[Heroídas] es una obra compuesta por veintiuna cartas, en verso elegíaco, supuestamente escritas en su mayoría por diversas mujeres de la mitología (heroínas), una de la historia (Safo) y tres por personajes masculinos, también mitológicos.
Aunque había precedentes, sobre todo en el teatro, corresponde a Ovidio el mérito de haber profundizado y perfeccionado aquel recurso consistente en que el personaje se presente, sienta y hable por sí mismo. Desde él mismo. La mayoría de las protagonistas-autoras de esas cartas poéticas son mujeres y el tema es siempre el amor. Pero no el amor algo frívolo y más bien mecánico de Amores o Ars amatoria, sino aquel sentimiento profundo e invencible que han cantado, con distinto acento, todos los poetas de todos los tiempos y lugares: el amor-pasión. Cierto que algunos sabios pensadores decidieron que ese tipo de amor sólo se da en Europa y en determinados siglos como resultado de la represión cristiana del instinto sexual; pero no es menos cierto que, como ya he observado en alguna ocasión, el fluir natural de las cosas no siempre obedece a los esquemas dibujados por los sabios pensadores.
Ariadna ha sido abandonada en una isla desierta por Teseo, que le había jurado amor eterno. Desde lo alto de una roca, su mirada busca en el horizonte marino la silueta de la nave que se lleva al traidor que la ha dejado sola, sin patria, sin familia. Y llora no sólo por todo lo que ha de sufrir, sino también por todo lo que puede padecer cualquier mujer abandonada (sed quaecumque potest ulla relicta pati). Y así, la primera persona del singular del texto de Ovidio llora por el inmenso plural de todas las mujeres engañadas y maltratadas. Algo parecido expresaba Catulo en un poema sobre el mismo tema -que sin duda Ovidio conocía- aunque en aquél se adivina además una curiosa transmutación: la desesperación de la mujer engañada y abandonada es en realidad la del mismo Catulo, víctima del juego perverso de la amante.
También es una carta de amor y de reproches, como la mayoría, la que Dido, reina de Cartago, dirige a Eneas, su enamorado ferviente hasta que un dios le recuerda su misión política (nada menos que fundar un reino que dará origen a la futura Roma). El episodio lo trata también Virgilio en la Eneida – y está claro que Ovidio lo tiene en cuenta –, pero lo curioso es que en ambos poetas (el “oficial” y el luego maldito por el poder), la visión de la historia es casi idéntica. El idilio perfecto se rompe porque, de pronto, el enamorado recibe el aviso divino que le recuerda su destino. El hombre ha de partir, olvidando promesas y ternuras. La mujer, incrédula (más en La Eneida), pone en duda que los dioses se ocupen de esas cosas. Pero el hombre tiene que construir la historia. Y la mujer, ante el hundimiento de aquel amor que ella creía sabiamente construido, dirige al traidor sus últimas palabras, que no dejan de ser de amor.