[LARRA] – ¡Qué dices, mi amor! Esa es una buena noticia. Cambronero a Filipinas, ahí es nada. ¿Por qué no me lo habías dicho antes?
-No creo que tenga tanta importancia; piensa que, aunque me quede, mi situación seguirá siendo la misma, seguiré siendo una mujer casada.
-¿Aunque te quedes? ¿Qué significan esas palabras? ¿Quieres decir que se te ha pasado por la cabeza acompañarle?
-Él me lo ha propuesto; me ha escrito que, si finalmente le dan la plaza y yo acepto acompañarle, lo olvidará
-¿Y tú qué le has dicho?
-Nada, no le he contestado.
-Pero, cuando le contestes, ¿qué le dirás?
-¿Tú qué crees, amor mío?
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Eso, yo qué creo. Buena pregunta. ¿Qué se puede creer cuando juegan a la vez sentimientos, intereses, mujer, palabras? Y sin embargo, se cree; se cree porque hay que tener fe y esperanza y caridad y todas las virtudes teologales o cardinales o como sea que se llamen, si se quiere mantener en pie la vida, y me refiero a la vida verdadera, que la otra, la que mantienen la mayoría de los llamados seres humanos no es vida propiamente, sino un conjunto de funciones vegetales y animales que no necesitan más virtud para mantenerse que la de saber procurarse el bocado a tiempo.
Y durante aquellos meses creí…quizá demasiado y en demasiadas cosas. Creí en el amor, creí en la amistad, creí en la política, creí en los españoles, hasta en el matrimonio creí, ahí tienes mi doble artículo sobre el Antony de Dumas, donde por cierto, desde mi extraño papel de moralista estricto fallé la sentencia sobre mi propio caso: “cuando un hombre y una mujer se ponen en lucha con las leyes recibidas en la sociedad, perece el más débil, es decir, el hombre y la mujer, no la sociedad”.
-¿Tú qué crees, amor mío?
Todo, lo creo todo, absolutamente todo. ¿Que no se puede ser tan ingenuo? Debes comprenderlo: yo estaba muy enamorado y quería vivir. A propósito, ¿se puede vivir sin estar enamorado? ¿Se puede amar sin tener fe? ¿Conoces tú las respuestas? Yo sí, y todas apuntan al mismo final.