Polidori, que concibió una historia que había de ser el germen del moderno vampirismo literario. Y Mary, de dieciocho años, que dio a luz al monstruo que, durante dos siglos, no ha cesado de acechar y atemorizar a la humanidad. Un monstruo sin nombre al que, con el tiempo, el sentir popular atribuiría el de su creador.

Victor Frankenstein es un joven estudiante, nacido en el seno de una familia acomodada y culta de Ginebra. El padre, viudo, ha acogido a una sobrina, Elizabeth, que enseguida congenia con Victor hasta el punto de que pronto más que primos se consideran prometidos.

Buen estudiante, Victor se siente interesado sobre todo por los secretos de la ciencia y la filosofía de la naturaleza y, muy pronto, fascinado por la posibilidad de crear vida artificialmente. Ya en la universidad, se pone al corriente de las investigaciones más recientes en la materia y se propone llevarlas adelante al máximo. Con este fin, instala en su propia habitación un laboratorio secreto donde reúne fragmentos de cuerpos humanos que va recogiendo en cementerios y otros lugares (práctica no infrecuente entonces entre los estudiosos de la medicina).

Somete el resultado de la extraña composición a unas fuerzas físico-químicas apenas conocida entonces y, cuando ya cree que ha fracasado en su empeño, aquello empieza a moverse. Parece que quiere levantarse, con movimientos torpes y gruñidos animales. Espantado, aterrorizado, Victor huye de la habitación. Cuando poco tiempo después regresa, el monstruo no está. ¿Qué ha sido de él? El mismo ser monstruoso lo cuenta en un posterior encuentro con su creador.

Vagando por la tierra como un animal salvaje, sin ninguna clase de conocimientos teóricos o prácticos, sin idioma, enseguida se da cuenta de que su sola presencia espanta y pone en fuga a cuantos le ven. Entonces decide merodear solo por sitios no habitados, hasta que se refugia en una especie de cabaña adherida a una modesta casita campesina, y ahí, a través de una hendidura de la pared, observa a sus habitantes (una pareja joven y un anciano) durante días y noches, aprende el idioma y finalmente, conmovido por la bondad aparente de aquella gente, decide presentarse para ser acogido. La reacción es fulminante. Tiene que huir para no morir a manos de aquellos seres humanos, horrorizados con su sola presencia.

Poseído por la rabia, el rencor y un odio infinito a la humanidad, decide vengarse, actuando como el ser horrendo que la gente ve en él. Primero de todo, contra su creador (por la libreta de notas que encontró en el bolsillo del sobretodo que se llevó al salir conoce los detalles de su creación).

Mientras tanto, Victor recibe la visita de su amigo Clerval, al que oculta todo lo sucedido, y juntos emprenden el regreso al hogar, donde puede abrazar al padre y resto de la familia, aunque difícilmente puede ocultar su enorme pesar y preocupación por el hecho de que el ser horrendo, que él ha creado, anda suelto por el mundo.

Y en efecto, el monstruo inicia su venganza: asesina al hermano pequeño de Victor y amenaza a toda la familia en un inesperado encuentro con su creador. Solo pueden salvarse, dice, si Victor acepta crear una mujer para él. A regañadientes, Victor finalmente acepta y parte con Clerval – ignorante de todo- hacia las Islas Británicas. Solo, en Escocia inicia su tarea, pero pronto se arrepiente y destruye lo iniciado. La venganza no se hace esperar: Clerval aparece muerto, asesinado.

De vuelta a Ginebra, se celebra el matrimonio con Elizabeth. Y la amenaza se sigue cumpliendo: la novia muere asesinada en la noche de bodas. Entonces Victor emprende una loca carrera tras los pasos de su criatura; carrera que lleva a ambos hasta el Ártico, donde finalmente, en un paisaje de hielo sin compasión, acaba la historia del modo que los que la han leído ya saben y los que la lean sabrán.

La fábula ha tenido y seguirá teniendo multitud de interpretaciones. Yo destacaría un aspecto que apenas se ha considerado: el ser creado por Victor Frankenstein es una criatura inocente y propensa a los buenos sentimientos, como se trasluce de sus reacciones cuando observa a los tres humanos desde la cabaña. Es el rechazo, el odio injustificado de los demás lo que le convierte en un ser sediento de venganza, pero sobre todo, la actitud de rechazo absoluto de su creador, incapaz de aceptar la propia obra con todos sus defectos. Y no hay remedio porque, como comprende y afirma el mismo “monstruo”, todos los hombres odian a los desgraciados.

Y él es el más desgraciado de todos.  

(Continúa)

(De Escritoras)    

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SCHOPENHAUER AD CANEM. quinque

¿Y no hay manera de escapar de esta condena?… Veo que estás bien despierto ahora. Me alegro. Porque ahora viene la parte positiva −es una manera de hablar− del asunto, mucho más cierta y más real, eso sí, que todos los cielos y progresos que sólo existen en las mentes de los optimistas profesionales. Sí, hay manera de escapar de esa condena. Y no una, sino dos. La primera, aunque efectiva, es transitoria, temporal. La segunda, aunque rara y muy difícil, es total, definitiva.

La primera es el arte. He dicho antes que la inteligencia humana es una creación de la voluntad para seguir existiendo. Y en la inmensa mayoría de los casos, a eso se reduce su papel. Los hombres utilizan el cerebro para dominar las fuerzas de la naturaleza como no lo podría hacer un simple animal, y para afirmar su yo frente a los otros hombres, con astucia, con engaño, es decir, para desenvolverse en la selva natural y social, en una palabra, para sobrevivir, porque ésta y no otra es la función del intelecto creado por la voluntad. Pero una vez creado, el intelecto −como toda creación viva− actúa con propia autonomía, y a veces se fija en cosas que no tienen relación con el interés de la voluntad.

Cuando por primera vez el hombre levantó la vista de la tierra de sus afanes y, ajeno a todo interés vital, contempló el cielo estrellado, nació el sentimiento estético. Cuando por primera vez el hombre construyó un objeto, pintó una figura, tramó un relato, inventó una canción, sin ningún interés vital o práctico, nació el arte… Pero ¿qué es el arte?

El arte consiste en el conocimiento objetivo de una Idea que abarca toda una serie de casos particulares y concretos. Hay infinidad de personas ambiciosas o empujadas a la ambición: Shakespeare capta la Idea y la llama Macbeth. Hay algunas personas idealistas y puras en un mundo mezquino y perverso: Cervantes capta la Idea y la llama Quijote. Hay muchos jóvenes sensibles y desesperanzados en un mundo frío y hostil: Goethe capta la idea y la llama Werther. Si estos genios de la literatura, en vez de abandonarse a la contemplación intuitiva de la Idea, se hubieran guiado por las pulsiones de la voluntad, ni serían tales genios ni hubiesen producido otra cosa que vulgares panfletos.

Y es que el núcleo fundamental de una obra de arte es una intuición objetiva, y ésta exige el aquietamiento absoluto de la voluntad. Es entonces cuando el artista se convierte en sujeto puro de conocimiento, ajeno a las tormentas de la voluntad. Ya no hay lucha en su interior, porque la voluntad ha cesado y él y el objeto artístico son una y la misma cosa. Momentáneamente. El arte nos permite escapar de la horrible rueda de la voluntad pero sólo por unos momentos, mientras lo creamos, mientras lo disfrutamos.

¿Cuál será entonces la solución definitiva?… ¿La muerte? Me ha parecido oírte decir la muerte. No, no puede ser, alucinaciones mías… porque tú, Butz, no puedes tener el concepto de la muerte, como quedó muy claro, y a decir verdad, ni siquiera puedes hablar… Bien, en todo caso, la respuesta es no. La muerte no soluciona nada. Si la muerte cambiase algo fundamental, el universo ya no existiría.

Porque, vamos a ver, ¿cuando morimos qué es lo que muere? El intelecto, la conciencia individual, esa lucecita que la voluntad produjo para iluminar la andadura del cuerpo (su propia andadura): al desintegrarse el cuerpo en sus materiales básicos se viene abajo todo el andamiaje sobre el que el intelecto se alzaba. Lo que desaparece con la muerte es el intelecto, la conciencia individual, pero no la voluntad una y eterna, que buscará nueva envoltura para seguir manifestándose.

Y sin embargo, qué curioso, lo que en nosotros se siente horrorizado por la muerte no es el intelecto − nos hemos pasado millones de años sin él, se eclipsa con el sueño y con el síncope, sin que nada de esto nos importe−. No, lo que en nosotros siente horror a la muerte es precisamente lo que no puede morir, la voluntad, que, engañada por el intelecto, teme que ella pueda morir también, y siendo pura voluntad de vivir, se siente aterrorizada.

Así que la muerte no resuelve nada −y el suicidio es un error estúpido−, porque la voluntad seguirá existiendo para tormento de todo lo viviente. ¿Entonces? Acabar con la voluntad, conseguir que se extinga la voluntad de vivir, esta es la clave. ¿Y cómo se consigue esto? Como lo han conseguido los ascetas hindúes y budistas y los místicos musulmanes y cristianos de todos los tiempos, comprendiendo que todo es uno bajo el velo ilusorio de Maya, bajo el tejido cerebral de la representación, que forja individuos y diferencias donde sólo hay un ser inmutable, indestructible y eterno, comprendiendo que no hay tú y yo −base de la auténtica moral−, que no hay hombre y mundo, como el artista Byron lo comprende cuando exclama

Are not the mountains, waves and skies, a part 

of me and of my soul as I of them?

El hombre que, tras amargas luchas con su naturaleza, comprenda todo esto habrá vencido, y se convertirá en espíritu puro, en límpido espejo del universo. Ya nada le podrá agitar, pues habrá cortado los mil lazos con que la voluntad le ataba a la tierra y que bajo la forma de concupiscencia, de codiciao de cólera, le atormentaban sin cesar. Ese hombre, contento y tranquilo, mirará ya los espejismos terrenales que antes tanto le conmovían como uno mira los trajes de máscara desechados después de haber palpitado bajo ellos la noche de carnaval. A ese hombre la muerte ya no le espanta. Suprimida la voluntad de vivir, se ha liberado de todo tormento, y puede volver, plácidamente, al ser ignoto de donde nunca debió salir…

Bien, ¿qué te parece, Butz? Veo que has aguantado. Pero te advierto una cosa: esto que has oído −porque es innegable que lo has oído− es un resumen precipitado que da sólo un pálido reflejo de la brillante profundidad de mi filosofía. Pues has de saber que he pasado por alto temas tan fundamentales como el de la Idea (objetivación adecuada de la voluntad no sujeta a la representación), o como el fundamento de la moral, o como el problema de la libertad, o como mis reflexiones originales sobre el genio, la música, la justicia, el amor sexual, la locura y un abundante etcétera.

Pero comprendo que no podía abusar más de ti −lo mismo le diría al supuesto lector del hipotético libro, ¡me contentaría con que respondiese como tú has respondido! Te has portado bien, Butz, muy bien, te felicito. Dame la patita. Ha sido un placer hablar contigo.

                           FINIS SERMONIS SCHOPENHAUERIS

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La filosofía de Schopenhauer explicada a un perro VI

¿Y no hay manera de escapar de esta condena?… Veo que estás bien despierto ahora. Me alegro. Porque ahora viene la parte positiva −es una manera de hablar− del asunto, mucho más cierta y más real, eso sí, que todos los cielos y progresos que sólo existen en las mentes de los optimistas profesionales. Sí, hay manera de escapar de esa condena. Y no una, sino dos. La primera, aunque efectiva, es transitoria, temporal. La segunda, aunque rara y muy difícil, es total, definitiva.

La primera es el arte. He dicho antes que la inteligencia humana es una creación de la voluntad para seguir existiendo. Y en la inmensa mayoría de los casos, a eso se reduce su papel. Los hombres utilizan el cerebro para dominar las fuerzas de la naturaleza como no lo podría hacer un simple animal, y para afirmar su yo frente a los otros hombres, con astucia, con engaño, es decir, para desenvolverse en la selva natural y social, en una palabra, para sobrevivir, porque ésta y no otra es la función del intelecto creado por la voluntad. Pero una vez creado, el intelecto −como toda creación viva− actúa con propia autonomía, y a veces se fija en cosas que no tienen relación con el interés de la voluntad. Cuando por primera vez el hombre levantó la vista de la tierra de sus afanes y, ajeno a todo interés vital, contempló el cielo estrellado, nació el sentimiento estético. Cuando por primera vez el hombre construyó un objeto, pintó una figura, tramó un relato, inventó una canción, sin ningún interés vital o práctico, nació el arte.

Pero ¿qué es el arte? El arte consiste en el conocimiento objetivo de una Idea que abarca toda una serie de casos particulares y concretos. Hay infinidad de personas ambiciosas o empujadas a la ambición: Shakespeare capta la Idea y la llama Macbeth. Hay algunas personas idealistas y puras en un mundo mezquino y perverso: Cervantes capta la Idea y la llama Quijote. Hay muchos jóvenes sensibles y desesperanzados en un mundo frío y hostil: Goethe capta la idea y la llama Werther. Si estos genios de la literatura, en vez de abandonarse a la contemplación intuitiva de la Idea, se hubieran guiado por las pulsiones de la voluntad, ni serían tales genios ni hubiesen producido otra cosa que vulgares panfletos.

Y es que el núcleo fundamental de una obra de arte es una intuición objetiva, y ésta exige el aquietamiento absoluto de la voluntad. Es entonces cuando el artista se convierte en sujeto puro de conocimiento, ajeno a las tormentas de la voluntad. Ya no hay lucha en su interior, porque la voluntad ha cesado y él y el objeto artístico son una y la misma cosa. Momentáneamente. El arte nos permite escapar de la horrible rueda de la voluntad pero sólo por unos momentos, mientras lo creamos, mientras lo disfrutamos. ¿Cuál será entonces la solución definitiva?…

¿La muerte? Me ha parecido oírte decir la muerte. No, no puede ser, alucinaciones mías… porque tú, Butz, no puedes tener el concepto de la muerte, como quedó muy claro, y a decir verdad, ni siquiera puedes hablar… Bien, en todo caso, la respuesta es no. La muerte no soluciona nada. Si la muerte cambiase algo fundamental, el universo ya no existiría. Porque, vamos a ver, ¿cuando morimos qué es lo que muere? El intelecto, la conciencia individual, esa lucecita que la voluntad produjo para iluminar la andadura del cuerpo (su propia andadura): al desintegrarse el cuerpo en sus materiales básicos se viene abajo todo el andamiaje sobre el que el intelecto se alzaba. Lo que desaparece con la muerte es el intelecto, la conciencia individual, pero no la voluntad una y eterna, que buscará nueva envoltura para seguir manifestándose. Y sin embargo, qué curioso, lo que en nosotros se siente horrorizado por la muerte no es el intelecto − nos hemos pasado millones de años sin él, se eclipsa con el sueño y con el síncope, sin que nada de esto nos importe−. No, lo que en nosotros siente horror a la muerte es precisamente lo que no puede morir, la voluntad, que, engañada por el intelecto, teme que ella pueda morir también, y siendo pura voluntad de vivir, se siente aterrorizada.

Así que la muerte no resuelve nada −y el suicidio es un error estúpido−, porque la voluntad seguirá existiendo para tormento de todo lo viviente. ¿Entonces? Acabar con la voluntad, conseguir que se extinga la voluntad de vivir, esta es la clave. ¿Y cómo se consigue esto? Como lo han conseguido los ascetas hindúes y budistas y los místicos musulmanes y cristianos de todos los tiempos, comprendiendo que todo es uno bajo el velo ilusorio de Maya, bajo el tejido cerebral de la representación, que forja individuos y diferencias donde sólo hay un ser inmutable, indestructible y eterno, comprendiendo que no hay tú y yo −base de la auténtica moral−, que no hay hombre y mundo, como el artista Byron lo comprende cuando exclama

 Are not the mountains, waves and skies, a part

of me and of my soul as I of them?

 El hombre que, tras amargas luchas con su naturaleza, comprenda todo esto habrá vencido, y se convertirá en espíritu puro, en límpido espejo del universo. Ya nada le podrá agitar, pues habrá cortado los mil lazos con que la voluntad le ataba a la tierra y que bajo la forma de concupiscencia, de codicia o de cólera, le atormentaban sin cesar. Ese hombre, contento y tranquilo, mirará ya los espejismos terrenales que antes tanto le conmovían como uno mira los trajes de máscara desechados después de haber palpitado bajo ellos la noche de carnaval. A ese hombre la muerte ya no le espanta. Suprimida la voluntad de vivir, se ha liberado de todo tormento, y puede volver, plácidamente, al ser ignoto de donde nunca debió salir…

Bien, ¿qué te parece, Butz? Veo que has aguantado. Pero te advierto una cosa: esto que has oído −porque es innegable que lo has oído− es un resumen precipitado que da sólo un pálido reflejo de la brillante profundidad de mi filosofía. Pues has de saber que he pasado por alto temas tan fundamentales como el de la Idea (objetivación adecuada de la voluntad no sujeta a la representación), o como el fundamento de la moral, o como el problema de la libertad, o como mis reflexiones originales sobre el genio, la música, la justicia, el amor sexual, la locura y un abundante etcétera. Pero comprendo que no podía abusar más de ti −lo mismo le diría al supuesto lector del hipotético libro, ¡me contentaría con que respondiese como tú has respondido! Te has portado bien, Butz, muy bien, te felicito. Dame la patita. Ha sido un placer hablar contigo.         (FIN)

(De El silencio de Goethe o la última noche de Arthur Schopenhauer)

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